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LA Compañía de Granaderos formó a las cinco en el campo que había delante del estanque de patos y dominado por el chapitel de la iglesia de Santa María. Unos cuantos aldeanos los observaban; un grupo de muchachos lo hacía con enorme seriedad, imitando los movimientos de la formación con vibrante intensidad. También había varias jóvenes de la zona. Desde que el medio batallón del 106 había llegado al pueblo, sus visitas se habían vuelto casualmente más frecuentes. Coincidiendo con ellas, se advertía la presencia de varios oficiales de las otras compañías, que así podían dar las buenas tardes a aquellas encantadoras conocidas y expresarles lo mucho que se alegraban por aquella feliz coincidencia. Inevitablemente, la conversación pasaba enseguida a la enorme expectación que provocaba el baile que se iba a celebrar dos días después.

Al capitán Alastair MacAndrews no le interesaban aquellas banalidades y no hizo caso del alboroto mientras llevaba a cabo una rápida inspección. Hizo una pequeña mueca ante un estallido de risas especialmente fuertes que solo podían proceder de un sitio. A sus cuarenta y siete años era lo bastante mayor como para ser el padre de la mayoría de los oficiales del regimiento, por no hablar de las muchachas de gorros rosas. Aun así, se sentiría mejor cuando la compañía saliera y se quedara sin su público, pero era importante no precipitarse con los prolegómenos. El grito lanzado por el sargento Darrowfield hizo que la compañía formara en orden abierto.

—¡Presenten armas! —Incluso después de treinta años en el ejército, a MacAndrews le seguía sorprendiendo la gran energía de las voces de la mayoría de los suboficiales. Era un misterio cómo esos hombres tan seguros de sí mismos y tan competentes emergían de entre los reclutas novatos y torpes que aceptaban el chelín del rey.[2]

El viejo capitán escocés estaba satisfecho con la instrucción de sus hombres, que realizaron hábilmente los tres movimientos. MacAndrews apenas pudo contener un gesto de aprobación, ayudado por el hecho de que se oyera un aplauso frenético por parte de una de las observadoras y un grito de: «¡Vaya, Jane, eres toda una entusiasta!» en tono de soprano seguido de voces de bajos y barítonos riéndose y exclamando: «¡Bravo!». Durante un momento sintió una punzada porque su hija se llamaba Jane y hacía dos años que MacAndrews no la veía ni a ella ni a su esposa. Fue un pensamiento muy breve y ya estaba empezando su inspección cuando sintió la emoción de saber que pronto estarían con él.

Esperaba no estar sonriendo aunque, en realidad, el deber formaba ya una parte tan importante de él —siempre lo había hecho—, que nadie en la compañía hubiera imaginado que su atención se había desviado ni tan solo un instante de los detalles de su atuendo. El coste de ese deber había sido horrible, las pequeñas tumbas se esparcían en guarnición por cementerios de todo el mundo y se preguntó si habría decidido aquello de haber sabido el precio. Pero le costaba imaginar haber sido nunca otra cosa que no fuera soldado.

MacAndrews no echó nada en falta mientras avanzaba con paso seguro a lo largo de la fila delantera. Todo estaba donde debía estar porque los sargentos habían hecho bien su trabajo. Sí, estaba contento. De joven habría estado tentado de imaginar algún pequeño defecto y reprender a algún hombre simplemente para demostrarle a la compañía que no debían dar por sentada su aprobación. Había aprendido rápido a darse cuenta de ello, porque los highlanders[3] que había dirigido en América ponían fácilmente en evidencia los engaños y con la misma facilidad daban su opinión con respecto a un oficial sin llegar a incurrir en una insubordinación punible.

Un hombre nunca olvidaba su primera compañía, los rostros, los nombres, algunas de las bromas que se repetían a menudo en aquellos tiempos… Desde entonces, había habido otros hombres, otras compañías, y los rostros habían cambiado, si bien la labor de dirigirlos seguía siendo la misma. Casi todos los de ahora eran nuevos y unos cuantos de ellos eran más bajitos de lo deseable para un granadero. Normalmente, a esos hombres se les escondía en el centro de la segunda fila, de modo que desde el frente se daba la impresión de una línea de hombres grandes. MacAndrews sabía que algunos de los reclutas apenas medían más de un metro sesenta y cinco y en circunstancias normales no habrían sido admitidos. Quizá crecieran cuando se les proporcionara alimento de forma habitual en el ejército. Por el momento, las hombreras de sus chaquetas hacían que aquellos jóvenes parecieran pequeños y rechonchos.

MacAndrews llegó hasta el final de la fila delantera y pasó junto al alentador rostro maltrecho de Dobson, uno de los veteranos y todo un granadero. Cuando destinaron al 106 a las Antillas, la Compañía de Granaderos contaba en su registro con tres sargentos, dos cabos y ochenta y tres soldados rasos. Eso había sido en 1804. Cuando regresaron de Jamaica tres años después, MacAndrews bajó del barco a solo nueve hombres. El regimiento no había visto a un solo enemigo durante toda la misión ni había recibido disparos ni sufrido ningún naufragio. Aquellos hombres sencillamente habían muerto y el batallón se había reducido al igual que tantos otros regimientos británicos destinados a las islas de la fiebre.[4] Incluso sin batallas, el ejército perdía a más de veinte mil hombres cada año.

A su regreso a Inglaterra, había tenido que formar un regimiento casi desde cero y era impresionante ver lo mucho que se había conseguido desde entonces, en un año aproximadamente. MacAndrews estaba encantado con sus sargentos, satisfecho con sus soldados y, hasta el momento, consideraba que sus oficiales eran aceptables. Era demasiado pronto para tomar una decisión sobre Hanley. Su disposición a unirse a una marcha de la compañía cuando no tenía por qué hacerlo jugaba en su favor, pero puede que simplemente estuviera mostrándose adulador o, lo que era peor, deseara hacerse popular. Obviamente no estaba listo para desfilar, así que MacAndrews le mandó que llevara un mensaje al ayudante de campo interino para que se uniera a ellos en su desfile por el pueblo.

El escocés estaba contento con su desfile y con la compañía en general. Aún no se sentía orgulloso de ellos, pero eso vendría con el tiempo y si llegaba la ocasión. Seguían circulando rumores de que el nuevo coronel estaba haciendo uso de su influencia para que enviaran al regimiento al extranjero. MacAndrews esperaba que fueran ciertos, pero había oído demasiados chismes en los últimos treinta años como para creérselo. Lo que importaba era estar preparados, así que estaba ejerciendo mano dura con su compañía, puesto que se sentía orgulloso de su destreza como soldado. La mala suerte y la falta de dinero e interés le habían impedido disfrutar de una carrera brillante, en ningún caso la ausencia de esfuerzo ni de valía. Nadie podría decir jamás que no le había sacado el mayor partido a su compañía. Así que ahora los llevaba de marcha cuando el resto del medio batallón descansaba. Al mayor Hawker no le había importado y, de hecho, le alegraba otorgar a sus capitanes bastantes licencias en lo que se refería al entrenamiento. Sin embargo, era difícil saber de qué humor se encontraba esos días y lo mejor era mantenerse alejado de él, aunque solo fuera por unas horas.

La Compañía de Granaderos hubiera preferido pasar una noche más calmada, pero al desfilar por el pueblo al ritmo del tambor, avanzaba con enorme orgullo, sobre todo cuando se cruzaba con paseantes de otras compañías. No había sido decisión de ellos, sino del capitán. Pero eso no quería decir que no sintieran una placentera sensación de superioridad e incluso cierto gozo al demostrar que eran hombres más duros y mejores soldados que sus camaradas. Como hombres más fuertes del batallón, andaban firmes y sacaban aún más pecho, mostrándose más altos y orgullosos. Williams ya había visto aquello antes —no sabía que él hacía lo mismo—, pero seguía dejándole perplejo cómo el buen humor podía cambiar el aspecto de los hombres.

El alférez William Hanley caminaba por la calle principal del pueblo en busca del ayudante de campo interino. Brotherton le había parecido un tipo bastante agradable cuando lo conoció, pero ahora se mostraba esquivo. El teniente Anstey le había enviado al León Rojo y le había dicho que el ayudante de campo estaría en la sala lateral que se utilizaba como cuartel improvisado. Pero unos cuantos oficiales que estaban en la puerta de la taberna le enviaron de nuevo a la Sala Común de Oficiales. Esta vez Anstey le explicó que aquello no había sido más que una broma de bienvenida destinada a un alférez novato como él y que Brotherton se encontraba de verdad allí. A todos los compañeros que estaban jugando a las cartas aquello les pareció de lo más divertido.

A Hanley le había sorprendido gratamente la primera impresión que había tenido de los oficiales del regimiento, puesto que su opinión de los soldados en general no era muy buena. Ahora, sus peores expectativas de encontrarse con una pandilla de palurdos infantiles parecían confirmarse. Se preguntó por enésima vez si habría cometido un error, aunque no se le ocurría ninguna otra alternativa. Sus aptitudes eran escasas y tenía los bolsillos casi vacíos. No había una alternativa real a la vida de soldado. Aquello era de una lógica aplastante, lo cual no hacía que se sintiera mejor.

Cuando regresó al León Rojo ya no vio a los oficiales que habían estado sentados en la puerta. Cuando estaba a punto de entrar, Hanley vio su propio reflejo en la ventana y tuvo que admitir que estaba muy elegante con el uniforme, y al artista que había en él le gustó la imagen. La chaqueta roja con sus botones de metal y la puntilla dorada se le ajustaba muy bien y los dos faldones tenían un borde blanco a partir del cual el tejido era de color negro. Los otros compañeros le habían ayudado a arreglarse los pantalones y limpiarse las botas antes de salir, pero el paseo por el pueblo había echado por tierra casi todo aquel esfuerzo. Aun así, con su tricornio y su gran pluma blanca en la cabeza, y su sable —algo que nunca antes había llevado ni imaginó que llevaría— colgándole por detrás dentro de la vaina, tuvo que reconocer que tenía un aspecto heroico.

Se colocó en una pose con una mano en la empuñadura de la espada y la otra apoyada contra el pecho, y trató de adoptar una expresión de valentía y fortaleza. Quedó impresionado a su pesar y sonrió al pensar que las apariencias engañan. Entonces frunció el ceño porque aquello le hizo preguntarse quién era él realmente. La mano se movió desde el pecho hasta el gorjal del cuello. Aquella pieza de metal en forma de herradura era meramente decorativa pero, al parecer, constituía una parte fundamental del uniforme. Los que se lo habían vendido le habían dicho que se trataba de un recordatorio de la época en la que los oficiales llevaban armaduras como las de los caballeros medievales. Se quedó reflexionando sobre aquello y, al menos, le sirvió para dejar a un lado los sombríos pensamientos y las preguntas que no podía responder. Mejor sería mantenerse ocupado y llevarle aquellos papeles al ayudante de campo.

Al girarse, Hanley se dio cuenta de que lo habían estado observando. Había una joven —de hecho, apenas una muchacha si no fuera por el destello de complicidad en sus ojos— a pocos metros de distancia. Llevaba una sencilla blusa blanca y una falda azul marino con el dobladillo sucio. Su cabello era castaño oscuro y unos tupidos rizos le caían sobre los hombros. Su expresión era divertida cuando, por un momento, se quedó mirándole directamente a los ojos.

—Muy elegante —dijo con media sonrisa, y después se alejó a paso lento, meneando las caderas al andar.

—¿Quién es este novato? —preguntó una voz estridente desde la puerta de la taberna.

—¿Qué importa él? ¿Quién es la fulana? —La segunda voz era aún más afectada. Hanley vio a dos de los oficiales que le habían engañado antes. El primero era muy gordo y tenía la cara enrojecida y el segundo era mucho más alto y delgado y tenía una nariz larga y aguileña. Aquella pareja parecía haber salido directamente de una viñeta cómica y Hanley casi podía ver las palabras escritas en bocadillos al lado de cada uno de ellos.

—No es más que una guarra de las familias de los soldados. Creo que de un granadero.

—Sí, su región superior parece muy desarrollada. —El oficial más alto se rio a carcajadas ante su propio ingenio.

—¡Bravo! —exclamó su compañero—. Lávala bien y yo mismo me alistaré en los granaderos. —Aquello les pareció a los dos desternillante. La muchacha debió oír sus comentarios, pero se limitó a caminar más lenta y sinuosamente. A Hanley aquello le pareció repugnante y les brindó un seco saludo con la cabeza cuando pasó por su lado al entrar en busca de Brotherton. Su ánimo decayó aún más al pensar cómo sería vivir con unos patanes como esos como compañeros.

Al menos, Brotherton se mostró jovial.

—Menos de una hora con el regimiento y ya es portador de partes importantes. Esto augura un estupendo futuro para el más novato de nuestros oficiales. —El oficial de campo no tenía más de veinticinco años, pero ya tenía pequeñas arrugas alrededor de los ojos y de la boca. También había perdido pelo a una temprana edad y llevaba una lujosa peluca, aunque no se le ajustaba bien. Delante de él había papeles desparramados por la mesa, pero de inmediato soltó su pluma, hizo una mueca al dejar una mancha sobre la página en la que había estado escribiendo y extendió la mano para coger el mensaje—. Estoy muy impresionado. Puede que el destino de este regimiento y de nuestra nación dependa de este pequeño trozo de papel. ¿Son órdenes para partir hacia la guerra y la gloria?

Brotherton abrió la nota de MacAndrews y la leyó con atención. Luego, silbó suavemente entre los dientes. Hanley no estaba seguro de qué se suponía que tenía que hacer, así que simplemente esperó con una pose relajada y los brazos caídos a ambos lados. El deseo de aparentar heroicidad había desaparecido. Había dos administrativos en aquella sala lateral de la taberna que hacía las veces de oficina. Los casacas rojas siguieron con sus garabatos y no le prestaron atención. Una voz cascada se puso a cantar desde detrás de la puerta que había a un lado de la habitación. Hanley miró hacia ella perplejo, pero los demás no hicieron caso. Estaban acostumbrados al comportamiento del mayor Hawker y, de todos modos, habían presenciado la continua procesión de botellas que le entraba una de las criadas.

—¡Tenía razón! ¡Es la guerra! —gritó Brotherton. Los administrativos, acostumbrados al carácter de su oficial, apenas interrumpieron su tarea un momento.

—¿La guerra? —preguntó Hanley automáticamente. Los cantos se habían vuelto más fuertes, pero parecía que los demás seguían sin oírlos.

—Sí, ya sabe, un montón de estallidos, estrépitos y gritos. Es para lo que están los soldados. A veces aparece en los periódicos.

—¿No llevamos ya un tiempo en guerra con Francia?

—Se ha convertido en una tradición, eso es cierto. En 1803 no me pareció bien que tuviéramos paz. Lo vi como algo especialmente irónico puesto que yo acababa de alistarme en el ejército. Aun así, el viejo Boney[5] se recuperó pronto del susto y puso de nuevo la cosa en marcha. Muy honrado por su parte, la verdad. Al menos, todo lo honrado que puede ser un monstruo.

Hanley le confesó que nunca había considerado el hecho de que Napoleón se proclamara emperador desde ese punto de vista.

—Bien, pues ahora ya lo sabe. «La verdad saldrá a la luz», como solía decir el director de mi escuela antes de azotarnos. Ahora es nuestro deber azotar al Ogro Corso y a sus lacayos hasta que entren en razón y empiecen a comportarse como ingleses. Bueno, al menos todo lo que sea posible para unos franchutes que comen tanto ajo.

—A mí me gusta bastante el ajo —dijo Hanley, disfrutando con los disparates de Brotherton.

—Ya se le pasará.

—Entonces, ¿vamos a ir a luchar contra los franceses en España?

—Es usted un hombre sediento de sangre, ¿verdad? Tome nota, Fuller.

—Sí, señor. Por supuesto, señor —respondió el soldado raso Fuller sin levantar la vista ni interrumpir su tarea—. He tomado buena nota, señor.

—Espléndido. Es importante guardar un registro de todo. «La verdad saldrá a la luz», como solía decirme mi niñera antes de azotarme. —Brotherton cogió su pluma pero no consiguió más que salpicar tinta por la mesa y ahora daba toques sobre las manchas con un trapo mugriento que alguna vez fue un pañuelo—. Así que quiere castigar a los españoles igual que a los franceses.

—Pensé que podríamos ayudar a los españoles a enfrentarse con los franceses.

—No veo el porqué. Esos caballeritos rara vez se han llevado bien con nosotros. Pero sí eran muy amigos de Napoleón. Lo invitaron para que los visitara y mire el lío en el que se han metido.

—Los franceses se han apoderado del país, han depuesto al rey y han matado a todo el que se oponía a ellos.

—Sí, suelen actuar así —comentó Brotherton con tono moderado—. Para empezar, han sido condenadamente estúpidos al invitarles. Al menos, deberían haberles pedido que dejaran los cañones en el perchero y que se limpiaran los pies antes de ensuciarles la alfombra. No ha sido muy amable por parte de los españoles dejar que las legiones de Boney se pasearan por España de camino a Portugal. De entrada, España no debería haberse levantado las faldas —concluyó Brotherton—. Solo un tonto confiaría en que Boney se comportaría como un caballero.

—Los españoles están luchando. Al fin y al cabo, se trata de su país.

—Por lo que cuentan, ya no lo es.

Hanley trató de reconducir la conversación.

—¿Pero nos vamos a España?

—Usted debería ocuparse de sus obligaciones y dejar que este pobre ayudante de campo trabaje duramente hasta la medianoche sin que nadie le dé las gracias y contando tan solo con la ayuda de sus incondicionales compañeros, el cabo Lane y el soldado Fuller.

—¿Y la guerra?

—Es mucho más serio que una simple pelea de chiquillos contra Napoleón ver quién será el primero en hacerse con el bote de mermelada. El capitán MacAndrews niega una vez más tener conocimiento de una docena de macutos que, según los registros del batallón, se distribuyeron a la Compañía de Granaderos en 1805. Esto es grave. Al Gobierno de Su Majestad le cuesta muchos chelines y puede que oculte una conspiración de mayor envergadura. Lo único que sabemos es que uno de los granaderos está vendiendo a los franceses este material militar esencial para que lo usen en nuestra contra. Esa es la verdadera guerra. Cualquiera de nosotros puede ser un espía que está hurtando macutos para el emperador. En cualquier caso, al final, la verdad saldrá a la luz.

Hanley sonrió abiertamente.

—¿A quién van a azotar esta vez?

—Si hubiera justicia en este mundo, azotarían a la gente que me hace perder mi precioso tiempo. Ahora vuelva a sus obligaciones.

Hanley salió.

—¡Y si alguna vez ve un macuto, protéjalo con su propia vida! —le gritó Brotherton desde atrás. Hanley sacudió la cabeza. Brotherton parecía bastante afable, pero enseguida llegó a la conclusión de que sus compañeros oficiales eran unos bufones.

La Compañía de Granaderos ya había pasado por el León Rojo cuando Hanley salió. Corrió tras ellos y casi tropieza cuando la vaina de su sable se le enganchó entre las piernas. Billy Pringle lo saludó con la mano y le hizo una señal para indicarle al nuevo alférez que su posición estaba en la derecha, justo detrás de la última fila de la formación. Hanley levantó la empuñadura de su sable para no hacerse daño con la vaina y trató de seguir el paso firme de los casacas rojas. Incapaz de acompasar el ritmo, avanzaba rápidamente para no quedarse atrás y al momento se encontraba casi pisándole los talones al casaca roja que le procedía. Una vez que salieron del pueblo, aminoraron la marcha a un ritmo más cómodo y pasó un rato hasta que se dio cuenta de que avanzaba en sincronía con los demás. Aquella fue una sensación extraña para un hombre que siempre se había considerado como un individuo. Hanley marchó con la compañía alejándose del pueblo y deseó poder fatigarse para descansar tranquilo.