33 Los mercados monetarios

En un edificio de oficinas anodino en algún lugar de los Docklands londinenses, un pequeño grupo de personas se encargan de producir el que quizá sea uno de los números más importantes del mundo. Esa cifra, que se fija todos los días a las once en punto de la mañana, tiene una repercusión enorme en el mundo entero: enviará gente a la bancarrota y convertirá a otros en millonarios. Estamos hablando de algo que forma parte de los cimientos mismos del capitalismo, pese a lo cual pocas personas fuera de los mercados financieros saben algo al respecto. Se trata del Libor (un acrónimo de London Interbank Offered Rate).

El tipo Libor, que gestiona la Asociación Británica de Banqueros, constituye el eje de uno de los sectores clave de la economía mundial: los mercados monetarios. Es aquí donde las compañías prestan y piden prestado a corto plazo, en otras palabras, sin tener que emitir bonos o acciones (véase el capítulo 27). Estos mercados son el sistema nervioso central de las finanzas mundiales y cuando fallan, como sucede en ocasiones, pueden causar una conmoción en toda la economía.

En tiempos normales, el Libor simplemente refleja la tasa a la que los bancos están dispuestos a prestarse dinero unos a otros a corto plazo. Este préstamo (que a menudo se conoce como «préstamo interbancario») carece de respaldo: se parece más a un descubierto bancario o a una tarjeta de crédito que a una hipoteca, y es esencial para el funcionamiento de los bancos. Todos los días, el balance de los bancos cambia de forma significativa a medida que sus clientes realizan ingresos y retiradas y obtienen préstamos o los pagan, y por tanto la capacidad de prestarse dinero unos a otros con rapidez es esencial para mantenerse a flote.

El poder del Libor

Los mercados monetarios mayoristas se han vuelto tan poderosos y amplios que los tipos Libor (que se fijan para las principales divisas del mundo, incluidas el dólar, el euro y la libra esterlina) se emplean en contratos por valor de cerca de trescientos billones de dólares, el equivalente a cuarenta y cinco mil dólares por cada ser humano del planeta. Cuando se habla de tipos de interés, la mayoría de las personas piensa en el tipo oficial estipulado por bancos centrales como la Reserva Federal o el Banco de Inglaterra. En realidad, el Libor es un indicador muchísimo mejor del coste real del crédito en la economía en general.

La forma en que los bancos funcionan ha experimentado varias transformaciones a lo largo de las últimas décadas. Tradicionalmente, los bancos derivaban sus ganancias de recibir el dinero de sus clientes en forma de ahorro y prestarlo a otros clientes en forma de hipotecas y otros tipos de préstamos (véase el capítulo 28). Esto significaba, por un lado, que, como intenta explicar George Bailey, el personaje interpretado por James Stewart en ¡Qué bello es vivir!, a los depositantes que de forma frenética han corrido a retirar su dinero, los bancos tenían un vínculo directo (y con frecuencia personal) con sus clientes. Por otro, este modus operandi no proporcionaba a los bancos tantas oportunidades de crecimiento como sus dueños deseaban, pues había normas que establecían cuánto dinero se les permitía prestar en relación a su tamaño. Esto, a su vez, hacía que los tipos de interés de las hipotecas que concedían no fueran bajos.

El ascenso de la titulización. Muchos de estos bancos, o instituciones hipotecarias, estaban organizados como mutualidades, esto es, eran propiedad no de unos accionistas externos sino de sus clientes. En el Reino Unido, estas sociedades especializadas en la concesión de hipotecas se denominaban building societies, y entre ellas estaban compañías como Nationwide y Northern Rock.

Sin embargo, en las décadas de 1970 y 1980, cuando la demanda de vivienda en propiedad creció (véase el capítulo 37) y los bancos se dieron cuenta de que sería difícil satisfacerla sin aumentar la cantidad de dinero que tenían para prestar, se optó por un sistema alternativo.

En lugar de prestar dinero a partir exclusivamente de los depósitos de sus clientes, empezaron a empaquetar la deuda hipotecaria que emitían y venderla a otros inversores. El proceso se conoce como titulización (porque convierte deuda en valores negociables en el mercado como los bonos, las opciones o las acciones) y funcionó muy bien durante algún tiempo. Al sacar la deuda hipotecaria de sus libros, los bancos tuvieron la capacidad de conceder más hipotecas y por mayor valor sin verse limitados por su tamaño. Los inversores de todo el mundo se peleaban por comprar los títulos, seducidos por los sustanciosos beneficios que pagaban y las valoraciones de las agencias de calificación de riesgo, que aseguraban ser inversiones fiables.

Con el paso del tiempo, los bancos se volvieron cada vez más sofisticados a la hora de crear estos títulos. No sólo reunían las hipotecas en paquetes, sino que dividían los títulos resultantes para volverlos a empaquetar en instrumentos conocidos como CDO (obligaciones de deuda colateralizada, por sus siglas en inglés) y versiones más complejas como los CDO2 (al cuadrado, divididos efectivamente dos veces) y los CDO3 (al cubo).

La teoría que sustentaba semejantes prácticas parecía bastante sensata. Anteriormente, si alguien dejaba de pagar su hipoteca, el principal afectado era el banco; la titulización prometía difundir el riesgo a través del sistema financiero a aquéllos más dispuestos a aceptarlo. El problema, sin embargo, es que al eliminar la relación personal entre el prestatario y el prestamista (un proceso denominado desintermediación), se multiplican enormemente las probabilidades de que quienes terminan comprando el paquete de deuda (ya se trate de un inversor japonés o un fondo de pensiones europeo) no sepan en realidad qué riesgos están corriendo. Lo único que pueden hacer es confiar en las calificaciones de agencias como Standard & Poor’s, Fitch, Moody’s, etc.

Esta desconexión fue una de las principales causas de la crisis financiera de finales de la última década, pues los inversores no eran plenamente conscientes de las dimensiones del riesgo que estaban corriendo al comprar unos paquetes de deuda de una complejidad tan inmensa. Dado que los bancos estaban prestando muchísimo más dinero del que tenían en depósitos, desarrollaron un déficit en sus cuentas (un agujero al que se conoce comúnmente como «déficit de financiación») que sólo podían solucionar con una financiación masiva. Como veremos, ésta no llegó.

El día que cambió el mundo. El 9 de agosto de 2007, tanto los mercados interbancarios como los de hipotecas titulizadas se paralizaron repentinamente en todo el mundo. Al darse cuenta de que el mercado inmobiliario de Estados Unidos iba a sufrir un descenso considerable y que, lo que era aún más importante, el sistema financiero occidental estaba endeudado en exceso, los inversores dejaron de comprar títulos (en otras palabras: dejaron de prestar dinero). Fue este momento de susto el que desencadenó la crisis financiera que se produciría a continuación; el momento en que los economistas y financieros, que hasta entonces habían prestado escasa atención a esta compleja parte del sistema, comprendieron su importancia para el buen funcionamiento de la economía mundial.

A uno y otro lado del Atlántico, muchos bancos, incluido el Northern Rock, descubrieron de repente que no podían financiarse en los mercados monetarios mayoristas, lo que les dejaba con un agujero gigantesco en sus cuentas. Aunque la crisis financiera tuvo muchas causas, fue este congelamiento de los mercados financieros el que hizo que los primeros shocks se difundieran por todo el sistema. Apenas un mes después, el Northern Rock se vio obligado a solicitar financiación de emergencia al Banco de Inglaterra, que actuó como prestamista de última instancia. Aunque muchos han dado por sentado que las dificultades del banco se debían específicamente a las hipotecas subprime (esto es, los créditos hipotecarios concedidos a personas de mínima solvencia), el verdadero problema del Northern Rock era que dependía completamente de los mercados monetarios mayoristas, donde los tipos Libor se habían disparado, un reflejo de la renuencia de los bancos a prestarse dinero unos a otros.

« No creo que ningún economista ponga en duda que estamos en la peor crisis económica desde la Gran Depresión. La buena noticia es que estamos logrando alcanzar un consenso sobre lo que es necesario hacer.»

Barack Obama

El tipo Libor es sólo un indicador que muestra lo que, en teoría, los bancos estarían dispuestos a cobrarse los unos a los otros. En este caso, lo que ocurría era que no se estaban produciendo préstamos de ningún tipo. Los bancos centrales se vieron obligados a intervenir e inyectar dinero directamente en los mercados y los bancos. ¡Los mercados monetarios se habían secado!

La idea en síntesis: los mercados monetarios mantienen en marcha el mundo financiero