—¿Cuántos polis? —me pregunta Jessica.
—Unos tres. No sé, estaba… bastante «confusa».
Estamos sentadas en el suelo de su piso, es decir, puerta con puerta con el mío. El penetrante olor a esmalte de uñas flota en el aire: nos estamos haciendo una pedicura restauradora casera. Esta es la primera vez que hablamos de lo que pasó en Il Palazzo Roscarrick desde que me largué de allí hace dos días.
—Como ya te dije, hay rumores de que está «dentro». —Gesticula animadamente frente a la ventana, con la ciudad a nuestros pies—. La mitad de lo que entra por el puerto es contrabando. Y eso es a lo que se dedica, ¿no? Importación y exportación. —Asiente, contestándose a sí misma—. Pero es jodidamente difícil convertirse en un hombre de negocios de éxito en Nápoles sin algún tipo de contacto con las mafias. Todo el mundo está pringado de uno u otro modo. Hasta las palomas de via Dante parecen un poco sospechosas. Cómo te miran, como si estuvieran todo el tiempo tramando algo. ¡Dios Santo!, ¿esto piensa secarse algún día?
Coge una revista y la usa de abanico para secarse el esmalte de las uñas de los pies. Hay bolitas de algodón desperdigadas por todas partes: encima de las revistas y de los libros de bolsillo. Como siempre, el apartamento de Jessica está hecho un desastre. Cuando compartíamos habitación en Hanover su desorden me exasperaba, pero ahora que vivimos puerta con puerta, encuentro su dejadez afable, incluso encantadora. Lo mejor de todo es que esto no va a cambiar nunca. En este mundo de locos, Jessica es siempre la misma, mi mejor amiga, mi inteligente, divertida, sana y adorable amiga. Me importa un bledo si el maldito Marcus Roscarrick la desea a ella y no a mí.
A ella.
Nuestros pensamientos van a la par; Jessica levanta la mirada de sus uñas color cereza y me suelta:
—Entonces ¿de verdad dijo que yo era guapa?
No puedo reprimir una ligera punzada de celos en mi corazón, incluso aunque quiera a Jessica. Y ella no puede ocultar un destello de regocijo malicioso en sus cínicos ojos.
—Sí. De veras dijo que eras guapa… —Sonrío valerosa aunque poco convincente.
—Jessica Rushton. ¿La debilidad de un multimillonario? Será mejor que vaya a cortarme el pelo.
—¿Qué vas a hacer?
—No sé. ¿Tirármelo?
—Jess…
Suelta una risita, pero para de reír cuando se mira en el espejo apoyado contra la pared desnuda.
—En serio. Necesito un corte de pelo desesperadamente si voy a empezar a salir en las revistas de famosos. —Toma un mechón de pelo y se examina las puntas abiertas, y dice, cambiando la voz—: La hermosa Jessica Rushton nos habla de la magnífica cocina que se ha hecho tras su megamillonario divorcio de lord Roscarrick. —Mira en mi dirección—. Podemos comprarnos un Ferrari. Te compraré un Ferrari. Lo siento, preciosa, se que te gustaba mucho.
—No, para nada, no digas idioteces. Por favor, Jessica.
Esto vuelve a ser ridículo. Estoy reprimiendo las lágrimas. ¿Cómo es posible que un imbécil pueda convertirme en semejante piltrafa? Si casi no lo conozco. Fue veladamente amenazador. Y, sin embargo, me moría por él. Me moría. En ese momento. Mi alma lo reclamó y obtuvo una respuesta. O eso pensé. Ahora me siento un poco sola. Mierda.
Me pongo las sandalias y recupero mi sentido común.
—No. Estoy bien. Y estoy en Nápoles. Tengo veintidós años y una formación excelente. Avanti!
—¡Esa es mi chica! —me anima Jess.
—Voy a trabajar. He venido aquí a trabajar.
Y eso es lo que hago: trabajar.
Las dos siguientes semanas me impongo un ritmo de trabajo duro y salir poco, que resulta satisfactorio y gratificante. Por la mañana estudio en mi soleado apartamento. Estudio mucho. Soy muy buena estudiando.
En medio de los libros desperdigados, mi portátil, y cappuccini para llevar bastante malos —aunque resulte difícil de creer—, consigo ahuyentar cualquier pensamiento sobre hombres estudiando la conjugación de los verbos credere y partire y la sólida estructura del futuro semplice.
Mañana prepararás pasta puttanesca.
Domani prepari pasta alla puttanesca?
En general, esto me lleva unas dos horas.
Después de estudiar lengua, toca trabajar en la tesis. Entre las once de la mañana y hasta la una de la madrugada, borro de mi mente el recuerdo de sus ojos azul tirreno, buscando información sobre los sindicatos del crimen en Italia, sobre todo de la Camorra, aunque también me estoy interesando por la ‘Ndrangheta, la Mafia localizada en la punta de la bota de Italia, que es incluso más siniestra y misteriosa.
La ‘Ndrangheta es una organización criminal italiana, centrada en Calabria. Aunque no tan famosa como la Cosa Nostra siciliana o la Camorra napolitana, la ‘Ndrangheta es probablemente el sindicato del crimen más poderoso de Italia, a partir de los primeros años del siglo XXI…
Hay algo en la ‘Ndrangheta que me intriga. Tal vez sea el apóstrofe que precede al nombre. Como el «il» en «Il Palazzo Roscarrick».
No. Estudia. Venga, Alex, estudia.
La principal diferencia con la Mafia son sus métodos de reclutamiento. La ‘Ndrangheta recluta a sus miembros basándose en lazos de sangre. Esto convierte a las bandas casi en clanes tribales, y por lo tanto, impenetrables a la investigación policial. Los hijos de los ‘ndranghetisti están abocados a seguir los pasos de sus padres.
La pertenencia obligatoria a una banda se transmite a través de los lazos de sangre. ¿Se hereda?
Inevitablemente pienso en Roscarrick y en sus historias del noveno lord, el loco. Marc encaja en el perfil, quizá. Así que todo aquí es cuestión de sangre, la descendencia de sangre, los lazos de sangre. Todo está relacionado con todos. Y yo soy una advenediza total. Necesito saber más.
A la hora de la comida tengo la cabeza a punto de estallar, así que cambio de tarea. Cada tarde me pongo unos calcetines cortos de deportes, mis zapatillas y con un inocente vestido de verano de Zara salgo a explorar la intrincada historia de los suburbios de la Nápoles profunda. De donde proviene la fuerza de la Camorra, donde recluta a sus matones y da caza a sus enemigos.
¿Estoy siendo demasiado ingenua al vagabundear sola por estos lugares, en teoría, terribles? Nunca haría esto en Estados Unidos: ir por ahí sola sin rumbo por un mal barrio de una gran ciudad. Y sin embargo, no me siento en peligro. ¿Por qué? Tal vez sea porque estas barriadas son tan seductoras, tan encantadoras en su pobreza oscura y caótica, batidas por el sol que es difícil sentirse amenazada.
Caminar por las callejuelas estrechas, vivaces, de opereta, de Spaccanapoli o del Quartiere Spagnolo es como interpretar un pequeño papel en una película italiana dirigida por Dios. Una película llamada Italia. Todo es tan auténtico: las mujeres sentadas a la puerta de sus casas en los estrechos callejones lavando patatas en baldes, limpiando las barbas a los mejillones y cotilleando en voz alta sobre sexo; las ancianas vestidas de negro, cambiando las flores y las bombillas de los santuarios de la Virgen; los chicos, tan guapos, comiendo trozos de pizza sentados en sus Lambretta color azul cielo, echados hacia adelante para no mancharse de tomate sus carísimos pantalones; las exageradamente altas transessuali —transexuales— saltando con sus tacones sobre adoquines de lava del Vesubio mientras caminan hacia los transbordadores del puerto, en busca de citas sexuales con hombres ricos de Ischia y Capri.
Menos agradable resultan las plazas inexplicablemente silenciosas y llenas de basura del barrio Materdei, en las que hombres barrigudos, a medio afeitar y en traje de chaqueta desaparecen tras las esquinas tan pronto como me ven aparecer, dejándome sola en el inquietante y soleado silencio de la siesta, con mi vestido de Zara, mientras echo un vistazo a un póster de Diego Maradona, despegado y viejo.
Entonces, y como no podía ser de otra manera, lo impensable ocurre.
Es mi decimocuarto día de régimen trabajar-duro-y-no-pensar-en-él. Todo está yendo bien. Tengo un poco de resaca. Estoy en el Quartiere Spagnolo. Y anoche estuve bebiendo Peronis y Raffis —cervezas locales y baratas— con Jessica y un par de amigos italianos en un bar cerca de la universidad. Pasamos una noche agradable. Fue divertido. No hablamos de él y evitamos el café Gambrinus, además de otros sitios de moda megacaros donde pudiéramos encontrárnoslo.
Así que esta mañana tengo la cabeza un poco nublada. Y además, estoy bastante perdida. Acabo de meterme en un callejón sin salida, profundo, donde no hay ni un alma. Levanto la vista hacia la franja de cielo azul encajonada entre los pobres edificios. Hace mucho calor. La ropa tendida al sol ondea con la débil brisa del mediodía. Me estoy deshidratando. Me fijo en las medias chillonas y la lencería erótica roja, azul y negra que se columpian con las bocanadas de aire de la brisa. Las anárquicas y lánguidas banderas de la sexualidad.
—¡Eh!
Me doy la vuelta.
—Soldi.
—Dacci i soldi.
Cuatro chicos —no, chavales— están plantados delante de mí al final del callejón. A unos cinco metros. Son todos altos y delgados, se están acercando y quieren mi dinero. Mi italiano es lo suficientemente bueno como para haber entendido eso.
—El dinero.
Giro sobre mis talones y pierdo toda esperanza. Me había olvidado. Estoy en un callejón sin salida. Estoy en un jodido callejón sin salida, literal. Desesperada, miro hacia arriba; a lo mejor hay alguien asomado a la ventana, tomando el aire. Pero lo único que oigo es como se cierran las persianas. La gente se da media vuelta, se baten en retirada. No mires, no veas, no cuentes nada. Omertà. La ley del silencio.
—Dacci i soldi!
—¡Es que no tengo dinero!
Pero ¿qué estoy haciendo? ¿Por qué me resisto? Lo más seguro es que estos chavales sean yonquis; cuatro de entre los miles de adictos a la heroína, esclavizados por las drogas de la Camorra. Vaqueros sucios, caras macilentas, ojos inyectados en sangre… muy malas noticias. Solo quieren unos euros para poder chutarse, ¿no?
Pero es que casi no tengo dinero y encima he trabajado mucho para ganarlo. Pienso plantarles cara.
—¡No tengo dinero! Dejadme en paz.
—Porca —suelta uno de ellos con una mueca de desprecio. El más alto y flaco—. Porca Americana!
«Cerda americana».
¡A tomar por culo! Me preparo para salir corriendo por delante de ellos gritando, gritando como si me fuera la vida en ello, para escabullirme entre los chavales. Eso es lo que debo hacer. Correr y abrirme paso hasta la calle principal del Quartiere Spagnolo, donde los pescaderos, con sus botas de agua, retiran de los oscuros adoquines a manguerazos escamas plateadas y sangre de pescado, como lentejuelas sobre oleadas de agua roja.
Uno de los yonquis saca una navaja. Es una navaja larga y funesta brillante bajo el fuerte sol del sur que se cuela por la franja de este sórdido.
Sonríe.
Me doy cuenta demasiado tarde de que esto es bastante peor que un simple atraco.