29

No tengo tiempo para analizar lo acontecido en el Cuarto Misterio, pues a la mañana siguiente, prácticamente en cuanto abro un ojo en el vasto dormitorio con vistas al Gran Canal, me informan de que Jessica y Giuseppe han llegado. Salimos a desayunar con ellos y luego Marc me lleva por una gira frenética por Venecia de una semana de duración: una mezcla exquisita de arte, música, arquitectura góticoveneciana y excelentes cócteles en Harry’s Bar.

Jessica y Giuseppe se unen a nosotros en algunas excursiones, pero la mayor parte del tiempo salimos a explorar solos. Marc conoce bien Venecia: me cuenta que de muy joven, durante sus largas vacaciones de la Universidad de Cambridge, se venía a pasar semanas enteras desde Tirol del Sur.

Obviamente, yo esperaba que conociera Venecia a fondo, porque no hay lugar que no conozca a fondo. Marc sería capaz de hacer una visita guiada por la luna nada desdeñable, visita que terminaría en una discreta pero fabulosa trattoria.

Primero vamos a los Frari —Santa Maria Gloriosa dei Frari— en el barrio de San Polo, no lejos del Rialto. No tengo ni idea de dónde cae el barrio de San Polo, ni de lo que significa, pero Marc me asegura que es importante.

—No parece gran cosa —digo mientras contemplo la achaparrada fachada de ladrillo rojo.

Pero dentro: ah.

Dentro hay una imponente Asunción de Tiziano, cuadro, me cuenta Marc, que inspiró de inmediato a Richard Wagner a escribir Die Meistersingers. Y una estatua desgarradora del anciano San Jerónimo, de Alessandro Vittoria, para la que, dice Marc, posó un Tiziano avejentado. Observo al anciano que se halla a las puertas de la muerte. Sé que la muerte está relacionada con los Misterios: cada Misterio es una pequeña muerte, que es como los franceses llaman al orgasmo. La petite mort.

¿Por qué gocé tanto en el Cuarto Misterio? ¿Qué había en el ciceón? ¿Por qué me gustó que Marc me mirara mientras unas mujeres me daban placer? Sé que no soy lesbiana, pero mi sexualidad es mucho más compleja e intrincada, y rica, variada y multiforme, de lo que imaginaba.

Por tanto, los Misterios me están enseñando cosas sobre el sexo y sobre mi sexualidad. Y ahora me están enseñando algo más, algo que tiene que ver con el amor o Dios o la muerte. Está ahí. En mi mente. En mis sentidos. Como un aroma delicioso y evocador que puedo recordar pero no reconocer. Todavía no.

Recuerdo la cita de Píndaro: «Dichoso quien, habiendo presenciado estos ritos, toma el camino bajo la Tierra. Él conoce el final de la vida, así como su comienzo divino».

Marc interrumpe mis pensamientos al guiarme con delicadeza hacia el otro extremo de la iglesia.

—Y este es el Retablo de Pesaro. —Me besa en el cuello una, dos veces—. Henry James dijo: «No hay nada en Venecia tan perfecto como este retablo». Naturalmente, no te había contemplado a ti en este momento, en la penumbra de los Fraris.

Me coge la mano y me besa los dedos. Lo miro unos instantes. Su pelo negro, mis dedos blancos. Acerco su bello rostro al mío y nos besamos. Con pasión.

Y proseguimos con la gira. Nuestro siguiente destino es la Scuola Grande di San Rocco, con sus Tintoretto. A renglón seguido, un golpe de góndola nos traslada al Ca’ D’Oro, el Palacio Dorado, donde admiramos la célebre vista del Gran Canal, y después el San Sebastián de Mantegna, donde Marc me señala la inscripción: «Nada salvo Dios perdura, el resto es humo».

Pero, lo más interesante, me lleva hasta una escultura pequeña y anónima, Un centauro y Aquiles, situada en la planta baja, aunque la gente, con sus prisas por ver el Gran Canal, la pasa de largo. Me quedo un rato contemplando la escultura. Me recuerda a Marc y a mí: Marc sacándome del Casino degli Spiriti. Desnuda y vulnerable, Alex IV. Yo era el niño pequeño, él era el Centauro.

Los días se suceden como en un sueño. El Palacio Ducal. Los Tiziano y Tintoretto de Santa Maria della Salute. La tempestad de Giorgione. Los frescos de Veronese.

También visitamos los bellos Brancusi y Pollock del Guggenheim, una villa de mármol blanco junto al canal, tan próxima a nuestro palacio Dario que nos permite regresar para una apasionada sesión de sexo antes de la comida, que es justamente lo que hacemos.

Tras cruzar los puentecillos de Dorsoduro atravesamos el jardín privado de nuestro palacio, con sus limoneros, y subimos a toda prisa por las escaleras del siglo XVI. Nos quitamos mutuamente la ropa y caemos entre risas sobre nuestra gran cama napoleónica con las ventanas abiertas al Gran Canal. Cerniéndose sobre mí, Marc me gira sobre mi espalda y me hace suya. Me toma; me posee; me envuelve. Luego, imperiosamente, me da la vuelta y me penetra por detrás con fuerza, con vehemencia, tirándome brutalmente del pelo hasta hacerme daño. Pero es un dolor tan dulce que me hace gritar; me hace aullar y temblar de placer, y me corro una y otra vez, convulsivamente, jadeando, y luego caigo rendida sobre los almohadones, bañada en sudor postcoital, mareada, escuchando los fuertes latidos de mi corazón, escuchando el rumor de los vaporetti en el Gran Canal.

Nuestro último día en Venecia, un día caluroso, salimos de la ciudad en un taxi acuático de madera y cruzamos la aletargada laguna gris hasta la isla de Torcello. Esta isla verde y solitaria fue donde, me cuenta Marc, se instalaron los primeros venecianos en la Alta Edad Media.

No hay demasiado que ver: muchas ruinas, un par de iglesias solitarias y uno o dos restaurantes caros. ¿Por qué me ha traído aquí? Tengo calor y las picaduras de los mosquitos me irritan. Hasta que entramos en el interior fresco y sagrado de la antigua catedral de Torcello y me muestra sus sorprendentes mosaicos, entre los que destaca la Madonna Teotoca —Virgen con el Niño— del siglo X, en la pared del fondo.

Una lágrima plateada resbala por el rostro afligido de la Virgen. Es una imagen tremendamente conmovedora. La mujer llorando. Me recuerda a los Misterios. Todo me recuerda a los Misterios. La verdad, la oscura y sobrecogedora verdad, está cerca. Puedo sentirla. La catábasis. La última revelación. Estoy asustada e intrigada a la vez. No puedo seguir pero debo hacerlo, y lo haré.

No hay mucho más que hacer en el islote de Torcello. Paseamos por las ruinas desperdigadas de este pueblo desierto y contemplo la vieja silla de piedra —el Trono de Atila— instalada en la plaza. Tomamos un martini caro e insulso en uno de los restaurantes y luego nos sentamos en la hierba con una botella de prosecco helado comprada en el bar. Bebiendo de nuestras copas aflautadas, vemos pasar por el canal de Torcello, de mil años de antigüedad, los majestuosos yates blancos y nos dormimos, abrazados, a la sombra de los limoneros. Perfetto.

Esa noche Marc y yo estamos tomando una copa en la terraza del Florian’s. Hay muchos turistas, pero Marc me asegura que todo el mundo en Venecia es un turista, incluso los venecianos: dice que tanto la gente que vive en Venecia como la que visita Venecia no olvida en ningún momento que está en Venecia.

Así pues, representamos el papel de turistas ricos en Venecia sentados a una mesa del Florian’s mientras la noche cae sobre el salón más bello de Europa: la piazza San Marco, con sus palomas y su campanile y el magnífico Palacio Ducal y los caballos encabritados sobre la catedral.

Marc da un sorbo a su copa y me mira. Estamos hablando del Quinto Misterio. No está seguro de querer que lo haga.

—X, nunca he presenciado el Quinto Misterio femenino, pero he oído cosas… Es perturbador y difícil. ¿Estás segura de que quieres hacerlo?

—No hacer el Quinto Misterio significa perderte al final del verano, dentro de un mes.

Asiente gravemente. Sacudo la cabeza. Casi con rabia.

—Marc, esto es ridículo. No puedo perderte.

—¿Estás segura? No hay ninguna ley que te obligue a continuar.

—No habrá ninguna ley, pero…

Miro embelesada la belleza natural de sus rasgos enmarcados por la famosa estampa de la plaza veneciana. ¿Debería decirle la verdad? ¿Que ahora, como Françoise, soy adicta a los Misterios? ¿Que me están cambiando, liberando tanto espiritual como sexualmente de una manera que no puedo explicar, que no puedo ignorar? ¿Que aunque no existiera la amenaza de perderlo probablemente seguiría adelante?

—Marc —digo—, voy a hacer el Quinto Misterio. No hay más que hablar.

Se reclina en su silla y ríe quedamente.

—¿Sabes? Si fuera un tipo ordinario te llamaría vaca terca.

Le miro fijamente a los ojos.

—Tua vacca, celenza.

Vuelve a reírse y menea la cabeza. Luego me besa la mano.

—Alexandra, me considero un hombre instruido. Y me siento muy, muy halagado.

Seguimos bebiendo; nos emborrachamos bastante; hablamos de arte y de sexo y de la vida en Venecia. Y mientras me bebo mi tercer bellini miro a Marc y le pregunto, porque tengo que preguntárselo, porque ha llegado el momento de preguntárselo:

—Marc… —Titubeo. Prosigo—. ¿Te importaría hablarme de tu mujer?

Una pausa. Y a continuación ahí está, esa mueca de dolor, una insinuación de esa angustia oculta, un síntoma fugaz de esa tristeza interior. Pero yo ya he diagnosticado los síntomas. Ahora necesito conocer la causa.

—X…

—Quiero saber, Marc. No paras de hacer alusiones a ella. Sé que murió. Cuéntame la verdad.

Da un largo trago a su bellini. Suspira pero también asiente. Y me cuenta la historia.

—Se llamaba Serena. Era muy joven, y muy inteligente, y muy dañada, y muy guapa. —Me mira directamente a los ojos—. Es la segunda mujer más bonita que he conocido.

Asustadas por la persecución de algún niño, las palomas levantan el vuelo y aterrizan cerca de nuestra mesa. El campanile brilla bajo el sol de poniente.

—Tendría que haber sido más prudente, supongo —añade Marc, jugueteando con su bellini.

—¿Por qué?

—Porque sabía que su familia era de la Camorra. Auténticos camorristi de la Forcella. Habían ganado mucho dinero pero todavía conservaban los contactos necesarios. Su padre decía ser exportador de mármol. —Marc ríe con amargura—. No se ganan cientos de millones exportando mármol.

—¿Era un gángster de verdad?

—Desde luego.

—Y…

—El problema no era solo el padre. La familia de la madre de Serena también pertenecía a la Camorra. La mujer murió joven, puede que en una vendetta, y dejó a Serena mucho dinero. —Me mira unos instantes y vuelve a clavar la mirada en su copa—. De modo que esa fue la herencia de Serena: crimen, muerte y dinero, demasiado dinero, y demasiada culpa. Imagino que la mezcla de todo eso, sus orígenes, la muerte de su madre, la vileza de su padre, fue lo que la jodió.

—¿Pero cómo? ¿Qué le pasó exactamente? ¿Qué hizo?

Su encogimiento de hombros es desdeñoso y melancólico al mismo tiempo.

—Lo de siempre, carissima, lo de siempre. Sexo y drogas. Serena consumía mucha heroína, cocaína y crac, y le gustaba el sexo peligroso. Había sido iniciada en los Misterios antes que yo, a los diecisiete años.

—Demasiado joven.

—Sí, demasiado joven.

Caigo en la cuenta de algo.

—¿Fue ella quien te introdujo en los Misterios?

—Sí.

—¿Qué edad tenías?

Se encoge de hombros.

—Veinte como mucho. Apenas era un muchacho. Ella tenía entonces dieciocho. La conocí en una fiesta en Posillipo y enseguida nos enamoramos. Serena era una joven muy dulce, frágil y culta, y muy dañada. Quería protegerla y salvarla. Era adorable, sencillamente adorable. Y sí, hice los Misterios por ella, y fueron tan increíbles como decía. Me cambiaron la vida.

Desvía la mirada hacia las cúpulas y arcos conopiales del Palacio Ducal, hacia el cielo tiñéndose de rosa en lo alto, hacia la belleza de la condenada y suicida Venecia.

—Así que decidimos casarnos. Pero nadie veía nuestra unión con buenos ojos. Su familia se oponía rotundamente. Querían que se casara con un miembro de un clan de la Camorra, no de una dinastía angloitaliana de la Chiaia. Además, pensaban que como los Roscarrick no teníamos dinero, íbamos detrás del suyo. —Vuelve a clavar su mirada de ojos azules en mí. Sin pestañear—. No era cierto. Yo no quería su dinero. La quería a ella. Pero las drogas y el alcohol…

—¿Y tu familia?

—Mi madre también estaba totalmente en contra porque Serena era… en fin… porque Serena era de la Forcella. O sea, de origen humilde. Quería que su único descendiente varón, el hijo y heredero de los Roscarrick, se casara con una mujer de sangre azul, preferiblemente con alguna pija de Inglaterra o Francia, o incluso de Estados Unidos, alguien cuyo dinero no proviniera del asesinato, el contrabando y el tráfico de heroína procedente de China.

—¿Y tu padre?

—A mi padre, curiosamente, le parecía bien. Era inglés y, por paradójico que parezca, más relajado. Veía lo que yo veía en Serena, su dulzura, sus heridas, su encanto. Pero era un hombre débil. Mi madre era mucho más fuerte. El caso es que…

—Os casasteis.

—Sí, nos casamos en una ceremonia rápida y triste. En aquel entonces seguíamos muy enamorados, pero a los pocos meses… —Su voz se apaga. Bebe un sorbo de bellini y devuelve la copa a la mesa.

—¿A los pocos meses qué?

—Serena se desmadró del todo. Pensaba que yo la engañaba con otras mujeres y empezó a darle aún más a la bebida, la heroína y otras drogas. Llegaba a casa a las seis de la mañana despeinada, borracha y drogada, en un estado espantoso, despotricando contra su padre el gángster, el hombre terrible. Le contaba a todo el mundo las cosas que hacía su padre, la gente a la que había matado. Se ganó muy mala fama, salía en la prensa, hablaba más de la cuenta, y un día me llamaron…

—Un accidente de coche.

Se vuelve hacia mí con la mirada afilada. Azul y afilada, furibunda y escéptica.

—Un accidente de coche en las montañas de Capua. Había ido a comprarle droga a un camello. Solo Dios sabe por qué.

—¿A qué te refieres?

—En Scampia corre heroína suficiente para abastecer al planeta entero. En Nápoles hay caballo de sobras, pero Serena se fue hasta Capua para comprarlo, ignoro por qué. Y en una de esas montañas de Capua, a medianoche, los frenos de su coche fallaron, simplemente dejaron de funcionar, aunque nadie ha conseguido averiguar por qué. Serena bajaba por la carretera y de repente… se desvió y cayó al vacío…

Una pequeña orquesta ha empezado a tocar al otro lado de la piazza San Marco. Es una música alegre, una ópera ligera, la música menos indicada para este momento.

Intuyo adónde quiere ir a parar. Bebo un sorbo de bellini, pienso, y hago la pregunta.

—¿Tú no crees que fuera un accidente?

No reacciona, por lo menos no de manera visible. No obstante, en las profundidades de sus ojos azules vislumbro un destello de dolor.

—Estoy bastante seguro de que la asesinaron. Encargué a los mejores expertos de Turín que analizaran los restos del coche y todos dijeron lo mismo: no podían encontrar ninguna razón para que los frenos fallaran de repente. Los frenos estaban bien. El coche era nuevo, un Alfa, un regalo de su familia. Ni siquiera conducía deprisa, tan solo a treinta kilómetros por hora. Y, por una vez, iba sobria. Así lo desveló la autopsia.

—Entonces, ¿quién la mató?

—Probablemente su padre, de ahí que la policía de Nápoles se negara a hacer una investigación como es debido. El padre de Serena era demasiado poderoso. Intocable.

La música se detiene bruscamente.

Apenas puedo hablar.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué querría su padre hacer algo así?

—Porque Serena estaba hablando demasiado, denunciándolo en público, contándole al mundo lo que hacía.

—¡Pero era su hija!

—El hombre tenía seis hijos, podía permitirse perder uno. —Marc suspira y se mesa el pelo antes de apurar su copa—. X, no lo sé a ciencia cierta. Podría estar totalmente equivocado, a lo mejor la mató otro camorrista, a lo mejor fue un accidente, pero esa es mi sospecha. Alguien de su familia lo hizo. No hay duda de que su padre era una influencia maligna. Y un asesino. Él es la Camorra.

—¿Por eso la odias?

—Entre otras razones. Cuando heredé el dinero de Serena decidí hacer un buen uso de él, emprender en Campania y Calabria un negocio honrado y rentable, demostrar que podía hacerse, un negocio con el que derrotar a las mafias, con el que vencer a la Camorra y la ‘Ndrangheta.

Empiezo a entender. Poso mi mano en la de Marc.

—Marc…

—La muerte de Serena también mató a mi padre —añade casi con calma—. Adoraba a Serena. Pese a sus defectos, Serena era una chica divertida y encantadora. A los pocos meses de su muerte mi padre sufrió un ataque al corazón. —Retira bruscamente la mano—. Esto es todo. Ahora ya conoces la historia.

—¿Por qué no me la has contado antes?

—No es una historia en la que desee pensar demasiado, X. Además, no tengo pruebas. No tengo pruebas de que la Camorra la matara, y aún menos de que lo hiciera su propio padre camorrista. Son solo sospechas, juegos y máscaras, juegos y máscaras. Y aquí estamos, en la ciudad de las máscaras.

Se reclina en su silla. Su expresión es grave. Y quiero besarlo. Y los caballos se encabritan en lo alto de la Catedral de San Marcos, eternamente pisoteando a un enemigo invisible.

Estoy en paz. Lo sé todo ahora, por perturbador que sea. La última herida ha sanado.

Al día siguiente volamos a Nápoles porque Marc tiene asuntos que atender. Como no quedan asientos en los vuelos regulares, ha alquilado un avión privado. Jessica y yo caminamos por el asfalto hasta el aparato. Parezco una niña con zapatos nuevos: nunca he viajado en un avión privado. Jess, en cambio, está extrañamente taciturna. Estos días en Venecia se ha mostrado feliz y risueña. Es evidente que está colada por Giuseppe. Ahora, sin embargo, está muda.

¿Por qué?

Finalmente, una vez que embarcamos y Marc y Giuseppe se dirigen a la cabeza del avión para hablar de sus asuntos, Jessica me toca el brazo y me hace un gesto con la cabeza para indicarme que quiere hablar conmigo en privado. Nos sentamos en la cola del aparato y despegamos.

Los motores hacen mucho ruido. Nadie puede oírnos. Giuseppe y Marc están conversando delante.

—¿Qué ocurre? —digo.

—Giuseppe se emborrachó anoche. Y dijo algo.

—¿Qué?

—Estaba como una verdadera cuba, X. No está acostumbrado a beber tanto. Creo que soy una mala influencia para él.

—Ya…

—Y de repente lo soltó así, sin más. Estaba tan borracho que estoy segura de que lo ha olvidado.

Está demasiado seria. Se trata de algo grave.

—¿Y…? ¿Qué dijo?

Me mira.

—¿Sabías que hay un Sexto Misterio?

—¿Qué?

Asiente y se vuelve hacia la cabeza del avión, donde Giuseppe y Marc están riendo y bromeando.

—Que hay un Sexto Misterio. Por lo visto es terrorífico y muy peligroso; todo un secreto. Es todo lo que sé. Por lo menos eso fue lo que Giuseppe me dio a entender.

Estoy desconcertada. Después de la confesión de Marc en Florian’s, vuelvo a caminar sobre arenas movedizas. ¿Por qué no me lo ha contado Marc? ¿Es posible que siga mintiendo? Si es así, ¿por qué?

¿Por qué?