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—Sigo sin entender por qué.

—Así que no hemos llegado demasiado lejos.

—Qué raro todo. Muy raro. Te invita a comer y te dice que te adora y que eres la mujer más hermosa del mundo desde Helena de Troya, si no un poco más… y luego te suelta: pero lo nuestro no puede ser por culpa de algún oscuro, terrible y solemne misterio… Después te acompaña a casa y ¿ya está?

—Bueno, me ha ofrecido un coche con chófer para que pueda salir a ver Nápoles sin meterme… en problemas.

Jessica asiente.

Continúo:

—¿Por qué lo habrá hecho, Jess? ¿Por qué…?

—Déjame pensar. Necesito nicotina para poder pensar.

Coge un cigarrillo y lo enciende, exhalando el humo azul sobre los restos de su pizza margherita. De pronto dice:

—A lo mejor es un camorrista importante de verdad y no quiere que se sepa su secreto. Un poco de pinta de cabrón peligroso sí que tiene. —Ahoga una risita—. Tal vez sea otra cosa. Quizá tenga herpes.

¿Noto acaso cierta acidez rastrera en su voz? Es mi mejor amiga y no quiero que se ponga celosa o se enfade por lo que le he contado; al contrario, su reacción ha sido de buen humor, cínica y adornada de divertido sarcasmo, típico de Jessica. Perfecto, vamos. Ella es lo que necesito para mantener mi estabilidad. Si no, podría volverme tarumba.

—Siguiendo con el tema. —Exhala un anillo de humo por la boca—. Quizá es algo que tiene que ver con su mujer. Con su muerte.

Llevamos toda la noche hablando de él en esta pequeña pizzería en el puerto. Jessica me está dando el gusto de explayarnos en esta conversación, y se lo agradezco. Pero, a cambio, ella elegía el sitio.

La pizzería se abre a la brisa salobre de la noche; estamos sentadas fuera, pero podemos ver lo que ocurre dentro, unos grandullones con horrendos cortes de pelo beben chupitos de grappa en el bar. Se los beben de un trago, fanfarroneando, y luego se vuelven, mirando en derredor, como esperando un aplauso. Algunos tienen cicatrices en los brazos: marcas de quemaduras y de cortes.

A Jessica le encantan este tipo de sitios. Dice que tienen alma de verdad, de autenticidad. Algunas veces yo también lo creo, otras no. Ahora mismo, no me importa demasiado. Estoy cercana a la desolación y me siento en el Vecindario de la Infelicidad.

Marc Roscarrick siente lo mismo que yo, pero ¿no puede permitirse a sí mismo de ninguna de las maneras estar conmigo?

Pero me ha puesto un coche, y un chófer, Giuseppe. ¿Por qué haría algo así si no quiere que esto vaya más allá?

Miro a Jessica a través de la mesa cubierta de servilletas arrugadas.

—¿Crees que estoy haciendo el tonto, Jess? ¿Piensas que debería olvidarme de él?

Me devuelve la mirada.

—Sí.

Me siento un poco decepcionada, aunque sé que tiene razón.

—Ahora bien… —añade, apagando su cigarrillo con deleite. Sus palabras surgen ahumadas en el cálido aire nocturno—: Sé que no lo vas a hacer.

—¿Cómo dices?

—No puedes olvidarlo, ¿verdad? Las cosas han llegado demasiado lejos.

Su voz suena extrañamente cariñosa. La expresión de su cara es de comprensión y sagacidad. A menudo me pregunto si puede ver dentro de mí mucho más de lo que puedo ver yo misma.

—¿Qué quieres decir?

—¡Venga, X! Te estás enamorando de él. Nunca te había visto así, todo negatividad y negrura… En plan Catherine y Heathcliff.

—Pero…

—Esto no es como el matemático con los náuticos, ¿no? Esto es amor verdadero. Prácticamente estás llorando a mares por una comida. O sea. Piénsalo.

Sus manos cruzan la mesa y toman mis manos; y eso me recuerda como me tocó él en la comida.

—Mira, tú querías vivir una aventura, querías correr riesgos, viniste a Italia en busca de algo nuevo y excitante, pues vale, ya lo has encontrado. Puede que te rompa el corazón, pero también puede que le rompas el suyo.

—Pero ¿qué pasa si está metido en… «algo»?

—Pues si lo está, apáñatelas. Esas cosas van incluidas en el precio. Cuando vayas a Roma, duerme con romanos.

—¿Es un dicho?

—No. —Se ríe a mandíbula batiente—. Pero es cierto. Además, diré algo en favor de la Mafia: mantiene lejos a los jodidos turistas. Nápoles es la última ciudad italiana real, la última ciudad no infestada de gordos extranjeros haciendo fotos.

—Pero si él, yo… no puedo. Ya sabes.

Inútil. Esto es inútil. Y no lleva a ninguna parte. Ya me he hartado de Marc Roscarrick. ¿Qué puedo hacer?

Echo de nuevo un vistazo al bar. Lo más probable es que la mitad de esos hombres sean camorristi. Por supuesto, parecen simples estibadores y descargadores de puerto, corpulentos y tatuados. Pero casi seguro que se pasan el día estafando en los beneficios, modificando etiquetados, pasando contrabando y enviando regalos a las esposas de los aduaneros. A lo mejor, de vez en cuando, se ponen un poco violentos en algún callejón trasero en Porta di Capua y le meten una paliza a alguno de otro bando.

Sí, estoy convencida de que lo hacen.

Y también estoy convencida de que Marc no es como estos hombres. Es divertido y agudo y señorial e inteligente y tiene esa noble gentileza, ¿o es solo su carísima educación británica y su exclusiva cuna europea? Quizá todo sea una fachada; tal vez solo sea otro enmascarado en el baile de disfraces de la vida napolitana.

Y luego está lo de cómo golpeó a mi atacante. No puedo hacer como si nada. El puñetazo certero, la súbita explosión de violencia profesional, como si estuviera usando un arma letal que supiera exactamente como manejar.

La sangre en sus nudillos mientras conducía. Su piel oscura, los dientes blancos, el depredador. Cómo se acobardaron los yonquis en cuanto lo vieron.

—¿Hola?

Jessica agita la mano delante de mi cara. Como si me hubiera quedado ciega.

—Perdona.

—Déjame adivinar. ¿Estabas pensando en los números de la lotería? ¿En el precio de la polenta?

—Él no quiere verme, así que todo lo demás no tiene sentido.

—¿Seguro?

—Lo dejó bien claro, puede que… sienta algo… pero no podemos estar juntos.

—¡Bah! —Jessica hace a un lado mis palabras quejumbrosas. Busca al camarero y le pide la cuenta—. No me lo creo, cielo. Es evidente que quiere verte, solo que hay algún que otro problemilla. Pero el deseo sexual a estas alturas tiene sus propias normas. Cuando esto ocurre, cuando el verdadero amor te ataca, nada puede pararlo. Créeme. —Sonríe en la oscuridad—. Volverá.

Deseo tanto que sea verdad. Pero me da miedo que lo sea. Necesito que lo sea. Quiero volver a casa de una vez por todas: apartarme del peligro y del dolor.

Jessica paga la cuenta y nos levantamos, ignorando las atentas miradas de los corpulentos bebedores. Nos vamos caminando por el paseo marítimo de Nápoles hasta Santa Lucia. La luna sobre Capri luce pálida y perezosa; como una viuda norteña de blanco rostro cubierta por los oscuros velos del sur. Mantillas. De pronto, todo se vuelve muy triste. Los parlanchines italianos congregados en grupo y las familias de paseo ya no me animan. Esto es estúpido. Quiero llorar. ¿Qué me está pasando? Lo que siento es completamente exagerado e injustificado y, sin embargo, es tan real. Me siento herida, soy una idiota, me siento dolida, me compadezco de mí misma. Estoy delante de Marcus Roscarrick.

Marcus Roscarrick.

Está ahí delante de mí, bajo la luz de la luna y de las farolas frente a la puerta de mi casa. Está apoyado en su coche, su Mercedes azul plateado, completamente solo. Lleva unos vaqueros y una sencilla camisa oscura. Está mirando hacia el bulevar, hacia el pedacito de mar iluminado por las estrellas; parece distraído, alto, solitario, sombrío, muy pensativo. Las luces de la noche esculpen su bien delineado rostro. Parece más joven y triste que nunca antes. Y más masculino.

—¿Lo ves? —dice Jessica—. Te lo dije.

Alertado por la voz de Jessica, Marc se da la vuelta y me mira. Tengo la boca abierta, pero no logro articular palabra. Siento como si me hubiera atrapado un foco sobre el escenario y toda la platea de la ciudad estuviera viendo la función. Todo lo demás cede paso al silencio.

—Me voy a tomar algo… —dice Jessica y me sonríe con intención.

Luego desaparece en la ciudad, dejándonos a él y a mí. Las únicas dos personas en Campania. Solos él y yo y la constelación de Orión, que brilla sobre Sorrento y Capri.

Puedo ver por su media sonrisa, oscura, triste, rota, que algo ha cambiado, algo ha cambiado irrevocablemente entre nosotros.

Se acerca hacia mí. Pero yo ya corro hacia él.