Sigo al mayordomo, o ayuda de cámara; la verdad es que no estoy muy segura de cómo llamarle, mientras atravesamos salones y corredores de este inmenso edificio.
Mientras caminamos, lo miro todo embobada. Il Palazzo Roscarrick es exactamente como lo había imaginado. Solo que más. Enormes y sobrios retratos de la nobleza cuelgan a lo largo de los corredores. Inmensas habitaciones se dan paso unas a otras; vislumbro estancias y salones de baile de altas ventanas, muchas de ellas cerradas. El papel pintado de los pasillos es verde jade, pálido, exquisito, turbulento —chino, tal vez— y probablemente muy antiguo.
—Sígame, por favor.
Pero ¿es que esta casa es interminable? ¿Y el dinero de su dueño?
Quiero perderme. Y verlo todo. Y admirarlo todo. Los muebles son una mezcla de recio mobiliario de nogal de estilo español, ligeras piezas de estilo georgiano y algunos toques de una estricta modernidad. Al igual que lienzos dramáticos y venerables comparten espacio con piezas abstractas, franjas de violento y atractivo colorido del siglo XX. Un gusto muy definido reina en todo el espacio. Una estética joven y vital. Nada museística. Me fijo en que una pared está decorada con armas antiguas. O al menos eso creo, que son antiguas.
El mayordomo me indica con un gesto que le siga hasta una última esquina a través de unas espectaculares puertas de madera, hasta un nuevo patio abierto y mi admiración se transforma en un gran asombro. Estoy ante un imponente muro formado por una escalinata de piedra a doble rampa que se eleva en vertical más de cinco pisos de altura, como si fueran costillas unidas a una espina dorsal; una creación arquitectónica deslumbrante al tiempo que perturbadora en su teatralidad.
—Scale ad ali di falco. Escaleras «alas de halcón», típicas del barroco napolitano. Diseñadas por Ferdinando Sanfelice para mi antepasado el noveno lord Roscarrick.
La voz es muy británica, suave, firme y profunda. Sé que es él, sé que está a mi espalda. ¿Ha estado siguiéndome mientras caminaba, husmeando como una estúpida turista por su ridículamente hermosa casa? ¿Me ha estado observando?
Continúa hablando:
—Las escaleras son tan grandes porque fueron diseñadas para los caballos. Cuando los caballeros regresaban al palazzo, podían entrar directamente al patio por las grandes puertas del sur, luego subían las escaleras a caballo, sin tener que desmontar. Los caballos estaban entrenados para bajar por la escalera gemela y trotar hasta los establos ellos solos. Bastante descabellado, ¿no?
Me arde la nuca. Noto cómo me voy poniendo roja. No quiero volverme y mirarlo, a este hombre con unas escaleras diseñadas para caballos. Siento que mis sandalias son ridículas y baratas. No debería haber venido.
—La chica del café Gambrinus… —su voz se hace más dulce y hasta risueña—. Suena a novela.
Al fin, me doy media vuelta. Está de pie frente a mí. Con una media sonrisa.
—Usted también —le contesto.
—¿Cómo?
—«Usted» suena a novela.
—¿Perdón?
—Marcus Xavier Roscarrick, lord Roscarrick. O sea… quiero decir… ah…
¿Qué mierda estoy diciendo? ¿Qué coño estoy haciendo? Prácticamente le he insultado. Tengo la cabeza hecha un lío. Me mira atentamente. Le devuelvo la mirada. El mayordomo observa expectante.
Lleva vaqueros; vaqueros ligeros y desgastados; exquisitos zapatos ingleses marrones y una camisa vagamente byroniana, de algodón blanco, medio desabrochada. Le falta un botón. El algodón de su nívea camisa parece raído. A medida, carísima y ajada. El suave tafilete de sus zapatos hace juego con su bronceado, o con su tono de piel. Los dientes blancos.
Los ojos azul claro no resultan del todo fríos. La sonrisa franca, aunque un poco distante. Al menos no lleva frac o una capa de vampiro. Quizá mis sandalias no resulten tan estúpidas, a fin de cuentas. Ojalá fuera una pizca menos guapo. Un pelín menos guapo. Es demasiado.
—¿Quería hablarme de la Camorra?
—Sí.
—¿Se da cuenta de que esto es un poco directo? —Sonrisa deslumbrante—. ¿Incluso peligroso?
—Sí… supongo que lo es.
Resulta estúpido. Y, por supuesto, muy grosero. «Un poco directo». Pero ya es demasiado tarde. Ya que estoy aquí, mejor seguir.
Lord Roscarrick asiente con la cabeza, se vuelve hacia su mayordomo y le habla en un italiano rápido y elocuente.
Lo miro de nuevo. Escrutándolo, no, bebiéndomelo.
Los vaqueros desgastados (así como si nada) de Roscarrick tienen un corte a la altura de la rodilla, como una tara casual aunque meditada. Puedo ver la piel oscura de su muslo a través del corte. Una pista del animal que subyace. Vuelvo a tener la boca seca.
Venga X, hazte con ello. Tranquilízate. Es solo un aristócrata guapo, treintañero, enigmático y multimillonario. En Nápoles. Te los encuentras a diario.
Roscarrick se pasa la mano por el pelo y se vuelve hacia mí; es el primer gesto ligeramente impostado que le he visto, tal vez el primer atisbo, de vanidad. ¡Genial! Ahora ya no tengo motivos para desearlo tanto. Es vanidoso. ¡Sí! Pero su pelo es tan moreno, tan rizado y serpenteante, tan oscuro.
—Así que… ¿por dónde íbamos? Estoy siendo grosero. Llámame Marc. Marc Roscarrick. ¿Y yo cómo debería llamarla… Señorita…?
—Beckmann.
Sigue con los ojos muy abiertos, como interrogándome. Como es lógico, quiere saber mi nombre completo. Y se lo digo. Tartamudeando.
—Alexandra. Beckmann. Llámame Alex. O X. La gente me llama X.
—¿X? ¿En serio?
—Sí, X.
—Eso no suena a novela. Más bien a historia de espías.
—¿Y quién sería el malo?
Hace una pausa y se echa a reír con esa carcajada suya, suave y estimulante. La risa de Marc es contagiosa. Esos dientes perfectos, esos pícaros ojos azules que luce. Está exultante, un animal indomable, un depredador, un halcón que no puede ser enjaulado. Los ojos azules apenas rasgados. Desprende también cierta energía nerviosa y amenazante; tal vez no sea tan creído, quizá solo sea un exceso de energía y tensión. Vuelve a ganarme terreno. No lleva la camisa por dentro como es debido y está abotonada a la ligera. Y eso deja ver, por lo menos, unos centímetros de su vientre, firme, bronceado, musculoso.
—Per favore…
Está hablando muy rápido en italiano con el mayordomo. Intento mirar para otro lado, hacia las escaleras voladas, las escaleras «alas de halcón», con sus lunetas y sus volutas y florituras barrocas.
Pero no logro concentrarme. Estoy demasiado distraída e inquieta.
—Está bien, X —dice mi nombre en un tono sarcástico, pero no negativo—. Podemos tomar café en la Habitación Alargada y podrás interrogarme y averiguar si soy un camorrista.
Me indica el camino y el mayordomo desaparece. Es un trayecto corto: giramos a la izquierda y luego a la derecha y una vez más, desde que llegué aquí, mis ojos se abren de par en par con admiración.
La Habitación Alargada es exactamente eso: una galería longitudinal forrada de paneles de madera, con hermosos ventanales que inundan la habitación con la luz de Nápoles y con más cuadros abstractos rítmicamente interrumpidos por pinturas de los Antiguos Maestros. Acierto a ver una mujer desnuda de cremosa blancura en uno de los cuadros, que coqueta cubre sus flancos con seda escarlata; sus curvas voluptuosas son inconfundibles.
—Sí, es un Tiziano —dice, siguiendo mi mirada. Me acerca una silla—. También tenemos un par de Mantegnas. Varios Watteau. Y Boucher. Demasiados Boucher. Cuanto más erótico mejor, toda esa desnudez francesa. Mis antepasados. Menudos depravados. —Se echa a reír—. Aunque de no haber sido por su avidez sexual, yo no existiría.
—¿Cómo?
Me siento, mientras intento encontrar mi cuaderno de notas en el bolso. Al menos tendré que aparentar que estoy aquí por mi investigación, en vez seguir comiéndomelo con los ojos y tartamudeando.
—¿Perdón?
Marc también se ha sentado, con las piernas indolentemente cruzadas, con el tobillo sobre la rodilla. Cojo el bolígrafo. Una mesa baja de mármol nos separa. La luz entra a través de los interminables ventanales y los visillos de encaje ondulan en la cálida brisa de Campania. Tengo un poco de calor. El top se me pega a los brazos.
—Mi familia, por parte de padre, es inglesa. La casa familiar estaba en Northumberland, pero en el XVIII, el noveno lord Roscarrick, el loco de George Roscarrick hizo el Grand Tour y se enamoró de Italia, y cuando se hartó de la incesante lluvia inglesa, se vino a vivir a Nápoles, a este palazzo.
No para de gesticular.
—Sin embargo, como dijo Goethe: «Ver Nápoles y luego morir». Pocos años después de instalarse aquí, el noveno lord contrajo sífilis, se volvió loco, intentó morder a un músico que tocaba el clavicordio en la corte borbónica y expiró de un ataque.
Intento tomar nota de todo. El discurso de Roscarrick es rápido y está bien estructurado.
—Pero el gusto por la vida napolitana, y las mujeres napolitanas, se convirtió en parte de nuestro ADN. Y desde entonces, los Roscarrick nos hemos ido casando con miembros de la nobleza local.
Una expresión muy diferente y apenas perceptible cruza por su cara: un instante de violenta angustia. Pero pasa enseguida, como una nube solitaria en un día de verano y su sonrisa afable y agradable regresa a sus labios. Continúa hablando un poco más sobre sus antepasados: la colección de arte, el palazzo, los duelos y la bebida, anécdotas divertidas. Yo le hablo un poco de mí —mi interés por la historia, la poesía, la política— y él sonríe o suelta una carcajada en el momento justo.
Pero aunque la conversación es bastante entretenida, yo estoy pensando en otra cosa. Yo lo he visto. Yo he visto ese dolor, ese instante de trágica ira. Pero ¿por qué? ¿Por qué nadie lo cura? ¿Por qué no encuentra a nadie que sane esta herida? A lo mejor les asusta, como me asusta a mí, un poco.
Noto su olor a gel, como de colonia fresca, nada deliberado; oscuramente atrayente, aunque sutil. Limpio, pero distinto. Y me doy cuenta de que eso es lo que me resulta tan embriagador: huele deliciosamente limpio, pero distinto a mí. Es tan distinto de mí. Unos veinte centímetros más alto, un metro ochenta y cinco frente a mi uno sesenta y cinco. Más fuerte. Más rico. Un poco mayor. Con toda su barba y su orgullo y pese a todo, con un dolor que necesita ser aliviado.
Entra un criado en la sala y coloca sobre la mesita de mármol una bandeja de plata con los cafés. Bebo el mío, delicioso y con un ligero toque de moka, mientras intento aclarar mis ideas. Pero no lo consigo. Mis sentidos me mangonean, me abofetean. Me siento mareada. Como interrogada por la policía secreta. Tengo la lunática sensación de que podría haber conocido a mi alma gemela. El modo en que nos reímos juntos. Encaja. Las piezas que me faltan ¿las tiene él? ¿O es algo demasiado prohibitivo?
X, cálmate.
—¿Por qué pagaste nuestras copas?
Asiente con la cabeza, como si estuviera esperando esa pregunta.
—Me fijé en tu amiga: se había quedado anonadada al ver la cuenta. Quise ayudar. Tengo dinero. Y me gusta ayudar.
—¿Y…?
—Y, para ser sincero, hay otra razón… ¿Es que no puedo invitar a una hermosa joven a un veneziano?
Se me acelera el corazón, se me suben las defensas. Esto va demasiado rápido, demasiado descortés, demasiado barato. Está intentando seducirme. Vale, yo quiero que me seduzca, pero no quiero que me «seduzca». No crudamente, no así. Me contengo. Me está mirando. Y me sonríe.
—Tu amiga es muy guapa.
—¿Qué?
—Es preciosa. No pude evitarlo. Lo siento.
—Ya.
—¿Cómo se llama?
Estoy enfadada. Enfadada como una estúpida. Serás idiota, Alex.
—Jessica.
—¡Ah! ¿Y también es estadounidense?
—No. Inglesa.
—Eso pensaba. Le gusta beber, de eso no hay duda. —Se ríe educadamente—. Te pido disculpas por mi sinceridad. Espero no haber ofendido a nadie. Así que ¿quieres preguntarme sobre la Camorra?
Se me ha quedado la cara paralizada por la frustración. Tomo el café enfurecida. No me desea a mí. No estaba intentando seducirme a mí. Creyó que yo era Jessica. Qué fastidio. Estoy molesta conmigo misma; todos estos estúpidos, estúpidos sentimientos; y era Jessica todo este tiempo. La chica del café Gambrinus. Y aceptó verme porque pensó que era Jessica; y ahora solo está siendo educado, desengañándome con gentileza.
Estúpida. Pedazo de estúpida. Soy tan idiota.
Terminamos la entrevista. Hemos acabado nuestros cafés. Me cuenta que se dedica a la importación y la exportación y que es así como ha convertido los millones de su familia en miles de millones. Añade, con fingida modestia, que le gusta contribuir con obras de caridad, sobre todo con las que ayudan a las víctimas del crimen organizado. Está siendo muy ambiguo, pero me da igual. Finjo tomar notas. Me pregunto si me estará mintiendo, si no será un gángster atractivo que encubre su rastro. ¿Y a quién coño le importa? Soy ridícula. Me dice que le encanta California, el desierto del sudeste, el verdadero Estados Unidos, «sin fronteras». Usa la expresión «sin fronteras». Eso no me gusta.
Es evidente que se ha dado cuenta de mi malestar. De golpe, se pone de pie, se despide y me ofrece una tarjeta, invitándome a llamarlo si necesito cualquier otra información. Le respondo con un lacónico «gracias», sintiendo como si debiera hacer una reverencia o gritar mi propia estupidez, pero en cambio yo también me despido, declino su ofrecimiento de ayuda y desaparezco de allí por el frío suelo de mármol hasta la puerta. Recuerdo el camino: izquierda, derecha, izquierda, derecha, bajar por este pasillo; lejos de esta armadura de crispación. Sal de aquí, vete, lárgate ya de aquí.
El sol está alto cuando salgo a la calle bulliciosa. Le echo un vistazo a mi estúpido cuaderno de notas y lo lanzo a un inmenso montón de basura.
Y entonces me doy cuenta de los policías tomando fotos a toda prisa. De mí.