Joder. Si me defiendo podrían matarme, quizá no quieran, pero con esa navaja podrían matarme sin querer. Cómo reluce, malévola y tan larga.
El primer flacucho, con un tatuaje mal hecho y en carne viva en el cuello, como un herpes, se está acercando hacia mí. Me está acorralando, como si fuera otra rata cualquiera en un callejón napolitano.
La navaja es fálica y dura. Impotente, alzo la mirada al cielo impotente y luego miro la despiadada oscuridad del callejón más allá de los chicos. No. No hay esperanza. Ni allí, ni aquí. Ni en ninguna parte. Estoy sola.
A lo mejor podría suplicarles que me dejaran ir, podría usar mi patético italiano. Miro al jefe de la banda, le imploro.
—Per l’amore del cielo ti prego di tutto cuore.
Él se echa a reír y sus carcajadas son una especie de crujido espantoso y enfermo.
—Ah, belleza, belleza. —Se vuelve hacia sus sonrientes cómplices, y me mira de nuevo—. Sexy de la hostia. ¿No? Chica sexy.
Tal vez sea todo el inglés que sabe.
«Chica sexy de la hostia».
Mi miedo crece. Y mi furia también. Está a dos metros de mí, a dos segundos de tocarme y manosearme. Tengo la espalda contra el muro húmedo. Un muro tan oscuro, tan resguardado y frío que parece que el sol nunca lo hubiera calentado. El sol nunca ha llegado hasta las profundidades de este barrio, y menos aún a la mente de estos tíos. Otro de los chavales se sonríe y dice:
—Divirtiamoci…
La palabra quiere decir algo así como «divertirse». Parece que fueran a jugar conmigo y yo sé lo que eso significa.
Noto que me agarra una mano, le pega tirones a mi vestido, intentando arrancármelo. Lo rasgan por el hombro, con alegría e indiferencia, dejando mi sujetador a la vista. Otra mano busca mi pecho, agarra el tirante del sujetador y luego lo corta con una navaja.
Les maldigo, encogida e intentando cubrirme. Les maldigo otra vez más.
Pero ellos pasan de mí y se ríen. Están por todas partes a mi alrededor, parece que fueran cientos de ellos, manos por todas partes, tocándome el pelo, los brazos, intentando librarse de mis puños.
—¡Parad!
Empiezo a lanzar patadas, intento sacármelos de encima; me importa una mierda si estoy en inferioridad numérica y acorralada, que les jodan. No pienso dejar que me toquen. No pienso dejar que se «diviertan» conmigo.
Me retuerzo entre esos brazos, tiro con fuerza para liberarme, pero son demasiados; cuatro críos italianos larguiruchos y sonrientes. Presiento que quizá podría librarme de uno de estos yonquis de mierda —pegarle una patada en los huevos y tirarlo al suelo—, pero ¿de cuatro? Son demasiados. Me hundo entre sus manos, mientras tiran de la tela buscando mis muslos.
—No ¡Parad! ¡Parad, por favor! ¡Por favor!
Siguen riéndose, y su risa resuena en esta callejuela vacía, en este callejón de persianas bajadas y de muros que se caen a pedazos. Una mano fría me tapa la boca y silencia mis palabras. Me pregunto si debería rezar. Hace años que no rezo, pero tal vez haya llegado el momento de hacerlo. Entonces, se me ocurre una idea. ¿Mi última oportunidad? Muerdo la mano que me cubre la boca y la retiran, y entonces grito todo lo fuerte que puedo:
—Conozco a Marcus Roscarrick. Es amigo mío. Lui è mio amico!
La reacción no se hace esperar. Los chavales se quedan paralizados. Apartan las manos. El jefe, con la mirada torcida, me mira fijamente a los ojos, como para averiguar si le estoy mintiendo. Otro de ellos mueve la cabeza.
—Guappo.
Los otros asienten, sus caras feas y pálidas en la oscuridad del callejón. Grito las palabras de nuevo.
—Le conozco. ¡Roscarrick! È un buon amico!
Pero no ha funcionado. No los he convencido. O bien piensan que los estoy engañando o es que les da igual. A lo mejor Roscarrick les importa un bledo. Las risas se transforman en gruñidos. Y vuelven a por mí con renovada intensidad.
Una mano sucia me tapa de nuevo la boca; otra mano me toquetea; estoy a punto de sucumbir. Ya está, pienso, así es como ocurre, es así como te violan. Tengo la mente perdida. Cierro los ojos y me hundo en un mar de dolor y humillación…
—Lasciala sola.
¿Cómo?
Esa voz es nueva.
«Déjala en paz».
—Coniglio!
«Cobarde».
¿Quién está hablando?
Veo un puño. Vuela. A uno de los chavales lo arranca físicamente del suelo, como si hubiera tirado de él algún tipo de deidad, un gigante; lo levanta por los aires y lo lanza al suelo. El jefe de la banda se da la vuelta gritando, pero el puño lo golpea con fuerza; una vez, otra; su cara tatuada vuela de izquierda a derecha, la sangre salpica por todas partes, como tinta escarlata.
Veo una cara oscura, hermosa en la penumbra del callejón. Pero ¿quién es? No es Roscarrick, ni nadie que yo conozca. Pero este hombre ha tomado cartas en el asunto. Está con amigos —jóvenes aliados— bien vestidos. Están peleándose con los niñatos; uno de los yonquis está ya por los suelos, gimiendo, pero los otros siguen resistiendo. Recompongo como puedo mi ropa y busco el modo de escapar de allí. Esto es espantoso. La pelea es bestial. Alguien va a resultar herido de un navajazo.
Y entonces, otra voz llega desde el otro lado, masculina, madura, arrogante. Todos callan.
—Cazzo! Porco demonio…
Ese sí es Roscarrick. Inconfundible. Sus dientes blancos, su cara morena, corriendo hacia nosotros. Esa ira en sus ojos perdidamente azules.
La reacción de los chavales es asombrosa. En cuanto ven a Marc, su desafiante violencia se desmorona por completo. Se miran los unos a los otros, luego a Marc, desesperados. Parecen niños, como bebés aterrorizados. Marc se acerca al jefe de la banda y le suelta un puñetazo en la cara. Solo uno, pero muy fuerte.
Y entonces sonríe.
Marc sonríe. Y su sonrisa es tan amenazadora, tanto más incluso que el puñetazo, que el crío empieza a gimotear. Está llorando, se desploma, la espalda contra la pared, la nariz sangrando abundantemente. Está aterrorizado. Aterrorizado de Marc Roscarrick. Es algo que nunca antes había visto en un hombre: el aspecto de alguien que siente que está a punto de morir.
¿De qué está tan asustado? ¿Quién es Marc Roscarrick para aterrorizar de ese modo a un niño?
Tengo demasiadas preguntas en la cabeza. Me enjugo las lágrimas de pánico, sin dejar de observarlo todo. Se llevan a los chavales a rastras, por el cuello de la camisa, como a niños de colegio que el profesor lleva a cumplir su castigo. Oigo las puertas de uno de los coches que se cierran de golpe; oigo derrapar neumáticos caros sobre el viejo pavimento. Y luego, el silencio.
Ahora estamos solo nosotros en el callejón, Marc Roscarrick y yo. Lleva un traje de lino color crema y una camisa azul. Yo llevo un vestido hecho jirones. Me siento vulnerable y desolada, pero me ha rescatado.
Me dirige una mirada fuerte: veo ira en el azul de sus ojos escrutadores, y compasión.
—¿Estás bien, X? Lo siento mucho, de verdad. Lo siento muchísimo.
—Pero… pero yo…
Ya me he revisado y no tengo heridas. Estoy bien. Solo unos cuantos moratones y algunos rasguños. Pero mi mente está dolorida, y furiosa y desconcertada. ¿Quién es este hombre que un día pasa de mí y al siguiente me rescata?
Necesito una respuesta.
—¿Cómo sabías dónde estaba? ¿Cómo? ¿Cómo supiste…?
No entiendo qué está ocurriendo.
Marc me mira de arriba abajo, pero no en plan sexual, más bien como un médico, evaluando. Tengo las rodillas rasguñadas. Me miro el abdomen y veo unas cuantas gotas de sangre sobre lo que queda de mi vestido azul. Pero esa sangre no es mía. Es sangre del chico que ordenó el asalto. El chico al que Marc golpeó con tanta frialdad.
Había tanta brutalidad. Veo a Roscarrick de otra manera. Este hombre tal vez sea un aristócrata, pero también es ¿qué? ¿Primitivo? No. Primitivo no es la palabra. Pero tampoco refinado. Recuerdo el corte en sus vaqueros de la última vez que lo vi, su piel oscura y dura; el atisbo del animal bajo el hombre civilizado. Su mera presencia aterrorizó a esos chicos.
No sé qué pensar.
—¿Quieres que te vea un médico, Alexandra?
Parece que la cabeza me está volviendo a su sitio.
—No. Estoy… bien, o eso creo. Ellos no… no llegaron muy lejos… llegaste a tiempo… pero no sé…
—¿Y la policía? ¿Quieres ir a la policía?
Estoy en un mar de dudas. Una parte de mi quiere gritar toda mi rabia desde lo alto del Vesubio. Pero, por otro lado, solo quiero olvidar todo lo que ha pasado inmediatamente y por completo. Porque, para empezar, ha sido mi propia estupidez la que me metió en todo esto. Ir paseando sola por el peor de los barrios de una ciudad desafiante, una ciudad tan conocida por sus crímenes como por su extasiante belleza, vagando sola por ahí, como una maldita estúpida, una yanqui ingenua y tonta fuera de casa.
—Deja que me piense lo de la policía. No sé.
Su sonrisa es grave, y también de arrepentimiento. Y le suelto la pregunta:
—¿Cómo…? —Tengo que saberlo—: ¿Cómo me encontraste?
Asiente, como si fuera una pregunta difícil de contestar. Y lo es.
—Lo siento, X. Entiendo que estés confusa. Desde que viniste a verme al palazzo… He estado pensando en ti.
¿Está fingiendo su sonrojo? No, no lo ha hecho. Pero por un momento, su certeza habitual ha dejado de ser tan sólida. Marc aparta este aparente embarazo con un gesto.
—Deja que te saque de aquí, que puedas asearte… ¿Puedo invitarte a comer? Por favor. Y así podré explicártelo todo.
¿Quién es Marc Roscarrick? ¿Qué está pasando?
No importa. Me da igual. Un joven guapísimo acaba de salvarme de mi propia inconsciencia y de algo peor —algo que no me importa evocar ahora mismo— y quiere ayudarme. No tengo fuerzas para resistirme. Quiero ponerme en sus manos.
—Sí —contesto—. Me gustaría irme a casa, por favor.
Se siente el silencio. Asiente, toma mi mano, se la lleva a los labios y la besa, delicadamente. El silencio flota entre nosotros. Quiero que vuelva a besarme la mano; solo que la vuelva a besar…