30

—¿Niega que existe un Sexto Misterio? ¿Todavía?

—Sí.

—Hum…

Jess está en mi apartamento de Nápoles, observando cómo me queda mi nuevo vestido de McQueen. Es corto, rosa y blanco, y muy caro. Y no llevo bragas. Por órdenes explícitas.

Me estoy acostumbrando a la alta costura y a la ausencia de ropa interior. No me estoy acostumbrando a todo el misterio que envuelve los Misterios.

Esta noche es el Quinto. Pensaba que sería el quinto y último, pero Jessica ha sembrado la duda en mí.

Se lo he preguntado a Marc en dos ocasiones. La primera hace dos semanas, tras aterrizar en Nápoles, y lo negó rotundamente: «No hay un Sexo Misterio». Después hace dos días, y en esta ocasión se mostró aún más categórico. Sin embargo, desde aquel día he captado un claro enfriamiento entre él y Giuseppe, una tensión, un distanciamiento. Antes se trataban como hermanos, se gastaban bromas; ahora, cada vez que Giuseppe está presente o se menciona su nombre, noto que a Marc se le escapa una pequeña mueca de desaprobación.

Jess y yo lo hablamos mientras me hace dar un último giro.

—No hay nada que podamos hacer, X —dice al fin—. Lo descubrirás a su tiempo. Pero ten cuidado, cariño, ten mucho cuidado. —Retrocede y asiente como la madre de una novia con su vestido nupcial—. Estás guapísima. ¡Demoledora! Al viejo Dionisos le va a dar un infarto cuando te vea.

Me río. Sin demasiada convicción. De pronto me asalta un ataque de angustia y dejo de reír. El Quinto Misterio, la catábasis. Estoy asustada.

Jessica me coge de la mano y dice:

—¿Estás segura de que quieres hacerlo, X? Puedes dejarlo aquí, puedes abandonar ahora mismo. —Sus ojos dulces se posan en los míos. Y los míos están húmedos—. Podríamos ir a Benito’s y beber Peroni y hablar delante de una pizza margarita y hacer ver que nada de esto ha ocurrido.

La idea me seduce. Borrarlo todo. Hacer ver que todo el verano ha sido un sueño, desde que vi a Marc por primera vez en el café Gambrinus hace cuatro meses. Pero si hago eso estaré expulsando a Marc de mi vida, y es posibilidad me parece monstruosa. Una abominación. Marc forma parte de mí, de mi alma: Plati y todo lo demás. Y si borro el verano borro los Misterios, y adoro la forma en que los Misterios me han cambiado. Prefiero la persona en la que me estoy convirtiendo: más abierta y segura, más aventurera, más juguetona.

Estrecho la mano de Jessica y niego con la cabeza.

—Lo imaginaba —dice.

Fuera suena la bocina de un coche. Giuseppe con el Mercedes plateado que casi fue mío. Cuando llego a la acera abre la portezuela sin decir una palabra y recorremos la corta distancia hasta la callejuela situada en el corazón del viejo Nápoles, la via dei Tribunali.

Estaciona delante de una iglesia. La chiesa de Santa Maria delle Anime del Purgatorio ad Arco. Conozco esta célebre iglesia barroca: la he visto muchas veces cuando recorría las estrechas aceras de Tribunali. Pero, dada su macabra reputación, nunca me he atrevido a entrar.

La fachada tira para atrás. Cuando Giuseppe abre la portezuela y bajo del coche —mis tacones altos resbalan ligeramente en los toscos adoquines— miro los tres cráneos de lustroso bronce que descansan sobre los pilares de piedra. Reprimiendo un escalofrío, digo:

—Grazie, Giuseppe.

Asiente, gentilmente pero con cierta contrición. ¿Porque se avergüenza de haber desvelado el secreto?

No voy a descubrirlo aún. Giuseppe se da la vuelta y sube de nuevo al coche. El Mercedes se aleja observado por los muchachos que gandulean sobre sus Vespas y el hombre del quiosco que vende Oggi y Gente.

He de entrar en la iglesia de las Ánimas del Purgatorio. Manteniendo a raya mis miedos, subo los escalones y abro la puerta. Una pequeña multitud aguarda dentro. También Marc, con su elegante esmoquin. Tiene el ceño fruncido. También él parece preocupado y nervioso. Lo cual no me ayuda.

—Buona sera, X.

Me besa en la frente. Me doy la vuelta y diviso a Françoise, acompañada de Daniel, su novio, su amante. De modo que ha elegido hacer el Quinto Misterio en Nápoles. Eso me tranquiliza un poco, la verdad. Nos saludamos con un gesto y esbozamos una sonrisa de ánimo. Percibo inquietud en sus ojos.

Pero no disponemos de tiempo para hablar, ya nos están conduciendo hacia unas escaleras laterales. Sé, por mis investigaciones, adónde lleva. Ahora he de mantener a raya miedos aún más profundos.

Abajo está el hipogeo, la espantosa y aterradora cripta de Santa Maria delle Anime del Purgatorio, la cripta donde el ancestral culto napolitano de adorar cráneos todavía se muestra en todo su macabro e imperecedero esplendor.

Los escalones son empinados. Suspiro aliviada cuando mis zapatos tocan el suelo del sótano. Entonces miro a mi alrededor y me estremezco.

La estancia está repleta de sepulcros, urnas de cristal y arcones abiertos que contienen cráneos y huesos humanos. Hay cráneos de los que cuelgan collares, y cráneos con velas titilando delante de las cuencas.

El culto a los cráneos fue abolido ya en los años sesenta por la jerarquía católica local, pero aquí aún continúa con el fervor y el paganismo de siempre: muchos napolitanos —sobre todo mujeres mayores y jóvenes— vienen aquí a rezar a sus cráneos predilectos, hacer ofrendas a esqueletos, suplicar fortuna o fertilidad o la curación de un cáncer, o simplemente por lo espantoso, absorbente e intenso que es este lugar.

—¿Estás bien, X?

Marc posa una mano en mi hombro. Miento y digo:

—Sí.

—Hemos de bajar.

Sigo la dirección de su mirada y veo que nuestro guía, un hombre bajo y más bien mayor, con gafas, está levantando una trampilla.

Está claro que vamos a descender desde la cripta de Santa María de las Ánimas a las profundidades de Nápoles, al famoso laberinto que constituye el Napoli Soterraneo.

La ciudad está construida sobre roca tobácea fácil de excavar, de manera que la gente lleva miles de años cavando agujeros y pozos, túneles y sótanos; si añadimos a eso los muchos milenios de densos asentamientos que se han ido apilando, probablemente haya tanto de Nápoles bajo tierra como encima: la ciudad descansa sobre un reflejo de sí misma, una subciudad idéntica y opuesta, como una iglesia colocada sobre su propio reflejo en un canal veneciano.

Cuando el guía abre la trampilla, se vuelve hacia nosotros y dice:

—È piuttosto un lungo cammino. Potrebbe essere necessario eseguire strisciati…

«Es un largo camino. Puede que tengamos que gatear». Aspiro una bocanada de aire rancio y dejo que Marc me ayude a bajar a la oscuridad.

—Grazie.

Una vez abajo, caminamos, gateamos y nos apretujamos siguiendo la antorcha del guía por el Napoli Sotterraneo, con sus cientos de kilómetros de cisternas húmedas y capillas secretas y osarios y teatros romanos sepultados y mazmorras borbónicas con olor a moho. Dejamos atrás santuarios de las religiones mistéricas convertidos en almacenes utilizados por contrabandistas de la Camorra para esconder drogas, licor, tabaco y armas. Muchas de las religiones mistéricas realizaban sus ritos en lugares subterráneos y secretos de por aquí, en los mismos lugares en los que las mafias hacen ahora sus negocios.

El paralelismo es acertado.

Y mientras el aire se vuelve más húmedo, rancio y desagradable, empiezo a pensar. A conectarlo todo. Veo el linaje, como descubrir el parecido de un célebre antepasado lejano con un descendiente actual.

—Ci siamo quasi…

Por lo visto, falta poco. Otro túnel estrecho zigzaguea hasta desembocar en una cisterna construida, me cuenta Marc, por los antiguos griegos. Lleva encendida la linterna del móvil, que mueve de un lado a otro. La cisterna, ahora vacía, es gigantesca. Contemplo maravillada los poderosos arcos, el techo de piedra, las imponentes paredes de cien metros de altura o más bellamente grabadas. Parece la proeza de una raza ya extinguida de un planeta más avanzado.

—Avanti.

Continuamos. Se respira un aire caliente y enrarecido. Me estoy mareando y todavía no he bebido el ciceón. ¿Habrá ciceón? Espero que sí, espero que no.

Seguimos por un pasillo aún más estrecho de ladrillos griegos y roca desnuda. Húmedo, lúgubre, turbio.

—Solo unos minutos más, carissima.

El brazo de Marc sobre mi hombro me reconforta. Aun así, ahora estoy realmente asustada. Hemos tomado el camino bajo la Tierra, descendido hasta los túneles olvidados del Napoli Soterraneo.

—Hemos llegado —dice el guía en inglés.

Aunque tenues, puedo distinguir unas luces. El túnel desemboca en una serie de cámaras abovedadas iluminadas con antorchas y faroles azules. Ya hay mucha gente congregada aquí, charlando y bebiendo vino. Pero el ambiente es muy diferente del de los demás Misterios. La música es sacra y muy llana: canto gregoriano o algo aún más arcaico y griego. Y triste. E insistente.

Marc parece preocupado. El ceño dibujado en su frente es profundo. Le estrecho la mano para tranquilizarlo. Fuerza una sonrisa.

Nos llevan hasta una de las cámaras abovedadas. Tiene el techo curvo y arqueado como el interior de un avión, pero de piedra húmeda. A ambos lados hay unas gradas de piedra, donde hay gente de pie, mirando hacia abajo.

La cámara, con forma de medio cilindro, está iluminada por antorchas. Estas parpadean, mostrando relieves macabros en las paredes, presumiblemente de los tiempos de los primeros Misterios en el sur de Italia, puede que del tercer o cuarto siglo antes de Cristo. Los relieves son delicados pero primitivos y representan a hombres torturados. Un hombre al que están rebanando el cuello. Otro al que están sodomizando. Un tercer hombre al que están clavando un cuchillo en la espalda. El hombre hace una mueca de dolor y de la herida brota un chorro de sangre.

Pienso en la extraña cicatriz en el hombro de Marc. He aquí, por tanto, un misterio resuelto. La cicatriz curva —la herida de un cuchillo— debe de ser el símbolo de su iniciación en los Misterios, como el tatuaje de mi muslo.

Vuelvo a estrecharle la mano. La tiene bañada en sudor. No hay duda de que está preocupado: es la primera vez que lo veo así. Eso aumenta mi inquietud. ¿Qué van a hacerme?

La música alcanza una intensidad singular, un coro de voces sin adornos, quejumbrosas y lastimeras, incluso discordantes. Pero nítidas: me pregunto si hay un coro en la cámara contigua. Hay tantos sótanos, mazmorras y cámaras, tantos templos dionisíacos sepultados por el tiempo.

—Bebe —dice una chica plantándome una copa de metal en las manos. No viste una túnica blanca; esta vez va vestida enteramente de negro. No obstante, ejerce la misma función que las chicas de los otros ritos: las siervas de los Misterios.

Miro a Marc en busca de consejo, pero él ya ha cogido su copa y apurado el contenido. Se limpia los labios con el dorso de la mano y la devuelve con desdén. Otra vez noto algo extraño en su comportamiento; este no es el Marc aristocrático y elegante que conozco y amo. Es un hombre diferente. Su ira interior es más patente.

—Marc, ¿estás bien?

Pasa por alto mi pregunta.

—Limítate a mirar, cara mia. Creo que por el momento solo tienes que mirar.

Me doy la vuelta. Están eligiendo a una mujer entre la multitud. Es Françoise. Reconozco a otras tres o cuatro chicas: mis hermanas del Quinto Misterio, mis compañeras de iniciación. Pero Françoise ha sido elegida la primera.

Estamos todos de pie en las gradas de piedra que hay a ambos lados de la cámara abovedada. Luciendo un vestido negro, Françoise asiente, baja lenta y obedientemente de las gradas y avanza por el pasillo central hasta el fondo de la nave, en cuya pared veo ahora un gran mural de un soldado griego o romano matando a un toro. Pero el soldado no está solamente matando al toro, está cortándole brutalmente la garganta con un cuchillo y la sangre sale a borbotones del cuello del aterrado animal. ¿El triunfo del hombre sobre la bestia? ¿O el triunfo de la crueldad sobre la bondad?

Debajo de esa horrible escena hay un hombre de mediana edad. Sostiene una campana plateada, que ahora hace sonar, y pregunta en inglés:

—¿Aceptas someterte al Quinto Misterio?

Françoise responde con vacilación:

—Acepto.

—En ese caso, que comience el primer ritual. Arrodíllate.

Se arrodilla.

—Reza a Mitras —le ordena.

Françoise, nerviosa, junta las manos. E inclina la cabeza frente al mural, al hombre que está matando al animal. El señor de los Misterios vuelve a tocar la campana. Françoise se vuelve cuando le ordena:

—Date la vuelta y túmbate boca arriba.

El licor está empezando a hacer su efecto. Pero no es como los vinos de Capri o Rhoguda, o el ciceón del Cuarto Misterio. En comparación con ellos, es una intoxicación violenta. Siento una borrachera pesada y al mismo tiempo agresiva, como si quisiera pegar a alguien. Es una sensación desagradable.

Me vuelvo hacia Marc. Pese a la penumbra de la cámara, puedo ver, con claridad, que está experimentando sensaciones similares: tiene la mandíbula apretada, como un hombre conteniendo instintos violentos.

—Has de ser compartida con Mitras y Dionisos —dice el hombre de la campana—. Levántate el vestido.

Françoise se está tumbando sobre una bella alfombra otomana. Cierra los ojos. Puedo ver la confusión y la tensión en su cara, pero aun así se levanta, obediente, el vestido, dejando al descubierto los muslos y el sexo, y las chicas —las siervas de negro— se acercan. Se arrodillan a su lado y comienzan a estimularla con esos consoladores de cristal caliente. Advierto que Françoise está reaccionando al tiempo que se resiste. Mantiene los ojos cerrados. En las gradas, por encima de ella, está Daniel. La expresión de su cara es ilegible.

La música alcanza una intensidad sombría. Hasta el momento, este es el más religioso de los Misterios. Puedo oír el latín y el griego girando en el humo del incienso.

Dionisíaco, Bakkheia, Skiereia, Apaturia.

Me aferro a la mano de Marc. Creo que voy a desmayarme, a rodar por esta tribuna de piedra. Esto es demasiado.

Astydromia, Theoinia, Lênaia, Dionisíaco.

La música retumba. Una lira u otro instrumento de cuerda está alcanzando el clímax. Las voces se unen. El humo del incienso y las antorchas inunda la cámara. Un hombre de unos treinta años da un paso al frente. Es alto. Lleva una barba de tres días. Y los ojos cubiertos por una máscara. ¿Un camorrista?

Se baja la cremallera. Está erecto. Una sierva desliza un preservativo en su erección y el hombre se arrodilla frente a Françoise y la penetra. Se aparea con ella. No se me ocurre otra expresión. Se aparea. Si los Misterios han sido sexuales en el pasado, incluso de un erotismo sublime —que lo han sido— esto es muy diferente. Serio, terrorífico, brutal y condenadamente simbólico. La mujer está siendo compartida con el dios. La compañera debe someterse. Todas deben someterse. Estoy aterrada.

El hombre enmascarado ha terminado. Sale de Françoise y las siervas se acercan rápidamente para levantarla. Aun así, puedo ver la perplejidad en su cara. Tiene el rostro girado, los puños cerrados. Está desconcertada. ¿Y este es solo el primer ritual de la catábasis?

Françoise está ruborizada, temblando. Daniel baja de la tribuna, la rodea con el brazo y se la lleva.

—Tú.

El hombre de la campana me está señalando a mí.

No pienso hacer esto. Pero tengo que hacerlo si quiero estar con Marc. No puedo hacerlo. Me vuelvo hacia Marc. Se mira los zapatos y sacude la cabeza. Luego levanta la vista.

—Todavía estás a tiempo de abandonar —dice—. Esta es tu última oportunidad para dar marcha atrás.

Y esquiva mi mirada.

—No puedo dar marcha atrás —contesto—. No puedo perderte. Te quiero.

Mareada, aturdida, decidida, obedezco al señor de los Misterios. Bajo de las gradas y avanzo por el pasillo. Suena la campana. El señor de los Misterios me pregunta si acepto someterme.

—Acepto —digo.

—Arrodíllate —me ordena, y me arrodillo delante del mural. Observo al soldado de la antigüedad que está matando al toro. El tiempo ha teñido la eyaculación de sangre roja de un magenta apagado. Suena la campana—. Date la vuelta y túmbate.

Aprieto los puños. Hasta el último recoveco de mi alma está gritando: «No, no. No. No obedezcas. No lo hagas. Huye. Esto está mal».

Pero los Misterios me tienen atrapada, de modo que me doy la vuelta y me tumbo. Suena la campana.

—Levántate el vestido.

Me levanto el vestido. No llevo bragas, naturalmente. Las siervas están ahora arrodilladas a mi alrededor, estimulándome. Esmerándose. Busco entre el humo y la penumbra a Marc, pero está mirando hacia otro lado. Está mirando hacia otro lado.

Otro hombre, más joven que el anterior, surge de entre las sombras y se acerca. Tiene unos veinte años y una cicatriz pequeña en la barbilla, pero es cuanto puedo ver de él. También lleva máscara.

El hombre está erecto. Va a penetrarme. Cierro los ojos y aguardo a ser poseída. No se me ocurre otra palabra: poseída, esclavizada, abusada. Aunque me someto estoy actuando en contra de mi voluntad.

—Cornuti!

Abro los ojos.

Marc.

Es Marc.

¿Cómo?

Ha bajado de la tribuna y está blandiendo un cuchillo pequeño y centelleante —¿de dónde lo ha sacado?— un cuchillo de acero. Agarra al hombre de la cicatriz por el cuello y aprieta la hoja del cuchillo contra su garganta.

—Estopa! —El director del ritual, el hombre de la campana, está protestando en italiano—. ¡No! ¡No puedes detener los Misterios! Has de compartir a tu mujer ahora. Conoces el código y conoces el precio a pagar si desobedeces.

—Que te jodan —responde Marc en inglés. Luego me grita—: ¡X, levántate! Ven aquí.

Me levanto de un salto, me bajo el vestido y corro a su lado. Marc todavía tiene al hombre de la cicatriz sujeto por el cuello, lo tiene a su merced, y el joven parece aterrado. Como si realmente creyera que Marc fuera a matarlo a sangre fría, como hizo con el Carnicero de Plati.

El director del rito sigue protestando en italiano, pero ahora lo hace despacio y en un tono amenazador, por lo que puedo entender cada palabra.

—Roscarrick, los capos irán a por ti. Así lo estipula el Quinto Misterio. Que hayas traído a tu mujer no cambia eso. Si te resistes, estarás cavando tu propia tumba.

—Que así sea —dice Marc. Suelta al hombre y este se aleja tambaleándose, cogiéndose la garganta ilesa.

Marc me coge entonces de la mano y dice:

—Corre.