32

Si es posible ser amablemente expulsada de un edificio, eso es lo que hacen conmigo. Giuseppe y sus amigos me llevan —con sumo tiento y delicadeza— hasta la puerta del palacio y me dejan en la calle angustiada, enfadada e inconsolable.

Se ofrecen a acompañarme en coche pero digo que no con la cabeza. Y me quedo donde estoy. Muda. Desafiante. Negándome a moverme de allí. Llorando.

La puerta se cierra en mis narices, pero me abalanzo sobre ella y golpeo la aldaba. Nadie responde, de modo que insisto. Nadie responde. La cuarta o quinta vez que levanto la enorme asa de bronce, gastada por siglos de visitantes, ricos y pobres, nobles e innobles, Giuseppe abre la puerta con renuencia. Suspira y me mira con compasión sincera, pero sacude la cabeza.

—Lo siento, X, lo siento mucho, pero no puedes volver a ver al signor. Son órdenes suyas.

—Giuseppe, no, Giuseppe… te lo ruego… por favor. —Una vez más estoy llorando desconsoladamente. Hay compradores y transeúntes en la Chiaia, y están mirándome con extrañeza, la americana rubia que llora y grita frente a las puertas de Il Palazzo Roscarrick. Que miren. ¿Qué importa ya?

Nada importa ya.

—¡Giuseppe, tienes que hacer algo! Dile a Marc que cambie de parecer. Quiero estar con él. Pase… pase lo que pase. Quiero estar con él.

—Per favore. Esto es de parte del signor Roscarrick, para que puedas irte y ponerte a salvo. —Giuseppe está intentando darme un grueso fajo de billetes. Lo agarro, lo miro con desprecio y se lo arrojo a la cara. Los billetes de cincuenta euros salen volando como confeti naranja. Giuseppe no se deja intimidar por mi ira. Se agacha y recoge un billete de cincuenta euros. Me lo planta en la palma de la mano y me cierra los dedos.

—Por lo menos toma un taxi, signorina —dice.

A renglón seguido cierra la puerta, y sé que esta vez no volverá a abrirse. Nunca más. Por lo menos no para mí. A pesar de eso, la aporreo varias veces.

A los treinta minutos he dejado de llorar y estoy algo más tranquila. Ahora me embargan sentimientos más profundos y oscuros. Detengo un taxi. Le pido que me lleve a Santa Lucia y por el camino observo el nuevo vacío en mi interior, lo examino como un cirujano que examina el escáner de un tumor grave, como un joyero examina un terrible defecto en una gema.

Esta tristeza nueva y desgarradora, lo sé, me acompañará durante mucho tiempo. Quizá haya venido para quedarse: se ha mudado a mi apartamento, compartirá mi hogar, mi vida, mis horas de vigilia, estará ahí cuando me despierte, estará ahí cuando me vaya a dormir, porque es la tristeza terrible y pertinaz de la pérdida del ser amado, un ser que representa mucho más de lo que jamás podrá representar un amigo.

Y un día me despertaré y la tristeza hablará, y dirá: «Hoy es el día». Entonces pondré la tele o compraré el Corriere della Sera y me enteraré de la terrible noticia: «Marc Roscarrick, el molto bello e scapolo lord Roscarrick, ha muerto».

Muerto a manos de un asesino. Un yonqui de diecisiete años de Secondigliano le disparó en la via Toledo desde una Vespa celeste; le disparó por una recompensa de unos cientos de euros. Y entonces la tristeza se extenderá, se me meterá en los huesos, me inundará el alma.

—Grazie.

Pago al taxista y mientras lo hago repara en mi rostro manchado de lágrimas y en un italiano dulce y amable me dice:

—Signorina, s’è persa? Sta bene? Posso aiutarla?

Quiere ayudarme. Está preocupado. Me limito a ponerle el billete de cincuenta euros en la mano y entro corriendo en mi edificio. Subo las escaleras, cierro la puerta de mi apartamento y rompo de nuevo a llorar. A lo mejor lloraré hasta morirme: literalmente deshidratada.

Mi llanto debe de ser convulso, porque a los pocos minutos oigo unos golpecitos en la puerta y la voz vacilante de Jessica.

—X, ¿qué ocurre?

—Nada.

—X, estás llorando. ¿Qué te ocurre? Estás fatal. Abre la puerta.

Estoy prácticamente derrumbada en el suelo de mi estúpido apartamento del estúpido Santa Lucia del estúpido Nápoles, entumecida de pena. No sé qué hacer, qué decir, qué pensar. Miro el balcón y barajo la posibilidad de subirme a la barandilla, contemplar Capri a la luz de la luna y luego —sería tan fácil— resbalar sin querer y poner fin a esta tristeza.

Vuelvo en mí con una sensación de alarma. Esto es muy peligroso, tengo que calmarme. Necesito hablar con alguien. Jess está en el rellano.

Enjugándome las lágrimas, me levanto y abro la puerta. Luce unos vaqueros, una camiseta azul y una sonrisa de oreja a oreja triste, paciente e indulgente, pero al verme la cara exclama:

—¡Joder, X! Joder, joder, joder.

—Jess.

Me aparto y entra. Se da la vuelta y nos abrazamos medio minuto, luego prepara té —una taza de té británico— en la estúpida cocina donde Marc me besó y desnudó aquella noche, aquella primera y maravillosa noche.

No, he de detener esos pensamientos. Son soldados intentando abrir una brecha en el castillo, intentando entrar. Si dejo entrar a uno, seré invadida y conquistada. Y entonces estaré perdida.

Jess me tiende una taza de té y se sienta en el suelo, a mi lado. La taza tiene un dibujo de la costa de Amalfi. Me recuerda a mi madre. Fue su destino de vacaciones muchas décadas atrás. Mi madre. Debería llamarla. Echo de menos a mi madre. La pena es desgarradora. Quiero ver a mi madre.

—Vamos —me dice Jess mirándome a los ojos—. Hora de soltarlo, X. Cuéntamelo todo.

Aunque está ardiendo, doy un largo sorbo a mi té. Me trago las lágrimas, dejo la taza en el suelo y miro a Jess. Y se lo cuento todo, o por lo menos todo lo que necesita saber. Le cuento que Marc infringió el código de los Misterios, le cuento que la Camorra y la ‘Ndrangheta dirigen los Misterios, le cuento que ahora la Camorra lo persigue. Y a continuación, mientras bebo té y hago lo posible por no llorar —ya he vertido suficientes lágrimas— le cuento que Marc me ha apartado de su lado, me ha desterrado, ha renunciado a mí porque cree que está fichado, destinado a morir asesinado cualquier día de estos. Y por tanto me quiere bien lejos, a salvo, fuera de su vida para siempre.

Callo.

Jessica sacude la cabeza y puedo ver angustia en sus ojos.

—Mi pobre niña —dice sin el más mínimo atisbo de su sarcasmo habitual—. Pobre Marc.

Contempla el trozo de cielo enmarcado en la ventana. Se oye el crepitar lejano de unos fuegos artificiales que semejan disparos: probablemente alguna banda de la Camorra en el barrio español, celebrando la salida de la cárcel de uno de los suyos.

—¿Sabes? —dice Jess en voz baja—. El otro día me contaron cómo obtuvo su nombre el barrio español.

No digo nada.

Continúa.

—¿Recuerdas aquella calle en el centro del barrio, la calle Vico Lungo del Gelso? Gelso significa morera…

No digo nada.

Continúa.

—Obtuvo su nombre de los soldados españoles, que se manchaban el uniforme haciendo el amor con las chicas del barrio sobre la hierba. —Me mira—. La hierba estaba cubierta de moras… Por eso se manchaban el uniforme. De ahí viene el nombre.

Jessica dirige la mirada a su té. Puedo ver lágrimas también en su rostro.

—Esto quiere decir que Giuseppe y yo también hemos terminado. —Bebe y sacude la cabeza—. Brrrrr. Basta, basta, basta. —Me da unas palmaditas en la rodilla—. Tenemos que ser fuertes.

—¿Fuertes?

Encoge los hombros con impotencia.

—Bueno, más fuertes. Es horrible, X, lo sé, un auténtico horror, pero si la situación es tan grave como dice Marc, si realmente van a… Si es cierto que… En fin… Ya sabe que la Camorra puede ser despiadada.

Asiento. Desconsolada.

—Si realmente ha infringido una ley —prosigue—, seguro que… seguro que…

—Le pegan un tiro.

—Estás mejor fuera de todo eso, en serio. Marc está haciendo lo correcto, una buena cosa, lo más noble, porque tú también corres peligro, X. —Suspira hondo—. Por triste y desgarrador que sea, Marc te está haciendo un favor. Está intentando salvarte de… Dios sabe qué.

—Pero Jess —digo, clavando la mirada en sus dulces ojos castaños—. Yo amo a Marc.

Las siguientes semanas son deprimentes. Todas las mañanas, cuando me despierto, ahí está: la tristeza. Hay tristeza en mi cappuccino, tristeza en mi macchiato, tristeza en mi espresso. El gusto de la tristeza está en cada dulce que como, en la sfogliata, el bigne, el baba; hay tristeza en el marisco barato que tomo para cenar, el fasolari, el maruzielle, el telline.

Y el gusto de esa tristeza es un gusto amargo que todo lo estropea. Amarga el mundo. Es un sol negro brillando sobre la Campania.

A veces, pese a todo, intento ver a Marc: deambulo sola por la Chiaia hasta la gran puerta de Il Palazzo Roscarrick, la puerta a la que llamé por primera vez cuando vine aquí meses atrás, cuando Marc sonrió y bromeó, y vi las escaleras de los caballos; pero esta vez cuando llamo nadie acude o un criado que no conozco abre brevemente la puerta, me mira y vuelve a cerrarla sin decir palabra.

Otras veces llamo a su móvil. Hasta treinta veces en dos horas. Entonces el número muere para siempre y una voz femenina automatizada me dice en italiano: «El número al que llama ya no está disponible». Escribo correos que no obtienen respuesta. Finalmente me son devueltos con el mensaje de que esa dirección de correo ya no existe.

Entonces escribo cartas, largas cartas con mi puño y letra, en hojas manchadas de lágrimas, y esas cartas, como los correos, no obtienen respuesta, y finalmente me son devueltas sin abrir. ¿Marc se niega a abrir una carta? ¿Hasta una carta?

Peor aún que ese rechazo es la tensión que vivo todas las mañanas cuando camino hasta el quiosco de la via Partenope y digo «buongiorno» al quiosquero y este me dice «buongiorno» y me entrega un ejemplar de Il Mattino.

No quiero leer ese periódico, detesto ese periódico, pero es el mejor periódico a la hora de informar sobre el crimen napolitano: es valiente e implacable en la manera en que cubre las interminables víctimas de las mezquinas guerras territoriales de Scampia, los asesinatos por drogas en la Forcella, y si quiero saber si a Marc le ha pasado algo, será aquí donde antes lo veré reflejado. Y confirmado. Y fotografiado.

Así que todos los días regreso al apartamento pasando febrilmente las páginas del diario, mirando fotos de hombres despatarrados frente a cafés cutres de Miano, perdiendo sangre como si fuera aceite negro, o sentados en un coche en Marigliano con una herida de bala limpia en la frente, o simplemente tiesos e inertes en los montones interminables de basura napolitana del centro histórico. Y mientras examino esas imágenes pienso: ¿es Marc? ¿Ese de ahí es Marc? ¿Así es como han zanjado el asunto?

Y en cada ocasión el corazón se me rompe un poco más, y en cada ocasión me digo que algún día llegaré a la via Partenope y diré «buongiorno» al quiosquero y le tenderé las monedas y abriré las terribles páginas de Il Mattino y veré a Marc.

Muerto.

Finalmente, una agradable tarde de principios de septiembre, cuando estoy al borde de la desintegración, de convertirme en alguien que no quiero ser, cuando la situación me sobrepasa, recorro las aceras soleadas y umbrías de la Chiaia hasta Il Palazzo Roscarrick. Voy a probar una última vez y luego, ¿luego qué? ¿Qué puedo hacer luego? No lo sé.

Doblo la última esquina y al hacerlo el corazón se me rompe un poco más. Il Palazzo Roscarrick está diferente: la puerta está cerrada con un candado. Los postigos de las ventanas están firmemente cerrados. No hay el más mínimo atisbo de vida. En la pared hay un gran letrero de «En venta».

No sé qué significa exactamente. Puede que Marc ya esté muerto y se lo hayan llevado con discreción. Ocurre a menudo. O puede que haya huido a algún lugar, a Tirol del Sur, a Londres, Nueva York, Brasil, y esté vendiendo el palacio para poder esconderse. La imagen de su encantadora casa cerrada a cal y canto y en venta hace que vuelvan a saltar las lágrimas, pero esta vez lo que siento es más definitivo. Estoy desesperada y desolada, pero también resignada.

He aceptado que Marc ha desaparecido de mi vida para siempre. ¿Muerto o partido? ¿Realmente importa? Supongo que ahora me toca salvarme a mí. Seguramente Jessica tiene razón: yo también corro peligro. He visto demasiado.

Regreso a mi apartamento y cojo el móvil para llamar a mi madre a San José. Lleva semanas telefoneándome y escribiéndome correos, preguntándose si estoy bien. Su instinto maternal le ha dicho que algo pasa, pero no puede saber qué, sencillamente porque no se lo he contado. No puedo contárselo. No entendería nada porque no está al tanto de los Misterios, y tampoco puedo hablarle de ellos, no porque me avergüence —todo lo contrario— sino porque son demasiado complejos, excesivos, y porque ahora no soporto pensar en ellos.

El teléfono suena en la remota California. Contesta.

—¿Diga?

—Hola, mamá.

—¡Cariño! —Su alegría suena forzada—. ¡Alexandra, cielo, que bien que hayas llamado! ¿Cómo estás? Los chicos han estado aquí preguntando por ti, y tu padre estaba diciendo justo esta mañana que…

La interrumpo.

—Mamá, vuelvo a casa.

Calla. Educada y comprensiva. Sabe que hay más, pero es demasiado buena persona para intentar sonsacármelo si yo no quiero contarlo.

—Bien, cariño, bien. ¿Has… has terminado tu tesis?

—Sí. Y quiero volver a casa ya.

Estoy conteniendo el llanto.

—Bien, cielo. Cuando sepas el número de vuelo, dímelo. ¡Iremos a buscarte al aeropuerto! Tu padre se pondrá muy contento. Te hemos echado tanto de menos.

Habla un rato más y finalmente le digo que tengo que colgar para sentarme a mirar vuelos, lo cual es cierto. Entro en internet y compro un billete. Para mañana por la tarde. En menos de veinticuatro horas estaré volando a casa para no volver jamás.

Al día siguiente hago la maleta. No tardo mucho, porque dejo atrás toda la ropa adorable que me compró Marc. Cuando Jessica entra en mi apartamento para ayudarme, se la ofrezco pero me dice que no con la cabeza, y la entiendo perfectamente, y luego me siento culpable y miserable y le pido perdón.

—No seas tonta, X —dice—. Deja que te acompañe al aeropuerto. Deja que te ayude. Voy a echarte de menos.

Me mira con tristeza. Todo está impregnado de tristeza. Subimos al taxi y sorteamos el tráfico contaminante de Nápoles. Llegamos a la terminal y consulto mi vuelo en la pantalla. Jess me abraza con tanta fuerza en el mostrador de facturación que parece que piense que no volveremos a vernos. Paso el control de pasaportes y muestro mi tarjeta de embarque. Ya está, pienso. Adiós, Nápoles. No arrivederci, Nápoles. Goodbye, Adieu. Es una canción fácil que provoca en mí una emoción poderosa.

Mi vuelo sale dentro de dos horas. Me siento en un incómodo banco metálico, bebiendo mi macchiato de una taza de plástico, y contemplo la vacuidad del futuro mientras leo un anuncio de vino de Taurasi en una pared. Pienso en todos los vinos que he bebido. En toda la comida que he comido. Pienso amargamente en este país, a veces violento, a veces feo, con su belleza y su vino y su historia y su esplendor y su dolce vita. Comida deliciosa y crueldad atroz.

Y pienso en los pequeños caracoles que venden. Los babalucci. Nunca llegué a probarlos. Me parecía demasiado.

Los babalucci. ¡Los babalucci!

Me levanto. Electrizada.

¿Qué estoy haciendo? ¿Qué hago aquí sentada? ¿Qué hago mirando la pared?

Sí hay algo que puedo hacer.

Regreso corriendo al control de pasaportes, casi gritando de impaciencia, y los guardias de seguridad se encogen de hombros y suspiran antes de dejarme regresar al bullicio del aeropuerto. Me dirijo como una flecha al mostrador de facturación y les pido que descarguen mi equipaje. No iré a Estados Unidos. No volaré a California.

Me quedo. Porque si Marc sigue vivo, existe una posibilidad de que pueda salvarlo.

Los dedos me tiemblan cuando marco el número en mi móvil. Atropelladamente, pido el número de teléfono de un restaurante de Plati, Calabria.

La lánguida mujer al otro lado del teléfono me lo dicta.

—Due, due, sei, cinque…

Lo apunto en la tarjeta de embarque, cuelgo y marco el número. Es la hora de la comida. Seguro que está allí, tiene que estar allí.

Responde una voz cansina. La voz de un hombre joven.

—Pronto?

Hablo todo lo deprisa que puedo. Le digo que me llamo X. Alexandra Beckmann. La novia de Marc Roscarrick.

Luego le pregunto si puedo hablar con Enzo Paselli.