Al otro lado del teléfono se hace el silencio. Me llega vagamente el barullo propio de un restaurante: camareros hablando, ruido de platos, alguien juntando cubiertos.
Al rato, una voz trémula, de anciano, me habla desde una distancia de quinientos kilómetros.
—Hola, Alexandra.
Es Enzo Paselli. Farfullo una pregunta pero no me deja acabar. Me interrumpe con una risa breve y luego dice:
—Sé por qué llama.
—¿Lo sabe?
—Sí.
Hago una pausa. Porque ahora he de hacerle la terrible pregunta.
—Enzo, se lo ruego, dígame si Marc Roscarrick está vivo.
No responde. Solo respira. Por los ventanales del aeropuerto contemplo, impotente, las bandadas de taxistas. Dos de ellos estás discutiendo con los brazos cruzados, la cabeza ladeada y el mentón hacia arriba, como Mussolini en un noticiero.
Finalmente, dice:
—Sí, creo que está vivo.
Una oleada de alivio me inunda como si fuera adrenalina.
—¿Cómo lo sabe?
No responde. Insisto.
—Enzo, ¿cómo sabe que está vivo?
—Señorita Beckmann, por favor. Ya le dije que mi trabajo consiste en saberlo todo. —Su voz se aleja. Le oigo hablar a alguien en calabrés. Está ordenando un asesinato, o pidiendo más ricotta calabrese. Entonces dice—: ¿Qué quiere que haga, Alexandra? ¿Quiere que salve a su novio?
—¡Sí! Por favor, signor Paselli. Sé que usted dirige los Misterios. Lo he descubierto. Usted, la Camorra, la ‘Ndrangheta, lo controlan todo: las iniciaciones, el ciceón, los rituales. Por eso estaba en Rhoguda. No era solo por la tregua con Marc.
Espero que mi discurso lo inquiete, que me dé cierta ventaja, pero Enzo responde tan lúcido y tranquilo como siempre:
—Alexandra, sabe perfectamente lo que Roscarrick hizo en el Quinto Misterio. Violó el código. La Camorra no tardará en matarlo y él lo sabe, nosotros lo sabemos. Porque así son las cosas. Está escrito y es inevitable. Lo siento.
—¡Estoy dispuesta a volver a hacer el Quinto Misterio! ¡Déjeme hacerlo! Pueden hacerme lo que quieran, Enzo, lo que quieran… —Trato de controlar las palabras. Estoy fuera de mí—. Haré lo que la Camorra me pida. Usted puede conseguirlo, es el capo di tutti capi de la ‘Ndrangheta. La Camorra no teme a nadie como a usted.
Ya está. Es mi última baza. Mi última esperanza. Mi última apuesta. Otro silencio. Los taxistas siguen discutiendo bajo el interminable sol de septiembre, el verano que nunca termina. Enzo Paselli se aclara la garganta y, con calma, dice:
—Es demasiado tarde.
—¡Por favor!
—El pecado no lo ha cometido usted, Alexandra. Usted, según me han contado, estaba dispuesta a someterse al Quinto Misterio. Fue Roscarrick quien violó el código. Es demasiado tarde.
—Pero…
Me interrumpe.
—¿Pero qué, Alexandra?
—¡Haré cualquier cosa! Cualquier cosa. Por favor… ayúdeme… ayúdeme.
Respira hondo. Le oigo hablar en un italiano autoritario con algún subalterno. Luego suspira, tose y me pregunta:
—¿Realmente estaría dispuesta a hacer cualquier cosa?
—¡Sí! SÍ. Cualquier cosa.
—Pero… —Enzo Paselli vacila. Interminablemente. Al fin dice—: Está bien, Alexandra. Va bene, va vene… Quizá haya algo que pueda hacer, algo que podría cambiar las cosas. Hay una cosa que podría transformar la situación en su beneficio, pero tendrá que ser muy valiente.
—¿Qué es?
—El Sexto Misterio. Ha de hacer el Sexto Misterio.
Veintinueve horas más tarde estoy sentada una vez más en mi apartamento. Le he dicho a mi madre que he retrasado mi vuelta unos días por «cosas». Se ha quejado y me ha interrogado, claramente preocupada, pero he esquivado sus preguntas. Jessica está igualmente perpleja, pero le he contado un cuento. Ella sabe que es un cuento, pero es lo bastante buena amiga para dejar que le mienta descaradamente y no hacer preguntas.
Como respuesta a mis mentiras me prepara una comida y me sirve una copa de vino tinto. Quiero a Jessica. Quiero a mi madre.
Pero ¿hasta qué punto quiero a Marc?
He ahí la cuestión, porque las palabras de Enzo Paselli, sus palabras de advertencia sobre el Sexto Misterio, retumban ahora en mi cabeza. «El Sexto Misterio es muy diferente de los demás. No es erótico, es peligroso. El Sexto Misterio puede matarla. Muy pocos iniciados aceptan hacer el Sexto Misterio una vez informados de los peligros. Sin embargo, solo el Sexto Misterio puede proporcionar una auténtica catábasis. La auténtica liberación».
¿Qué significa todo eso? ¿Que voy a morir? ¿Estoy dispuesta a arriesgar mi vida por salvar a Marc?
Sí.
Miro mi reloj. Son las siete de la tarde. Me levanto y salgo al balcón del apartamento que debo abandonar. El casero vendrá mañana para asegurarse de que me he ido, y mañana me habré ido. La gente de Enzo vendrá a buscarme esta noche.
El ocaso de septiembre cae deprisa sobre Nápoles, cubriéndolo todo de una neblina opaca, como el sfumato de un cuadro renacentista. Capri semeja una isla onírica en el horizonte azulado. Es una imagen oportunamente conmovedora y melancólica.
Suena el timbre del interfono. Regreso dentro y pulso el interruptor, e instantes después tres hombres jóvenes, nerviosos y atractivos, entran en mi apartamento. Prácticamente no hablan. El más joven me mira con cierta lástima —o algo peor— y me lleva amablemente abajo. Visto vaqueros y camiseta, y una cazadora de denim negro. Llevo un bolso de mano que de pronto se me antoja totalmente ridículo. Artículos de tocador. Cepillo de dientes. Barra de labios. ¿En qué estaría pensando? No me estoy yendo de fin de semana a un hotel frente a un lago.
Voy a hacer el Sexto y Último Misterio de Dionisos y Eleusis. Voy a seguir adelante con la catábasis. Pase lo que pase en las siguientes veinticuatro horas, el Sexto Misterio me cambiará para siempre. Tal vez me mate. Pero puede que salve a Marc.
Estacionada delante de mi edificio, en la via Santa Lucia, hay una furgoneta grande de color azul marino. Me ayudan a subir al asiento de atrás, el cual dispone de mantas y almohadas. Uno de los hombres me invita a tomar una pastilla.
—¿Qué es?
Habla muy poco inglés. Responde torpemente:
—Para dormir. Hace dormir.
Acepto la pastilla y la botella de agua que me tiende. Trago el comprimido y el agua al mismo tiempo y devuelvo el tapón a la botella.
—Ahora —dice el joven levantando una capucha negra que parece la capucha de un ahorcado.
Van a cubrirme la cabeza, claro. Me rindo a la oscuridad cuando la capucha se desliza por mi cabeza. No estoy incómoda. Respiro bien. De hecho, la negrura que me envuelve es, en cierto modo, reconfortante.
La furgoneta se pone en marcha; puedo notar el movimiento. En la oscuridad de la capucha también puedo oír un tráfico bullicioso, el tráfico napolitano del anochecer, bocinas de hora punta y camiones frenando, taxis, radios y scooters atronadoras, y al rato un tráfico más veloz, más sibilante. ¿Estamos en una autopista? Conforme la pastilla hace su efecto los ruidos se van apagando lentamente. Me tumbo de costado sobre una almohada grande y mullida; me duermo y sueño que Marc está atrapado bajo el hielo, golpeándolo y haciéndome señas desesperadas.
Estoy en un lago helado y Marc está bajo el agua, y yo estoy intentando salvarlo por todos los medios. Pido ayuda a un hombre que pasa, un español, pero está sangrando por la boca. Se encoge de hombros y se señala la boca antes de seguir su camino. No puedo hacer nada. Marc está agonizando bajo el hielo, hundiéndose, descendiendo hacia las profundidades azul zafiro, precipitándose por un espacio gélido e iluminado por las estrellas.
Me despierto. ¿Cuántas horas llevamos conduciendo? ¿Tres? ¿Cinco? ¿Seis? ¿Diez? Podríamos estar en cualquier lugar de Italia: desde los Alpes hasta Sicilia. Podríamos estar en Francia o en Suiza. Todavía llevo puesta la capucha. Me incorporo y a través de la tela digo:
—Tengo sed y necesito ir al lavabo.
No sé a quién estoy hablando. Noto que hay otras personas conmigo en la parte de atrás de la furgoneta.
Una voz incorpórea contesta:
—Diez minutos, debe esperar diez minutos.
No es el joven de antes. Es una voz más madura, un inglés más seguro.
Y el hombre tiene razón. Diez minutos después la furgoneta se detiene y oigo abrirse la portezuela de atrás. Me sacan, todavía encapuchada, me llevan a toda prisa por una carretera y luego tengo la sensación de estar en un edificio grande, con eco. Pero ¿dónde?
Las manos me ayudan a bajar varios tramos de escaleras; tropiezo pero me sostienen con firmeza, guiándome a izquierda y derecha y de nuevo izquierda. Intuyo pasillos viejos. Es un edificio de piedra, con aroma a antiguo. ¿Un castillo? ¿Un monasterio? ¿Dónde estoy?
Me meten bruscamente en una habitación, cierran la puerta y me quitan la capucha. Enzo Paselli está frente a mí, acompañado de una mujer joven.
Me mira a los ojos y sacude su calva cabeza, haciendo que los carrillos le tiemblen. Tiene la piel surcada de arrugas. Parece muy viejo, como la propia Italia. Se vuelve hacia la mujer y dice en inglés:
—Dale de comer y beber y luego prepárala.
Y desaparece antes de que pueda hacerle preguntas.
Me quedo a solas con la chica. Va vestida de blanco, cómo no. Me tiende una botella de agua mineral y bebo. Observa cómo sacio mi sed con una sonrisa compasiva y paciente. Aunque puede que no tan compasiva: cuando le pregunto qué van a hacerme, no responde.
Miro a mi alrededor.
Y solo entonces me percato de lo extraordinaria que es la habitación: una enorme sala de baile abovedada o un salón medieval decorado con frescos en todas sus superficies. Sin embargo, no tiene ventanas.
Los frescos parecen del Renacimiento temprano, o puede que de la Edad Media tardía: cargados de escenas alegóricas y religiosas en colores vivos y revueltos. Jesucristo con sus ángeles. Santos y Vírgenes. Estoy demasiado desconcertada para descifrarlos. El suelo está decorado con mosaicos fríos en blanco y negro. Solo hay un mueble en toda la estancia. Detrás de mí. Una enorme cama de madera con sábanas de seda y algodón.
—Sì —dice la chica. Está claro que no habla inglés.
Con gesto enérgico me tiende ropa nueva —un vestido negro de algodón muy sencillo pero nada de ropa interior— y señala la pared del fondo, donde diviso una puerta pequeña.
No tengo elección. Debo obedecer, debo completar el Sexto Misterio. Así pues, cruzo la estancia y entro en un cuarto de baño moderno, espacioso y limpio. Me desvisto y me doy una ducha rápida. Antes de ponerme el vestido me miró en el espejo: mi rostro de veintidós años, menos redondo e inocente que antes. Me siento mucho más vieja que hace cuatro meses. Puede que tenga algunas canas.
Marc Roscarrick, ¿dónde estás? ¿Estás vivo?
Reuniendo valor, me pongo el vestido, me cepillo los dientes y regreso al majestuoso salón. La chica me está esperando en medio de este espacio absurdamente amplio, empequeñecida por su inmensidad. Con una copa de metal en la mano.
—¿Ciceón? —pregunto caminando hacia ella.
Medio encoge los hombros, medio asiente, y me planta la copa en las manos.
Me bebo el contenido de un trago. Tiene un sabor mucho más amargo, mucho menos agradable. Pero lo bebo y me pregunto, ¿y ahora qué? ¿Qué van a hacerme? Sé que esta bebida narcótica actúa con rapidez, por lo que me siento en la cama y aguardo mientras la chica sale de la estancia y cierra la puerta tras de sí.
Transcurren dos o tres horas, o esa es mi sensación: no tengo manera de saber la hora. Ni reloj ni móvil. ¿Ha amanecido ya? ¿Cuánto duró el trayecto en furgoneta? Mis pensamientos se mezclan con los sueños y la droga y la tristeza y las imágenes de los frescos del techo. El Espíritu Santo descendiendo. Una paloma y un santo. La resurrección de Jesucristo. Pecadores arrepentidos llorando.
También yo derramo una o dos lágrimas. Luego me tumbo en la cama y me duermo. Sueño que un hombre entra en la habitación, me obliga a abrir las piernas y me posee.
Entonces me doy cuenta de que un hombre está follándome de verdad. Es joven y guapo. Él no está desnudo pero yo sí, y estamos en la cama de madera con sábanas de seda. El hombre está encima de mí y dentro de mí. Me está violando, pero en realidad no: yo he aceptado esto. He aceptado pasar por el Sexto Misterio. El hombre acaba. Yo estoy desnuda y él ha terminado. Se abrocha el pantalón. Se da la vuelta y se marcha. Sus pasos retumban en la vastedad del salón abovedado.
Y ya está. El ciceón me da vueltas en la cabeza.
¿Realmente ha ocurrido?
Ha ocurrido. Puede que esté delirando, pero ha ocurrido. Desesperada, busco el vestido negro pero en ese momento la sierva abre la puerta y se acerca a la cama. Me da a beber más ciceón.
Luego me introduce los dedos. ¿Para inspeccionarme? ¿Con qué fin? Luego aparecen otras dos chicas, me obligan a tumbarme y me untan con lubricante. Luego entra otro joven baldíamente guapo y me folla en silencio. Yo permanezco inerte, mirando el techo y llorando. Lloro por todo. Por el sexo. Por la chica que fui. Pero, sobre todo, por Marc.
No sé qué está ocurriendo ni por qué. He perdido la conciencia de mí misma. Las horas se convierten en un día, o en dos, o en tres. Me drogan una y otra vez, sumiéndome en un profundo sopor. Los límites entre mi persona y el mundo han desaparecido. Me estoy muriendo. Ahora entiendo por qué la gente muere en el Sexto Misterio. Una parte de mí quiere morir. He sido secuestrada y no me importa. Como fruta y pan y luego me duermo. Estoy agotada.
No sé si ha amanecido, pero horas más tarde las chicas me despiertan, me vendan los ojos y me dan más ciceón. Me levantan y me dan un baño. Después me llevan de nuevo a la cama, donde me tumbo farfullando y llorando. Y dejo de llorar. ¿Me están tocando unas mujeres?
Percibo la presencia de mujeres en la habitación, huelo su perfume. Me están lamiendo. Acariciando. Lamiéndome con insistencia. Me dan más ciceón y la droga se mezcla con el sexo, y me rindo. No puedo continuar, me han vencido. Las caricias son interminables, tiernas, absurdas.
En un momento dado tengo un orgasmo, pero es un acto reflejo, no emocional. Me corro únicamente porque mi cuerpo recibe la orden de correrse, mi mente se halla en otro lado, mi alma ha huido, no está aquí, no soy yo la que está siendo follada, masajeada y besada, es otra persona, una estúpida chica estadounidense. Alexandra Beckmann. La recuerdo vagamente.
Horas. Muchas, muchas horas. Me dan comida, que debo ingerir con los ojos vendados. Una chica me masajea la piel con aceites balsámicos. Estoy tumbada, vendada y desnuda. Entra un hombre y me obliga a chuparle, de modo que le chupo. Como un robot. Luego las chicas me llevan al cuarto de baño, donde me bañan con agua caliente, acariciándome suavemente con espuma.
Puedo oler el delicioso jabón. Me recuerda al jabón de Florencia que Marc me regaló, y rompo a llorar. Lloro desconsoladamente. Las chicas me trasladan de nuevo a la cama, me envuelven en un albornoz suave y por primera vez en lo que me parecen días, me retiran la venda de los ojos.
Después de tanto tiempo, vuelvo a ver.
Enzo Paselli está de pie en medio de la habitación. No obstante, al haber estado tanto tiempo con los ojos vendados la luz de la estancia, pese a ser tenue, me deslumbra. Hasta que mis ojos se acostumbran a ella Enzo no es más que una silueta negra, pero reconozco la forma. Pequeña y vieja, poderosa y maligna.
Me mira.
—Marc Roscarrick está muerto. —Menea la cabeza y suspira—. Lo sabías. Sabías que existía esa posibilidad. Lo siento.
Lo miro de hito en hito. Se me ha agotado la rabia. Estoy vacía. Sacudo la cabeza. Puede que realmente lo supiera. Tal vez en algún momento de las últimas veintidós horas —o las que fueran— comprendí que todo esto era un juego, un engaño, y que Marc estaba muerto.
Enzo me escudriña.
—Sabías que podía estar muerto, sabías que estabas corriendo un gran riesgo por una posibilidad muy remota. La posibilidad de salvarle era ínfima, ¿y sin embargo estuviste dispuesta a arriesgar tu vida?
Asiento. Muda. Derrotada. Marc está muerto. Naturalmente. Todo ha sido una gran mentira, una mentira que quise creer. Y ahora siento una especie de alivio. No me importa morirme. Todo ha terminado. Miro a mi alrededor. Hay más gente en la habitación. Hombres y mujeres mayores. Cual testigos. Cual miembros de un jurado, vestidos como un jurado. Me están condenando. Adelante. Todo es humo.
—Casi has completado el Sexto Misterio. Estás cerca de la catábasis. —Enzo chasquea los dedos y una sierva se acerca a mí—. Queda un último ritual. Después te soltaremos. Y serás una iniciada auténtica. Son muy pocos los que sobreviven al Sexto Misterio, por eso Marc nunca te habló de él. Quería protegerte, ahorrarte este abismo, este sufrimiento.
Ya no me quedan lágrimas. Observo cómo la gente sale en fila de la habitación, seguida de Paselli y de la sierva. Me quedo sola. Completamente sola. ¿Qué me han hecho? Finalmente han conseguido que no me importe morir. ¿Qué es la muerte? ¿Cómo era aquello? La muerte no es más que una transición. Sé que amo a Marc, lo amo profundamente, estoy dispuesta a arriesgar mi vida por él, por mi amado, y eso no pueden arrebatármelo, no pueden privarme de esta última gran verdad, de lo último que queda de Alexandra Beckmann: «Amé y fui amada».
Todo pasa, todo debe perecer, del mismo modo que todo debe nacer, pero esos no son más que los síntomas de una ilusión: el paso del tiempo. El momento en sí es atemporal. Si por un instante amaste, amaste de verdad, y fuiste amada de verdad, entonces ese amor es para siempre. Y la muerte es derrotada.
Recuerdo la capilla de Sansevero. Y el Cristo despertando. Y a Marc y a mí juntos en Venecia, felices en el palacio Ca’ D’Oro, contemplando el cuadro de Mantegna. «Nada salvo Dios perdura, el resto es humo».
Y ahora recuerdo la cita de Píndaro, y la entiendo. La entiendo del todo.
«Dichoso quien, habiendo presenciado estos ritos, toma el camino bajo la Tierra. Él conoce el final de la vida, así como su comienzo divino».
Yo he tomado el camino bajo la Tierra, y ahora conozco el fin de la vida. Y no estoy asustada. Ya no.
Al rato la puerta se abre y la chica del vestido blanco se acerca con ropa en las manos. Me la tiende en silencio: son mis vaqueros, mi camiseta y mis zapatillas deportivas. Mi vieja ropa, ahora lavada. Me visto. La chica espera y asiente, y vuelve a mostrarme la venda.
La venda.
Obediente y sumisa, me siento en el borde de la cama para dejar que me ate la venda alrededor de la cabeza. La siento como el vendaje que precede a la ejecución. Puede que simplemente me maten de un tiro. Que así sea.
Permito que me saque de la habitación y me lleve por más pasillos. He dejado de llorar, he agotado las lágrimas. Marc ha muerto y nada me queda ya. Nada salvo Dios perdura, el resto es humo.
Subimos por unas escaleras y entramos en otra habitación. La chica se marcha y cierra la puerta tras de sí. Sin embargo, siento que no estoy sola.
«Hay alguien más en la habitación».
Oigo una voz, una voz grave, firme, masculina.
—Chi e? Chi e qui dentro? ¿Quién es?
Una voz grave, firme y masculina.
Me arranco la venda.
Marc Roscarrick está sentado en una silla metálica con las manos esposadas a los brazos de hierro. Tiene moretones y rastros de sangre reseca en la cara y los ojos fuertemente vendados. Está gritando ahora. Y está vivo.
Corro hasta él y le rodeo la cabeza con los brazos para quitarle la venda de los ojos. Mientras lucho con los nudos inspira hondo, olfateándome. De pronto su cara se llena de asombro, de incredulidad.
—¿X? ¿Eres tú, X? No puede ser. ¿X? ¿X? X?
Le quito la venda y me mira.
—Pero, X, me dijeron que estabas muerta.
Está al borde de las lágrimas. Lo sé por el temblor de su boca.