¿Qué es la logoterapia?[4]

Viktor E. Frankl

Antes de empezar a hablar sobre qué es la logoterapia, es recomendable decir lo que no es: la logoterapia no es ninguna panacea. La determinación del «método de la elección» en un caso determinado conduce a una ecuación con dos incógnitas.

Ψ = x + y

Donde x es la personalidad única y exclusiva del paciente e y la personalidad no menos única ni menos exclusiva del terapeuta. Dicho de otro modo: ni todos los métodos son aplicables a todos los casos con las mismas posibilidades de éxito, ni todos los terapeutas pueden utilizar todos los métodos con la misma eficacia. Y lo que es válido en general para la psicoterapia, también es válido para la logoterapia en particular. Es decir, nuestra ecuación se puede formular ahora de este modo:

Ψ = x + y = λ.

Así, Paul E. Johnson se atrevió a afirmar una vez que «la logoterapia no es una terapia que rivalice con las demás, pero bien podría constituir un desafío para las mismas por su factor añadido». («The Challenge of Logotherapy», Journal of Religion and Health, 7 [1968], pág. 122). Sin embargo, el posible valor de este factor añadido nos lo revela N. Petrilowitsch, cuando opina que la logoterapia, al contrario que las otras psicoterapias, no se queda en el plano de la neurosis, sino que va más allá y entra en la dimensión de los fenómenos específicamente humanos («Über die Stellung der Logotherapie in der klinischen Psychotherapie», Die medizinische Welt, 2. 790 [1964]). En efecto, el psicoanálisis, por ejemplo, ve la neurosis como el resultado de procesos psicodinámicos y, en consecuencia, intenta tratar la neurosis para que ponga en juego procesos psicodinámicos nuevos, tales como la transferencia. Por su parte, la terapia de la conducta, adscrita a la teoría del aprendizaje, ve la neurosis como el producto de procesos de aprendizaje o conditioning processes y, en consecuencia, procura influir en la neurosis para que organice una especie de reaprendizaje o reconditioning processes. En cambio, la logoterapia asciende a la dimensión humana, situándose así en condición de admitir en su instrumental los fenómenos específicamente humanos con los que se tropieza. Y aquí se encuentran ni más ni menos que las dos características antropológicas fundamentales de la existencia humana: primero, la autotrascendencia (Viktor E. Frankl, Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie, Munich, Urban und Schwarzenberg, 1959), y segundo, la capacidad de autodistanciamiento, que resalta en no menor medida la existencia de la persona como tal, como persona (Viktor E. Frankl, Der unbedingte Mensch, Viena, Franz Deuticke, 1949, pág. 88 [trad. cast.: Viktor E. Frankl, El hombre incondicionado, Buenos Aires, Plantin, 1955]).

La autotrascendencia destaca el hecho antropológico fundamental de que la existencia de la persona siempre hace referencia a algo que nunca es ella misma, sino un hecho u otra persona. Es decir, o bien hace referencia a un sentido válido para ser realizado, o bien a la existencia del prójimo con quien se relaciona. Sólo entonces la persona será realmente persona, y ella será ella misma por completo sólo allí donde se vea absorbida por la entrega a un deber, allí donde se pase a sí misma por alto y se olvide de sí misma al servicio de una cosa o por amor a otra persona.

Si no incluimos la autotrascendencia en la imagen que nos hacemos del hombre, no podremos comprender la neurosis colectiva actual. En general, la frustración que experimenta hoy el hombre ya no es sexual sino existencial, y ya no adolece tanto de un sentimiento de inferioridad como de un sentimiento de falta de sentido (Viktor E. Frankl, «The Feeling of Meaninglessness», The American Journal of Psychoanalysis, 32 [1972], pág. 85). Esta sensación de falta de sentido viene acompañada habitualmente de una sensación de vacío, de un «vacío existencial» (Viktor E. Frankl, Pathologie des Zeitgeistes, Viena, Franz Deuticke, 1955). La generalización de la falta de sentido en la vida es un hecho demostrado. Kratochvil, Vymetal y Kohler han apuntado que la sensación de falta de sentido no se limita únicamente a los países capitalistas, sino que también se hace mucho más patente en los Estados comunistas. Y gracias a los estudios de L. L. Klitzke («Students in Emerging Africa —Logotherapy in Tanzania», American Journal of Humanistic Psychology, 9 [1969], pág. 105) y Joseph L. Philbrick («A Cross-Cultural Study of Frankl’s Theory of Meaning-in-Life») nos hemos hecho eco de la existencia de este hecho también en los países subdesarrollados.

Si nos preguntamos qué es lo que ha producido y causado el vacío existencial, llegaremos a la siguiente explicación: al contrario que un animal, el hombre no tiene ningún instinto o impulso que le diga lo que debe hacer y, al contrario que en épocas pasadas, hoy ya no quedan tradiciones que guíen sus actos. Ni sabe lo que debe hacer, ni tiene nada que lo guíe, y desconoce completamente lo que de verdad desea. Las consecuencias de ello son o bien que el hombre sólo desea aquello que hacen los demás, es decir, conformismo, o bien al revés, que sólo hace lo que los demás desean, es decir, totalitarismo[5].

Hay aún otro efecto secundario más del vacío existencial, una neurotización específica, llamada neurosis noógena (Viktor E. Frankl, «Über Psychotherapie», Wiener Zeitschrift für Nervenheilkunde, 3 [1951], pág. 461), que cabe atribuir etiológicamente al sentimiento de falta de sentido, es decir, a la duda que surge sobre el sentido de la vida[6].

Con ello no debe entenderse que existe una patología inherente a esta duda. Preguntarse por el sentido de la existencia, cuestionar este sentido, es más un esfuerzo humano que una dolencia neurótica. En él se manifiesta, como mínimo, una mayoría de edad mental: la oferta de sentido ya no se toma exenta de crítica o de duda de las manos de la tradición, es decir, sin pensar, sino que el sentido pide ser descubierto y encontrado de forma independiente y autónoma. Por ello, el modelo de la medicina no se puede aplicar a priori en la frustración existencial. En caso de que se trate realmente de una neurosis, la frustración existencial será una neurosis sociógena. Así, un hecho sociológico, como la pérdida de las tradiciones, es lo que provoca tanta inseguridad existencial en el hombre de hoy.

También existen formas encubiertas de frustración existencial. Me limitaré a citar los casos de suicidio, particularmente frecuentes entre los jóvenes estudiantes, la drogadicción, el tan extendido alcoholismo y la creciente criminalidad juvenil. No resulta difícil demostrar el importante papel que desempeña actualmente la frustración existencial en estos casos. Para este cometido tenemos a nuestro servicio el test PIL (disponible a través de Psychometric Affiliates, Post Office Box 3167, Munster, Indiana, 46321, EE. UU.), un instrumento de medida desarrollado por James C. Crumbaugh para cuantificar el grado de frustración existencial, y más recientemente, el Logo-Test de Elisabeth L. Lukas, que supone un aporte más al estudio exacto y empírico de la logoterapia («Zur Validierung der Logotherapie», en Viktor E. Frankl, Der Wille zum Sinn, Berna, Hans Huber, 1982)[7].

En lo que se refiere al suicidio, en la Universidad del Estado de Idaho se examinó a 60 estudiantes que habían intentado quitarse la vida y en un 85% de los casos se concluyó que «la vida no significaba nada para ellos». De esos datos se desprendía sin duda que, de los estudiantes que padecían este sentimiento de falta de sentido, un 93% disfrutaba de un estado de salud extraordinario, llevaba una vida social activa, tenía un historial académico inmejorable y mantenía una buena relación con su familia (según información de Vann A. Smith).

En cuanto a la drogodependencia, una de mis doctorandas, Betty Lou Padelford (tesis doctoral, United States International University, 1973) pudo demostrar estadísticamente que detrás de este problema no se halla en modo alguno la «figura del padre débil» (weak father image) incriminada por el psicoanálisis en este contexto. A raíz de un estudio realizado con 416 estudiantes, Padelford pudo demostrar que el nivel de frustración existencial está, en realidad, directamente relacionado con el índice de implicación con las drogas (drug involvement index). Dicho índice era de 4, 25 en los casos de ausencia de frustración existencial, mientras que en los casos de frustración existencial se elevaba a 8, 90, es decir, más del doble. Estos resultados coinciden con los hallazgos registrados por Glenn D. Shean y Freddie Fechtman («Purpose in Life Scores of Student Marihuana Users», Journal of Clinical Psychology, 27 [1971], pág. 112).

Es evidente que una rehabilitación que contempla la frustración existencial como un factor etiológico y que la elimina mediante una intervención logoterapéutica es una rehabilitación prometedora. Así, según Medical Tribune (año 3, n.o 19, 1971), de 36 drogadictos sometidos a un tratamiento de dieciocho meses, sólo dos se rehabilitaron con seguridad, lo que supone un porcentaje del 5, 5. En la República Federal Alemana, de «todos los jóvenes drogadictos que se someten a tratamiento médico, menos de un 10% puede contar con su curación» (Osterreichische Arztezeitung, 1973); en Estados Unidos, la cifra media es del 11%. Sin embargo, Alvin R. Fraiser utiliza la logoterapia en el Narcotic Addict Rehabilitation Center de California, dirigido por él mismo, y puede llegar incluso a niveles del 40%.

Lo mismo ocurre con el alcoholismo. Se ha demostrado que, entre los casos más agudos de alcoholismo crónico, un 90% de los afectados padecía un profundo sentimiento de falta de sentido (Annemarie Von Forstmeyer, The Will to Meaning as a Prerequisite for Self-Actualization, tesis doctoral, California Western University, 1968). No es, pues, ningún milagro que James C. Crumbaugh, partiendo de los test, consiguiera objetivar los buenos resultados de la logoterapia de grupo en casos de alcoholismo y, comparándolos con los de otros tratamientos, determinar que «sólo la logoterapia registra una mejora estadísticamente significativa» («Changes in Frankl’s Existential Vacuum as a Mesure of Therapeutic Outcome», Newsletter for Research in Psychology, 14 [1972], pág. 35).

En lo que respecta a la criminalidad, W. A. M. Black y R. A. M. Gregson, de una universidad neozelandesa, han descubierto que mantiene una relación inversamente proporcional con el sentido de la vida. Según las mediciones realizadas con el test del sentido de la vida de Crumbaugh, los presos reincidentes se diferencian del resto de la población media en una relación de 85 a 115 («Purpose in Life and Neuroticism in New Zealand Prisoners», Br. J. soc. clin. Psychol., 12 [1973], pág. 50).

Con todo esto nos situamos ya frente a las posibilidades de una intervención logoterapéutica que, en tanto que tal, aspira a la superación del sentimiento de falta de sentido mediante la puesta en marcha de procesos de descubrimiento del sentido. Efectivamente, Louis S. Barber, en el espacio de seis meses y en su centro de rehabilitación para criminales, consiguió aumentar el nivel de realización efectiva del sentido determinado por los test de 86, 13 a 103, 46 convirtiendo dicho centro en un «entorno logoterapéutico». Así, mientras en EE. UU. el índice medio de reincidencia es del 40%, Barber consiguió rebajarlo en su caso al 17% (Reuven R. Bulka, Joseph B. Fabry y William S. Sahakian [comps. ], Logotherapy in Action, Nueva York, Aronson, 1979).

Después de analizar las múltiples y diversas formas de expresión y manifestación de la frustración existencial, llega el momento de plantearnos algunas cuestiones. ¿Cómo debe estar organizada la existencia de la persona? ¿Qué presupuesto ontológico hace que, por ejemplo, 60 estudiantes entrevistados por la Universidad del Estado de Idaho hayan intentado suicidarse sin que existiera ningún tipo de causa psicofísica o socioeconómica? En definitiva, ¿cómo debe estar constituida la existencia de la persona para que pueda existir algo como la frustración existencial? Dicho de otro modo, y utilizando las palabras de Kant, estamos preguntando por «la condición de la posibilidad» de la frustración existencial, y creo que no nos equivocamos si aceptamos que el hombre está estructurado de tal manera que su constitución es simplemente inconcebible si no hay sentido. En resumen, la frustración de una persona sólo se puede entender si entendemos su motivación. Y la presencia ubicua del sentimiento de falta de sentido nos deberá servir de indicador allí donde tengamos que encontrar la motivación primera, que es lo que el hombre finalmente desea.

La logoterapia enseña que, en el fondo, el hombre está impregnado precisamente de una «voluntad de sentido» (Viktor E. Frankl, Der unbedingte Mensch, Viena, Franz Deuticke, 1949, [trad. cast.: Viktor E. Frankl, El hombre incondicionado, Buenos Aires, Plantin, 1955]). Antes incluso de su verificación y validación empírica, la teoría de la motivación de la logoterapia se puede definir también de forma operacional mediante la siguiente explicación: llamamos voluntad de sentido simplemente a aquello que se frustra en la persona cada vez que se sume en un sentimiento de falta de sentido o en una sensación de vacío.

James C. Crumbaugh y Leonard T. Maholick («Eine experimentelle Untersuchung im Bereich der Existen-zanalyse. Ein psychometrischer Ansatz zu Viktor Frankls Konzept der “noogenen Neurose”», en Nikolaus Petrilowitsch [comp. ], Die Sinnfrage in der Psychotherapie, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1972), al igual que Elisabeth S. Lukas (Logotherapie als Persönlichkeitstheorie, tesis doctoral, Viena, 1971), se han ocupado de la fijación empírica de la teoría de la voluntad de sentido a partir de millares de sujetos de experimentación. Mientras tanto, cada vez se publican más estadísticas de las que se desprende la legitimidad de esta teoría de la motivación.

Llegados a este punto, debemos plantearnos cuál será nuestro cometido frente a la frustración existencial o frustración de la voluntad de sentido, y frente a la neurosis noógena. Actualmente, el sentido apenas se puede ofrecer, ni siquiera el terapeuta puede hacerlo, sino que debe ser encontrado, y sólo puede encontrarlo uno mismo. Por lo tanto, el sentido no se deja prescribir, pero sí que podemos describir lo que sucede en la persona cada vez que se pone a buscar su sentido[8]. Se ha demostrado, por ejemplo, que el descubrimiento de un sentido conduce a la percepción de una forma, tal como explican Max Wertheimer y Kurt Lewin, quienes ya hablan de un «carácter exhortativo» latente en determinadas situaciones. Lo que ocurre es que la forma del sentido no consiste en una «figura» que nos asalta desde un «fondo», sino que lo que se percibe en el descubrimiento de un sentido es una posibilidad sobre el fondo de la realidad: la posibilidad de transformar la realidad de un modo u otro.

Ahora se demuestra que el hombre modesto y sencillo (no el que se ha sometido a años de adoctrinamiento, ya sea como estudiante en una universidad o como paciente en un diván) casi siempre sabe qué caminos tomar para encontrar un sentido, y vemos que la vida se puede llenar de sentido. Ante todo, fijando una acción o creando una obra, es decir, de forma productiva, pero también mediante una experiencia, es decir, experimentando algo o a alguien, y experimentar a alguien en toda su singularidad y unicidad significa amarlo. Sin embargo, la vida se presenta sin reservas llena de sentido, y permanece así (tiene un sentido y lo conserva) bajo cualquier condición y circunstancia. Porque, en virtud de una autocomprensión ontológica prerreflexiva, de la cual podemos destilar una extensa axiología, el hombre de la calle es ante todo sabedor de que, en el preciso momento en que se enfrenta a un hecho inevitable, puede demostrar su condición humana justamente en el dominio de esta situación, puede dar testimonio de las posibilidades del hombre. Lo que entonces cuenta es, pues, la postura y la posición con que se detienen los avatares del destino en la vida. Por lo tanto, el hombre está autorizado y dispuesto hasta el ultimo suspiro para conseguir y ganarle un sentido a esta vida.

Esta logoteoría, desarrollada al principio de forma intuitiva en el marco de la logoterapia y que era la teoría de los originalmente llamados «valores creadores, de la experiencia y de la posición» (Viktor E. Frankl, «Zur geistigen Problematik der Psychotherapie», Zentralblattfür Psychotherapie, 10 [1938], pág. 33), se ha ido verificando y validando a lo largo de los años. Brown, Casciani, Crumbaugh, Dansart, Durlak, Kratochvil, Lukas, Lunceford, Mason, Meier, Murphy, Planova, Popielsky, Richmond, Roberts, Ruch, Sallee, Smith, Yarnell y Young han podido demostrar que el descubrimiento y la realización del sentido son independientes de la edad o del nivel de educación de cada uno, de si se es hombre o mujer, e incluso de si se es religioso o agnóstico, y en el caso de declararse religioso, con independencia de la confesión profesada. Y lo mismo ocurre con el coeficiente de inteligencia.

Con el paso del tiempo, parece que ha ido quedando claro que una psicoterapia que se atreve a ir más allá de la psicodinámica y el conductismo para entrar en la dimensión de los fenómenos específicamente humanos, o sea, una psicoterapia rehumanizada, es la única que será capaz de entender los signos de los tiempos y de hacer frente a sus trances. Dicho de otro modo, parece que ha ido quedando claro que para diagnosticar la frustración existencial o cualquier otra neurosis noógena estaremos obligados a ver en el hombre a un ser que, gracias a su autotrascendencia, está continuamente buscando un sentido. Sin embargo, en lo que respecta no al diagnóstico, sino a la terapia, y no a la terapia de la neurosis noógena, sino a la de la neurosis psicógena, deberemos recurrir, para agotar todas las posibilidades, a la no menos característica capacidad humana de autodistanciamiento, que encontraremos particularmente en forma de capacidad para afrontar las cosas con buen humor. Por lo tanto, una psicoterapia humanizada o rehumanizada implica tener un buen juicio de la autotrascendencia y aprender a llevamos bien con el autodistanciamiento. Pero si vemos en el hombre a un animal, no podremos hacer las dos cosas a la vez. A los animales no les importa lo más mínimo el sentido de la vida y no son capaces de reír. Pero esto no quiere decir que el hombre no pueda tener también algo de animal. Efectivamente, la dimensión humana es superior a la dimensión animal, es decir, incluye a la dimensión inferior. La constatación de fenómenos específicamente humanos en la persona no está en absoluto reñida con el reconocimiento también de fenómenos subhumanos, dado que entre lo humano y lo subhumano no existe una relación de exclusión, sino, si se me permite decirlo, de inclusión.

La técnica logoterapéutica de la intención paradójica se propone exactamente movilizar la capacidad de autodistanciamiento dentro del tratamiento de la neurosis psicógena, mientras que una segunda técnica, la desreflexión, se apoyará sobre el otro hecho antropológico fundamental, es decir, la autotrascendencia. Pero para comprender ambos tratamientos, tendremos que partir primero de la teoría logoterapéutica de la neurosis.

En ella distinguimos tres modelos de reacción patógenos. El primero de ellos responde a la siguiente descripción (figura 1): el paciente reacciona ante un síntoma determinado con el temor a que pudiera volver a aparecer, es decir, con una ansiedad, y dicha ansiedad induce de forma efectiva la reaparición del síntoma. Se trata, pues, de un acontecimiento que el paciente confirma únicamente con su temor original.

Figura 1

En determinadas circunstancias puede ocurrir que lo que el paciente teme que reaparezca sea la propia ansiedad. En ese caso, nuestros pacientes hablan espontáneamente de un «miedo al miedo». ¿Cómo alimentan los pacientes este miedo, esta ansiedad? Normalmente tienen miedo a sentirse impotentes ante un infarto de miocardio o una apoplejía, pero ¿cómo reaccionarán cuando temen al miedo? Pues huyendo de él. Evitan, por ejemplo, salir de casa; de hecho, la agorafobia es el paradigma de este primer modelo de reacción de la neurosis de ansiedad.

¿Por qué hemos dicho que este modelo de reacción es «patógeno»? En una conferencia que di invitado por la American Association for the Advancement of Psychotherapy (Nueva York, 26 de febrero de 1960) formulé la siguiente respuesta: «Las fobias y las neurosis obsesivo-compulsivas son debidas en parte al esfuerzo por evitar la situación en la que surge la ansiedad». Entiendo que huir de la ansiedad evitando la situación que desencadena dicha ansiedad es determinante para la perpetuación del modelo de reacción de la neurosis de ansiedad (Viktor E. Frankl, «Paradoxical Intention: A Logotherapeutic Technique», American Journal of Psychotherapy, 14 [1960], pág. 520). Con el tiempo, la terapia de la conducta ha ratificado repetidas veces esta opinión. No se puede negar que la logoterapia ha anticipado muchos aspectos que la terapia de la conducta ha establecido después como un sólido fundamento empírico. Pero ya en 1947 sostuve la siguiente opinión: «Como es sabido, la neurosis también se puede entender, en cierto sentido y con cierto derecho, como un mecanismo de reflejo condicionado. Así, en todos los métodos de tratamiento psicológico orientados principalmente al análisis se intenta sobre todo aclarar de forma consciente las condiciones primarias del reflejo condicionado, es decir, la situación interior y exterior en la primera aparición de un síntoma neurótico. Pero nosotros creemos que la verdadera neurosis (la manifiesta, la que ya está fijada) no sólo está provocada por su condición primaria, sino también por su facilitación (secundaria). Sin embargo, el reflejo condicionado, tal como intentamos entender ahora el síntoma neurótico, se facilita a través del círculo vicioso de la ansiedad. Así pues, si queremos, por así decirlo, desfacilitar un reflejo inculcado, tendremos que eliminar cada vez la ansiedad, eso sí, de la misma manera con que hayamos fijado la intención paradójica como su principio» (Viktor E. Frankl, Die Psychotherapie in der Praxis, Viena, Franz Deuticke, 1947).

El segundo modelo de reacción patógeno no aparece en la neurosis de ansiedad sino en los casos de neurosis obsesiva. Aquí, el paciente se halla bajo la presión de las obsesiones que lo acechan y reacciona intentando reprimirlas. Es decir, procura ejercer una contrapresión (figura 2).

Figura 2

Pero esta contrapresión hace aumentar todavía más la presión original, con lo cual vuelve a cerrarse el ciclo y el paciente cae otra vez en un círculo vicioso. Sin embargo, lo que caracteriza a la neurosis obsesiva no es la huida, como en el caso de la neurosis de ansiedad, sino la lucha, el enfrentamiento con las obsesiones. Si analizamos la causa que motiva y lleva a esta situación, llegaremos a la conclusión de que el paciente teme que las obsesiones, al dar indicios de psicosis, pudieran ser algo más que una neurosis, o bien que podría hacer realidad obsesiones de contenido criminal contra alguien (o contra él mismo). De un modo u otro, el paciente neurótico obsesivo no tiene miedo al miedo, sino a él mismo.

Llegados a este punto, la tarea de la intención paradójica consistirá en romper, deshacer, sacar de quicio ambos mecanismos cíclicos. Esta operación se realiza echando por tierra los temores del enfermo al «coger el toro por los cuernos», tal como me dijo una vez un paciente. Hay que tener en cuenta que el neurótico ansioso se siente atemorizado por lo que pudiera ocurrirle, mientras que el neurótico obsesivo tiene miedo de lo que él podría llegar a hacer. Así, para considerar ambos perfiles neuróticos, definiremos la intención paradójica como aquella operación en la que se insta al paciente a creerse todo aquello que antes había temido tanto (en la neurosis de ansiedad) o a ponerlo en práctica (en la neurosis obsesiva).

Como vemos, la intención paradójica consiste en invertir la intención que caracteriza a los dos modelos de reacción patógenos, es decir, en evitar la ansiedad y la obsesión huyendo de la primera y luchando contra la segunda.

En 1929 ya puse en práctica la intención paradójica (Ludwig J. Pongratz, Psychotherapie in Selbstdarstellungen, Berna, Hans Huber 1973), pero no la describí hasta 1939 (Viktor E. Frankl, «Zur medikamentösen Unterstützung der Psychotherapie bei Neurosen», Schweizer Archiv für Neurologie und Psychiatrie, 43 [1939], pág. 26) y no la publiqué con su nombre hasta 1947 (Viktor E. Frankl, Die Psychotherapie in der Praxis, Viena, Franz Deuticke, 1947). El parecido existente con métodos de tratamiento conductistas aparecidos posteriormente, tales como la exposure in vivo o el flooding, es manifiesto y no pasa inadvertido para algunos terapeutas conductistas. El profesor L. Michael Ascher, asistente de Wolpe en la clínica universitaria de terapia de la conducta de Filadelfia, afirma incluso que hay métodos conductistas que no son más que «traducciones de la intención paradójica a la teoría del aprendizaje», sobre todo en el caso del llamado método de la implosión («Paradoxical Intention», en A. Goldstein y E. B. Foa [comps. ], Handbook of Behavioral Interventions, Nueva York, John Wiley, 1980). El profesor Irvin D. Yalom, de la Universidad de Stanford, opina también que «la técnica logoterapéutica de la intención paradójica anticipó el método de la symptom prescription introducido por Milton Erickson, Jay Haley, Don Jackson y Paul Watzlawick» (Existential Psychotherapy, Nueva York, Basic Books, 1980).

A este respecto, resulta interesante destacar que el primer intento que hubo para demostrar empíricamente la eficacia de la intención paradójica fue realizado por terapeutas conductistas. Pero fueron los profesores L. Solyom, J. Garza-Pérez, B. L. Ledwidge y C. Solyom, de la clínica psiquiátrica de la Universidad McGill, quienes seleccionaron de cada episodio de neurosis obsesiva crónica dos síntomas marcados por la misma intensidad y, a continuación, trataron uno, el síntoma de destino, con la intención paradójica y dejaron el otro, el síntoma de «control», sin tratar. Efectivamente, el resultado fue que sólo desaparecieron los síntomas tratados, y en el breve tiempo de dos semanas («Paradoxical Intention in the Treatment of Obsessive Thoughts: A Pilot Study», Comprehensive Psychiatry, 13 [1972], pág. 291).

Ascher también merece un reconocimiento por su demostración empírica de la importancia y eficacia terapéuticas de la intención paradójica. La conclusión a la que llegó fue que, en general, esta técnica logoterapéutica equivalía a las distintas «intervenciones» de la terapia conductista. Sin embargo, quedaban todavía por analizar los casos de alteración del sueño y de disfunciones mingitorias neuróticas. Con respecto a los primeros, los pacientes de Ascher necesitaban al principio una media de 48, 6 minutos para conciliar el sueño. Tras diez semanas de tratamiento con terapia conductista se llegó a los 39, 36 minutos. Pero cuando aplicaron al fin durante dos semanas la intención paradójica, consiguieron rebajar el tiempo hasta 10, 2 minutos (L. M. Ascher y J. Efran, «Use of paradoxical intention in a behavioral program for sleep onset insomnia», Journal of Consulting and Clinical Psychology, 36 [1978], págs. 547-550).

Centremos ahora el estudio de la intención paradójica en el aspecto de su puesta en práctica lege artis, según las reglas de la logoterapia, y lo haremos sirviéndonos de la casuística. Spencer Adolph M., de San Diego, nos escribió estas palabras: «Dos días después de finalizar la lectura de su libro El hombre en busca de sentido, me encontré en una situación que me dio la oportunidad de poner a prueba la logoterapia. Asistí a un seminario en la universidad sobre Martin Buber y durante el primer coloquio no me mordí la lengua cuando creí que debía decir justo lo contrario de lo que los demás habían dicho. Entonces empecé de golpe a sudar intensamente. En cuanto me di cuenta, tuve que vérmelas con el temor de que los compañeros pudieran notarlo, con lo cual sí que empecé a sudar de verdad. De pronto, me vino a la mente el caso de un doctor al que usted había atendido por su miedo a los arranques de sudor y pensé que mi situación era parecida. No soy muy partidario de la psicoterapia, y mucho menos de la logoterapia, pero con mayor razón aquel momento me pareció una oportunidad única para poner a prueba la intención paradójica. ¿Qué fue lo que había dado resultado en el caso de su colega? Él tuvo que imaginarse y ponerse en situación de enseñar a la gente hasta qué punto era capaz de sudar, tal como dice en su libro: “Ya llevo perdido un litro de sudor, pues ahora voy a sacar diez litros”. Así, mientras seguía hablando en el seminario, me dije: “Spencer, enseña a tus compañeros lo que puedes llegar a sudar, pero de verdad; esto no es nada. Tienes que sudar más todavía”. Apenas habían pasado unos segundos cuando pude observar cómo se secaba mi piel. No pude evitar reírme por dentro. No esperaba que la intención paradójica pudiera funcionar, y mucho menos con tal inmediatez. “Por todos los diablos”, me dije, “¿qué tendrá la intención paradójica?”. Lo había conseguido, pero, a pesar de ello, sigo siendo escéptico con la logoterapia».

En un informe de Mohammed Sadiq aparece el siguiente caso: «La paciente N., de cuarenta y ocho años, padece unos temblores que le impiden sostener una taza de café o un vaso de agua sin que se derrame. Tampoco puede escribir ni sostener un libro con la suficiente calma para leer. Una mañana que estábamos sentados frente a frente, ella empezó otra vez a temblar. A consecuencia de ello, decidí aplicar la intención paradójica, pero de forma divertida. Así que le dije: “¿Qué tal, señora N., si nos ponemos a temblar los dos a la vez?”. Y ella: “¿A qué se refiere?”. Yo: “Sólo es para ver quién puede temblar más y más rápido”. Ella: “No sabía que usted también padeciera temblores”. Yo: “No, no, de ninguna manera, pero yo me puedo poner a temblar cuando quiero”. Y me puse a temblar, y de qué manera. Ella dijo: “¡Hala!, pero si tiembla más rápido que yo”. Y, riendo, empezó a temblar con mayor rapidez. Entonces le dije: “Venga, más rápido, señora N., tiene que temblar más rápido”. Ella: “No puedo, pare, pare, que no puedo más”. La señora N. se había cansado de verdad. Entonces se levantó, se dirigió a la cocina y volvió… con una taza de café. Se lo bebió todo sin derramar ni una gota. Desde entonces, cada vez que la sorprendía temblando, sólo tenía que decirle: “¿Qué tal un concursito de temblores, señora N.?”. Y ella me respondía: “Encantada”. Y cada vez le ha servido de ayuda».

Un profesor adjunto de universidad nos escribió lo siguiente: «Tenía que presentarme en un sitio tras haber cursado una solicitud para un puesto que me convenía mucho, y entonces podría hacer que mi mujer y mis hijos vinieran a reunirse conmigo a California. Pero estaba muy nervioso y tremendamente preocupado por causar una buena impresión, y siempre que me pongo nervioso, empiezo a agitar rápidamente las piernas, tanto que los presentes acaban por notarlo. Así sucedió entonces, por lo que me dije: “Ahora voy a agitar las piernas con tal fuerza que no pueda quedarme sentado y tenga que saltar y ponerme a bailar por el despacho hasta que estas personas piensen que estoy loco. Hoy mis músculos se contraerán como nunca, voy a batir el récord de las contracciones”. Y durante toda la entrevista mis músculos no sufrieron la más mínima contracción. He conseguido el puesto y mi familia pronto estará en California conmigo».

La aplicación de la intención paradójica en casos de tartamudeo ha sido harto discutida en la literatura especializada. Manfred Eisenmann dedicó a este tema su tesis doctoral en la Universidad de Friburgo de Brisgovia (1960). J. Lehembre publicó sus experiencias con niños y resaltó que sólo se consiguieron síntomas sustitutivos en una única ocasión («L’intention paradoxale, procédé de psychotherapie», Acta neurol. Belg., 64 [1964], pág. 725), coincidiendo así con las observaciones de L. Solyom, Garza-Pérez, Ledwidge y C. Solyom, quienes, tras aplicar la intención paradójica, apenas pudieron determinar síntomas sustitutivos en ningún caso (op. cit)[9].

Sadiq, a quien ya hemos citado, trató una vez a una paciente de cincuenta y cuatro años que había caído en la dependencia de somníferos y tuvo que ser ingresada en un hospital: «A las diez de la noche salió de la habitación y pidió un somnífero: “¿Me pueden dar mis pastillas, por favor?”. Yo le dije: “Lo siento, se han terminado y la enfermera se ha olvidado de pedir repuestos con antelación”. Ella: “¿Cómo voy a poder dormir ahora?”. Yo: “Hoy tendrá que acostarse sin somníferos”. Dos horas más tarde volvió a aparecer y dijo: “No hay manera…”. Entonces le dije: “¿Por qué no se acuesta otra vez y, para variar, no intenta dormir sino, al contrario, quedarse la noche en vela?”. Ella: “Siempre creí que era yo la loca, pero me parece que usted también lo está”. Yo: “¿Sabe? A veces me divierte estar loco, ¿no lo puede entender?”. Ella: “Entonces, ¿iba en serio?”. Yo: “¿El qué?”. Ella: “Lo de que intentara no dormir”. Yo: “Naturalmente que iba en serio. Inténtelo aunque sólo sea una vez. Queremos ver si se puede quedar toda la noche despierta”. Ella: “Muy bien”. Cuando la enfermera entró por la mañana en su habitación para darle el desayuno, la paciente todavía no se había despertado».

R. W. Medlicott, psiquiatra de la Universidad de Nueva Zelanda, se reservó el derecho de ser el primero en aplicar la intención paradójica no sólo en el sueño, sino también en los sueños. Obtuvo muy buenos resultados con este método, incluso en el caso de una paciente que era psicoanalista de profesión, tal como él mismo destaca. Se trataba de una persona que sufría pesadillas con regularidad y siempre soñaba que la perseguían y la acababan apuñalando. Entonces gritaba y su marido también se despertaba. Medlicott le pidió que hiciera todo lo posible para soñar aquella espantosa pesadilla hasta el final, hasta que los apuñalamientos llegaran a su fin. ¿Qué ocurrió entonces? Las pesadillas no se repitieron, pero el marido siguió viendo alterado su sueño: ciertamente, la paciente había dejado de gritar dormida, pero para ello tenía que reír tan alto que tampoco dejaba dormir en paz a su marido («The Management of Anxiety», New Zealand Medical Journal, 70 [1969], pág. 155).

En repetidas ocasiones se ha podido observar que la intención paradójica también es efectiva en casos graves y crónicos, de larga duración, y que su eficacia es la misma aunque el tratamiento sea corto. Así, se han descrito episodios en los que, tras dieciséis años de persistencia, se dio lugar a una mejora decisiva con la ayuda de la intención paradójica (K. Kocourek, Eva Niebauer y Paul Polak, «Ergebnisse der klinischen Anwendung der Logotherapie», en Viktor E. Frankl, Victor E. V. Gebsattel y J. H. Schultz [comps. ], Handbuch der Neurosenlehre und Psychotherapie, Munich-Berlín, Urban & Schwarzenberg, 1959). Los éxitos terapéuticos que se pueden conseguir con esta técnica son cuando menos extraordinarios y dignos de mención si los confrontamos con el pesimismo ubicuo con el que los psiquiatras actuales se presentan ante una neurosis obsesiva grave y crónica. A este respecto, L. Solyom, Garza-Pérez, Ledwidge y C. Solyom (op. cit.) se remiten al resultado de doce profundas investigaciones realizadas en siete países distintos, de las que se dedujo que la neurosis obsesiva no es influenciable terapéuticamente en un 50% de las casos. Los autores consideran que el pronóstico de la neurosis obsesiva es peor que el de otras formas neuróticas y sostienen que la terapia de la conducta no ha supuesto ninguna transformación, dado que el 46% de los casos publicados por terapeutas conductistas han sido mejorados. Pero también D. Henkel, C. Schmook y R. Bastine (Praxis der Psychotherapie, 17 [1972], pág. 236), aludiendo a psiquiatras experimentados, indican que «las neurosis particularmente graves se muestran como intratables a pesar de los empeños terapéuticos intensivos», mientras que la intención paradójica «permite apreciar claramente la posibilidad de influir en las alteraciones neurótico-obsesivas en un plazo marcadamente reducido».

La siguiente casuística servirá para demostrar que, en episodios de larga duración, la intención paradójica puede ser de ayuda y que la duración del tratamiento puede ser breve. En la compilación de Arnold A. Lazarus, Clinical Behavior Therapy (Nueva York, Brunner-Mazel, 1972), Max Jacobs comenta el siguiente caso: La señora K. había padecido, durante al menos quince años, una grave claustrofobia cuando fue a la consulta de Jacobs en Sudáfrica una semana antes de volar a Inglaterra, de donde es oriunda. K. es cantante de ópera y tiene que viajar mucho en avión por todo el mundo para cumplir con sus compromisos. Su claustrofobia se concentra precisamente aquí, en los aviones, ascensores, trenes, restaurantes… y teatros. «Entonces pusimos en práctica la técnica de la intención paradójica», comenta Jacobs, quien, efectivamente, instó a la paciente a que fuera al encuentro de las situaciones que desencadenaban su fobia y deseara pasar por todo lo que tanto le había asustado, es decir, asfixiarse. La paciente debió pensar que se asfixiaría al momento, pero dijo: «¡Que sea lo que Dios quiera!». Cabe destacar que la señora K. recibió instrucción sobre relajación progresiva (progressive relaxation) y desensibilización (desensitization). Dos días después resultó que era capaz de entrar en un restaurante como si tal cosa, subir en un ascensor o ir en autobús. A los cuatro días pudo entrar en un cine sin sentir ningún temor y esperaba su vuelo de retorno a Londres sin indicios de ansiedad. Una vez allí, informó que incluso era capaz de volver a ir en metro, después de muchos años sin hacerlo. Quince meses después de aquel tratamiento tan corto, la paciente se había curado completamente.

Después de este caso de neurosis de ansiedad, Jacobs describe uno de neurosis obsesiva. El señor T. padecía esta neurosis desde hacía doce años y había tenido que soportar sin éxito tratamientos de psicoanálisis y electroshocks. Principalmente, tenía miedo de asfixiarse al comer, al beber o incluso al cruzar una calle. Jacobs le mandó hacer exactamente aquello que tanto miedo le producía: «Utilizando la técnica de la intención paradójica, le di un vaso de agua para que se la bebiera y le dije que hiciera todo lo posible para ahogarse. Le ordené que intentara ahogarse tres veces al día». Aparte se realizaron ejercicios de relajación. En la duodécima sesión, el paciente pudo comunicar que estaba completamente curado.

Resulta asombrosa la frecuencia con que también los profanos se aplican la intención paradójica en ellos mismos. Tenemos la carta de una mujer que padeció agorafobia durante catorce años y que se sometió sin éxito a un tratamiento psicoanalítico ortodoxo a lo largo de tres años. Durante dos años recurrió a los servicios de un hipnotizador que alivió un poco su fobia, e incluso tuvo que estar internada durante seis semanas, pero nada de esto sirvió realmente de ayuda. La enferma llegó a escribir: «Mi situación no cambió en catorce años. Cada día de cada año era un verdadero infierno». Un día que salió a la calle quiso dar media vuelta; con tal gravedad le sobrevenía la agorafobia. Entonces le vino a la cabeza lo que había leído en mi libro El hombre en busca de sentido, y se dijo: «Ahora verá toda la gente de la calle que me rodea lo extraordinariamente bien que caigo presa del pánico y me da un colapso». De repente, se calmó. Continuó su camino hacia el supermercado e hizo sus compras. Pero cuando llegó a la caja, empezó a sudar y a temblar. Entonces se dijo: «Ahora verá el cajero lo mucho que puedo llegar a sudar, se va a quedar de una pieza». No fue hasta el camino de vuelta que la mujer se dio cuenta de lo tranquila que estaba. Y así sucesivamente. Pasadas unas pocas semanas, la mujer era capaz de controlar su agorafobia con la ayuda de la intención paradójica hasta tal punto que a veces no podía creer que hubiera estado enferma.

Falta tratar todavía el tercer modelo de reacción patógeno. Mientras el primero era propio de las neurosis de ansiedad y el segundo de las neurosis obsesivas, el tercer modelo de reacción patógeno es un mecanismo que encontramos en las neurosis sexuales, es decir, en casos en que se produce una alteración de la potencia sexual y el orgasmo. Es cierto que aquí, al igual que en las neurosis obsesivas, volvemos a observar una lucha del paciente, pero en las neurosis sexuales este no lucha contra algo (ya dijimos que el neurótico obsesivo lucha contra su obsesión), sino por algo, en el sentido de que lucha por el placer sexual, ya sea en forma de potencia u orgasmo. Pero, desafortunadamente, cuanto más se le da vueltas al placer, más pronto desaparecen las ganas. Es decir, el placer se sustrae de su acceso directo. Ello se debe a que el placer no es el propósito real de nuestra conducta ni tampoco un posible objetivo, sino que es más bien un efecto, un efecto secundario que llega por sí solo, siempre que nos abramos a la vida con nuestra autotrascendencia, es decir, siempre que nos entreguemos a otra persona con amor o al servicio de una cosa. Así, el camino de la obtención de placer y la autorrealización sólo se hace a través de la autoentrega y el autoolvido. Quien considere este camino un rodeo, se verá inclinado a elegir un atajo e ir directo al placer, y está comprobado que este atajo es un callejón sin salida.

Aquí podemos observar otra vez cómo el paciente vuelve a entrar en un nuevo círculo vicioso. La lucha por el placer, la lucha por la potencia sexual y el orgasmo, el deseo del placer, es decir, una hiperintención forzada del placer no sólo le priva a uno del propio placer, sino que trae también consigo una hiperreflexión igualmente forzada (figura 3): uno empieza a observarse durante el acto sexual y, si puede, espía también a la pareja, con lo cual se habrá perdido la espontaneidad.

Figura 3

Si nos preguntamos qué es lo que puede haber desencadenado la hiperintención en los casos de alteración de la potencia sexual, siempre sacaremos la conclusión de que el paciente ve en el acto sexual una obligación que él mismo exige. En una palabra, el acto sexual tiene para él un carácter obligatorio. Ya en 1946 (Viktor E. Frankl, Ärtzliche Seelsorge, Viena, Franz Deuticke) señalé que el paciente «se ve en cierto modo obligado a consumar el acto sexual» y, precisamente, esta «obsesión por la sexualidad puede ser una obsesión por parte del propio yo o una obsesión por parte de una situación». Pero la obsesión también puede venir de la pareja (una compañera «temperamental» y sexualmente exigente). Mientras, el alcance de este tercer factor se ha demostrado empíricamente incluso con animales. Así, Konrad Lorenz consiguió que un ejemplar hembra de pez combatiente no se hiciera perseguir con coqueteos durante el apareamiento, sino que se abalanzara directamente sobre el macho, con lo cual este reaccionó, como se suele decir, de forma humana: con el acto reflejo de no dejarla acceder a su aparato reproductor.

La hiperreflexión se combate desde la logoterapia con la desreflexión, mientras que para enfrentarse a la hiperintención, tan patógena en los casos de impotencia masculina, tenemos a nuestra disposición una técnica logoterapéutica que se remonta al año 1947 (Viktor E. Frankl, Die Psychotherapie in der Praxis, Viena, Franz Deuticke). En ella recomendamos convencer al paciente de que «no realice el acto sexual de forma programada, sino que se conforme con unas dosis de caricias constantes, algo así como un preludio sexual mutuo». También le sugerimos que «explique a su pareja que hemos decretado provisionalmente una prohibición estricta del coito. En realidad, tarde o temprano el paciente no tendrá que cumplir más la prohibición, sino que, libre ya de la presión de las exigencias sexuales, tal como se le planteaban hasta entonces por parte de su pareja, deberá abordar el objetivo de su pulsión en un acercamiento progresivo, con el peligro de que ella lo rechace, justamente por estar advertida de la pretendida prohibición de coito. Cuanto más se vea rechazado, mejores resultados obtendrá».

William S. Sahakian y Barbara Jacquelyn Sahakian («Logotherapy as a Personality Theory», Israel Annals of Psychiatry, 10 [1972], pág. 230) opinan que los resultados de las investigaciones de W. Masters y V. Johnson han supuesto una confirmación absoluta de los nuestros. Efectivamente, el método de tratamiento desarrollado por Masters y Johnson en 1970 es muy parecido en muchos aspectos a la técnica publicada por nosotros en 1947 y que hemos esbozado aquí. A continuación, volvemos a ilustrar nuestras explicaciones con la ayuda de la casuística.

Una paciente acudió a mi consulta a causa de la frigidez que padecía. En su infancia sufrió los abusos sexuales de su propio padre y tenía el convencimiento de que aquello «no podía quedar así». Poseída por esta ansiedad, siempre que llegaba a un momento de intimidad con su pareja se ponía «al acecho», porque lo que quería era, de una vez por todas, demostrar y afirmarse en su feminidad. Sin embargo, justamente por ello su atención se dividía entre su compañero y ella misma. Pero todo esto también debía hacer fracasar el orgasmo, porque en la misma medida en que se centra la atención en el acto sexual, disminuye también la capacidad de entrega. Le hice creer que en aquel momento no tenía tiempo para adoptar un tratamiento y la cité para que volviera dos meses después. Pero le pedí que hasta entonces no se preocupara más por su capacidad o incapacidad para tener un orgasmo (de eso ya hablaríamos durante el tratamiento) y que durante las relaciones sexuales prestara más atención a su compañero. El desarrollo de los acontecimientos me dio la razón, pues acabó sucediendo lo que yo esperaba. La paciente no volvió a los dos meses, sino apenas dos días después, y curada. El mero desprendimiento de la atención de sí misma, de su capacidad o incapacidad con respecto al orgasmo (o sea, una desreflexión) y la entrega imparcial a su marido habían bastado para provocar el orgasmo por primera vez.

A veces, nuestro «truco» sólo tiene las de ganar cuando ninguno de los cónyuges está al corriente del mismo. El siguiente informe, cuya elaboración agradezco a mi antiguo alumno Myron J. Horn, demuestra lo ingenioso que hay que ser en una situación de este tipo: «Una pareja joven vino a verme por un problema de impotencia del hombre. Su mujer le había dicho repetidas veces que era “un amante nefasto” y que no descartaba irse a conocer a otros hombres para quedarse satisfecha de una vez por todas. Entonces les obligué a los dos a que cada noche, durante una semana, pasaran una hora juntos en la cama desnudos e hicieran lo que les viniera en gana, pero lo único que no estaba permitido, bajo ningún concepto, era el coito. Una semana después los volví a ver. Me dijeron que habían intentado seguir mis indicaciones, pero, “desgraciadamente”, habían llegado al coito en tres ocasiones. Me hice el enfadado e insistí en que se atuvieran a mis instrucciones, al menos durante la semana siguiente. Pero a los pocos días me llamaron por teléfono para decirme otra vez que se veían incapaces de seguir mis órdenes y que incluso habían llegado al coito varias veces al día. Un año después supe que esta situación se había mantenido».

Sin embargo, hay veces en que es necesario explicar el «truco» a la compañera y no al paciente, tal como ocurrió en el siguiente caso. Una participante en un seminario de logoterapia impartido en la Universidad de Berkeley por Joseph B. Fabry aplicó nuestra técnica, bajo la dirección del propio Fabry, en su marido, que también era psicólogo y regentaba un consultorio de orientación sexual (sus maestros fueron Masters y Johnson). Se dio la circunstancia de que a este terapeuta sexual le tocó vivir en su piel los problemas de la impotencia. El informe que nos remitieron decía: «Utilizando una técnica de Frankl, decidimos que Susan diría a su compañero que la estaba tratando un médico, el cual le había recetado una medicación y le había dicho que no tuviera relaciones sexuales durante un mes, pero tenían permiso para estar físicamente juntos y hacer cualquier cosa excepto consumar el acto sexual. A la semana siguiente, Susan informó de que había funcionado». Pero se produjo una recaída. A pesar de ello, la alumna de Fabry se las ingenió para acabar de una vez con la impotencia de su compañero: «Como no podía repetir el cuento de las órdenes del doctor, Susan le dijo a su compañero que raras veces, por no decir nunca, había alcanzado el orgasmo, y le pidió que esa noche la ayudara con el problema del orgasmo pero sin tener relaciones sexuales». Ella adoptó de esta manera el papel de paciente para obligar a su compañero a asumir las funciones de terapeuta sexual en práctica y arrastrarlo así hacia la autotrascendencia. Con ello se provocó también la desreflexión y se eliminó la hiperreflexión que originaba la patología. «Aquello volvió a funcionar. Desde entonces no ha aparecido ningún otro problema relacionado con la impotencia».

Gustave Ehrentraut, terapeuta sexual californiano, tuvo que tratar una vez a un paciente que había padecido eyaculación precoz durante dieciséis años. Al principio el caso se trató con terapia conductista, pero transcurridos dos meses todavía no se había apreciado ningún resultado. El informe añadía lo siguiente: «Decidí probar la intención paradójica de Frankl. Informé al paciente de que no iba a ser capaz de corregir su eyaculación precoz y que solamente podría intentar satisfacerse a sí mismo». Como Ehrentraut le recomendó a continuación que hiciera durar el coito lo menos posible, la intención paradójica actuó de manera que se pudo prolongar hasta cuatro veces más que antes. Desde entonces no se ha producido ninguna recaída.

Otro terapeuta sexual californiano, Claude Farris, me entregó un informe del que se desprende que la intención paradójica también se puede aplicar a casos de vaginismo. Para la paciente, que se había educado en un convento católico, la sexualidad era un tabú. Llegó a la consulta a causa de los intensos dolores que sentía durante el coito. Entonces Farris le ordenó que no relajara la zona genital, sino que contrajera al máximo los músculos vaginales hasta el punto que a su marido le resultara imposible realizar la penetración. Una semana más tarde aparecieron los dos otra vez para informar de que por primera vez en su vida conyugal habían experimentado un coito indoloro. No se registró ninguna recidiva. Pero lo más interesante de este informe es la idea de activar la intención paradójica para conseguir la relajación. A este respecto debemos citar también un experimento realizado por otro investigador californiano, David L. Norris, quien instó a Steve, el sujeto de experimentación, a relajarse lo que pudiera, cosa que intentó, pero sin éxito, dado que Steve se mostraba demasiado activo en la consecución de ese objetivo. Norris pudo observar este hecho con precisión porque el sujeto estaba conectado a un electromiógrafo que marcaba un nivel constante de 15 microamperios. Esta situación duró hasta que Norris dijo a Steve que nunca en su vida conseguiría relajarse de verdad, a lo que este le espetó: «¡Al diablo con la relajación! ¡Me importa un pito relajarme!». Entonces, la aguja del electromiógrafo descendió rápidamente hasta 10 microamperios, «con tal velocidad —describe Norris— que pensé que el aparato se había desconectado. Las sesiones siguientes fueron un éxito porque Steve no intentó relajarse».

A modo de resumen, podemos decir que la logoterapia contempla cinco áreas de indicación. En primer lugar, en tanto que terapia que parte del logos, o sea, del sentido, está principalmente indicada en casos de neurosis noógena, la cual, en tanto que noógena, está provocada sobre todo por una pérdida del sentido de la vida. Por ello, en esta primera área de indicación podemos considerar la logoterapia como una terapia específica.

Lo contrario ocurre en la segunda área de indicación. En los casos de neurosis psicógena, donde actúa en forma de desreflexión e intención paradójica, la logoterapia se revela como terapia inespecífica en la medida en que los distintos modelos de reacción, en cuyo remedio pone tanto empeño, no tienen nada que ver con la problemática del sentido. Con ello no queremos decir ni mucho menos que, por el hecho de ser una terapia inespecífica, se trate únicamente de una terapia sintomática, puesto que la desreflexión y la intención paradójica intervienen en casos en los que están realmente indicadas, en las raíces de la neurosis, es decir, precisamente allí donde los mecanismos cíclicos que hay que romper habían sido tan patógenos. De esta manera, la logoterapia como tal deja de ser aquí una terapia específica, pero como psicoterapia, sigue siendo una terapia causal que interviene en los orígenes.

Otra dimensión distinta se abre en la tercera área de indicación. Aquí la logoterapia deja de ser una terapia por la sencilla razón de que no sólo tiene que ver con dolencias somatógenas, sino también, y en especial, con enfermedades somatógenas incurables en las que, por lo tanto, lo único que se podrá hacer es facilitar al enfermo desde un principio el descubrimiento de un sentido dentro de su dolencia, es decir, hasta el final, a través de la realización de sus valores de posición[10]. Como ya hemos mencionado, en este caso la logoterapia consiste, o mejor dicho, ya no puede consistir en una terapia. A pesar de ello, no se puede negar que esta especie de curación médica de las almas[11] pertenece precisamente al radio de acción del tratamiento y la conducta médica.

Al contrario que en la anterior, en su cuarta área de indicación la logoterapia deja de ser un tratamiento médico, a pesar de que también contempla dolencias y enfermedades incurables. Aquí nos enfrentamos a fenómenos sociógenos como el sentimiento de falta de sentido, el sentimiento de vacío y el vacío existencial, es decir, fenómenos en los que el modelo de la medicina no encuentra aplicación porque, por muy patógenos que pudieran llegar a ser, no son intrínsecamente patológicos. Estamos hablando de casos en los que estos fenómenos conducen a una neurosis noógena.

Finalmente, en su quinta área de indicación, la logoterapia, confrontada con la duda y la desesperación sociógena alrededor del sentido de la vida, está entregada no al tratamiento médico de enfermos, sino a la atención humana de personas dolientes. Pero esta quinta área de indicación no consiste en terapias específicas o inespecíficas para neurosis noógenas o psicógenas, ni tampoco en tratamientos o asistencias de casos somatógenos o sociógenos. Se trata más bien de prevenir las neurosis llamadas iatrógenas, aunque en realidad deberíamos hablar antes de neurosis psiquiatrógenas. Nos referimos a aquellos casos en los que el médico o psiquiatra se hace tanto o más cómplice de la intensificación de la frustración existencial cuanto que sugiere al paciente representaciones de modelos completamente subhumanistas, con lo cual la psicoterapia acaba convirtiéndose nolens volens en un adoctrinamiento que, encima, es reduccionista.

Sigmund Freud escribió una vez: «Todas nuestras descripciones esperan ser completadas y que se construya encima de ellas para, así, ser corregidas». Sin embargo, se sigue insistiendo en que el psicoanálisis también servirá de base a la psicoterapia del futuro, por mucho que «se construya encima» de él y, como ocurre con todo cimiento, vaya quedando oculto mientras el edificio de la psicoterapia del futuro se erige sobre él. Por lo tanto, la contribución de Freud en la fundación de la psicoterapia es imperecedera y su labor, incomparable. Si visitan la sinagoga más antigua del mundo, la Alt-Neu-Schule de Praga, el guía les mostrará dos tronos. En uno de ellos se había sentado el célebre y legendario rabí Löw, del que se dice que creó el Golem a partir de un montón de barro, y el otro lo ocuparon el resto de rabinos que lo precedieron: ninguno de ellos se atrevió a considerarse igual que su predecesor y tomar su asiento. De esta manera, el trono del rabí Löw permaneció libre. Creo que con Freud nos ocurre algo parecido: nadie podrá nunca medirse con él.