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EL batallón estaba en apuros y Williams no sabía cómo salir de allí. Todo había comenzado muy bien, las diez compañías se desplegaron en línea unas al lado de las otras. Aquella era la formación para ataque o defensa en los enfrentamientos, con los mil soldados del Regimiento 106 de Infantería en dos filas, de forma que todos pudieran disparar sus mosquetes. Sus granaderos ocupaban el lugar de honor, en la parte derecha de la fila, como correspondía a los soldados más corpulentos y también, estaba convencido, a los mejores del regimiento. En el extremo izquierdo se encontraban los de la Compañía Ligera, que aún no habían sido enviados de avanzadilla como fusileros. Se supone que eran los mejores tiradores y los más ágiles, aunque personalmente Williams no parecía convencido cuando se decía que tenían más inteligencia e iniciativa, sobre todo en lo referente a sus oficiales. Aun así, la Compañía Ligera ocupaba su puesto y podía confiar en que cumpliría con su deber.

Llegó la orden de avanzar y, como no había ningún enemigo cerca ni era probable que lo hubiese, Williams colocó al batallón en columna abierta. Formaron en la compañía del centro —la que en realidad era la Cuarta Compañía del capitán Mosley, que se encontraba justo a la derecha del cuerpo de bandera en el centro de la línea— porque eso descontaría algún minuto a la maniobra. Los granaderos marcharon hacia delante, giraron dos veces y ocuparon su puesto en la cabeza de la columna. Seguían formando dos filas de cincuenta hombres cada una que cubrían poco más de veintisiete metros de frente. Detrás de ellos, a la mitad de esa distancia, había una línea idéntica formada por la Primera Compañía, después la Segunda y así sucesivamente. Los de la ligera y las Compañías Octava y Quinta tuvieron que girar para ocupar su puesto tras la Cuarta Compañía. El cuerpo de bandera con los dos estandartes del batallón se colocó en el centro, entre las Compañías Cuarta y Quinta. Al dar la orden, el batallón avanzó hacia delante a un ritmo constante de setenta y cinco pasos por minuto.

Llegaron a un desfiladero, así que Williams colocó a cada compañía en columnas estrechas para atravesarlo. De nuevo en campo abierto, volvieron a colocarse en columna de batallón con las compañías formadas a media distancia y, después, de nuevo en línea. Las unas junto a las otras, las diez compañías cubrieron unos doscientos setenta y cinco metros de frente. Tras ordenar que retomaran la marcha, las volvió a colocar de nuevo en columna.

Williams pensó que las filas apiñadas de casacas rojas tenían un aspecto espléndido y se mostró encantado por cómo estaba dirigiendo al regimiento. Entonces, apareció el enemigo.

—¡Caballería francesa! —gritó el teniente Truscott—. ¡Por el frente derecho!

Williams miró adonde señalaba el dedo. La infantería en una columna a media distancia, tal y como estaba aquella, era tremendamente vulnerable ante los soldados de caballería. Oyó el repiqueteo de los cascos de los caballos, sabía que tenía que hacer formación en cuadro, pero no recordaba cómo. Era fácil a partir de una columna más compacta a un cuarto de distancia. Recordaba aquellos diagramas con total claridad.

—Todo un regimiento. Coraceros. ¡Grandes canallas con armaduras sobre enormes caballos! —Truscott casi parecía entusiasmado mientras el funesto regimiento se aproximaba—. Vamos, señor, decídase.

—Estamos perdidos —interrumpió el joven Derryck—. Malditos granaderos —añadió después.

Truscott sonreía mientras golpeteaba con sus dedos aún más fuerte sobre la mesa de roble.

—Se están acercando. Te queda un minuto.

Hamish Williams vaciló y alargó luego la mano para mover los bloques que representaban a los granaderos y a la Primera Compañía, juntándolos para formar una línea compacta de cuatro en fondo. Las dos líneas de granaderos se pondrían de rodillas, con las bayonetas colocadas y las culatas de los mosquetes apoyadas contra el suelo de modo que las armas apuntasen hacia arriba. Ningún caballo se atrevería a suicidarse cargando contra un seto de puntas de bayoneta. Así que, mientras los casacas rojas se mantuvieran firmes —y Williams confiaba plenamente en que así lo harían—, estarían a salvo ante una carga desde el frente. El problema eran los flancos, que seguían abiertos.

—Treinta segundos. Ahora espolean a sus caballos para ir al galope. Sus espadas son casi un metro de largas y todas ellas apuntan hacia nosotros, con el brazo recto y la muñeca doblada para el ataque.

—Malditos granaderos.

Cada compañía estaba representada por un bloque de madera de unos ocho centímetros de largo. Eran blancos, pero a cada lado tenían pintados siete casacas rojas en miniatura de pie y firmes, mirando hacia delante, como si no hubiera nada en el mundo que les importara. Llevaban los antiguos tricornios que hacía tiempo habían sido sustituidos por los chacós, y la pintura estaba desconchada en testimonio de lo mucho que se había usado. Alguien le había dibujado unas gafas al granadero del centro para que se pareciera al teniente Pringle. Este se encontraba tendido en su cama con el pesado telescopio de metal de Williams dispuesto para mirar por la ventana. Era un aparato tremendamente pesado, diseñado para apoyarlo en un soporte, así que Pringle lo había colocado sobre el cabecero de la cama.

Pringle levantó la mirada un momento.

—¿Otra vez voy a perder la vida por el rey y por la patria? —preguntó cansinamente.

Truscott no le hizo caso.

—Vamos, hombre, ¿qué vas a hacer? —le preguntó de nuevo a Williams.

—Solo va a ser la octava vez esta tarde —continuó Pringle, que ahora miraba por el telescopio. Tenía las gafas en la cabeza y ajustó el ocular para enfocar bien—. Lo pregunto porque si lo llego a saber, le habría dicho a Jenkins que me limpiara mejor las botas. Es una vergüenza morir con aspecto desarrapado.

—¿Para qué cambiar las costumbres de toda una vida? —intervino Anstey, uno de los cuatro oficiales que jugaban a las cartas en el otro extremo de la larga mesa en la que los bloques de madera representaban el batallón. Sus compañeros le brindaron elogiosas carcajadas. El juego avanzaba lentamente, pero ellos ya habían dado buena cuenta de la segunda botella de vino de Burdeos, así que era obvio que no habían perdido el tiempo del todo. Las finas nubes de humo de sus puros daban también fe de que disfrutaban de un confortable tiempo libre.

Williams tuvo una repentina revelación. Podría conseguirlo si dividía cada compañía en dos pelotones. El cuarto de distancia implicaba que había espacio para que los pelotones giraran hacia fuera y formaran los lados del cuadro. Solo serían de dos en fondo, que era muy poco, pero si calculaban bien sus descargas podrían parar en seco a un escuadrón. Williams empezó a mover los bloques, pero cada uno constituía toda una compañía, así que iba a tener que explicar lo que quería hacer.

—Se acabó el tiempo —dijo Truscott. Derryck lo ayudó golpeando los bloques con el tridente de la chimenea para dispersar al batallón pintado. Truscott se reclinó sobre el respaldo de su silla y cruzó las piernas satisfecho—. Parece que una vez más todos hemos tenido la oportunidad de saber la respuesta a la gran pregunta, por cortesía de nuestro joven caballero. En fin, supongo que alguno de los soldados habrá podido sobrevivir. A los franceses les habrá costado matarlos a todos —hizo una pausa frunciendo el ceño—. Para empezar, se les habrán cansado los brazos. De todos modos, normalmente son bastante considerados a la hora de tomar prisioneros.

—Malditos granaderos —Williams miró enfurecido al joven alférez, quien le respondió con una sonrisa burlona. Los intentos de Derryck de manipular los bloques habían provocado un desastre aún más rápido y estrepitoso. Los demás alféreces tampoco habían actuado mucho mejor.

—No sobrevivió nadie cuando estabas tú al mando.

—Me gusta ser meticuloso —contestó Derryck. Solo tenía dieciséis años, no medía más de un metro cincuenta y siete centímetros de alto y estaba tan delgado como un fideo a pesar de las enormes cantidades de comida que devoraba siempre que tenía ocasión. Parecía que tenía unos doce años y se las ingeniaba para desprender un aire de inocencia que en absoluto concordaba con su carácter. A Williams le gustaba. Como a la mayoría de la gente.

—Me temo que actuar apenas un poco mejor que el señor Derryck no es suficiente —intervino Truscott—. Este regimiento espera algo más que la supervivencia de cien hombres entre mil. Especialmente antes de que ninguno de ellos haya tenido la oportunidad de hacer un solo disparo. El Gobierno de Su Majestad ha invertido una importante cantidad de dinero en reclutar, alimentar y entrenar a este batallón. Piensa en todos esos pobres ricos que tienen que pagar sus impuestos.

El teniente se dio cuenta de que aquellos jóvenes caballeros se mostraban indiferentes ante la difícil situación de los más adinerados. No los culpaba. Ninguno de los oficiales del regimiento contaba con un título de noble y, por lo que se decía, solo el nuevo coronel tenía dinero. El 106 de Infantería era el regimiento más joven del frente y no procedía de la alta sociedad. Los moderados ingresos de la familia del mismo Truscott no daban abasto para mantener a siete hijos. Cogió el maltrecho ejemplar del manual de instrucción aprobado por el duque de York para todo el Ejército. Lo había escrito el general Dundas y en él se detallaban las maniobras que un batallón debía llevar a cabo en un desfile y en el campo. Le arrojó el libro a Williams, quien instintivamente se echó hacia atrás y consiguió agarrarlo.

—Vosotros dos, estudiaos al Viejo Eje.[1] Ya sabéis, estudiar, algo que Billy nunca tuvo que hacer en el lamentable centro donde lo educaron.

—Totalmente cierto —dijo Pringle sin apartar el ojo del telescopio—. Eso suponía perder un tiempo precioso en el que un hombre puede estar comiendo y bebiendo.

—Y yéndose de putas, sin duda —apuntó Anstey.

—Un caballero de Oxford no habla de tales cosas en una conversación educada.

Anstey se mofó de aquella declaración tan poco propia del habitual discurso de Billy Pringle. Casi todos los demás se rieron, aunque Williams parecía serio. Truscott negó con la cabeza.

—¡Lo que la Iglesia perdió contigo, Billy! De todos modos, enviarte a Magdalen fue probablemente una mala idea.

Pringle giró la cabeza un momento para mirarle.

—Un chiste fabuloso. ¿Es eso lo mejor que se os ocurre a los de Clare College? —Regresó a su concentrada observación por la ventana—. Si me hubiesen dejado estudiar a Molly Hackett en Oxford, habría sido el más ávido de todos los estudiantes.

—¿Quién es Molly Hackett? —preguntó el joven Derryck con cierto nerviosismo.

Truscott no quería hablar de la doncella de la señora Wickham con el alférez de mejillas rosadas.

—No es Sir David Dundas. Y solo él debe ocupar tu interés en este momento —contestó bruscamente.

—Es una dama joven e indiscreta —repuso Pringle, sin hacer caso al otro teniente—. Muy, muy indiscreta, que no ha cerrado los postigos de la ventana de su habitación. —Claramente contaba con la atención de Derryck y varios de los otros oficiales le escuchaban con más interés. Williams se ruborizó, se dio cuenta de ello y el hecho de ser consciente no hizo más que empeorar las cosas. Creía que Truscott lo había notado.

—Sospecho que la santa madre del señor Williams no le regaló un telescopio tan bueno para que tú pudieras espiar a jóvenes inocentes —dijo el teniente.

—Tonterías. No me cabe duda de que debería darme las gracias por librar a su hijo de la tentación. Es un telescopio excelente y, sin duda, le servirá a su hijo para batir a los enemigos del rey. No queremos distraerlo de semejante tarea, así que voy a cuidar de este artilugio hasta que aparezcan los enemigos.

—¡Malditos sean todos ellos! —exclamó Derryck, quebrándosele la voz a medio camino y echando a perder el efecto de aquella declaración de fervor patriótico. De todos modos, los demás no le hicieron caso.

Williams se quedó mirando los bloques desparramados. Trató de imaginarse los restos de un batallón sorprendido por la caballería enemiga sin estar en formación. La guerra con Francia llevaba en marcha más de la mitad de su vida. Decenas y probablemente incluso cientos de miles de personas habían muerto en aquellos años, pero él era aún nuevo en el ejército y no había participado nunca en una batalla. Ni tampoco ninguno de los otros subalternos, ni siquiera hombres tan seguros de sí mismos como Truscott y Pringle. En la bandera del 106 no había ningún reconocimiento de acción valerosa en ninguna batalla.

Era muy duro imaginarse la carnicería, pensar en aquellos hombres que él conocía tendidos en el suelo, sus cuerpos rajados y apuñalados por las espadas del enemigo. En los cuadros de batallas famosas los muertos estaban siempre esparcidos decorosamente por el paisaje y sus heridas eran diminutas o incluso invisibles. Sin embargo, los mendigos mutilados y llenos de cicatrices que merodeaban por las calles y que aún llevaban sus casacas rojas rasgadas o sus trenzas de marineros eran muestra de los verdaderos horrores de la batalla. ¿Cuántos morirían rápidamente y sintiendo tan solo un breve dolor y cuántos quedarían tendidos, gritando por su espantosa agonía? Williams se preguntó si los demás tenían pensamientos parecidos, pero no pudo ver señal alguna de ello.

En cierto modo, era difícil creer que una violencia parecida pudiera tocar a Truscott, con su uniforme inmaculado, o al siempre contento Derryck. Eran soldados, pero el de ellos era un mundo de pulcritud y precisión y no parecía que quedara lugar para la sangre y el caos. Williams frunció el ceño al darse cuenta de que incluso ahora suponía que saldría ileso. ¿Por qué iba él a ser especial e invulnerable? Su pie chocó contra algo y al bajar la mirada vio que un bloque marcado con las palabras «Comp. Granad.» se había caído al suelo. Por un momento, se quedó mirando la pequeña pieza con las gafas dibujadas con tinta.

—Perdona, Billy —murmuró, y después la volvió a poner sobre la mesa. Empezó a montar de nuevo el batallón destrozado. Los pequeños soldados pintados parecían indiferentes ante su reciente y terrible experiencia.

Truscott se dio cuenta del gesto.

—No te preocupes, querido compañero. Los granaderos son demasiado estúpidos como para morir.

Williams sintió un ataque de rabia y se preguntó si Truscott había pensado que lo que le preocupaba era su propia vida. La idea de que cualquiera pudiera considerarlo así de egoísta o incluso tan falto de coraje le horrorizó. Pero seguro que si negaba abiertamente un pensamiento así reforzaría esa impresión. El rostro de Truscott no mostró ninguna emoción en particular y enseguida se puso a decirle algo a Derryck. Williams vaciló, pero una llamada en la puerta le salvó de tener que tomar una decisión.

El teniente Brotherton entró acompañado de un oficial desconocido. Aquel hombre era alto, tenía el rostro bronceado por el sol y el pelo corto y moreno. Aquello resultaba extraño porque todos los demás oficiales que estaban en la habitación llevaban el pelo largo atado con un lazo negro y lo habían cubierto de polvos blancos. La chaqueta del recién llegado estaba arrugada y parecía quedarle demasiado pequeña. El fajín de color rojo oscuro lo llevaba mal atado a la cintura y sus botas altas y sus pantalones estaban llenos de salpicaduras de barro. Detrás de él dos soldados llevaban un baúl, aunque por el exagerado esfuerzo que simulaban, parecía ser bastante ligero.

—Caballeros, quisiera presentarles al nuevo componente de nuestra feliz familia. —Brotherton hizo un gesto dramático en dirección a su acompañante—. Este es el señor Hanley, de la Compañía de Granaderos. Dejad eso en aquel rincón —ordenó a los dos casacas rojas—. Gracias —los hombres salieron—. Ahora, si me disculpan, dejaré que se presenten ustedes mismos. Yo debo volver a mi trabajo. La vida de un ayudante de campo interino está llena de esfuerzo y dolor. —Brotherton salió entre abucheos.

Hanley se quedó quieto por un momento, sin saber qué debía hacer. El trayecto en coche de caballos desde Londres hasta Dorset había sido largo e incómodo y había estado precedido de varias semanas de viaje, puesto que había ido hasta la costa norte de España para subir a un barco que le devolviera a Gran Bretaña. Había necesitado algunas cartas y una reunión con los representantes de la familia de su padre fallecido para equiparse con el fin de prestar servicio en el 106. Tuvo que hacer una declaración jurada de que aquello pondría fin a su relación. No se habló de que hubiera que concederle ninguna asignación y doscientas libras fue el último dinero que recibiría nunca más de ellos. En su mayor parte ya se lo había gastado: el precio de los uniformes y del resto de material imprescindible le había pillado por sorpresa. Ahora era un verdadero soldado y tendría que vivir de su salario. Nada de aquello era algo que él hubiera deseado especialmente. Los soldados a los que había conocido en el pasado habían sido todos aburridos o pretenciosos. Sin embargo, ahí estaba él, sin ningún otro sitio al que poder ir, e inevitablemente tendría que pasar buena parte de su tiempo con aquellos compañeros. A pesar de todo lo que había ocurrido recientemente, Hanley estaba nervioso. Echó un vistazo a aquel largo desván que estaba en la planta superior de una pequeña posada. Justo debajo se alojaban la mitad de los oficiales del 106 que en ese momento estaban destinados en el pueblo. Sus atuendos diferían. Varios de ellos estaban simplemente en mangas de camisa, pero el cabello empolvado les aportaba una extraña uniformidad. Durante lo que le pareció una eternidad, todos se limitaron a mirarlo. Como siempre, fue Truscott quien se esforzó por ser simpático.

—Bienvenido a la Sala Común de Oficiales. Aquí es donde nos alojamos los subalternos de mayor rango. Los demás viven como cerdos en algún que otro cuchitril. Yo soy Truscott, de la Cuarta Compañía. Aquel granuja de cara colorada que juega a las cartas es Anstey, de la Segunda Compañía, y a su lado está Hopwood. ¡Estos son del cuchitril! —los dos hombres lo saludaron afablemente—. Los dos han venido de visita para intentar desplumar a estos jóvenes novatos.

—¿Para qué sirve si no un alférez? —preguntó Hopwood con tono alegre—. Estos son Quincy y Clarke, por cierto. —A Hanley ya se le estaba olvidando esa serie de nombres. No parecía que hubiera nada extraordinario en sus dueños.

Truscott retomó la conversación, aunque su carácter quisquilloso estaba ligeramente ofendido por aquella interrupción a un superior. Hubiera preferido presentar al otro teniente antes de pasar a sus subalternos.

—Aquel elegante gandul tumbado en la cama es Billy Pringle. Es un granadero como tú, así que debemos ser indulgentes ante la falta de modales y de ingenio. —Pringle levantó un brazo, pero su ojo siguió fijo en el ocular y no mostró mayor deseo de dar la bienvenida al recién llegado de una forma más entusiasta—. Ah, sí, y este es Williams, también de la Compañía de Granaderos. El alférez Redman está de servicio, así que le conocerás en otro momento. Y por último, en todos los sentidos, este es el señor Derryck, nuestro instructor y alférez más joven, al menos hasta ahora.

—No, Hanley tiene mayor antigüedad —interrumpió Pringle, dejando por fin el inmenso telescopio y poniéndose de lado para levantarse—. De hecho, creo que podría estar en lo más alto de la lista de todo el batallón. Lo cierto es que está en los registros de la compañía desde antes de que yo me alistara —se bajó las gafas ajustándoselas ligeramente en la nariz.

—¿Sabes? Siempre me sorprenden tus demostraciones de sabiduría —dijo Truscott sonriendo—. ¿Qué ha pasado? ¿La muchacha ha cerrado los postigos?

—No le hagas caso. Parece obsesionado con el género femenino —dijo Pringle estrechando la mano del recién llegado—. ¿Así que tú eres nuestro caballero errante, la fuerza secreta del 106 de Infantería? Encantado de conocerte por fin. Vamos, Williams, haz que este hombre se sienta como en casa. Ahora que contamos con otro granadero se levantará el ánimo de este lugar. Este es nuestro voluntario, el señor Williams. Aunque probablemente no lo creas, su nombre de pila es Hamish. Bueno, supongo que a alguien le tendría que tocar.

Hanley y Williams emitieron los oportunos ruidos al darse la mano.

En un aparte, Pringle añadió:

—Williams es nuestra conciencia moral, un hombre de virtud y de fe. Es un cuáquero o un hindú, un druida o algo así.

—Soy un pecador que ha sido salvado por la gracia de Dios —dijo Williams con un buen grado de exaltación. A Hanley no se le ocurrió nada que responder a aquello, así que se esforzó por mantener una expresión neutra. El fervor religioso siempre le hacía sentirse incómodo. Si era fingido, despreciaba la hipocresía, y si era real, era poco probable que aquel hombre terminara siendo una compañía estimulante o imaginativa. Medía un metro ochenta, pero Williams le sobrepasaba en dos o tres centímetros y, en cierto modo, parecía demasiado grande para aquel desván de techo bajo. También era mucho más ancho, algo que acentuaban los gruesos galones dispuestos en pares y en horizontal en la parte delantera de su chaqueta y hombreras, en cuyos extremos llevaba un ribete de flores de lana que caían sobre los hombros. Pringle era un poco más bajo y bastante más rechoncho, pero siempre tenía una sonrisa y un brillo en los ojos tras los cristales de sus gafas. De hecho, tenía un fuerte dolor de cabeza por lo mucho que había bebido la noche anterior y se esforzó deliberadamente por parecer tan afable como debe mostrarse un caballero en tales ocasiones.

—¿Usted es también teniente, señor Williams? —le preguntó Hanley, suponiendo que las condecoraciones de más correspondían a un rango superior.

Hamish se ruborizó.

—No, señor Hanley. Yo soy voluntario en el regimiento. Aún no tengo graduación de oficial.

—Con eso quiere decir que está esperando por aquí a que alguno de nosotros muera para poder ocupar la vacante —le explicó Pringle. Después, volvió a hablarle en un aparte—. ¡Yo que tú me lo pensaría dos veces si Bills te ofrece una sopa!

—¿Bills?

—Se apellida Williams, así que suponemos que debe haber más de uno.

—También significa que al intelecto de nuestros granaderos no se le exige que recuerde más de un nombre —intervino Truscott—. Por cierto, ¿cómo te llamó el cura después de echarte el agua bendita?

—William, curiosamente —contestó Hanley.

Truscott y los demás se rieron.

—Maldita sea, otro más. ¿Te tomas una copa con nosotros, Hanley? —El teniente señaló los restos del burdeos—. Debe de quedar suficiente. Williams apenas lo toca y, de todos modos, él y Pringle se irán en poco rato a estirar las piernas. No pueden salir a desfilar si no están completamente sobrios.

Pringle sí quería tomar una copa y supuso que su amigo lo había notado y había decidido ponérselo difícil. No sabía si maldecirle o reírse, así que le habló a Hanley en su lugar:

—El capitán MacAndrews va a llevar a la Compañía de Granaderos a una marcha de dieciséis kilómetros. ¿Te has presentado ya ante él? —Hanley asintió—. Bueno, habrá pensado que necesitas descansar, de lo contrario no me cabe la menor duda de que te habría pedido que vinieras con nosotros.

—¿Puedo? —preguntó Hanley sorprendiéndose a sí mismo. De todos modos, aquello parecía mejor alternativa que quedarse de charla en aquella habitación. Pringle parecía bastante sociable y, aunque Williams no, al menos podía recordar su nombre. Hanley se sentía entumecido tras el viaje y siempre le había gustado caminar. Además, quería cansarse. Cuando tenía tiempo para pensar le inundaban los recuerdos de Madrid y le atormentaba la autocompasión por su propio destino. Le costaba dormirse a menos que estuviera tan agotado que no pudiera pensar.

—¿De verdad? Bueno, como quieras, amigo. Pero no podemos dejar que vayas así. Aún no te han designado un soldado como sirviente. Bills, ¿puedes ayudar a Hanley? Para empezar, arréglale ese fajín. Haré que Jenkins se ocupe de sus botas.

Hanley estaba perplejo.

—¿Es necesario? Volverán a estar sucias enseguida.

El rollizo teniente arqueó una ceja.

—No has estado con MacAndrews mucho tiempo, ¿verdad?