Anexo a la entrevista con Viktor E. Frankl[2]

Kreuzer: Profesor Frankl, a un prisionero de los campos de concentración, como lo fue usted, no hace falta preguntarle sobre su relación con el nacionalsocialismo. Usted no tuvo la más mínima opción de suscribir ningún compromiso con el nacionalsocialismo, ni aunque lo hubiera querido. ¿Qué opinión tiene de los que contrajeron compromisos, de los que tuvieron que contraerlos? ¿Cree que la vida en el campo de concentración fue para usted la única manera de aguantar con dignidad la época del nacionalsocialismo, o hubo otros métodos?

Frankl: Ponerse en el lugar de tener que aducir al heroísmo de preferir la deportación antes que contraer cualquier compromiso, ponerse en esta situación es un derecho que sólo se puede tener cuando has comprobado para ti mismo que realmente prefieres cargar con este sacrificio antes que transigir o pactar de alguna manera. A los que estuvieron durante aquella época a salvo en el extranjero les niego el derecho de emitir un juicio tan duro.

Kreuzer: Usted estuvo en un campo de concentración y no ha emitido tal juicio. Incluso ha dado un testimonio francamente positivo sobre aquel miembro de las SS que conoció en el campo de concentración…

Frankl: Sí, en el campo de Türkheim…

Kreuzer: Esto prueba que tampoco condena a todos los que no estuvieron presos en los campos de concentración.

Frankl: Estoy muy lejos de una generalización de esta índole, de una concepción de culpa colectiva, precisamente porque no fui nacionalsocialista. Para mí, el nacionalsocialismo es, finalmente, una forma moderna de paganismo. Piense en El mito del siglo XX de Rosenberg. Para él, como dice la famosa frase, el hombre es el producto de la sangre y el suelo. Y esto es exactamente lo que, al menos en el pensamiento occidental, estuvo olvidado durante milenios. Es decir, ya no creemos que el hombre deba ser esto o aquello porque venga «de este suelo» o haya crecido «en este suelo» o porque corra esta o aquella «sangre» por sus venas. La pertenencia a un país o a un suelo determinado, o ser miembro de una nación o un pueblo concreto, no es lo que integra al hombre, sino que le da posibilidades. Le da posibilidades tanto en el sentido positivo como en el negativo. Una persona puede hacer cosas distintas en su condición de prusiano o vienés. La predisposición es objetiva, pero lo que yo haga con ella es mi problema. Puedo ser prusiano en el sentido de la instrucción castrense, puedo ser prusiano en el loable sentido del rigorismo ético kantiano. Puedo ser vienés en el sentido del desorden, de la falta de carácter, de la falta de agallas o de la mentalidad del Herr Karl de Qualtinger, pero también puedo ser vienés en el sentido de la más bella sensibilidad o de la mayor empatía por otras culturas, pues Viena es la metrópolis de un país donde conviven muchos pueblos.

Kreuzer: Cuénteme qué pasó con el miembro de las SS en el campo de concentración de Türkheim, porque creo que ilustra muy bien esta cuestión.

Frankl: Este miembro de la policía militar nazi era el comandante del último campo en el que estuve y del que fui liberado por los norteamericanos. Se mostraba francamente humano con todos nosotros. Tuve la oportunidad de observarlo, de seguirlo de cerca. Cuando las tropas norteamericanas entraron, tres jóvenes judíos húngaros ocultaron al hombre de las SS, o sea, al comandante de su campo de concentración, en el bosque. Después se dirigieron al jefe de las tropas norteamericanas y le dijeron que sólo se lo entregarían si les daba su palabra de honor de oficial de que no le tocarían ni un solo cabello. Este dio su palabra. Los tres jóvenes judíos fueron al bosque a por el hombre de las SS y el jefe de las tropas norteamericanas confió al excomandante del campo la misión de conservar su antiguo cargo para organizar la recogida de ropa y alimentos en los pueblos de los alrededores.

Kreuzer: ¿Es para usted el comunismo simplemente un equivalente del nacionalsocialismo o no tiene nada que ver?

Frankl: No es fácil decir en pocas palabras hasta qué punto no tiene nada que ver. Yo mismo fui en mi juventud miembro del Partido Socialista y funcionario de las juventudes trabajadoras socialistas, y durante una larga época fui también director gerente de los estudiantes de secundaria socialistas de Austria.

Kreuzer: Por lo tanto, conocerá también el marxismo desde dentro.

Frankl: Conozco muy bien el marxismo. Pero para mí, comunismo, socialismo, etcétera, no significan mucho. En mi opinión hay una línea divisoria, un canal, por así decirlo, que separa una política que soy capaz de suscribir de una política de la que no puedo decir lo mismo. Y esta división hay que buscarla precisamente allí donde unos políticos sostienen que el fin justifica los medios mientras la otra clase de políticos sabe perfectamente que hay medios que podrían llegar a prostituir el fin más justificado. Que un medio sea aplicable o no, eso lo decide la más íntima conciencia. Tanto es así, por ejemplo, que el terrorismo actual sólo se explica por el vacío existencial que han vivido los terroristas, es decir, han huido hacia delante desde una sensación de falta de sentido. Pero lo esencial es que la conciencia, que a nosotros nos posibilita en general este proceso de descubrimiento del sentido, ha ejercido en ellos su función, que no es otra que la función de vetar. Porque, finalmente, la conciencia es la que me dirá en última instancia si en la lucha política se pueden aplicar o no determinados medios, incluso en aras de los fines más justificados.

Kreuzer: Pero hay una cosa clara que puede marcar una diferencia con el nacionalsocialismo, y es que el comunismo es la perversión de una doctrina intrínsecamente humanitaria. ¿Cree que el comunismo puede reencontrar de algún modo —primavera de Praga, eurocomunismo— esas raíces humanitarias o lo tiene prohibido a causa de su evolución?

Frankl: En teoría, debería ser posible. Y con Dubcek parecía que lo era. Pero la decepción fue enorme. Sin embargo, hay que tener la esperanza, también la esperanza política por utópica que sea, de no abandonar. Precisamente porque nuestro activismo debería crecer de ahí. Porque sabemos de lo que es capaz el hombre. Y si no lo arriesgamos todo, iremos de mal en peor.

Kreuzer: Profesor Frankl, una pregunta que podrá parecer banal, pero que en su caso resulta trascendental: ¿vivimos para ser felices?

Frankl: Niego de forma categórica que el hombre busque original y principalmente la felicidad. Lo que el hombre quiere es tener un motivo para ser feliz. Una vez tiene el motivo, la felicidad llega por sí sola. Pero si en lugar de aspirar a un motivo para ser feliz, persigue la propia felicidad, fracasará en el intento y se le escapará. Y esto es algo que los neurólogos observamos a diario en las consultas con nuestros pacientes neuróticos sexuales: en la medida en que un paciente quiere demostrar su potencia, se vuelve impotente; en la medida en que una paciente intenta demostrar que es capaz de tener un orgasmo completo, se ve cohibida y no puede tenerlo. Como dijo Kierkegaard…

Kreuzer: «La puerta de la felicidad da al exterior…».

Frankl: Y cuando entras en la habitación, se cierra para siempre. O como dijo una vez Rabindranath Tagore en un brevísimo epigrama: «Dormí y soñé que la vida era gozo. Desperté y vi que la vida era deber. Trabajé y ved, el deber era gozo».

Kreuzer: ¿Qué es el progreso? ¿Progreso significa progresar? No cabe duda de que el progreso de la evolución a través de la supresión de nuestros principales instintos y el progreso de la historia a través de la pérdida de la tradición han provocado los mayores problemas de nuestra época. ¿Debe producirse un retroceso o el progreso se puede hacer progresando? ¿O bien sólo existe el progreso, como dice Brecht, que «progresa de los hombres»?

Frankl: El progreso técnico es público y notorio. Pero no creo en un progreso automático y ciego con respecto a la cultura. En general, dudo que en los últimos dos mil años los hombres hayan progresado moralmente. Quizá se haya podido llevar la moralidad de la persona al campo de acción de la publicidad a través de los medios de comunicación modernos, lo que, naturalmente, es muy importante. Pero para ello también tenemos que pagar. Si, por ejemplo, piensa que las posibilidades de comunicación modernas se manifiestan también de la manera que le voy a explicar, entonces comprenderá mi escepticismo. Como es sabido, vivimos desgraciadamente una época de escalada de los suicidios y en Detroit, la famosa ciudad de los coches, hay muchos suicidios. Pero durante seis semanas los índices de suicidio se hundieron repentinamente, y al cabo de esas seis semanas volvieron a ascender con la misma celeridad. ¿Sabe lo que había pasado durante aquellas seis semanas? Una huelga de periódicos. No se podía informar de ningún suicidio, no se podía entrar en detalles sobre la cuestión, y ello provocó de inmediato la disminución de suicidios. En general, reconocemos la responsabilidad que tienen los medios de comunicación. Sin embargo, piense sólo hasta qué punto toman a la persona por estúpida y las tonterías que llegan a decir. Igual que, con todo, hay tanta gente que padece idiocia, o que por lo menos la ha habido, que se ha vuelto idiota y se ha quedado así porque algún psiquiatra le ha diagnosticado por error debilidad mental. Así y todo, muchas personas de nuestro público desean verse necesitadas, solicitadas, desean que se las tome en serio, pero la gente de los medios cree que esas personas son demasiado estúpidas y arrincona los programas buenos en franjas horarias nocturnas.

Kreuzer: ¿Qué papel desarrolla, en su opinión, la técnica en nuestras vidas? Y a propósito, por curiosidad, ¿conduce usted?

Frankl: Sí, conduzco, pero durante la semana siempre verá mi coche en el aparcamiento de la policlínica y los fines de semana en el aparcamiento del funicular del Rax. El coche es para mí, principalmente, la forma más rápida que hay para ir a la montaña, y el funicular, la forma más rápida de llegar al altiplano del Rax, porque allí arriba es donde me siento más a gusto, me desahogo por completo. La escalada ya me cuesta más, pero todavía practico el alpinismo.

Kreuzer: ¿Cree que podrá seguir escalando hasta bien entrada la vejez?

Frankl: Eso ya no lo sé, aunque, sin ánimo de profetizar, no lo descarto del todo. De cualquier modo, querría contarle algo que nos puede servir de moraleja para esta cuestión. Una vez escalé la pared de Prein y el escalador Ignaz Gruber me hacía de guía. Y mientras él estaba allí, sentado y asegurado, recogiéndome con la cuerda, me dijo: «No se me enfade, profesor, pero cada vez que lo miro, veo que no le queda ni una pizca de fuerza. Pero ¿sabe?, su forma de compensarlo, con esa técnica de escalada tan refinada… tengo que reconocer que de usted se puede aprender mucho sobre escalada». Imagínese, eso me lo decía una persona que acababa de llegar de una expedición al Himalaya. Ahora ya sabe que no me falta vanidad, y también sabe lo que entiendo por técnica.

Kreuzer: Parecería absurdo preguntarle por los problemas de la vejez; más bien habría que preguntarle: ¿cómo lo hace para disimularlos tan bien? ¿No será que no tiene ninguno?

Frankl: Tengo problemas, y no tengo nada en contra de la vejez mientras me permita pensar que maduro a medida que envejezco. Y la mejor prueba de que no dejo de madurar es que ahora, a las dos semanas de haber acabado de redactar un manuscrito, no estoy satisfecho con el resultado.

Kreuzer: ¿Ha notado alguna vez algún indicio de envejecimiento? En tanto que psiquiatra, también está facultado para observarse a usted mismo. ¿Cuándo notamos que envejecemos? ¿Cuándo lo notó usted?

Frankl: Depende. La gente se da cuenta de que se hace mayor cuando le ofrecen asiento en el autobús, pero como actualmente esto sólo ocurre en contadas excepciones, la gente debería seguir sintiéndose muy joven. Cada sector es distinto. Como médico yo sé, por ejemplo, que el cristalino empieza a envejecer a los veinte años de edad, y las células ganglionares del cerebro empiezan a morir todavía antes. Es decir, envejecemos biológicamente ya en la juventud. Sin embargo, tal como apuntó una vez Charlotte Bühler, mientras vamos degenerando biológicamente, nos vamos regenerando biográficamente.

Kreuzer: ¿Vivió personalmente el paso de una etapa a otra de su vida como lo que la moda llama ahora «crisis de los cincuenta», o sea, como un corte dramático o a empujones, o bien como un proceso paulatino?

Frankl: Más bien paulatino. Esto también te permite adaptarte mejor. Porque la capacidad de adaptación no tiene límites. No se trata de lo que experimentas durante el proceso de envejecimiento, sino de qué postura adoptas ante él, cómo lo transformas y cómo intentas formar algo positivo de lo negativo.

Kreuzer: En la discusión científica y pseudocientífica sobre la llamada «crisis de los cincuenta» se ha definido, entre otras cosas, su origen. La característica principal que se ha puesto sobre el tapete es si se podría tratar del primer enfrentamiento real con la expectativa de la muerte, la primera vez que se dirige realmente la mirada a la muerte. ¿Cree que es una definición correcta? ¿Cómo fue en su caso? ¿Desde cuándo piensa en la muerte?

Frankl: Recuerdo que la primera vez debía de tener cuatro o cinco años. Me desperté en plena noche y descubrí que yo también moriría algún día. No fue una deducción del tipo «Gayo es un hombre, los hombres son mortales, Gayo es mortal», sino que «yo» también era mortal. Y desde entonces siempre me he enfrentado con la muerte. Nunca es lo suficientemente pronto ni lo suficientemente tarde para enfrentarse con ella. Si usted quiere sacarle el mejor partido a su vida, deberá contar constantemente con el hecho de la muerte, con el hecho de la mortalidad, con el hecho de la transitoriedad de la existencia humana. Porque, si no existiera la muerte, viviríamos eternamente y podríamos dejarlo todo para más adelante; hoy no tendría por qué pasar nada, podría pasar mañana, el año que viene, el siglo que viene… El mero límite temporal de nuestra existencia es un aliciente para aprovechar el tiempo, cada hora y cada día. La muerte apenas nos asustará si la analizamos en toda su dimensión, es decir, si no nos ceñimos a que es necesaria para conceder sentido a la vida ni a que aniquila la concesión de sentido. Entonces, ¿qué significa que todo es transitorio? Significa que lo cobijamos en el ser pasado, donde no está perdido para siempre, sino guardado para que no se pierda. Todo lo que hagamos, creamos, vivamos y suframos, con coraje y honestidad, lo habremos hecho de una vez para siempre. Si veo una posibilidad de sentido y la hago realidad realizando mi sentido, habré cobijado esta posibilidad en el ser pasado. El ser pasado también es una clase de ser, quizá la forma más segura, porque nada ni nadie nos puede despojar de lo que hemos depositado en el ser pasado. En general, las personas sólo ven los rastrojos de la transitoriedad y pasan por alto los graneros repletos del ser pasado. Desde hace mucho tiempo han ido almacenando en esos graneros la cosecha de su vida, y nada ni nadie en el mundo puede acabar con lo que allí han almacenado, depositado, guardado o custodiado, en el sentido hegeliano de la guardia y la custodia.

Kreuzer: Es decir, que una píldora que nos hiciera olvidarnos de la muerte también eliminaría el sentido de nuestra vida.

Frankl: Nos desactivaría. Nos haría inútiles. Nos paralizaría, no tendríamos ningún estímulo para actuar. Perderíamos la capacidad de ser responsables, la conciencia de responsabilidad para aprovechar cada día y cada hora, es decir, para realizar un sentido cuando se nos presenta, cuando se nos ofrece momentáneamente. En el Antiguo Testamento hay una cita del sabio Hillel, que fue uno de los fundadores de las dos primeras escuelas del Talmud; también se cree que fue uno de los maestros de Jesús. Ese versículo, puede usted consultarlo en cualquier Biblia, dice lo siguiente: «Si no lo hago yo, ¿quién lo hará? Y si no lo hago ahora, ¿cuándo tendré que hacerlo? Y si lo hago sólo para mí, ¿qué soy yo?».

Kreuzer: Supongo que esta cuestión incluye también la pregunta de si se puede imaginar un sentido en la vida sólo si esta continúa después de la muerte de una forma incomprensible para nosotros…

Frankl: También puedo imaginar el sentido de la vida de otra manera, y debo imaginármelo de otra manera, porque no considero legítima la pregunta sobre qué sucede después de la muerte, especialmente con nosotros como individuos. Aquí doy la razón a los positivistas, que dicen que esa pregunta es absurda. Por una razón muy sencilla que le voy a explicar: en el «instante» de la muerte, el concepto de tiempo desaparece automáticamente. Es absurdo que en el mismo segundo de la muerte se empiece a hablar de un «antes» o un «después». Por eso, para mí se eliminan también cuestiones como la reencarnación y, sobre todo, la vida después de la muerte. El concepto de tiempo muere con nosotros, nos lo llevamos a la tumba junto con el concepto de espacio. En nuestros ataúdes no hay lugar para el espacio y el tiempo.

Kreuzer: Entonces se podría decir que pasamos a la eternidad.

Frankl: Sí, se podría decir. Porque la eternidad no es un tiempo que se prolonga hacia el infinito, sino que está por encima del espacio y el tiempo.

Kreuzer: ¿Responde con eso también a la pregunta sobre su creencia en Dios?

Frankl: Sí, en cierto sentido, porque lo que he dicho es un antiantropomorfismo, o sea, una postura crítica frente a las percepciones religiosas primitivas o, digamos, ingenuas. Por muy banal y obsoleto que suene, suscribo la afirmación de que la religión es algo privado. Quiero decir que pertenece a la esfera íntima de la existencia humana. Hace décadas, la gente se ruborizaba de pudor cuando se le preguntaba sobre su vida sexual. Hoy, tal como he podido comprobar repetidas veces, los pacientes se ruborizan de pudor cuando se les pregunta sobre su vida religiosa privada; sucede hasta en las aulas. Y esto tiene su sentido, porque el pudor no es ninguna manifestación moralista pasajera, por así decirlo. Como mostraron Max Scheler y Erwin Straus, el pudor se encarga de preservar lo más íntimo del ataque de lo público; lo que retenemos y guardamos con pudor no debe convertirse en algo manido, en centro de admiración, no debemos descubrirlo, no debemos convertirlo en objeto. Y si piensa que la esencia del sujeto consiste en que está dirigido a objetos en la medida en que se trasciende a sí mismo, entonces comprenderá que cuanto más persona soy, cuanto más soy yo mismo, cuanto más sujeto soy, más me trasciendo a mí mismo, más me entrego a una cosa o a una persona. Por ejemplo, cuando amo, me olvido de mi persona; cuando rezo, no tengo ojos para mí. Algo parecido sucede con la muerte, en el morir. Y si pudiera pedir algo, daría orden de que nunca se fotografiaran ni filmaran estas tres cosas: amar, rezar y morir. Las tres constituyen una reserva del más íntimo recogimiento de la persona, donde uno puede ser y seguir siendo uno mismo, sin convertirse en objeto de contemplación pública.

Kreuzer: La esencia de la obscenidad consiste en convertir el sujeto en objeto. ¿Podemos decir lo mismo en el terreno del amor, el erotismo y la sexualidad?

Frankl: En el caso específico de la pornografía, la parte genital aún se destaca más y se aísla del objeto del cuerpo humano, y esto obstruye cualquier tipo de sensación amorosa. Amor significa que una persona, en tanto que persona, se adapta a la persona de otro, en tanto que persona. Una correspondencia interpersonal que lo incluye todo, también la sexualidad, la genitalidad, la excitación sexual. Y viceversa: la amistad excluye el aislamiento de lo genital, la acentuación de lo sexual como una postura del «arte por el arte», como un fin absoluto, o como un simple medio de obtención de placer. Esto es, por así decirlo, sexualidad sin consideración de la persona. Y esto humilla al género humano. Una de las mayores humillaciones que puede sufrir la persona es convertirla en un simple medio para conseguir un fin, porque la desvirtúa por completo. Hay una formulación alternativa del imperativo categórico de Kant, que dice que el hombre nunca puede ser utilizado como medio para un fin. Esta es una de las raíces de la moral marxista, y también deberíamos admitirla como una de las raíces de cualquier moral sexual. Entretanto, tenemos el negocio, la gran industria de la pornografía, que conduce a la gente por el buen camino haciéndole creer que la libertad de los llamados tabúes es un signo de progreso, cuando es marcadamente regresiva, eso sí, en el riguroso sentido psicoanalítico de la sexualidad regresiva.

Kreuzer: Pueblo, nación, tierra natal: ¿estas categorías le han dicho algo en su vida? Por ejemplo, con respecto a la cuestión de hasta qué punto es usted austríaco, europeo o ciudadano del mundo.

Frankl: Ante todo debo decir que creo que no deberíamos utilizar esas categorías para ver en la nacionalidad un mérito que nos podamos atribuir. Sería exactamente el mismo error que ver en ella un defecto.

Kreuzer: ¿La palabra «patria» todavía significa algo para usted? ¿Debería significar algo o ya ha sido superada por la historia?

Frankl: No significa mucho, y si no significa mucho, es por una razón sencilla: porque soy del parecer de aquel escritor anglosajón que dijo: «Mi patria está allí donde me comprenden». Me duele tener que decir que en otros países me han comprendido antes y mejor que en mi propia patria.

Kreuzer: ¿Habría sido Austria esa patria? ¿Nunca ha establecido algún tipo de relación entre el espacio de habla alemana como «patria» y su historia personal? Por ejemplo, en los años veinte, cuando a Austria todavía se la llamaba Austria alemana y todavía no se había levantado sobre nosotros todo el revuelo del nacionalismo…

Frankl: Debo decir que esa cuestión nunca me ha parecido actual. Si pienso en los escritores cuya lectura he disfrutado y que me han aportado un beneficio personal, debería decir, sin duda, que me he sentido identificado con todo el espacio de habla alemana. Pero si pienso en qué forma de vida he absorbido con mayor avidez o qué aire he respirado, en sentido cultural, pondría naturalmente a Austria en primera línea, Viena, para ser más exactos. No en vano fue en su «aire» donde me crie.

Kreuzer: Para finalizar, hablemos de una cuestión muy personal, sobre sus padres, el significado de sus padres en su vida, quizá también de las vivencias de su primera infancia con sus padres, hermanos y su entorno más cercano.

Frankl: Durante mi infancia viví un calor familiar extraordinario, cosa que debió de influir en mi personalidad. Consideraba a mi padre el más justo entre los justos; en mi madre conocí a una persona bondadosa e inocente y siempre me llevé bien con mis hermanos. Mi padre era funcionario del Estado y se jubiló siendo director en el Ministerio de Asuntos Sociales. Nació en la provincia de Moravia Septentrional. Su padre fue un humilde encuadernador y, a pesar de vivir en la pobreza, consiguió finalizar los estudios de medicina. Después, como no pudo optar a ninguna beca para la carrera de médico militar, ingresó en la administración pública. Fue taquígrafo del Parlamento durante diez años y, posteriormente, secretario personal de una ministra del gobierno austríaco, Maria von Bärnreithers. Mi madre nació en Praga, en el seno de una familia ilustre de la ciudad. En la primera posguerra, o ya antes, durante la Primera Guerra Mundial, nuestra familia empobreció, al igual que todas las familias de funcionarios, y todavía recuerdo que, de pequeños, íbamos por las granjas a pedir pan y algunas veces hasta robábamos maíz en los campos. En la posguerra la situación fue mejorando poco a poco. Entonces llegó la inflación y la crisis económica mundial, pero, para mí, los problemas económicos y financieros nunca supusieron un obstáculo. El dinero que me hacía falta para comprar libros lo ganaba dando clases particulares. Y aún hoy mantengo la misma postura: para una persona sensata, el hecho de poseer dinero sólo puede tener un sentido, y es el de poder permitirse no tener que pensar en el dinero.

Kreuzer: Usted perdió a sus padres por culpa de los nazis…

Frankl: Mi padre y mi madre, junto con mi hermano y muchos otros familiares, murieron en los campos de concentración.

Kreuzer: Esta sombra que el horrible final de sus padres ha proyectado sobre su vida la ha superado en parte en su enseñanza y en parte en su trabajo.

Frankl: Mire, recuerdo que en agosto de 1945, uno o dos días después de saber que mi madre había muerto gaseada en Auschwitz, contemplé los crematorios y las cámaras de gas en un noticiario que proyectaron en un cine de Munich. Recuerdo perfectamente que no me afectó lo más mínimo. Antes ya me habían dicho que mi madre, la persona más indulgente que había conocido en mi vida, había necesitado treinta minutos para asfixiarse en la cámara de gas. Cuando te explican una cosa así, digamos que es comprensible que salgas, cojas una cuerda y te ahorques. Pero también puede haber en ti una serie de recursos que puedes movilizar en un momento como ese, y hablo de forma psicológica expresamente objetiva. En tal caso, no te importa lo más mínimo ver un noticiario en el que aparezcan las cámaras de gas y los crematorios. Ya no te puede afectar. Debes tener dentro de ti algún recurso que, a la vista de un mundo así, te detenga y te disuada del suicidio inmediato… O puede que no lo tengas. Pero si lo tienes, entonces todo te rebota y no hay lugar para sentimentalismos.

Kreuzer: En su salón tiene uno de aquellos cuadros, conocidos a raíz de la serie Holocausto, que fueron pintados en el campo de concentración. En él se representa una escena directamente relacionada con el destino de su familia.

Frankl: Sí. Fue pintado en Teresianópolis por uno de esos pintores que después fueron torturados y sacrificados, tal como bien se explica en Holocausto, y eso que en su época fue un pintor de Brno muy conocido, el profesor Otto Ungar, que también era primo mío. Por eso ha pasado a ser de mi propiedad, además de haber sido expuesto repetidas veces. El cuadro representa un lugar en los extramuros de Teresianópolis, que era una ciudad amurallada. La imagen muestra aquel lugar donde durante tanto tiempo se celebraron las ceremonias de inhumación. En él podrá ver una docena de ataúdes —los ataúdes que se utilizaban eran siempre los mismos, por supuesto— y en uno de ellos, justo aquí, fue donde vi el cadáver de mi padre y me despedí de él. Y al fondo puede ver el techo del barracón en el que me despedí de mi madre cuando fui a Auschwitz. Una semana más tarde la pusieron en la cola y la llevaron directamente a la cámara de gas; fue el último transporte que entonces se realizó a las cámaras. Y bajo el techo de ese barracón, me despedí de mi madre.