45 La economía medioambiental

La economía y el medioambiente se entrelazan de forma inextricable. El desarrollo económico, por ejemplo, es una de las primeras razones del cambio climático, pero podría también tener la clave para su solución. De forma similar, el estudio de la economía está a la vanguardia de las investigaciones sobre el calentamiento global y son las herramientas económicas (como los impuestos y las regulaciones) que muy probablemente animen a las personas a contaminar menos en el futuro.

La evolución económica de la humanidad ha ido de la mano de la explotación de los recursos naturales de la tierra, en particular desde la Revolución Industrial. Sin el uso de esos recursos, entre los que el carbón y el petróleo ocupan un lugar importantísimo, es difícil imaginar cómo habrían podido desarrollarse las economías occidentales hasta donde lo han hecho y crear tanta riqueza y prosperidad a lo largo de los últimos siglos.

Resulta claro, sin embargo, que ese desarrollo ha tenido un coste. Una plétora de estudios ha demostrado el vínculo entre el consumo de combustibles fósiles y el calentamiento global. Algunos han afirmado que el cambio climático causado por el hombre puede incluso ser el responsable del aumento de la inestabilidad de los sistemas climáticos, algo que contribuye, por ejemplo, a la aparición de huracanes más fuertes, como el Katrina, que en 2005 arrasó Nueva Orleans. Otros, por su parte, han predicho que si las temperaturas globales continúan incrementándose, los casquetes polares podrían derretirse en cuestión de décadas, lo que aumentaría el nivel del mar en todo el mundo e inundaría grandes ciudades como Nueva York y Londres. Entre los resultados más temidos se encuentra la posible detención de la Corriente del Golfo en el Atlántico, que según algunos podría trastornar gravemente el clima de Europa septentrional y otros lugares más alejados.

«Las pruebas de la gravedad de los riesgos de no actuar o hacerlo a destiempo son en la actualidad abrumadoras. Nos arriesgamos a un daño de una dimensión superior al causado por las dos guerras mundiales del último siglo. El problema es mundial y la respuesta debe ser una colaboración a escala global.»

Sir Nicholas Stern, economista británico

El dilema medioambiental. Tales eventualidades serían desastrosas para la prosperidad futura del mundo, y por tanto estamos ante un dilema importantísimo. ¿Debemos reducir el actual consumo de combustibles fósiles para aliviar el impacto que el cambio climático pueda tener en las generaciones futuras, incluso a pesar de que eso implique un crecimiento más débil y una mayor pobreza en el futuro inmediato? ¿O, por el contrario, debemos continuar como estamos y dar por sentado que las generaciones venideras, siendo más ricas y avanzadas científicamente que la nuestra, descubrirán la forma de combatir o mitigar el cambio climático?

Según sir Nicholas Stern, el economista británico que escribió uno de los primeros informes sobre este dilema, los costes finales asociados con el cambio climático podrían ascender a cerca del 20 por 100 del producto interior bruto global (unos seis billones de dólares) en comparación con el 1 por 100 que costaría hacer frente al problema hoy.

No obstante, la opción alternativa, a saber, esperar, tampoco debería descartarse sin pensar. A través de la historia, los avances tecnológicos han ayudado a resolver problemas medioambientales en apariencia insolubles. Basta pensar en las previsiones apocalípticas de Thomas Malthus en comparación con el resultado final, bastante más feliz, para comprender que el mercado tiende a desarrollar soluciones a los problemas a los que se enfrenta.

Por ejemplo, durante la era victoriana uno de los principales temores de la población de Londres era la que a medida que la ciudad crecía, y con ella el número de caballos en sus calles, la capital inglesa terminaría sepultada en una pila de estiércol de caballo. Como es evidente, este temor nunca llegó a hacerse realidad debido al nacimiento del coche a motor (el cual, por supuesto, plantea sus propios problemas ambientales). De forma similar, hay muchas pruebas que sugieren que las nuevas tecnologías (ya sean los automóviles con motores de hidrógeno, los reactores nucleares de fusión o las instalaciones para la captura de CO2) ayudarán a resolver la crisis sin reducir el crecimiento económico de la generación actual de forma significativa.

La mayor externalidad de todas. El cambio climático es un ejemplo de fallo del mercado. En palabras de sir Nicholas Stern, es el peor fallo del mercado que el mundo ha conocido. En un mercado que funcione de manera adecuada, el precio de cualquier cosa sube cuando la oferta se reduce o la demanda aumenta (éste es un aspecto clave de la teoría de la mano invisible expuesta por Adam Smith, véase el capítulo 1). Si todos los participantes se comportan de forma egoísta, los mercados producirán lo que la gente quiere y se contribuirá al bienestar general.

Sin embargo, dado que hasta épocas muy recientes no se atribuía un precio al aire limpio o a las emisiones contaminantes, nadie en la economía les prestaba mucha atención. Nadie «posee» el medioambiente en sentido estricto, aunque, por supuesto, concierne a todos los seres humanos. Esto es lo que los economistas denominan una externalidad. El coste implícito efectivo de la contaminación es altísimo. Si la contaminación causa más huracanes, fomenta la desertización, eleva el nivel del mar y causa estragos en las ciudades y pueblos, el precio será grandísimo. No obstante, ha sido sólo desde que los científicos comprendieron la capacidad del cambio climático para desencadenar estos fenómenos cuando ha empezado a intentarse calcular el coste real. En teoría, el precio de combatir el cambio climático debería ser lo que las personas están dispuestas a pagar para garantizar que ellas y sus hijos tendrán aire limpio en el futuro. Si están dispuestas a aguantar el aire contaminado y todas sus consecuencias, no hay externalidad.

Cómo pueden los países reducir sus emisiones

1. Impuestos verdes. Gravan las actividades que contaminan la atmósfera, lo que incluye los impuestos a los carburantes, las compañías eléctricas por el carbono que producen, y el vertido de residuos y materiales peligrosos.

2. Comercio de derechos de emisión. Éste es el método preferido por los economistas e implica que los gobiernos subastan permisos que autorizan a las compañías a emitir cierta cantidad de carbono. De este modo se pone un precio a las emisiones de CO2. Cualquier compañía que necesita contaminar más puede comprar uno de esos permisos a una que contamine menos, y la cantidad total de emisiones se mantiene bajo control. El problema con este plan es que el comercio de emisiones todavía está en su infancia, y fuera de la Unión Europea sigue siendo visto con mucho recelo por la mayoría de las naciones.

3. Tecnología. Varias tecnologías verdes, desde la energía solar a los vehículos eléctricos, podrían reducir las emisiones. El obstáculo es que, hasta hace muy poco, esas tecnologías eran muchísimo más costosas que el consumo de carbón o petróleo. Sin embargo, cuanto más se invierte en ellas, más probable es que se consiga hacerlas asequibles.

El desafío. Los científicos sostienen que, con el fin de prevenir los efectos catastróficos del cambio climático, para el año 2050 el mundo debería haber reducido a la mitad sus emisiones de gases de efecto invernadero (llamados así porque hacen que el calor quede atrapado en la atmósfera, como en un invernadero) y han pedido que se tomen medidas para combatir la deforestación, fenómeno que ha hecho aumentar la emisión de estos gases en un 15 o 20 por 100.

Tales metas son en extremo difíciles de alcanzar, para empezar porque no todas las personas aceptan que sea necesario hacerlo. Durante algunos años Estados Unidos y otros países, entre ellos Australia y China, se abstuvieron repetidas veces de comprometerse con las promesas mundiales de reducción de emisiones por temor a perjudicar sus economías. Un recorte de las emisiones de gases de efecto invernadero normalmente va acompañado de un menor crecimiento.

Además, naciones en vías de desarrollo como China, Brasil y la India han sostenido, con cierta justificación, que ellas no deberían ser las que carguen con la responsabilidad de reducir sus emisiones de forma significativa. Dado que el cambio climático es en gran medida resultado de la polución generada por el mundo occidental, y no por estas economías jóvenes, ¿por qué deberían ellas pagar los estragos causados por otros? Por desgracia, se espera que sean precisamente estas economías jóvenes las que generen la enorme mayoría de las emisiones contaminantes en los próximos años. De forma similar, son los países más pobres, y en particular los situados en los trópicos, los que probablemente se vean más afectados por el cambio climático.

Por último, es necesario reconocer que aunque la mayoría de la comunidad científica opina que el calentamiento global es una realidad, y además causada por el hombre, algunos siguen viendo con escepticismo las pruebas. Pese a ello, el punto de vista dominante es que el coste de la inacción (el potencial desastre climático de mañana) es enormemente más grande que el coste de actuar hoy (reducir las emisiones y el crecimiento económico). En este sentido debería considerarse combatir el cambio climático como una especie de póliza de seguros para las futuras generaciones.

La idea en síntesis: actuar hoy es la única forma de evitar terribles costes medioambientales mañana