31

Corremos. Dejamos atrás las cámaras mitraicas, salimos a los pasillos angostos y esta vez, tomando una ruta diferente, giramos a la izquierda. Miro atrás un segundo. Hay gritos a nuestra espalda, siluetas recortadas en la triste luz azulada y enfatizadas por el inquietante canto gregoriano.

—¡Por aquí!

El pasillo zigzaguea, en un momento dado se estrecha tanto que puedo notar la presión de la piedra, sofocante y angustiosa, contra las costillas, pero conseguimos atravesarlo y el pasillo vuelve a ensancharse. Reemprendemos la carrera y el túnel nos conduce a otra enorme cisterna griega.

Marc desliza la luz de la linterna de su móvil por las paredes y la detiene en unas escaleras de mano metálicas.

—Seguramente la instalaron durante la guerra. Estas cisternas se utilizaban como refugios antiaéreos, lo que quiere decir que la escalera va a parar a algún lugar, y ese lugar tiene que ser la superficie.

—¿Subimos?

—Sí.

Observo el hierro oxidado. Voy con vestido corto y tacones.

—Dame los zapatos —dice Marc.

Me quito los zapatos y se los tiendo. Los arroja al fondo de la cisterna. Corremos hasta el pie de las escaleras y él sube primero, con gran agilidad, mientras yo le sigo agarrándome a los travesaños. Los trocitos de óxido se me clavan en los pies; las escaleras están podridas y crujen inquietantemente. No me atrevo a mirar abajo: veinte metros, treinta, cincuenta. Si las escaleras ceden, caeremos y moriremos aplastados contra el empedrado de la antigua Grecia.

—Agárrate a mí.

Me tiende una mano para ayudarme.

La rechazo.

—¡Estoy bien!

Sigue subiendo. Tras unos pocos y dolorosos minutos, llega arriba, donde hay una especie de antepecho. Suelta el móvil y alarga los brazos en la oscuridad. Esta vez acepto su ayuda y, agarrándome a su mano, me aúpa hasta el antepecho. Estoy jadeando y agotada.

Marc recupera el móvil y redirige la luz de la linterna. De la cisterna parte otro túnel que se pierde en la oscuridad y que conduce a otros túneles, pero también divisamos unos puntitos de luz. Estamos mucho más cerca de la superficie, de las calles de la ciudad. La luz debe de provenir de bocas de alcantarilla.

Oigo ruidos que vienen de abajo.

—¿Son ellos?

—Vamos, carissima.

Marc avanza unos metros y señala el techo. Hay una trampilla de madera con unos agujeros por los que entra luz. Unos peldaños recortados en la piedra conducen hasta ella. Marc sube y empuja la trampilla con el hombro. No se mueve. Los ruidos suenan cada vez más cerca. Prueba de nuevo.

—Venga.

Oigo voces abajo, voces despotricando en italiano. Marc se agazapa y respira hondo. Embiste con fuerza la trampilla y esta cede al fin. Se impulsa hacia arriba y la luz lo deslumbra todo.

—¡Marc!

Alarga una mano y, con gran esfuerzo, me saca. Miro a mi alrededor mientras Marc cierra raudamente la trampilla y amontona sobre ella varias cajas de vino.

¿Cajas de vino?

Estamos en la trastienda de una salumeria, una charcutería del viejo Nápoles. Claro. ¿Por qué no? Muchos de esos túneles y cámaras abovedadas van a parar a los lugares más insospechados: lavadoras instaladas en los bassi, tintorerías y panaderías. De modo que estamos en una tienda y la tienda está abierta y llena de gente parloteando y haciendo sus compras de última hora, y nadie nos ha oído salir. Podemos ver a gente en el mostrador. Estamos escondidos detrás de unos estantes y rodeados de salamis, jamones y ruedas de queso.

—Salgamos como si nada —propone Marc.

Estamos sucios y llenos de polvo. Él tiene el esmoquin cubierto de mugre y telarañas. Yo estoy descalza y tengo el vestido ajironado, y el tobillo me sangra visiblemente debido a los cortes que me he hecho con el óxido de las escaleras. Pero no nos queda otra. Tenemos que salir como si fuéramos compradores corrientes examinando las salsiccie.

Una señora mayor está comprando un cucurucho de callos de buey. Se da la vuelta y nos mira, pero ni siquiera parpadea. Se limita a chasquear la lengua y encogerse de hombros, como si viera esa clase de cosas todos los días, y continúa regateando el precio de sus callos.

Finalmente salimos de la tienda y Marc ladra en el móvil:

—¡Giuseppe!

Estamos en una calle estrecha, creo que cerca del Duomo. Mientras Marc da instrucciones frenéticas a su criado, doblamos a izquierda y derecha hasta llegar a una calle más concurrida. Y con el corazón a cien, nerviosos y enmudecidos, esperamos. Un minuto y medio después Giuseppe aparece con el coche. Subimos y sale disparado del viejo Nápoles hacia avenidas más anchas. Tras doblar bruscamente a la derecha dos veces, entramos en la Chiaia y finalmente alcanzamos la puerta de atrás de Il Palazzo Roscarrick.

Marc me saca del coche y me mete en la casa mientras grita a sus sirvientes:

—Cerrad las puertas, echad los cerrojos, atrancad las ventanas.

Confinados.

Una vez en su dormitorio corro al cuarto de baño para limpiarme con agua la sangre de los tobillos y el óxido negro de los pies. Tengo ganas de llorar pero no lloro. Respiro hondo. Me limpio la mugre de las manos y la cara. Hecho esto, busco mi ropa en el armario y me pongo unos vaqueros, una camiseta y unas zapatillas deportivas. Cuando regreso al dormitorio, Marc está abotonándose el puño de una camisa azul y hablando por el móvil, que sostiene contra la barbilla.

—Sí, sí, Giuseppe. ¡Sí!

Sus palabras suenan frenéticas.

Me siento en la cama mientras escucho su veloz napolitano y pienso en lo sucedido esta noche.

Marc cuelga y se sienta a mi lado.

—Tienes que salir de aquí.

—¿Por qué?

—Porque la Camorra vendrá ahora a por mí.

—¿La Camorra?

—Han estado buscando una excusa para matarme. Ahora tendrán a todo el mundo de su lado para poder hacerlo impunemente.

—¿Por qué?

—Porque he hecho lo peor que se puede hacer, X, la única cosa que nunca debes hacer. He infringido el código de los Misterios. He incumplido mis votos como iniciado e interferido en el ritual sagrado, el quinto ritual. No les dejé terminar la iniciación.

—No lo entiendo.

Se mesa el pelo. Y suspira. Y se frota la cara. Cansado pero alerta.

—X, una vez que inicias el ritual de un Misterio, un nivel de la iniciación, has de llegar hasta el final, de lo contrario podrías ser… un simple mirón, alguien que busca emociones baratas o, lo que es peor, alguien que utiliza los Misterios para espiar a otros. Ya sabes que hay mucha gente famosa que asiste a los Misterios. El compromiso y la confidencialidad son fundamentales.

Asiento.

—Sí, los he visto, políticos y millonarios. Los vi en Venecia…

Las palabras mueren en mi boca y empiezo a atar cabos.

Políticos… Millonarios.

Enzo Paselli.

Claro. ¡Claro! De repente todo empieza a adquirir sentido. Es como si hubiera abierto la trampilla que conduce a los túneles y sacado a la luz el laberinto secreto.

He resuelto el Misterio de los Misterios.

—Marc —digo—, las mafias dirigen los Misterios, ¿verdad?

—Creo que sí —responde.

—La ‘Ndrangheta y la Camorra organizan y pagan los Misterios, ¿sí?

—Es muy probable.

Parece vencido. Pero yo no. Ahora lo veo todo claro. Me levanto y camino por el elegante dormitorio de Marc. Cavilando en voz alta.

—Al fin lo tengo, Marc. Los Misterios nunca murieron. Se convirtieron en las mafias.

—¿Qué? —Por una vez Marc parece confundido—. ¿De qué estás hablando?

—¿No lo ves? ¡Los Misterios son el origen de la Mafia, la Camorra y la ‘Ndrangheta! —Tomo su atractivo rostro entre mis manos y lo beso en la boca. Me doy la vuelta y sigo paseando por la habitación, arriba y abajo, arriba y abajo, pensando, desenmarañando y hablando.

—Piénsalo. Todas esas historias sobre España son falsas. Las sociedades criminales secretas del sur de Italia descienden de los cultos religiosos secretos del sur de Italia. ¡Estoy segura! Tienen los mismos códigos de silencio, los mismos juramentos y votos de lealtad, el mismo énfasis para los hombres en la sangre, el honor y la violencia. El mismo código de honor para los hombres que quieren desligarse después de ser iniciados.

—Pero… No veo por qué… No lo entiendo.

—Es evidente. Sabemos que los Misterios sobrevivieron, y que la Grecia antigua sobrevivió en Calabria, y que la receta del ciceón fue transmitida en Grecia durante veinte siglos. ¡Pero es así como sobrevivieron!

Contemplo la oscuridad de la ventana sin dejar de hablar.

—La evolución histórica está clara. Los cultos de las religiones mistéricas del sur de Italia fueron desterrados a las sombras por la fe cristiana en el siglo IV d. C., pero no fueron erradicados del todo. Sobrevivieron y se convirtieron en cultos aún más ocultos, más secretos, en una masonería pagana de rituales sexuales salvajes, violentos y adictivos ligados a drogas hipnóticas. —Estoy mirando las fotos de Andreas Gursky. La cabeza me funciona a una velocidad pasmosa—. Y con el tiempo estas sectas secretas que se reunían en lugares secretos se volvieron criminales, díscolas y organizadas. Fue una progresión natural. Ya eran contrarias a la Iglesia, y sus jefes necesitaban dinero para financiar los rituales, de modo que recurrieron al crimen, el robo, la extorsión y el secuestro.

—Es una teoría magnífica, X —dice Marc sacudiendo la cabeza— y probablemente acertada. —Se levanta y se acerca—. Pero en estos momentos eso no importa. Lo que importa es lo que la Camorra y la ‘Ndrangheta hacen ahora.

—¡Yo sé lo que hacen! —Estoy prácticamente gritando—. Consiguen que los ricos y famosos se enganchen a sus fiestas sexuales, los invitan a unirse, los inician… He visto con mis propios ojos a ex presidentes, empresarios importantes, gente famosa. Y así es como la Camorra y la ‘Ndrangheta obtienen influencia sobre la élite. Por eso es imposible erradicar las mafias, porque están protegidas por la gente de arriba adicta a los ritos de los Misterios.

—Pero nosotros no estamos protegidos, X. —Marc me agarra por los hombros con tanta fuerza que me hace daño—. ¿Entiendes lo que estoy diciendo? Van a matarme. He infringido el código. Necesitaban una excusa. Ahora ya la tienen, y no puedo hacer nada al respecto.

Lo miro de hito en hito. De repente mi euforia intelectual se desvanece, queda reducida a la nada, y me quedo a solas en este dormitorio con el hombre que amo y que me está diciendo que va a morir.

—Podemos escapar.

—¿Adónde? —Suspira y desestima la idea—. La Camorra vendrá a por mí. ¿Has oído hablar de Roberto Saviano?

—¿El periodista que escribió Gomorra?

—Un libro que hablaba de la Camorra. Pues todavía hoy, diez años después, vive escondiéndose. La Camorra lo está buscando por toda Europa. Yo no quiero vivir así, X, saltando de un piso franco a otro en Milán, Hamburgo, Madrid. No quiero pasarme la vida huyendo, alejándome de todo aquello que amo. —Me mira con desesperación—. Antes prefiero la muerte. Me matarán. Eso es todo.

Se hace el silencio. Marc se aleja unos pasos y se detiene para abrocharse el último botón del puño.

Protesto.

—Marc, tenemos que huir. ¡Tenemos que hacer algo!

—No hay nada que hacer.

—¿Vas a dejar que nos maten?

—A ti no. A mí.

—¡Marc!

Suspira hondo.

—Tenía que detener el ritual. No podía permitir que te hicieran eso. Tú no querías… tú no querías lo que iba a suceder allí abajo, ¿verdad?

—Pero estaba dispuesta a hacerlo. Lo acepté. ¡Y no quiero que mueras por mí!

Sacude de nuevo la cabeza y sus ojos azules me sonríen con tristeza. Se mete la camisa por dentro de los vaqueros y se ata los cordones de los zapatos. Hay algo atroz y deliberado en la calma con que actúa. Un hombre preparándose resignadamente para su ejecución.

Hecho esto, me toma en sus brazos, me besa tiernamente en los labios y dice, por primera vez:

—X, la verdad es que yo tampoco soportaba la idea de compartirte. No podía presenciar algo así, no podía verte con otro hombre. He ido demasiado lejos. He ido demasiado lejos contigo. —Me besa de nuevo—. Te amo, X. Te amo más de lo que he amado a ninguna mujer. Así pues, si mueres mi vida no tendrá sentido. Pero si yo muero y tú sobrevives, podré irme en paz porque sabré que estás viva. Por eso tienes que irte.

—¡No!

—Vete. Nunca volverás a verme.

—¡Marc!

Estoy gritando. Pero alguien me está sujetando. Giuseppe y otro criado, y alguien más. Tres hombres. Me están levantando del suelo. Y yo estoy gritando, gritando al hombre que amo, retorciéndome mientras me llevan, mientras me sacan del dormitorio.

—X, ellos te ayudarán a salir de aquí. No te pasará nada. —Suspira y añade—: X, per farvore, ricordati di me.

Y los ojos se le llenan de lágrimas aun cuando su rostro conserva la calma. Esta será la última vez que nos veamos. Lo sé. Se acabó. Los hombres me están sacando de la habitación.

—No, no, no. ¡Marc!

Pero la puerta del dormitorio se cierra y Marc desaparece. Y lo único que puedo oír son sus últimas palabras. «Acuérdate de mí».