Viktor E. Frankl
Señor presidente de la República, damas y caballeros.
Si hablamos del poder de obstinación de la mente para referirnos a la capacidad fundamental de la persona (dentro de los límites de lo humanamente posible, por supuesto) de hacer frente a las condiciones y circunstancias más adversas, tanto circunstancias exteriores como estados interiores, es decir, de mostrarse más fuerte que todo ello, entonces no me queda más remedio que introducir este discurso con una confesión, porque tengo que reconocer que, en mi caso, el poder de obstinación de mi mente se acaba de ver reducido prácticamente a cero. Es decir, en un principio, me resistía en cuerpo y alma a aceptar el homenaje y el reconocimiento que me brindan, pero finalmente, en un acto de vileza y mezquindad, he transigido. Como ven, en mi caso deberíamos hablar más bien de debilidad de mi mente. ¿Y por qué me resistía? Pues porque no me considero legitimado para aceptar y porque lo único que me vincula con Rotary International son dos cosas: primero, que ambos nacimos en 1905, y segundo, tal como he podido saber, que su organización estuvo prohibida durante el Tercer Reich, tal como yo lo estuve en cierta manera. Después de que, a pesar de todo, aceptara, surgió la cuestión de qué tema o, incluso, qué título debía elegir, y como sabía que los grupos de rotarios, los Clubes, no se limitan a elegir cada uno una parejita, como era costumbre en tiempos de Noé, sino a un único ejemplar de cada especie profesional, resultó que tendría que vérmelas con un público totalmente heterogéneo. Por ello, qué más fácil que coger al vuelo un tema que satisfaga a casi todos, y como resulta que soy neurólogo y psiquiatra, qué más fácil que hablar de la neurosis colectiva actual. Quizá sabrán que nunca me canso de decir que, al contrario de lo que sucedía en tiempos de Sigmund Freud, el primer gran clásico de la psicoterapia vienesa, la gente padece menos frustraciones sexuales y muchas más frustraciones existenciales. Lo que a la gente le atormenta, lo que le urge de verdad, no es este o aquel problema sexual, sino el problema del sentido de la vida. En oposición a la psicología individual de Alfred Adler, la segunda orientación psicológica vienesa, hoy la gente ya no está atormentada por complejos de inferioridad, sino que estos se han visto ampliamente superados por un profundo sentimiento de falta de sentido. En general, la gente se conforma con vivir de algo; sin embargo, apenas saben para qué puede vivir. Podríamos hablar de nihilismo vivido para referirnos a este vacío con el que se enfrenta la gente, y lo más grave de este nihilismo, damas y caballeros, es quizá el fatalismo que lo acompaña. El nihilista se dice a sí mismo que no sirve de nada dar la mano a la vida, controlar el destino, porque, al fin y al cabo, la vida no tiene ningún sentido. El fatalista se dice a sí mismo que eso no sólo es inútil, sino completamente imposible, porque no somos libres, ni siquiera responsables, sino que somos las víctimas de la coyuntura, del entorno, de las circunstancias. Pero los fatalistas no tienen en cuenta y olvidan que, en realidad, somos nosotros quienes configuramos las circunstancias y los que podemos transformarlas allí donde haga falta.
¿Qué dice la ciencia de todo esto? ¿Hace frente tanto al fatalismo como al nihilismo? ¿O no será más bien, como nos advirtieron Einstein y Schrödinger, que la ciencia como tal no está en situación de señalar hacia un fin cualquiera o, incluso, de dar un sentido a la vida? Si me preguntaran a mí personalmente, diría que una ciencia que desconoce sus límites y que, encima, se vuelve todavía más popular, por no decir vulgar, una ciencia que como mínimo sea así, no dará al hombre ningún sentido, sino que le dará las sobras, paradójicamente, quitándole algo que no es otra cosa que el resto de sensación de sentido que todavía pueda quedarle. La ciencia efectúa esta operación adoctrinando al hombre medio actual a través de los medios de comunicación, diciéndole que no es más que el producto de una serie de procesos socioeconómicos o psicodinámicos, el mero producto de la predisposición y el entorno, de la herencia y la educación. Pero a sus predicadores se les escapa que lo propiamente humano, lo que hace hombre al hombre, está fuera del marco de una concepción humana aparentemente científica, es decir, fuera del marco de una pseudociencia del hombre. Porque las disyuntivas «predisposición o entorno», «herencia o educación», son erróneas ya desde su planteamiento; porque, finalmente —y esto se demuestra una y otra vez en las situaciones decisivas—, el devenir de una persona no depende ni de la predisposición ni del entorno, ni de lo que la herencia le haya deparado ni de lo que en su educación le haya tocado en suerte, sino que, al fin y al cabo, todo esto depende de la propia persona, todo se deja al criterio de su propia decisión y, dentro de los límites que las condiciones y las circunstancias le permitan, esta decisión será una decisión libre. Es decir, el hombre no está libre de circunstancias biológicas, psicológicas y sociológicas, pero siempre es y será libre para adoptar una postura frente a todas estas condiciones y circunstancias, ya sea resignándose a ellas o ya sea superándolas haciendo uso del poder de obstinación de la mente.
Damas y caballeros, probablemente les sorprenderá escuchar algo así en boca de un neurólogo y psiquiatra, pero, sirviéndome de las palabras del gran médico mental vienés del siglo pasado, el conde Ernst von Feuchtersleben, les puedo asegurar una cosa: «A la medicina se le ha reprochado que fomenta una tendencia al materialismo, es decir, a una visión del mundo que reniega del espíritu. Este reproche es injusto, porque nadie tiene más motivos que el médico para reconocer la caducidad de la materia, por supuesto, pero también para reconocer el poder de la mente. Y si no consigue este conocimiento, la ciencia no será la culpable de ello, sino él mismo, porque precisamente él ha sido el que no la ha aprendido con suficiente profundidad».
Y permítanme ahora, damas y caballeros, presentar las pruebas para esta audaz afirmación del conde de Feuchtersleben. Como sabrán, los gemelos univitelinos poseen factores hereditarios idénticos. Pues bien, el psiquiatra alemán Johannes Lange hizo público una vez el caso de unos gemelos univitelinos, uno de los cuales era un criminal asombrosamente refinado, situación que llevó a su hermano a convertirse en un criminalista no menos refinado. La predisposición había sido siempre la misma, pero el elemento decisivo no fue el refinamiento heredado, sino los fines distintos en los que ambos lo habían aplicado, es decir, lo que ambos habían hecho de ellos mismos.
Otro caso más: la doctora Elisabeth Lukas, directora de un gabinete psicológico en Munich, recibió una vez a una mujer que tenía dos hijas. Una de ellas procedía de un embarazo no deseado y, justo al nacer, fue enviada con su abuela; posteriormente fue violada por su padre natural y acabó abandonando el domicilio familiar. Esta niña se desarrolló hasta convertirse en una persona completamente sana, ha llevado una vida sexual normal e incluso ha llegado a ser algo en el terreno profesional. La otra hija era deseada y no fue violada, y sin embargo era profundamente neurótica. A causa de ella, su madre acudió a la consulta de la doctora Lukas, quien sacó la siguiente conclusión: «Esta es la realidad que no figura en los libros de psicología. La idea del trauma psíquico persistente carece de fundamento. Lo cierto es que alguien que ha sufrido un shock grave puede también seguir llevando una vida normal, y que alguien que ha crecido en un entorno positivo puede también tener un desarrollo defectuoso». Hasta aquí las palabras de la doctora Lukas. Efectivamente, esto no coincide con las creencias supersticiosas de los fatalistas en el todopoderoso destino interior y exterior. En cambio, sí que coincide con los resultados obtenidos por la Universidad de California en sus investigaciones. Allí partieron de la premisa de que los hijos de matrimonios rotos y de familias destrozadas tendrían dificultades como adultos y que, al revés, los hijos que habían podido disfrutar de una infancia feliz también serían felices como adultos. Sin embargo, esto resultó no ser así en más de las dos terceras partes de los casos. Miren ustedes, el poder de obstinación de la mente no sólo se extiende a la predisposición, sino también al entorno, incluso en las peores condiciones imaginables.
Yo mismo podría citarles como testigo el caso de tres estudiantes que tuve en la US International University de California, a quienes el azar llevó a matricularse simultáneamente en mi seminario. Se trataba de los tres oficiales que sobrevivieron a la reclusión más larga como prisioneros de guerra en Vietnam del Norte; hasta siete años, la mayor parte de ellos en cámaras de aislamiento. En aquel seminario, estos tres hombres nos brindaron el testimonio real de que el ser humano puede hacer frente a la peor de las situaciones y de que la postura que adopta ante las situaciones en las que se ve arrojado implica una toma de posición libre. El hombre puede adoptar esta o aquella postura, pero si lo declaramos libre en este sentido, no podremos hacerlo sin declararlo también responsable. Es responsable de sus proezas y también de sus fechorías. Si se me permite decirlo, es susceptible de ser culpable y no estamos autorizados a escamotearle la culpa por nada. Esto sería, precisamente, herir su dignidad humana.
Permítanme citar un fragmento de una carta que me envió el preso número 87. 084 de la cárcel de Illinois: «Si los sociólogos siguen así, no nos quedará prácticamente ninguna posibilidad de hacernos comprender. Porque lo único que hacen es ofrecernos un lote de disculpas entre las que poder elegir. “La culpa es de la sociedad”, y en muchos casos simplemente se desplaza la culpa a la víctima».
Cerca de San Francisco hay otro presidio, San Quintín, cuyo director me pidió repetidas veces que fuera a dar una conferencia, a hablar delante de los presos. Es una cárcel de las de peor fama; incluso hoy se conserva una cámara de gas. Me acompañó un profesor de la Universidad de California que quería entrevistar a los presos al finalizar mi conferencia. Les preguntó qué opinaban de la misma —pues cada mes venían a la cárcel psicólogos y psiquiatras de San Francisco— y los reclusos le dijeron: «Mire, todos intentan convencernos de que nuestro pasado, nuestra niñez, es el culpable de todo, que lo llevamos encima, arrastrándolo sin parar como una rueda de molino atada al cuello. En general, prácticamente todos nosotros hemos dejado de acudir a las conferencias. A la de Frankl sí que hemos ido porque nos han dicho que también fue prisionero, pero este Frankl nos ha explicado algo muy distinto que los demás, porque ha dado a entender que cada uno de nosotros todavía podría tomar las riendas de su destino, podría convertirse en otra persona». Permítanme que les traduzca a mi alemán de Viena lo que realmente les dije a aquellos presos: «Chicos, vosotros sois personas, personas igual que yo, y como personas, sois libres y responsables. Habéis tenido la libertad de cometer un disparate, una canallada, un crimen. Pero ahora hacedme el favor de pensar que tenéis la responsabilidad de superaros a vosotros mismos, de ir más allá de vuestro estado de culpabilidad». Miren, puedo demostrar que lo aceptaron favorablemente, que tuvo éxito, porque presentar a una persona que ha cometido un crimen cualquiera como víctima de las circunstancias no tiene absolutamente nada que ver con el humanitarismo, sino todo lo contrario, es una de las peores humillaciones que podemos causar a un ser humano, una violación de su dignidad, porque, si así lo hiciéramos, lo consideraríamos un mero aparato estropeado, una máquina que debe ser reparada, cosa que el hombre no es en absoluto. Y viceversa, si tomamos en serio al ser humano como tal, si lo consideramos libre y responsable, podremos apelar también a su libertad y a su responsabilidad, y sólo así le daremos una oportunidad para que realmente «tome las riendas» de su destino, para que se transforme y se supere. Ser persona no significa nunca tener que ser sólo así y nada más, sino que es poder ser siempre de otra manera. Esta capacidad de autoformación, de auto-transformación, esta capacidad de madurar más allá de uno mismo no se la puedo negar a nadie, porque si no, la capacidad se marchitará.
Miren, una vez yo mismo me convertí en culpable con respecto a esta «negación» de la capacidad, a este derrotismo moral. El individuo más mefistofélico que he conocido en mi vida fue un íntimo compañero de profesión que más tarde sería conocido como «el matarife del Steinhof», que era una institución para enfermos mentales de Viena. Se había destacado como nadie en la eutanasia practicada a los enfermos mentales durante el nazismo. Tras la guerra se dijo que había huido a América del Sur. Pero un par de años más tarde me vino a ver a la consulta un antiguo diplomático austríaco y me preguntó algo así como: «Dígame, doctor, ¿por casualidad conocía usted al doctor Fulanito?». Resultó que ambos compartieron celda en la célebre cárcel moscovita de Lubjanka. Mi colega murió allí, relativamente joven, de cáncer de vejiga. Picado por la curiosidad, le pregunté: «¿Qué clase de persona era en aquel entonces?». El diplomático me respondió: «Ese tipo fue el mejor compañero que se puede imaginar. Por poco que podía, nos ayudaba, y si no podía, por lo menos nos consolaba. Debo admitir —estas fueron las palabras del diplomático— que era un santo».
Damas y caballeros, ¿se atreverían ahora a dirigirse a alguien y negarle la capacidad de «convertirse en otro»? En Estados Unidos se acaba de publicar un libro, Logotherapy in Action, a cargo de treinta investigadores. Uno de ellos informa de un experimento realizado con dieciocho criminales jóvenes. Los psicólogos les habían pronosticado a todos que, debido a las experiencias de su infancia, pasarían más o menos toda su vida entre rejas. Y basándose en los test de inteligencia, se dijo que ninguno sería apto para ir a la escuela o recibir formación alguna. De estos dieciocho jóvenes criminales, sólo uno se quedó en la cárcel. Los otros se enfrentaron a los deberes y a la responsabilidad, en una palabra, se les pidió, se les enfrentó con el deber de sacar del fatalismo a sus compañeros de prisión. El resultado fue que, de los dieciocho que participaron en el experimento, diecisiete han conseguido algo en la vida; uno, que era prácticamente analfabeto, se doctoró y actualmente es profesor en una universidad de Massachusetts; otro es ahora una especie de jefe de departamento en el Ministerio de Educación, en Washington.
Así pues, el poder de obstinación de la mente se refiere también a la propia persona.
Sin embargo, nuestros neuróticos no quieren saber ni escuchar nada de todo esto. Necesitan tener coartadas, de manera que cuando un neurótico habla de las particularidades de su carácter, siempre pide disculpas por ellas. Recuerdo que una vez tuve que examinar a una paciente cuando era todavía un joven médico en el Steinhof. Nada más entrar, me dijo: «¿Sabe una cosa, doctor? No espere nada de mí. Soy la típica hija única adleriana, con todas las particularidades típicas de su carácter». Miren, esta clase de personas olvida que el hombre también puede ser más fuerte que él mismo o, por lo menos, lo suficientemente curioso como para preguntar, como el dramaturgo Nestroy: «Ahora siento verdadera curiosidad por saber quién es más fuerte: si yo o yo». O, dicho de otro modo, tal como acostumbro a preguntar a mis pacientes cuando me vienen a importunar quejándose de lo que no pueden o de lo que deben hacer: «Ahora, dígame, ¿realmente tiene que mostrarse condescendiente en todo?».
Otro ejemplo de una paciente, también del Steinhof. A la petición de que me dijera si de vez en cuando tenía una sensación de falta de voluntad, me respondió, sin sospechar lo sabía que era su afirmación: «¿Sabe, doctor? Cuando quiero, me falta voluntad, y cuando no quiero, no me falta».
Falta por saber si el poder de obstinación de la mente se extiende también a las psicosis. Pues bien, el hombre no es realmente responsable de su psicosis, nadie ha ido nunca al acecho de una psicosis, y sin embargo en ella hay un poso de libertad. Conozco a paranoicos con manía persecutoria que han liquidado a sus supuestos enemigos, y conozco a paranoicos que no se han inmutado ante sus supuestos enemigos. He conocido a melancólicos que, a consecuencia de una depresión, se han suicidado, y conozco a melancólicos que, a pesar de todo, han sido capaces de vencer sus impulsos suicidas. ¿Cómo es posible algo así? ¿Cuándo y bajo qué condiciones es posible algo así?
Damas y caballeros, ¿recuerdan la película Moulin Rouge? ¿Recuerdan aquella conmovedora escena en la que Toulouse-Lautrec se intenta suicidar? Se oye el silbido del gas que sale de la lámpara, cuando el pintor fija su mirada en el caballete, en uno de los cuadros que hay sobre el caballete, y entonces se da cuenta de que hay un fallo. El artista saca fuerzas de flaqueza, resuelve el error con una pincelada y cierra la llave del gas. ¿Qué quiero decir con esto? Pues que el pintor sólo podía vencer su depresión, su impulso suicida, entregándose a un deber. El neurocirujano Harvey Cushing dijo una vez que «la única forma de resistir los embates de la vida es teniendo siempre un deber que cumplir».
Y ahora comprenderán, volviendo al punto de partida, la trascendencia que adquiere el hoy tan extendido sentimiento de falta de sentido. Una persona que desconoce cuál es el sentido de su vida no sólo es infeliz, sino que es incapaz de vivir. Y no soy yo quien lo dice, son palabras textuales de Albert Einstein. Y al revés, convendrán conmigo en que una persona sumida incluso en las condiciones y circunstancias más desoladoras puede encontrar un sentido en su vida y, por consiguiente, ser todavía feliz en cierto sentido. Permítanme que les esboce brevemente un par de casos. Una alumna norteamericana mía tuvo que atender a un hombre de treinta y un años que sufrió una descarga eléctrica y al que le amputaron las cuatro extremidades.
Esta estudiante explica que aquel hombre no levantó cabeza hasta que empezó a interesarse por otro joven parapléjico que había en la misma sección del hospital. Un año después, el joven pudo volver a llevar una vida normal y el hombre escribió lo siguiente a la estudiante: «Antes de mi accidente me sentía completamente vacío. No paraba de beber y me moría de aburrimiento. Sólo hoy sé lo que significa realmente ser feliz». Este hombre había encontrado su deber.
Albert Schweitzer dijo una vez que las únicas personas realmente felices que había conocido eran aquellas que se habían entregado al servicio de algo. Otro ejemplo, la profesora Starck, de Alabama, me escribió una vez: «Tengo una paciente de veintidós años, parapléjica como consecuencia de un disparo, que sólo puede hacer una cosa: escribir a máquina con la ayuda de un palito entre los dientes. ¿Y sabe lo que hace? Lleva una vida plena de sentido: ve la televisión, le leen el periódico y cada vez que sabe de alguien que se tiene que enfrentar a un destino difícil, le escribe una carta para consolarlo y estimularlo. Y teclea esa carta utilizando un palito de madera entre los dientes…».
Damas y caballeros, he introducido mi exposición confesando mi impotencia, el escaso poder de obstinación de mi mente. Quisiera retractarme en parte de esta confesión para mostrarles que el poder de obstinación de la mente presupone que una persona puede distanciarse del mundo y de sí misma, y que este autodistanciamiento presupone a su vez la capacidad de objetivar el mundo y a sí mismo. Para demostrarlo, me veo obligado a recurrir a una experiencia personal.
En 1945, una columna de deportados salimos en formación de un campo de concentración del sur de Baviera para trabajar en unas obras. Hacía una mañana helada, los zapatos estaban llenos de agujeros y no quedaba espacio donde poner harapos para taparlos, porque teníamos los pies inflados por los edemas del hambre y los sabañones reventados. Así que salimos del campo en formación, al despuntar el alba, tropezando por los campos helados y cubiertos de nieve. Sentíamos la premura de pensar en la vuelta por la noche tras los trabajos forzosos, en la sopa caliente que nos darían al llegar y en si esta tendría uno o quizá dos trozos de patata. Era una situación desesperada, desconsolada, apenas soportable. Entonces recurrí a un truco. Me imaginé, estando en aquellas condiciones en el año 1945, que un día estaría subido a un estrado dando una conferencia titulada Un psicólogo en el campo de concentración, una conferencia en un enorme y bello auditorio, con mucha luz, al calor de un público interesado que me escucharía con atención. Me imaginé que daba esa conferencia, justamente sobre todo aquello que en aquel momento estaba obligado a soportar en la realidad. De esta manera intentaba colocarme más allá de la situación, distanciarme de ella objetivándola, hablando desde la perspectiva de considerar científicamente objetivo todo aquello que entonces tenía que soportar; dicho de otro modo, utilizando el poder de obstinación de mi mente.
Damas y caballeros, créanme si les digo que en aquel entonces nadie habría dicho, nadie habría apostado, más bien lo contrario, porque algún día me fuera concedido el placer de hablar de aquella experiencia en el marco de una conferencia, y encima en uno de los auditorios más bellos del mundo… Y ante una audiencia tan honorable. Muchas gracias.