Es todavía de noche cuando me despierto. Marc está dormido en mi cama y su belleza morena y masculina se revela despreocupada, incluso más natural que de costumbre. Su boca dulce y besable está ligeramente abierta, los dientes blancos brillan a la luz de la luna, el pelo casi negro, rizado y revuelto. Pero son sus manos lo que llaman mi atención: masculinas y suaves a un tiempo, tendidas en la semioscuridad. De algún modo, perfecto e inocente. Pero ¿cuán inocente, después de lo de anoche?
Tengo la boca seca.
Cojo una bata, me deslizo hasta la cocina y me bebo un vaso frío de agua mineral. No sé que me ocurre. Lo más probable, lo más seguro, es que Jessica tenga razón y me esté enamorando.
Me quedo unos minutos a oscuras en la cocina, mirando por la ventana la luna que observa su reflejo sobre las aguas del mar Tirreno.
Regreso a la cama, cerca de su respiración y su silenciosa calidez.
Cuando me vuelvo a despertar, ya es de día, y el sol de Campania entra a través de las rendijas de las contraventanas desvencijadas, formando códigos de barras luminosos en las paredes desnudas. ¿Se ha ido? Me entra el pánico. No. Así no, no de este modo, no; no quiero ser un polvo de una noche, no después de lo de ayer. Por favor.
Tranquila, X, tranquila.
Me ha dejado una nota en la almohada. Un elegante trozo de papel, cuidadosamente doblado en dos, con una X escrita a pluma en el frente. ¿De dónde ha sacado este papel? ¿Y la pluma? ¿Cómo consigue hacer estas cosas? Tomo la nota ansiosa y leo:
Esta mañana se te veía tan feliz durmiendo. He ido a por el desayuno. Tomaremos sfogliatta a las siete.
R.
Un beso
Recupero la felicidad perdida. Cojo el móvil y miro la hora: las 6.40. Volverá en veinte minutos. Me doy una ducha rápida, me pongo un vestido de algodón gris muy chulo, y justo cuando me estoy secando el pelo, suena el telefonillo.
—Buongiorno —dice por el interfono—. La colazzione è servita.
Un instante después está en la puerta de casa con una preciosa sonrisa y un montón de bollos en una bolsa y due cappuccini en un soporte de cartón.
Lleva otra camisa azul oscuro, con los vaqueros y los preciosos zapatos a medida. ¿Cómo lo ha hecho? ¿Lleva camisas limpias en el Mercedes? Pero el excelente café borra las preguntitas comprometedoras. Es el momento de los bollos. Son una especie de cruasanes, pero no lo son.
—Hmm, están riquísimos.
—Sfogliata frolla. De Scaturchio, en el barrio de Spaccanapoli. Llevan haciéndolas un siglo.
—¡Buenísimos! ¿Qué coño llevan dentro?
—Ricotta batida, con frutas escarchadas y especias. El único problema es no acabar comiéndote diez.
Sonríe. Sonrío. El sol nos sonríe. Sorprendentemente, no hay rastro de incomodidad, nada de la timidez típica del-primer-desayuno-juntos. Estamos sentados en el balcón en sillas de plástico. Mullidos y blancos jirones de nubes rodean la cima del Vesubio al otro lado de la bahía. Capri duerme envuelta por la niebla del mar.
—Bueno —dice, poniendo a un lado el plato vacío—. Hablemos sobre anoche.
Se me tuerce un poco la sonrisa. No estoy muy segura de querer tener esta conversación ahora. Lo de anoche fue asombroso. Pero deja que se quede así, no hablemos de ello, no lo examinemos, no lo analicemos. Nunca. Simplemente una noche perfecta. Una noche perfecta de tórrido, primario, glorioso e imprudente sexo. Sin examinar, sin analizar. Simplemente, lo que es.
—Lo de anoche fue perfetto —dice—, pero fue, quizá, demasiado perfecto.
—¿Cómo dices?
Inclina la cabeza y me pregunta:
—¿Conoces la expresión… coup de foudre?
Mis sentimientos se disparan dentro.
—Sí. Coup de foudre. Un rayo, literalmente.
Asiente. Me quedo mirándolo.
¿Eso es lo que piensa que ha sido? ¿Un golpe de locura, de deseo sexual? ¿Es eso lo que nos ha pasado? ¿Algo absolutamente pasajero? ¿Que se habrá acabado la semana que viene?
Parece que ha notado mi malestar.
—X, necesito saber algo antes de que esto vaya más lejos.
—¿Qué quieres saber?
—Si estás… —Esquiva mi mirada—… preparada. Porque si quieres seguir adelante, hay ciertas cosas… —Sus ojos azules vuelven a mirarme—. Hay algunas cosas que deberías saber.
Cosas que debería saber. Basta.
Dejo mi plato.
—Cuéntame, Marc, ¿cuál es ese gran misterio? Venga, dímelo. Podré soportarlo. Hasta tengo carnet de conducir. Ya soy toda una adulta.
Sonríe.
—Ya me he dado cuenta.
Hago como si fuera a tirarle la bolsa de bollos a la cara. Sonríe de nuevo como pidiendo perdón y levanta las palmas de las manos.
—Está bien, vale, lo siento. Es que es… muy difícil. Desde el momento que te conocí, he querido evitar que salgas corriendo, X, eres «my great good news», como dijo el poeta Stephen Spender. —Hace una pausa y continúa—: Pero hay aspectos de mi vida que son cruciales para mí, aspectos que, si quieres que sigamos viéndonos, tienes derecho a conocer. Y si no puedes aceptar esta parte de mi vida, entonces, lo mejor será que no vayamos más lejos. Es más, no podremos seguir adelante con esto. Por tu bien y por el mío.
Esto suena fatal. Espero, en silencio, a que se explique. Pero por dentro, el ruido de mi corazón es atronador: palpitando, ansioso, inquieto.
Toma un último sorbo de café y me pregunta:
—¿Has oído hablar alguna vez de las religiones mistéricas?
—No, la verdad es que no. —Rebusco en mi memoria lo que recuerdo de la historia que estudié en el instituto—. Algo anterior del cristianismo, ¿quizá? Hmm. En la universidad estudié sobre todo historia contemporánea.
—Las religiones mistéricas son cultos ancestrales, con enigmáticos ritos de iniciación. Se constituyeron en las sociedades clásicas mediterráneas, Grecia y Roma. Algunas de ellas se hicieron muy populares, como los Misterios de Mitra; otras siempre fueron controvertidas y orgiásticas, como los Misterios Dionisíacos.
Miro a Marc. Dionisos. Orgías. ¿De qué va todo esto?
—No entiendo qué quieres decir.
Marc mira hacia la calle tranquila, con la quietud de las primeras horas de la mañana. Luego continúa:
—¿Tienes un par de horas libres? ¿Ahora?
—Claro. Yo organizo mi propia agenda.
—¿Te apetece ir a Pompeya? —Le echa un vistazo al reloj—. Podemos estar allí antes de que abran para los turistas; conozco al encargado. Hay algo en las ruinas que puede explicar todo esto, mejor que cualquiera de mis palabras.
Todo esto es súbito y repentino, pero ya me estoy acostumbrando a estas cosas porque es su manera de ser. Es decidido y espontáneo. Y me gusta; no, me encanta. El matemático de los náuticos nunca me llevó volando a la antigua Pompeya. Y, de nuevo, el matemático con los náuticos tampoco tuvo nunca nada que ver con cultos ni orgías.
Veinte minutos después estamos conduciendo por los lúgubres suburbios de la periferia de Nápoles. Grises edificios de cemento pasan emborronados, marcados con graffiti, aunque ubicados en medio de susurrantes olivares y aromáticos limonares, que descienden hasta el mar centelleante. Siguen siendo hermosos pese a la miseria. Tal vez la miseria sea parte de su encanto. Amor y violencia, rosas e infortunio.
Marc habla rápido por el móvil mientras adelantamos pequeños camiones de tres ruedas conducidos por viejecitos que transportan melones.
—¡Fabio! Buongiorno!
Me doy cuenta de que le está hablando al encargado de Pompeya.
Poco después, llegamos ante unas grandes cancelas de hierro. Un hombre bajo, bien vestido con vaqueros blancos y unas gafas de sol de Armani muy caras, nos está esperando. Saluda a Marc con servilismo e, incluso, con un cierto atisbo de miedo. Luego se vuelve y besa mi mano con ademanes teatrales.
Después de este pequeño despliegue, el encargado abre las verjas y entramos en Pompeya.
¡Pompeya!
Desde niña había deseado venir aquí para ver los famosísimos y bien conservados restos de la ciudad romana enterrada bajo las cenizas de la erupción del Vesubio. Y las estoy viendo ahora desde una posición de absoluto privilegio: libre de turistas.
La estudiante que hay en mí quiere tomarse su tiempo, empaparse; pero Marc sigue hacia delante a grandes pasos, guiándome por las ruinas, a través de los burdeles y las termas romanas, las tiendas y las tabernas.
Por fin nos paramos. Hace mucho calor y estoy sudando.
Marc, con un gesto, dice
—La Villa de los Misterios.
Pasamos, dejando al encargado fuera. Alcanzo a ver un patio, habitaciones laterales y brillantes suelos de mosaico. Giramos por una esquina y llegamos a una habitación más oscura, con elaborada decoración con frescos de más de dos mil años, todos ellos recortados sobre un fondo carmesí, antiguo y empolvado.
Un cordón de seguridad impide acercarse mucho para ver los frescos, supongo que para mantener alejados a los turistas. Marc sencillamente pasa por encima de la cuerda, toma mi mano húmeda y me ayuda a saltarla también.
Estoy en medio de la estancia. Y puedo ver la belleza poética y melancólica de estas imágenes. Jóvenes danzando, sátiros punzantes, mujeres tristes y dulces; una delicada estética, brillante y vivaz, rescatada del olvido.
—Estos frescos muestran un rito iniciático —me explica Marc—. La joven está siendo iniciada a los Misterios.
Con creciente curiosidad, escruto las grandes y antiguas pinturas.
A la izquierda, una elegante mujer joven está siendo preparada para algún tipo de elaborada ceremonia. Tocan las flautas. La bañan sensualmente. Beben algo, vino o algún tipo de droga ¿o será otra cosa? Sea lo que sea, cuando la joven lo toma, baila. Baila sola hasta el frenesí.
Vuelvo a tener la boca seca. Me vuelvo hacia la derecha. En el último panel, la mujer ya ha sido iniciada y una joven esclava la viste y la peina. La mujer me mira mientras le arreglan el pelo; tiene una expresión pensativa, incluso apesadumbrada, pero saciada.
¿Saciada de qué?
Doy un paso adelante.
En la escena más importante, la penúltima escena, que paradójicamente está escondida en la esquina más oscura y alejada de la habitación, la mujer se ha quedado casi desnuda. Está de espaldas a nosotros. Su cuerpo curvilíneo es blanco y hermoso; se la ve divina y extasiada, como respuesta a algún tipo de intensa estimulación erótica.
Mi corazón se acelera. Me doy cuenta de lo que está ocurriendo. La mujer está siendo azotada.