6

No. Retiro la mano como si me hubiera escaldado. ¿Por qué correr el riesgo? No me fío de mis deseos. Todavía sigo temblando por el ataque.

Señalo la sangre de mi vestido.

—Quiero volver a mi apartamento.

—Claro. Por supuesto. —Asiente atento—. Querrás cambiarte. Ven, X. Tengo el coche aparcado en via Speranzella, a unos cien metros de aquí.

No sé que me esperaba —un Maserati, un Bentley, un coche de caballos con lacayos con librea—, pero el coche de Marc es un sencillo, aunque bastante caro, Mercedes deportivo. Sutil, chic, rápido, nuevo, de color azul oscuro plateado. Un coche pequeño y lujoso ideal para callejuelas estrechas y sucias.

Me siento en el asiento del copiloto. El coche huele como él: limpio y sofisticado, y también a esa indescifrable y celestial esencia de gel de ducha, esa colonia antigua. Y a asientos de cuero. El paseo hasta Santa Lucia dura solo unos minutos, de las barriadas a los bulevares, pasando por los pequeños bassi —las viviendas tipo celda de los pobres— hasta los edificios neoclásicos de la nueva Nápoles.

Apenas hablamos durante el trayecto. No sé qué decir. Me siento demasiado desconfiada, demasiado molesta. Y demasiado atraída por Marc Roscarrick. Mis sentimientos son engañosos; me pregunto si no me estará traicionando mi propia sexualidad. Para ya, X. Es solo un hombre.

Pero un hombre despiadadamente sexy.

Mientras navega por entre la locura del tráfico de Nápoles, conduciendo con calma entre los Fiat Cinquecento, Marc se mira la sangre de los nudillos. Y se ríe entre dientes. Solo un momento. «Joder, parezco un boxeador después de seis asaltos. No fue mi intención golpearlo tan fuerte».

Sus palabras dan vía libre a las mías. Una descarga de preguntas.

—¿Quién era ese tío? ¿Quiénes eran?

—Como dicen las mujeres de aquí: «Si buca sai, renzo si buca».

—¿Qué?

—Bucarsi —Mueve la cabeza, pero sin sonreír—. Literalmente quiere decir «agujerearse».

—O sea, yonquis.

—Sí.

Al menos eso sí que lo capté. Adictos a la heroína. En busca de un chute y de paso de algo más. No sé qué pensar sobre ellos. ¿Odio o compasión? Siento ambas cosas.

—¿Qué les ocurrirá… a los yonquis? ¿Quiénes eran esos tíos que me ayudaron?

—Amigos y asistentes. Giuseppe fue el primero en llegar. Mi mano derecha.

—¿Y qué les harán tus asistentes?

Marc se encoge de hombros mientras conduce.

—No te preocupes. Mis confreri no van a matar a nadie. Solo les meterán el miedo en el cuerpo.

—¿Y luego? ¿Les llevarás a la policía?

—¿Los carabinieri? —Marc vuelve a mover la cabeza. Su voz está teñida de desprecio—: ¿Para qué? Tendrían que construir cárceles desde aquí hasta Palermo para encerrarlos a todos. Y, de todos modos, la mitad de los polis están comprados.

Da un giro brusco a la izquierda y baja por mi calle. Sigue hablando mientras aparca.

—No. Los dejaremos ir, después de darles una lección. No creo que vuelvan a asaltar a ninguna mujer en un tiempo. —Suspira—. A la gente a la que realmente quiero meter en la cárcel es a esos hijos de puta que enganchan a esos gusanos a la heroína. La Camorra. La ‘Ndrangheta. —Su hermoso rostro contraído por la ira, casi asusta, y se vuelve hacia mí—. Los odio, X. Lo envenenan todo. Esta ciudad debería ser tan hermosa y, sin embargo, es a menudo demasiado fea. Mira lo que te ha pasado. —Gira la llave. Apaga el motor—. Hemos llegado a tu casa. Esperaré en el coche.

—¿Esperar?

—Quiero invitarte a comer.

—Pero…

—Bueno, eso si te sientes capaz. Porque quiero darte una explicación y quiero hacerlo de un modo civilizado. —Su hirsuta mandíbula se mantiene firme—. Y, tal vez, no deberías quedarte sola, Alexandra.

Me quedo callada, desconcertada. Siento que necesito comer y aún deseo más beber algo de alcohol para borrar de mi cabeza las imágenes del asalto. Quizá Marc tenga razón y no quiera quedarme sola.

—Sí… —le contesto—. Vale, sí, pero…

—Tómate el tiempo que necesites.

Salgo del coche, me lanzo escaleras arriba y me doy una ducha rápida para limpiarme la suciedad de las mugrientas manos que me agarraban, intentando borrar de mi memoria todos los recuerdos de esta mañana. Luego me pongo el último de mis vestidos de Zara aún sin estrenar: azul marino, con el típico bordado inglés. Siento necesidad de algo suave, de algo bonito. Y después, durante diez o quince minutos, me quedo ahí de pie. En silencio, meditabunda, apesadumbrada. Intentando apartar de mis pensamientos lo que ha ocurrido.

Y parece que lo estoy consiguiendo. Un momento después ya he vuelto al coche de Marc, aunque solo conducimos unos cientos de metros, luego Marc detiene el coche y nos bajamos. Hemos aparcado en el paseo marítimo cerca de un pequeño puente que conduce al Castel dell’Ovo.

He visto muchas veces este muelle de piedra, con el castillo abriéndose paso en el mar. Y también he leído sobre su historia: fue construido donde según cuenta la leyenda, una sirena fue arrastrada hasta la solitaria costa mediterránea, y así se fundó la ciudad, la nueva ciudad de los sibaritas griegos, Neo-Polis. Ciudad Nueva. Nápoles.

Pero esta es mi primera visita a la «isla».

Marc me abre la puerta del coche, como un chófer, y caminamos a través del largo puente de piedra hasta el castillo, guardado por una verja de hierro. Y torcemos a la izquierda.

Cual no será mi sorpresa cuando me encuentro frente a una hilera de alegres restaurantes al aire libre, construidos al abrigo de las murallas del castillo, resguardados bajo toldos azules y blancos, y mirando hacia a la bahía de Nápoles.

Nos acercamos a una mesa en el primer restaurante que encontramos. Una camarera recibe a Marc con una gran sonrisa, mientras que otra me ofrece una silla en una mesa bajo una sombrilla. Me siento.

—Signorina, buongiorno, e signor Roscarrick!

Resulta evidente que a Marc lo conocen bien aquí. Su llegada ha provocado un ligero aunque perceptible revuelo entre el resto de los comensales, pero sobre todo entre el personal. Me pregunto a cuántas otras mujeres jóvenes ha acompañado a esta mesa, bajo este sol italiano, mecidas por esta misma dulce y refrescante brisa marina.

Me da igual. Mientras mordisqueo un grissino, un palito de pan. Echo un vistazo alrededor y suspiro; siento cómo el espanto de las últimas horas empieza a diluirse.

Porque, si hay un lugar que pueda aliviar las preocupaciones, es este. La vista es tan hermosa: la imponente bahía barre con caballeresca generosidad desde el antiguo y rutilante centro de Nápoles, pasando por la melancólica altura del Vesubio, hasta bajar hacia los acantilados y las playas de Vico y Sorrento. Banderas de Italia que ondean en el apacible viento, yates que navegan las prósperas aguas azules, elegantes poliziotti en veloces fuerabordas que rasgan el mar dejando tras de sí exuberantes olas en forma de V. Perfecta representación de la felicidad mediterránea.

—Es muy hermoso —comento en voz alta.

—¿Te gusta? —Marc parece realmente complacido. Su blanquísima sonrisa encaja a la perfección en la escena. ¿El mar? En orden. ¿El sol? En orden. ¿El tío guapo? En orden. Todo correcto y en orden. Hmmm.

—Parece que la camarera te conoce. Supongo que vienes mucho por aquí.

Mi pregunta es innecesariamente suspicaz. Me reprendo yo sola por mi falta de tacto. No obstante, Marc me contesta con mucha gracia, como no podía ser de otra manera.

—Conozco a la propietaria, la señora Manfredi. Su marido era policía. La Camorra… lo mató. —Mueve la cabeza mientras echa un vistazo al menú, aunque apuesto lo que sea a que ya sabe lo que pone.

Intenta ocultar sus emociones. Hace una pausa y su expresión cambia y se ilumina.

—La ayudé a montar esto con un pequeño préstamo. A cambio, me prometió servir todos mis platos favoritos. Y mis propios vinos. Mira. —Se acerca un poco y señala algo en la carta—. ¿Ves esto?

Intento leer lo que pone. Pero me resulta muy difícil.

—Pesci ang… basilic… —Me rindo—. Esto…¿algún tipo de pescado?

Asiente.

—Sí, una especie de pescado. Rape sobre risotto de albahaca, con espuma de langosta. Delicioso. ¿Te apetece probarlo?

Lo miro. Me mira.

Me quito las sandalias debajo de la mesa, me acomodo en la silla, me saco de la cabeza todos los problemas e intento centrarme en este momento. Únicamente en este momento.

—Venga, vale. ¿Por qué no? Tú eliges, Marc. Va, elige tú por mí.

Asiente de nuevo, solo insinuando su sonrisa, solo un atisbo.

—Vale.

Le devuelvo la sonrisa. Descalza bajo el sol, parece que los intentos por relajarme están dando sus frutos; se extiende por mi interior como una droga: anestesiándome contra el dolor de esta mañana. Nos rodean felices familias italianas, comiendo y charlando, entre perfume de limones y olor de buena comida y el destelleante mar, que todo lo impregna y lo refresca.

—¿Te apetece un poco de vino? Si me permites hacer una sugerencia…

—Tienes mi permiso. Sobre todo, Marcus Roscarrick, porque pagas tú.

¿De dónde ha salido eso? A lo mejor el peligro me ha envalentonado y me ha vuelto insinuante. Se ríe, de todos modos.

—Buena observación. Vale, tomaremos un vino del Alto Adige, ¿lo conoces?

—No.

—Está al norte de Italia, la zona más alejada, al sur del Tirol. Allí hablan alemán. Tal vez algún día… —Me mira y mueve la cabeza, como para corregirse a sí mismo—: Los vinos de allí son sencillamente brillantes, pero poco conocidos fuera de la región. Mi familia tiene allí varias posesiones allí, viñedos y un Schloss, o sea, un castillo.

—Por supuesto —le contesto con una media sonrisa—. ¿Quién no tiene un Schloss? Yo misma tuve uno, pero me terminé aburriendo. Los Schloss eran lo más el año pasado. Ahora quiero un palacio.

—Así que te estás burlando de mí.

—Eres multimillonario. El primer multimillonario que conozco en mi vida.

—No estoy seguro de si eso debo tomármelo como un cumplido, X.

—¿Qué se siente teniendo tanto dinero?

Le doy un mordisco a un palito de pan. Sonríe ante mi audacia. Hay una bandera de la Unión Europea ondeando a su espalda, azul brillante bajo el sol costero.

—No tener que preocuparse por el dinero es como no tenerse que preocupar por qué tiempo hace. —Se encoge de hombros—. Es una enorme ventaja. Y soy consciente de la suerte que tengo. Aunque también he tenido que trabajar mucho para lograr tener una fortuna de verdad, y la riqueza trae consigo sus propias esclavitudes.

—¿Como cuáles? ¿Demasiados aviones privados? ¿Un número incalculable de hermosas mujeres deseando acostarse contigo?

—No es eso. —La mirada de sus chispeantes ojos se cruza con la mía—. Es que la vida se vuelve, digamos… un poco más complicada. Por ejemplo, pongamos que te compras una villa en la Toscana. Entonces tienes que pagar a alguien para que cuide de la casa, porque tú casi no pasas tiempo allí. Y entonces tienes que pagar a alguien para que proteja al tío que te está cuidando la casa. Y además tienes que pagar a alguien que vigile al tipo que protege al tío que… vamos, un coñazo. —Se calla un instante. De nuevo esa risita suya por lo bajo, tan lánguida y contagiosa—. No espero comprensión.

—No la vas a encontrar.

Llega la comida. Tiene un aspecto extraño pero bonito a la vez: trozos de pescado blanco con toques de espuma rosada de langosta con una especie de velo translúcido de caviar rosa pálido; y todo ello sobre una isla de risotto verde: arroz teñido de albahaca.

Lo pruebo.

—¡Dios Santo!

—¿Te gusta?

—Es como… —Intento encontrar las palabras—: Está delicioso. Lo más delicioso que haya comido nunca.

—¡Estupendo!

Me sonríe con una sonrisa amplia y deslumbrante. Mientras descubro la oscura V de su pecho desnudo por entre el cuello abierto de su camisa. Pelitos negros, ligeramente dorado, por el sol a lo mejor. Acerca su elegante mano a la champanera de plata donde descansa inclinada una botella de vino.

—Y ahora viene el Gewürztraminer. Ligeramente frío, de Tremen, en el valle de Etsch. Ahí es donde se inventó el Gewürztraminer. Marida muy bien con el ligero toque especiado de la albahaca y el rape.

Mi única experiencia anterior con el Gewürztraminer es con un vino barato alemán o con una versión aún más barata de California. Tomo un sorbo, un poco reacia, pero Marc tiene razón. Por supuesto; me apuesto lo que sea a que este hombre siempre tiene razón. El vino está delicioso. No hay rastro de ese repelente toque dulzón que me esperaba: es elaborado a la vez que seco, con un ligero rastro de perfume floral. De veras perfecto, joder.

Comemos y bebemos, la conversación se va animando, va fluyendo: le cuento historias divertidas de mi época de estudiante, sobre Jessica y yo. Bueno, no son tan divertidas, pero Marc se ríe de todas maneras y su risa parece sincera, y mientras comemos, me inunda un sentimiento de bienestar. Parece como si el pánico del callejón lo hubiera sufrido otra persona, en otro momento distinto.

El vino es chispeante, está frío y resulta muy agradable. La tarde se estira soleada ante nosotros y oigo a la gente a mi alrededor charlar alegremente en italiano, como la mejor banda sonora del mundo. Me encanta no entender ni una palabra de lo que dicen, porque su charla se vuelve dichosamente ininteligible, como un melifluo murmullo de extranjería.

Por fin, Marcus se recuesta en la silla, y ladea su preciosa cabeza, mientras me mira con curiosidad.

—X, todavía no me has preguntado nada sobre esta mañana. ¿Ya no te interesa?

Tiene razón. No le he preguntado nada. ¿Por qué?

En parte porque no quiero estropear este momento, quizá. Pero también porque mi mente está confusa sin que pueda evitarlo. Y no está confusa por lo ocurrido esta mañana, sino por mis pensamientos. Ahora mismo, en este instante, quiero hacer el amor con Marc. Quiero sentir sus manos en mi piel; sus labios en mis labios; sus manos acariciándome hasta el infinito. Nos imagino en la playa, solos, juntos. El sol sobre nosotros, Marc sobre mí…

Es más, puedo ver por el modo que Marc me mira, que quizá él también me desea. Hace un momento me levanté y me cambié a otra silla para evitar que me diera el sol, y vi como me miraba las piernas y los pies descalzos. Con pura y acuciante lujuria. Intentando no mirar, pero mirando. Y ahora me mira de nuevo.

La tensión erótica entre nosotros, el casi-nos-tocamos es delicioso a la vez que insoportable. Gloriosamente intolerable. No puede seguir así. La sequía debe acabar, tiene que volver la estación de las lluvias. Pero el sol sigue calentando.

Levanta una mano.

—Creo que necesitamos un poco más de vino.

—¿En serio?

Asiente con la cabeza.

—Sí, pero otro distinto. Uno realmente especial.

Me fijo apenas en la mesa, pero noto que han retirado los platos y los cubiertos sin que me haya dado ni cuenta. Tampoco me sorprende: Marc Roscarrick está rodeado por un halo de cosas que simplemente ocurren, como deben ocurrir, pero sin que se vea cómo.

A cambio, los platos han sido sustituidos por una nueva champanera de plata con una botella fría de vino. Marc saca la pequeña y delgada media botella; la gira en su mano y me enseña la etiqueta.

—Es moscato rosa, de Saint Laurenz, de nuevo en el Alto Adige.

Sirve un par de dedos en las pequeñas copas y me acerca la mía.

El vino parece ámbar líquido mezclado con la sangre de un santo. Solo el aroma ya es divino. Me señala la copa de vino rosa con reflejos dorados.

—Apenas producimos unos pocos cientos de botellas al año, incluso hay años en los que no tenemos producción, puesto que las condiciones climáticas tienen que ser perfette. Solo hay diez hectáreas de viñedos en el mundo en las que se cultiva esta uva.

Espero un instante antes de probarlo. Ha llegado el momento, antes de que esto vaya demasiado lejos, antes de que beba demasiado, tengo que saberlo:

—Marc, ¿cómo sabías que estaba en los Quartieri? ¿Cómo supiste que necesitaba ayuda?

La brisa hace ondear la sombrilla. Marc devuelve con cuidado la botella a la cubitera de plata y, entonces, me mira.

—La primera vez que te vi, Alexandra, en el Gambrinus… —Hace un gesto desamparado, como si estuviera perdido, como alguien a punto de confesar el más oscuro de sus secretos—… pensé que eras la mujer más hermosa que había visto jamás.

Me quedo mirándolo. En mi cabeza, me resisto a esas palabras, pero mi corazón se dispara. Salta de emoción. Lo hace. Soy una idiota. Pero lo hace. «La mujer más hermosa que había visto jamás».

Yo.

—Siento si esto suena superficial o simple, X, pero es la verdad. Quería acercarme y hablar contigo. En ese mismo instante.

Consigo articular una palabra.

—¿Y?

—Me contuve. Y en vez de acercarme, me puse a escuchar vuestra conversación. Lo siento. Luego pagué vuestras copas. No pude evitar hacer al menos eso. Y me marché antes de hacer ninguna tontería más.

—¿Por qué no hablaste conmigo?

Obvia mi pregunta.

—Entonces viniste a mi palazzo. Tuviste coraje. Resultó que no eras la chica ingenua que me había imaginado. Eras divertida e inteligente y… Bueno, también esa vez me resultó muy difícil resistirme. No soy un hombre que pueda permitirse actitudes sentimentales.

¿Qué está diciendo? Me estoy derritiendo con sus palabras. Derritiéndome. Pero no debería. Tengo que saber qué pasa con Jessica. ¿Por qué me contó que estaba interesado en Jessica? Antes de que pueda preguntárselo, continúa:

—Cuando te fuiste del palazzo, le pedí a algunos amigos (amigos, colegas, sirvientes), que te buscaran. Una vez más, lo siento. Me estaba metiendo en tus asuntos, sin tu permiso, es imperdonable. Pero me habías dado la impresión de ser… un poco inconsciente, tal vez demasiado atrevida.

—¿Ordenaste que me siguieran?

—No exactamente. ¿Que te vigilaran? Sí. Que te vigilaran está mejor. Y entonces me enteré de que estabas explorando los barrios bajos, Materdei, Scampia, lugares peligrosos, muy peligrosos, y le pedí a mi gente que fuera un poco más proactiva. Sí, en el último par de días hice que te siguieran.

No sé qué pensar de todo esto. ¿Debería sentirme paralizada, indignada, violentada? Pues no lo estoy. Me siento «protegida». «Marc Roscarrick me ha estado protegiendo». Es imposible sentirse molesta. Sigue hablando:

—Yo estaba en via Toledo cuando me llamó Giuseppe, mi hombre, y me dijo que te habías metido en un problema serio; él llegó primero, pero yo lo hice tan rápido como pude.

—Y me salvaste. Gracias.

Rechaza el cumplido con un gesto de la mano.

—Fue algo completamente egoísta por mi parte. No merezco tu agradecimiento.

—¿Egoísta? ¿Disculpa?

La brisa ha parado. La familia que estaba comiendo detrás de nosotros, se ha marchado. Crece el silencio.

—X, te salvé por mí. Te salvé, porque la sola idea de que algo malo pueda ocurrirte me pone enfermo. Como ya te habrás dado cuenta, tú eres la única que he querido desde el principio.

Tengo que preguntárselo. Ahora.

—Pero tú dijiste que Jessica

—No fue más que una mentira. Para salvarte de mí.

Sus ojos están oscurecidos de ira, de tristeza o por otro motivo.

—No lo entiendo, Marc.

Suspira y se vuelve, como si estuviera hablando consigo mismo. Mientras observa la lejana costa azul de Sorrento.

—Esto es peligroso para ti, Alexandra. Y sin embargo, veo que sigo intentándolo, a pesar de todo…

Se vuelve hacia mí, despacio, y me mira fijamente a los ojos.

—No puedo evitarlo. Hay algo en ti, no solo tu belleza, algo en ti. Lo reconocí en cuanto entraste en el palazzo. Tu valentía, tu audacia. Esa inteligencia despierta. Me sentí atraído, irremediablemente. Como una especie de fuerza de la gravedad. —Titubea por un momento y dice—: ¿Cómo es ese verso de Dante? Al final de la Comedia. ¿Cómo el amor que mueve el sol y las estrellas? Sí. «L’amor che move il sole e l’altre stelle».

Se queda callado. Yo estoy callada. ¿Qué le digo? ¿Qué siento lo mismo? ¿Algo muy parecido?

Para reprimir mis palabras, bebo un poco de vino, del moscato rosa. Es sublime: intensamente suntuoso a la vez que delicadamente rosado. Dulzura en la dulzura. Siento que este es el momento más importante de mi vida.

—También me gusta Dante —digo, un poco vacilante—. Uno de los motivos por los que vine aquí fue para aprender italiano, y así poder leer el original.

Sus ojos se iluminan con los míos.

—¿Tu fragmento favorito?

—¿De la Comedia? —Lo pienso un momento y le contesto—: Creo que en la parte del Paraíso, cuando las almas ascienden hacia Dios…

Termina las palabras en mi lugar, no sin ocultar una sonrisa de alegría:

—Como copos de nieve elevándose. Sí. También es mi parte favorita.

Nuestras miradas vuelven a encontrarse. Recita los versos en italiano fluido:

—«In su vid’io cosí l’etera addorno, farsi e fioccar di vapor triunfanti…»

Silencio de nuevo. Marc toma un sorbo de vino.

Deja la copa y sus labios rojos se mezclan con el dulce moscato rosa. Me mira a los ojos. Desliza sus manos sobre la mesa y las pone sobre las mías. Se acerca. Su tacto es electrificante; cada una de las partes de mi cuerpo quiere tocar cada parte de su cuerpo. El mundo gira a nuestro alrededor.

—Marc… —digo. Me siento constreñida y sin elección. No quiero retrasarlo más. Pocos centímetros separan nuestros labios. El mundo carece de importancia, el Universo no es nada, solo existe este momento y esta mesa en la terraza de restaurante al sol, y Marc y yo, y Marc que ladea su hermoso rostro para hundir sus labios húmedos en mi boca expectante.

—No puedo. No puedo besarte. Es demasiado peligroso. Para ti. —Ahoga un suspiro doliente—. Te deseo, X, no creo haber deseado antes nada o a nadie tanto como a ti. —Hace una pausa lenta y horrible—. Pero es imposible.