8

Es como si nuestros labios se hubieran encontrado antes que nuestros cuerpos: el primer beso —el primero de muchos, tal vez el único beso, no lo puedo saber, no me importa— es caliente y brutal. Me agarra un mechón de pelo y tira mi cabeza hacia atrás, lo que me provoca una especie de calambre doloroso —aunque me gusta—, y su boca se hunde en la mía, cálida y salada, caliente y húmeda. Su lengua en mi boca, puro instinto, reflejo e inmediato. No pienso nada. Soy solo un beso. Soy solo un beso brillante bajo Orión.

Nuestras lenguas se exploran, el beso me estremece; me está besando más fuerte y mejor de lo que nunca me hayan besado; siento punzadas de excitación hormigueante inundándome.

Se aparta un instante y puedo ver sus grandes ojos de largas pestañas brillando bajo la luz de la farola. Está tan cerca… Puedo oler su gel de ducha y las delicadas notas de colonia y el dulce olor a sudor de verano, es él, él.

—Lo siento, X… —me dice—. No he podido evitarlo. No sé qué me haces…

—Otra vez.

Esta vez lo agarro yo y ahora somos como una pareja ebria, abrazados el uno al otro en una pista de baile maravillosa, en un crucero maldito y cabeceante, trastabillando, casi riendo, absolutamente serios, besándonos feroces. Sus labios de nuevo en los míos y esta vez, sus manos masculinas se deslizan deseosas por mi espalda.

Llevo un vestido negro de verano y el algodón es muy suave y fino. Marc me agarra el trasero, con fuerza, ardiente, lo aprieta mientras su otra mano sostiene mi cuello y nos besamos, sedientos, una y otra vez. Sus manos se deslizan por mi cintura, como un compañero de baile, haciéndome girar, balanceándome entre sus brazos, luego vuelve y hociquea mi cálido cuello con sus aún más cálidos labios. Murmurando:

—Hueles a fresas, X. A vino y a fresas.

Me libera de sus manos en mi cintura, pero entrelazando mis dedos blancos entre sus dedos oscuros. Siento surgir en mí algo más profundo que el sexo, pero también sexo, mucho sexo.

—Arriba —dice—. Ahora.

Él elige. Y yo quiero ser su elección. Me tiemblan las manos, me tiemblan las rodillas mientras intento abrir la puerta a tientas. Por fin se abre y me persigue por las escaleras, medio riendo, medio gruñendo, como un hermoso animal en mi busca, dándome caza, corriendo escaleras arriba, buscando mis risas nerviosas. Pero llego a casa y desaparezco y por un segundo, estoy sola. Entonces, suelto un grito de miedo —fingido a medias— cuando se lanza sobre mí, deseoso, una vez más, persiguiéndome por la cocina. Nos paramos frente al frigorífico mientras comienza a quitarse la camisa.

La cocina está medio a oscuras. La única luz proviene de las farolas de la calle y la luna mediterránea, iluminándonos con su plateada blancura a través de la ventana.

Se ha quitado la camisa: la luna traza, como una foto en blanco y negro, los músculos de su pecho y de su vientre, el sólido a la vez que tierno torso, el estómago firme. Su pecho es más ancho de lo que esperaba, su musculatura aún más definida, si cabe. Es más alto y fuerte que yo y siento un pequeño y delicado escalofrío de miedo, mezclado con vil deseo, deseo de él, mientras tira al suelo la camisa y se acerca aún más.

Nos besamos otra vez. Y otra más. Me pongo de puntillas para besar sus suaves labios, una vez, dos, delicados y perturbadores, enteramente sensuales. Mi lengua entra y sale de su boca ¿Qué estoy haciendo?

—Suficiente, X. La cama.

Me levanta, repentina y fácilmente, como un novio que toma en brazos a la novia para cruzar el umbral. Me lleva a la habitación y me lanza sobre la cama, y las lamas crujen como si fueran a romperse. Y me importa un bledo.

Marc Roscarrick se cierne sobre mí, con el pecho desnudo; una sombra alta y oscura que surge de las alturas.

—Quédate así, exactamente así.

Estoy tumbada sobre la cama, con los brazos por encima de la cabeza, pero no puedo quedarme así: lo deseo demasiado. Así que me quito las sandalias con los pies y, cuando me quedo descalza, coge mi delgado tobillo y besa el puente de mi pie, blanco; me besa ahí, con pequeños mordisquitos de deseo. Es una sensación maravillosa. Oleadas de cálida excitación me inundan, otra vez. Pero entonces deja caer mi tobillo y se queda quieto por un instante insoportable, un momento embriagador, y me mira a media luz.

—¿Quieres que me ponga algo?

El momento se detiene. ¿Quiero? ¿Quiero que se ponga un condón?

Por todos los santos ¡no! No quiero que se ponga nada. Lo quiero desnudo, desnudo como yo y desnudo dentro de mí. Toda mi vida, toda mi sensata y responsable vida de estudiosa hija buena, le he pedido a los hombres, a los pocos hombres con los que me he acostado, que se pusieran algo. Pero esta vez no me importa, esta vez quiero ser conscientemente descuidada. Estoy tomando la píldora, eso será suficiente, y ahora, ¡al lío!

—Solo fóllame.

De nuevo, se abate sobre mí. Como un depredador. Como algo no del todo humano, aunque hermosamente humano; besa con ardor mi cuello mientras aspira mi esencia.

—Te quiero desnuda.

Le miro. Le ha entrado un arrebato furioso que no termino de entender.

—Te quiero ver entera…

Durante unos segundos se pelea con los botones de mi espalda; me levanto apoyándome sobre un codo, para ayudarlo, pero él se ríe —o tal vez sea un gruñido— y lo rasga, sencillamente lo arranca de mi cuerpo ya medio desnudo y lanza los jirones al otro lado de la habitación. Protesto en vano en la oscuridad, mirándolo a los ojos:

—Pero, mi vestido…

—Te compraré otro —brama—. Te compraré centenares de putos vestidos.

Entonces, mete la mano por detrás, me desabrocha el sujetador y también lo lanza por ahí. Mira mis senos pálidos con dulce ansia, y los besa, con frialdad, pero con ardor, el pecho izquierdo y luego el derecho. Con cuidado experto, sus dedos juegan con mis pezones, los muerde jugueteando, mordisqueando primero uno, luego el otro. Mis pezones están duros y sus caricias los endurecen aún más.

El deseo de que me toque ahí abajo y me tome es arrollador. Se está abriendo un espacio, húmedo, esperanzado; muevo mis caderas hacia las suyas y entiende lo que quiero. Va sembrando besos hasta mi vientre pálido, hasta mi ombligo; es como una oscura marea que se aleja, que se desvanece por mi cuerpo, lamida por la arena.

Noto como me baja las bragas por los muslos; mis pies descalzos se estremecen al tacto del algodón, luego para y su dulce boca se posa en mi sexo, en mi deseo, en mi coño, en mi vulva.

Mi humedad se mezcla con sus labios mojados, sus manos en mis caderas desnudas, y me besa y me mordisquea, me penetra con la lengua y entonces, sí. Con destreza, su lengua dura y suave encuentra mi clítoris, y lo lame con dulzura y rapidez, como una llama parpadeante, como el delicado toque de una pluma. Se me acelera el corazón, todo mi cuerpo se estremece, el delicioso cosquilleo de este placer me hace temblar, de los pies a la cabeza, mientras me lame y con suavidad me muerde el clítoris. Y entonces todo resplandece como un destello color rosa, y las palabras salen de mi boca desbordadas:

—Oh Dios, Marc, oh Dios.

—Carissima.

Levanta su hermoso rostro

—Marc, por favor, no pares.

¿Quién ha dicho eso? ¿He sido yo? ¿Otra persona? He sido yo. Soy yo. De nuevo pasa la lengua por mi clítoris, ávida y fiera, pero tierna también. Entonces se vuelve y lame el suave y tembloroso interior de mis muslos, lo hociquea, mientras gimo solo un poquito, moviéndome de derecha a izquierda en la oscuridad, exhalando mi excitación. Indefensa, temblando y adorada.

Porque sigue lamiéndome ahí. Justo entre mis muslos, donde mi placer se encuentra con su deseo. Murmuro su nombre en la oscuridad mientras paso mis dedos por su pelo suave y rizado, su oscuro, dulce, enmarañado pelo; entonces presiono con ansia su cabeza contra mi sexo, hacia el clímax, hacia mi clímax. ¿De veras voy a llegar al clímax?

Oh-dios-sí, oh-cielo-santo-sí. Y ocurre: mientras me lame, me chupa y me hociquea el clítoris palpitante, por fin me abandono, me derrumbo, caigo. Dichosa. Un viaje al lugar del que no puedo volver.

Los temblores se han vuelto sacudidas, se han transformado en desventurados estremecimientos, una especie de espasmo, delicioso e implacable, y tengo que morderme los puños para no gritar de gozo, cuando la explosión de profundo, crudo e imparable placer brota en mi interior, como fuegos artificiales, rojo encendido dentro de mí, en lo más profundo de mis muslos y me sube por todo el cuerpo.

Oh-dios, oh-dios-mío, oh-diooosss. Esa oleada que me recorre arriba y abajo, por mis muslos, por mis venas. Y entonces llega la réplica, el indefenso estremecimiento, el deleite de mi piel erizada. El latido seco de la liberación.

—Ha sido… ha sido… —Casi no puedo ni hablar. Lo miro, su hermosa cara morena, su hirsuta mandíbula entre mis muslos aún temblorosos—. La primera… la prrr… la… Dios mío… jod…

Está sonriendo, o algo por el estilo, no sabría decir, pero le oigo hablar bajito, mientras acerca su cara hasta besar mi vientre, mientras sus manos separan aún más mis muslos.

—Sei un cervo, un cervo bianco.

Se está quitando los vaqueros.

—Alexandra.

Estoy en la cama, indefensa y expuesta, con una media sonrisa de placer, todo humedad y deseo. Salvaje; estoy dispuesta a dejar que me haga lo que quiera. Lo que más le guste. Que me devaste, que me fuerce y que me vuelva loca. Pero también lo quiero dentro de mí.

Y lo sabe.

—Alex.

—Dime.

—¿Estás segura? ¿Estás convencida, cara mia?

—Estoy segura, Marc. Soy tuya. Toda yo.

Claro que estoy convencida. Vaya si lo estoy. Tengo hambre de él. Le veo quitarse los zapatos y los calcetines a media luz y quedarse ahí de pie, como un guerrero descalzo, hermoso y griego, noble y heroico. Entonces se baja los vaqueros y ahí está —Dios mío, está ahí— erecta y gruesa y dura y dispuesta. Y antes de que me pueda dar cuenta, se está deslizando en mi humedad, conduciéndose por mi interior, grande y poderoso. Casi brutal.

Es una sensación inexplicable. Encajamos, encajamos a la perfección; como si estuviera hecho para estar dentro de mí, hecho para estar sobre mí el resto de mi vida, hecho para follarme. Mis muslos se rinden a sus muslos, mi fuerza sucumbe ante su fuerza aún mayor, como en una especie de lucha o en el más sublime de los bailes. Pero esto no es bailar: esto es follar. Me está follando. Poderoso y dulce. Quiero besarlo mientras me folla. Así que levanto los brazos para atraerlo hacia mí, para besarle la cara, hermosa y seria a la luz de la luna. Él se deja atraer y nos besamos, nuestras lenguas en un dulce combate, su virilidad dentro de mí.

—Me gusta tenerte dentro.

—Me gusta follarte.

Nos seguimos besando. Esta vez, le muerdo los labios con suavidad. Me responde con un mordisquito en el cuello, un poco más fuerte, y yo me elevo mientras empuja, una y otra vez y una vez más.

—Espera, espera. Quiero follarte por detrás.

Me levanta con destreza —como a una bailarina de ballet, una bailarina desnuda en sus manos— y me da la vuelta con un movimiento diestro. No sé qué me ha hecho —¿cómo ha hecho eso?—, pero estoy boca abajo en la cama con la mejilla contra la almohada y separa mis muslos ansioso; los abre para que reciban su deseo, mientras vuelve a zambullirse en mí, más fuerte, experto, empujando, todo su peso sobre mí, su pecho en mi espalda. Me encanta.

Me encanta sentir la sensación de su cuerpo encima, casi aplastándome, mientras empuja una vez y otra vez y otra más. Dios mío. Por-dios-santo. Gimiendo, suspirando. Vuelvo la cara en la almohada para poder verlo. Está serio y sombrío. Con una sonrisa airada.

—Mi chica preciosa.

—Más fuerte.

Me toma por completo, resollando: un empellón más, profundo y lento. Lo miro mientras me posee. Entonces desliza su mano derecha por mi pelvis y noto como busca mi clítoris mientras me folla por detrás.

Dios no, dios mío, sí. Indefensa y temblorosa, vuelvo la cara hacia la almohada y ahogo un grito cuando sus dedos encuentran mi clítoris y lo presionan dulcemente, tocando, golpeando, frotando mi clítoris mientras me sigue follando. Entonces mi placer llega a un segundo crescendo, a una segunda cadenza a un nuevo clímax: sentir sus dedos y su polla follándome a la vez es, sencillamente, demasiado.

Sí.

Sí-sí-sí.

Este orgasmo es más agudo y profundo, es muy distinto, más animal, desenfrenado. Y no sé de dónde me sale, me oigo gritando contra la almohada, reprimiendo mis palabras, mordiendo la funda, ahogándome en mi propio placer.

—Yo nunca, nunca…

Me agarro a las sábanas, se me erizan los dedos de los pies, me dejo ir. He sido conquistada. E incluso con mi orgasmo creciendo, estremeciéndome, amainando y convirtiéndose en una especie de latido que se desvanece, noto como él está a punto de llegar.

—Córrete dentro de mí, Marc. Por favor, córrete dentro.

No hacía falta que se lo pidiera; él no necesita que le digan las cosas. Marc me aprieta la cara contra la almohada; presiona mi cuello entre sus dedos, casi hasta ahogarme. Entonces su cuerpo tiembla y se estremece, derritiéndose dentro de mí. Marc se está corriendo, temblando como un cuchillo clavado en la madera. Entonces, llega la réplica de mi propio orgasmo cuando se estremece jadeante y me habla en su oscuro italiano.

Y por fin le oigo suspirar, con angustia y alivio. Se deja caer sobre mi espalda hasta rodar a mi lado, el ahínco sofocado, sus tersos músculos relajados. Y yo aquí lloriqueando en la almohada. De hecho, estoy gimoteando. Estoy sollozando. Estoy llorando desconsolada por haber tenido que esperar toda mi vida para sentir algo tan bueno.