28

Tres horas más tarde desciendo al muelle húmedo y mohoso de nuestro palacio alquilado, el Palazzo Dario. Estoy sola. Marc se encuentra dentro rematando unos asuntos, atendiendo esos dígitos negros y rojos que llueven y parpadean en la pantalla de su portátil.

Contemplo mi reflejo en el agua iluminada por las estrellas del Gran Canal. Y no puedo evitar una sonrisa.

Las siervas se han encargado de mi acicalamiento: luzco un vestido de fiesta de muselina pura de principios del siglo XIX, de cintura alta y mangas estrechas, en un color crema muy claro. Es adorable. Parezco una debutante de Jane Austen con los largos guantes de seda, las manoletinas de raso, el brazalete en la parte alta del brazo y el collar de finas perlas. La muselina es sumamente delicada y bastante transparente. Llevo medias también de color crema y, por supuesto, nada de ropa interior.

Pero es de noche y nadie puede verlo. O eso espero. Miro a un lado y otro del canal. La góndola está reservada para las nueve. Sé que he bajado antes de hora, pero quería disfrutar de la vista.

El corazón se me acelera cuando contemplo la casa donde me hospedo. Llegamos esta mañana y apenas he podido familiarizarme con ella.

Pero ya lo adoro.

De día este palacio —según he podido observar— es muy bonito; de noche, iluminado por las luces del canal, las estrellas venecianas y los faros góticos, es un sueño, un espejismo de una belleza espectral: recovecos añiles y ventanas negras y una piedra de un gris melancólico que la luz ondeante que proyecta el agua vuelve aún más intangible y cautivadora. Su contemplación me hace tambalear, perder el equilibrio, como si estuviera bailando internamente con la música eterna y silenciosa de Venecia.

Por el canal llegan voces y risas. Y el olor a vino y diesel, a perfume y humo, a mar.

El puente de los Suspiros, la piazza San Marco. ¡Santa Maria della Salute! Hay tanto de esta ciudad que ya llevo dentro; he estado tantas veces aquí en mi imaginación, en mis fantasías, en mis sueños viajeros de colegiala y universitaria. La realidad es tan embriagadora que no estoy segura de que sea real: Venecia parece una copia espléndida de sí misma, el decorado impecable de una película, y yo soy parte de ese drama. Alexandra de los Misterios.

¿Es ese el hotel Gritti Palace? Si me pongo de puntillas puedo ver, al otro lado de las aguas oscuras del Gran Canal, a hombres y mujeres elegantes comiendo en una terraza del hotel iluminada con lámparas. Me llegan sus risas junto con el atrayente tintineo de cubiertos y copas. Luego irrumpe un sonido más fuerte: la polizia veneciana cruzando velozmente el canal a bordo de una lancha azul, en dirección el campanario de San Marcos, que se alza rojo y fantasmal en el horizonte.

Justo delante del palacio hay cuatro postes de rayas azules y blancas con capuchones dorados, alumbrados por pesados faroles góticos de vidrio suspendidos de unos ganchos. Me doy la vuelta y contemplo de nuevo el Palazzo Dario. Tiene unas chimeneas extrañas, chimeneas «carpaccio» las llaman, pesadas y de formas arcaicas, recortadas contra el cielo estrellado. La tracería gótica de la fachada es célebre. El balcón, exquisito.

Las leyendas relacionadas con este lugar son bastante trágicas y románticas. He hecho mis indagaciones. Gente famosa ha fallecido de maneras varias en el Palazzo Dario. Un mercader de diamantes armenio murió «misteriosamente» aquí a principios del siglo XIX. La casa fue comprada entonces por un pez gordo británico, Rawdon Brown, quien se suicidó después de dilapidar su fortuna en reformas obsesivas. Más tarde pasó a manos de un mariscal irlandés, quien pereció «misteriosamente» en 1860. Lo siguió una vistosa sucesión de condesas y condes, el último de los cuales murió acuchillado por su amante. Después el representante de un grupo de rock: asesinado. Después un financiero: ahogado. Después un exorcismo: fallido.

Y ahora: yo. Y no querría que fuera de otro modo.

—Ah, señora Beckmann, ¿qué noticias me trae del Rialto?

Es Marc, con sus ropas de principios del siglo XIX. Está increíble: parece un Darcy pero más moreno y más alto. Viste pantalón estrecho de color negro con botas de cuero de caña alta, camisa blanca de cuello alzado, un suntuoso chaleco morado y una levita larga muy oscura. Una chistera elegante remata el atuendo. Yo no luzco sombrero, pero llevo el pelo recogido en unos preciosos rizos que dan la impresión de ser naturales y estar incluso alborotados. Muy astuto.

Marc desciende al muelle de mármol privado con unos guantes blancos de seda en la mano y hace una inclinación de cabeza.

—Mírate. —Señala mi vestido, da un paso al frente y, tomando mi mano enguantada, la besa con elegancia.

—Camina bella, como la noche —murmura— de climas despejados y cielos estrellados, y lo mejor de la oscuridad y la luz se muestra en su aspecto y en sus ojos.

Me rodea la cintura de muselina y me besa en los labios.

—Celenza —digo posando una mano en su pecho, como si me resistiera. Pero no me resisto.

Marc esboza una sonrisa tranquilizadora.

—¿Estás lista para el Cuarto Misterio?

¿Estoy lista? No lo sé. Estoy nerviosa. Pero también decidida. Le he dicho a Marc que lo amaba, porque lo amo. Ahora no puedo echarme atrás.

Finjo una reverencia que acaba siendo una reverencia real.

—Creo que sí, celenza.

—Decididamente das el pego. Una princesa estadounidense en Venecia inexplicablemente vestida como Elizabeth Bennet. —Mira por encima de mi hombro—. Y ahora, la góndola.

Giro sobre mis tacones de raso. La larga silueta de una góndola negra emerge de la penumbra y golpea sigilosamente el muelle. El gondolero es guapo, cómo no.

—Signor Roscarrick?

—Sí.

La góndola está cubierta de orondos cojines de seda roja. Marc me ayuda a subir. Me recuesto en los cojines, con Marc a mi lado, y contemplo el cielo.

Puedo oler su jabón de cuerpo; se ha duchado y está tremendamente atractivo en su atuendo de principios del XIX. Lo quiero. Quiero a Venecia. De hecho, quiero tener sexo aquí y ahora. Paseando en una góndola.

El gondolero agita el agua y avanzamos lentamente por el Gran Canal. Está cantando en voz baja. Es y no es un cliché. ¿Por qué no debería un gondolero cantar en Venecia? ¿Existe en el mundo un lugar mejor para cantar mientras trabajas?

Toda la ciudad está cantando, en silencio, en esta tranquila y perfecta noche de verano. Pasamos bajo el puente de la Academia, donde hay caras mirándonos desde lo alto, mirando la película de Venecia, mirándonos a nosotros, las estrellas de cine. La película de X y Marc.

Estoy soñando. No estoy soñando. Realmente estoy aquí, realmente estamos pasando frente al Palazzo Fortuny y Ca Rezzonico, realmente estamos pasando bajo los arcos blancos del Rialto y mirando las casas donde Wagner falleció y Marco Polo vivió, las casas donde Stravinsky componía y Henry James suspiraba, las casas de Browning y Tiziano y Casanova, los palacios de poetas y dogos y príncipes y cortesanas. Le estrecho la mano a Marc, embelesada, todavía soñando. No queriendo despertar nunca. Murmurando para mí: «Camina bella, como la noche de climas despejados y cielos estrellados».

Ahora que estoy aquí, me doy cuenta de que Byron estaba escribiendo no sobre una mujer, sino sobre Venecia. La ciudad es la mujer misteriosa, seductora, temperamental, esquiva, compleja, siempre sensual, inundada todos los meses y sin embargo imperecedera. Venecia es una poetisa enigmática, bella y suicida que está siempre intentando ahogarse en un lago.

Y Marc ha deslizado discretamente su mano por debajo de mi vestido.

No digo nada. Señalo un palacio austero y gris.

—¿No es la casa de Byron?

—Sí. El Palazzo Mocenigo.

Su mano sigue entre mis muslos. Buscando, buscando.

—Vivió aquí —continúa Marc— con un zorro, un lobo, al menos dos monos y un cuervo enclenque.

Sus dedos me acarician justo ahí, encontrando la fuente de mi placer.

—¿Un cuervo enclenque? —pregunto inocentemente, esforzándome por no gemir.

—Creo que el cuervo falleció. Y fue entonces cuando su amante amenazó con ahogarse en el Gran Canal. Sobrevivió.

Manejada con suma suavidad por el gondolero, la góndola gira. Marc retira la mano y siento una punzada de pesar. Le deseo. Experimento el deseo imperioso y travieso de bajar la cremallera de ese elegante pantalón negro y llevármelo a la boca.

¿Qué me están haciendo los Misterios?

Sea lo que sea, me gusta. Y me gusta estar en Venecia. Nos dirigimos al norte por un canal más angosto y ahora son los detalles pequeños los que despiertan mi interés: la imagen fugaz y tentadora de canales secundarios, una pareja besándose en una calle oscura y estrecha, como si nadie pudiera verlos, una iglesia pequeña que se mira en las aguas negras y aceitosas. Y alguien cantando en una habitación con una luz amarilla, y otra góndola con una mujer llorando, y luces tenues en callejones negros que acaban en una pared con ventanas góticas

—¿Marc? —Le aprieto la mano. El Cuarto Misterio está cerca—. Bésame.

Se inclina y me besa apasionadamente en los labios. Después dirige la vista al cielo.

—¿Puedes vernos? —pregunta. Y caigo en la cuenta de que se refiere a la Constelación de Nosotros, cerca de Orión.

Asiento, con unas ganas inexplicables de llorar.

—Puedo vernos, Marc. Puedo vernos.

Reina un silencio asombroso. Venecia de noche. Sin coches. Sin motores. ¿Es Venecia la ciudad más silenciosa de la tierra? Solo se oyen los lametones del agua del canal en el mármol medieval y el canturreo del gondolero. Por lo demás, silencio. La nada inerte y hermosa, como una ciudad a punto de disolverse.

La góndola nos transporta hasta los mismísimos límites de Venecia. Me incorporo. Ahora puedo ver las aguas de la laguna, unas luces titilantes, quizá de Murano, la silueta chata y lúgubre de la isla del cementerio, la isla de la muerte.

—Casi hemos llegado —anuncia el gondolero en inglés.

No hacía falta. Sé que nos estamos acercando porque de pronto nos encontramos en medio de un tumulto de embarcaciones: otras góndolas y muchos taxis acuáticos. Hay un vaporetto atracado en la ribera. La gente está bajando de las embarcaciones con elaborados y exquisitos trajes de principios del XIX, como Marc y yo. Hay trajes de muselina y gasa, y de refinado raso, y corpiños, camisolas y vestidos estilo Imperio. Y hombres con levitas de faldones y cuellos blancos alzados y pañuelos de rígida seda.

Esta es mi gente. Aunque me cueste creerlo.

Oteo por encima de sus cabezas y pregunto:

—¿Es ese edificio de allí?

Estoy mirando un modesto palacio cuadrado, sin duda antiguo, en el extremo del canal. Orientado a la laguna, el edificio se encuentra cruelmente aislado y expuesto, como un niño enviado a un rincón del aula.

—Es el Casino degli Spiriti —dice Marc—. Tiene una historia bastante barroca de artistas, poetas y orgías. —Me toma del brazo y me ayuda a bajar de la góndola—. No te inquietes, X. El Cuarto Misterio es de los más dulces.

Por supuesto que me inquieto. Pero también estoy ilusionada y nerviosa, pues diviso a las chicas de blanco, ya familiares para mí, que se acercan a recibirnos y ofrecernos copas de vino mientras esperamos para entrar.

El gondolero se aleja a golpe de pértiga y las demás embarcaciones se dispersan. Una sierva se coloca de cuclillas delante de mí y me levanta sin miramientos el vestido de muselina translúcida, mostrando mi desnudez al mundo, a toda la gente que me rodea.

Me habían dicho que no me pusiera bragas. Ahora todo el mundo sabe que he acatado la orden. La chica examina mi tatuaje, visible sobre la liga, y deja caer el vestido con una reverencia.

Todo eso tiene lugar en la acera de un canal de Venecia, ante docenas de personas, de personas ricas y sofisticadas —algunas de las cuales reconozco: celebridades, políticos— y aun así logro dominar la vergüenza y el pudor. Bebo vino y hablo con Marc mientras la chica hace su trabajo. La gente a mi alrededor charla, asiente y bebe. Finalmente una sierva nos acompaña al interior del Casino degli Spiriti.

La casa es más grande de lo que parece por fuera. La planta baja es umbría y majestuosa. También algo siniestra. Casi semeja una cripta. Se percibe cierto olor a humedad procedente de la laguna que lame sus muros. Nos invitan a subir. Esta planta —el piano nobile, la planta principal— es más luminosa y mucho más imponente. Arcos góticos de piedra blanca y pilares de mármol también blanco sostienen un techo alto con intrincadas molduras; la estancia es espaciosa y aireada, similar a un salón de baile. Frescos ligeramente eróticos adornan las paredes con desnudos femeninos y querubines en tonos rosas y blancos. Tiepolo, quizá.

Las siervas están ofreciendo copas grandes de metal.

—Es el ciceón —dice Marc—. Bébetelo todo.

¿Ciceón? He oído hablar de él, desde luego. La droga de los Misterios Eleusinos. El fabuloso pero enigmático narcótico.

Vacilo por primera vez en toda la noche. ¿Drogas? Yo no tomo drogas. Mi única experiencia con las drogas ha sido alguna que otra calada de marihuana que hizo que vomitara y que me diera vueltas la habitación. Marc se percata de mi indecisión.

—Es legal, fabricado con hierbas y flores silvestres.

—¿Qué hierbas?

—No tengo ni idea, X. Es un misterio.

Sonríe. Contrito.

La sierva me está observando. Me reprendo por mi aprensión. He llegado hasta aquí: quiero conocer el Cuarto Misterio y no quiero perder a Marc. Sencillamente, no puedo.

Cojo una copa y bebo un largo trago. Tiene un sabor un poco amargo y especiado. Parece ponche de vino frío. No es desagradable. Levanto la copa una vez más y apuro el contenido. Mirándome a los ojo, Marc hace otro tanto con la suya.

—Todo el mundo bebe ciceón.

Y empieza a sonar la música. Es un canto africano rítmico, percusor. La reconozco, pero ignoro el título.

—La Missa Luba —dice Marc.

Claro. La Missa Luba: una misa grabada en el África belga décadas atrás.

Es la música idónea para el momento, pues el ciceón está actuando con una rapidez pasmosa. Tengo visiones. Me aferro a la mano de Marc. De hecho, estoy tambaleándome. Y transpirando. Me asusto.

—No te resistas al ciceón —me susurra Marc, y me besa dulcemente en el cuello—. Imagina que estás en una góndola, piccolina, atravesando un canal en la oscuridad. Una oscuridad cálida y sensual.

Miro su rostro atractivo y distante y un segundo después me doy la vuelta y veo otro rostro atractivo que también conozco. ¿Quién es? ¿Un actor? ¿Estoy soñando? No estoy segura, porque puedo ver más rostros famosos. Un político. A su lado, un millonario de internet. Una modelo. Otro político, de Estados Unidos, con su esposa. Magnates y supermodelos de todo el mundo.

Me estoy soltando. Marc sujeta con fuerza mi mano enguantada. Esto parece una fiesta erótica para los ricos y famosos pero, sobre todo, para los muy poderosos. A menos que realmente esté soñando, a menos que las alucinaciones sean lúcidas y la droga extremadamente potente. No lo sé. Me siento desfallecer.

—Necesito que me dé el aire.

Marc asiente.

—Claro.

Caminamos hasta la ventana y aspiro con avidez el aire fresco de la laguna. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que Marc está al lado de una joven muy guapa, de unos dieciocho años, con un vestido estilo Imperio de color rojo. La chica me sonríe y, a renglón seguido, me rodea. ¿Qué hace? Vuelvo la cara hacia ella. La chica está arrodillándose detrás de mí, muy despacio, y deslizando los dedos por debajo de mi vestido. Empieza a acariciarme el clítoris.

—Estás mojada —dice.

La miro a ella y luego a Marc.

—Sí, lo estoy —digo.

Me acaricia el clítoris un poco más. Cerca hay un grupo de gente bailando, pero nosotros permanecemos quietos mientras la chica me frota el clítoris con el pulgar y Marc y yo nos miramos.

Mis sentidos se diluyen. Me entrego al placer y las visiones. Ah. Ah, sí. La chica es muy bonita; no tengo ni idea de quién es. Gimo un poco, no puedo evitarlo. Sigue acariciándome. No quiero que pare. Me gusta, me gusta mucho. Pero sonríe y retira la mano bruscamente. La oigo alejarse, perderse entre la multitud. Estoy jadeando. Cerca. Ha estado tan cerca. ¿Dónde estoy?

—Marc, ¿quién era esa chica?

Menea la cabeza.

Susurro:

—Un misterio, lo sé. Un misterio. Marc, me noto extraña.

Vuelve a darme la mano. Me apoyo en su hombro y me embarga un fuerte deseo sexual. Una poderosa sensación de abandono. Quiero tener sexo con Marc aquí, delante de esta gente. Arrancarle el pañuelo, la camisa almidonada, abrirle esos pantalones estilo Byron. Me cuesta mucho contenerme. Las botas de caña alta me cautivan.

La música está tan fuerte que casi resulta ensordecedora. No tengo ni idea de qué hora es o de cuánto tiempo ha pasado.

Marc murmura, y sus palabras con olor a vino me calientan la oreja.

—¿Quieres tumbarte? El ciceón hace más efecto si te tumbas.

No estoy segura de que pueda soportar un incremento de su efecto. Pero tiene razón, necesito tumbarme. En mi mente se amontonan los colores; tengo la sensación de que los frescos se mueven. Los querubines están cayendo de las nubes.

Guiada por la mano de Marc, camino entre la gente a trompicones. Veo a hombres vestidos de militar y a mujeres con vestidos blancos de gasa y esas chaquetillas cortas —¿chaquetillas Spencer?— enmarcadas por otras ventanas abiertas. La isla del cementerio está a oscuras y su silueta se recorta en el horizonte veneciano. A mi izquierda hay unas grandes escaleras de madera que bailan ante mis ojos. Marc la señala, pero ya me estoy dirigiendo a ella.

Necesito subir esos escalones.

Una vez arriba Marc se detiene ante un pasillo rosado. Veo una espaciosa habitación, dorada y violeta, con una cama grande. Soltando la mano de Marc, entro, me tumbo y me quito las manoletinas. ¿Estamos en la tercera planta? Caigo en la cuenta de que en la habitación hay gente. Desconcertada, me incorporo para irme pero de pronto tengo a Marc a mi lado murmurando, murmurando.

—Túmbate…

Obedezco. Porque estoy deseando tumbarme. Una joven se acerca a la cama y me levanta el vestido de muselina hasta la cintura, dejando mi sexo a la vista, y luego me lo quita del todo, seguido del brazalete. La chica, de unos diecinueve o veinte años, lleva un vestido de seda y muselina y el pelo bellamente recogido en lo alto de la cabeza.

Yazgo en la cama boca arriba, desnuda salvo por las medias y los guantes blancos, y hay otra chica en la cama conmigo. Luce un vestido propio de una producción de Orgullo y prejuicio y, sin embargo, en la mano sostiene un consolador de cristal.

Marc está de pie junto a la cama.

—¿Marc?

—Acepta, Alexandra, acepta.

Acepto, acepto, acepto. Doy por hecho que la chica va a introducirme el consolador, pero en lugar de eso se aproxima y me quita los guantes, me agarra una muñeca y la esposa bruscamente al poste metálico de la cama.

Contemplo los rostros de hombres y mujeres que me observan mientras la chica me esposa la otra muñeca. Le siguen los tobillos, que fija a los postes de la cama con grilletes acolchados. Ahora estoy totalmente vulnerable. Y la idea de estar esposada a la cama con las medias blancas de seda como único atuendo, y de que todo el mundo puede verlo, que todo el mundo me está mirando, admirando, es excitante y perturbadora a un mismo tiempo.

Miro a Marc en busca de aliento.

Asiente.

Me tumbo.

Ahora la chica se inclina y me lame los muslos unos instantes, luego los abre, me introduce el consolador en el sexo y lo desliza.

Me incorporo.

—No, Marc, yo…

La chica habla:

—X, per favore.

¿Cómo sabe mi nombre? ¿Cómo? Lo ignoro. Pero es muy bonita y su voz me tranquiliza. Marc está de pie junto a otros hombres de su edad, observándome con expresión serena. ¿Qué es esto? Estoy en una cama con gente que no conozco y esta chica está metiéndome un grueso consolador de cristal por la vulva hasta el fondo, hasta el fondo. Agito los tobillos esposados contra las sábanas de seda, sorprendida por el placer que me embarga, el inquietante, profundo y duro placer.

El consolador está caliente: ¿cómo lo hacen?

—Alexandra…

La chica vuelve a pronunciar mi nombre, retira el consolador y su lengua me lame el clítoris. Es habilidosa. La cabeza me da vueltas mientras clavo la mirada en los ojos de Marc, esos bellos y distantes ojos azules. La música, la música. ¿Noto dos lenguas? Como lenguas de gatitos, duras y suaves, lamiéndome el clítoris. Hay tres chicas ahora. La tercera chica se inclina y me muerde juguetona, traviesamente, los pezones.

Tres chicas, una de ellas desnuda. Y Marc de pie con sus botas de cuero y ese cuello blanco alzado; se ha quitado la chistera y tiene el pelo revuelto. Quiero deslizar mis dedos por sus rizos negros, pero él se limita a mirarme. Tal vez sea una mirada de amor, pero también de deseo. Un deseo intenso y vehemente. Disfruta mirándome, disfruta viéndome hacer esto.

Y su gozo aumenta mi gozo. Empiezo a gemir cuando una chica desliza el consolador dentro de mí con cálidas embestidas al tiempo que me lame el clítoris y le susurra dulces palabras en italiano. La segunda chica me muerde y pellizca los pezones en silencio; su perfume es embriagador. Me estiro y beso sus pechos jóvenes y tersos. La tercera está introduciéndome algo, otro objeto caliente y vibrante, analmente, bellamente. Nunca imaginé… nunca imaginé… Y la música sigue sonando, cada vez más fuerte y conmovedora.

—Estás preciosa —dice Marc—. Preciosa.

Las ventanas están abiertas. Puedo ver las estrellas ahí arriba, y aquí abajo. Estrellas y más estrellas. La música retumba. La chica me penetra con el consolador de cristal. Estoy en esta cama desnuda y con las piernas abiertas, rodeada de gente. Ojalá pudiera estar más desnuda. Más llena. Más. Más.

—Sanctus…

Dentro y fuera. Dentro y fuera. Clítoris. Consolador. Analmente. Besos. Me lamen el sexo, lo provocan, y estoy temblando, temblando de placer, temblando, hundiéndome, el palacio haciendo aguas, las pieles y los canelos mojándose.

Hosanna.

Hasta el fondo. Hasta el fondo. Veo las estrellas. Tantas estrellas. Marc es las estrellas. Voy a correrme.

Dominus.

El orgasmo está cerca. El consolador me embiste. La chica me lame el clítoris. La chica me muerde los pezones. El orgasmo está cerca, muy cerca.

—¡Marc!

Noto su mano en la mía. Sigo esposada.

—Tesorina.

El orgasmo está temblorosamente cerca…

Las tres chicas empujan y muerden, lamen y embisten, y finalmente me corro con un espasmo violento, una energía desbocada. Estoy jadeando y gritando, retorciéndome, y las chicas me sujetan. Porque estoy temblando, sacudiéndome, estoy poseída, y el líquido sale de mi sexo formando un arco soberbio, y me recuesto, presa de una agonía delirante y pintoresca, crucificada por este éxtasis voraz. Luego, aunque los colores siguen dando vueltas, sé que lo único que deseo es a Marc. Deseo a Marc. Marc encima de mí. Marc. Marc. Marc. Marc.

—Marc.

—Alexandra, cara mia.

Abro mis ojos bañados de lágrimas.

Es él. Las chicas están quitándome las esposas y Marc me está levantando de la cama. Estoy desnuda en sus brazos, como una mujer rescatada de un incendio, y Marc me saca de la habitación.

Susurro sobre su pecho mis lágrimas de perplejidad y gozo, y Marc me baja desnuda, abriéndose paso entre la gente, cruza la puerta y me saca del edificio, al aire cálido de la noche. Me lleva desnuda por un camino hasta el embarcadero. Y me sube desnuda a una embarcación.

Y ahora estoy desnuda en una góndola, recostada en los cojines, con las piernas adormecidas y abiertas, los muslos temblando levemente. Estoy muerta de vergüenza y, sin embargo, a una parte de mí no le importa que me miren. Que me vean el vello y la piel. Soy una mujer desnuda que solo viste unas medias blancas de seda en una barca negra, en las aguas negras del Canal de Cannaregio, en la ciudad de terciopelo negro de los sueños y la decadencia. Me ruborizo y noto la brisa fresca en la piel, pero algo dentro de mí rechaza la ropa.

La góndola se balancea, se mece y navega. Luego se detiene. En un canal secundario. Espectral bajo la luna, una iglesia antigua y pequeña se alza ante nosotros. El gondolero desaparece. Marc está de pie en la embarcación, delante de mí. Está desabrochándose el pantalón.

Abro mis piernas trémulas. Alargo una mano hacia su erección. Está increíblemente dura.

Me inclino para chuparle pero me empuja hacia atrás. Me empuja con fuerza. Luego me abre los muslos y un instante después lo tengo dentro, llenándome.

—Estabas tan hermosa. —Me besa—. Tan jodidamente hermosa.

Me folla. La góndola se balancea sobre las aguas de la vieja Venecia. Tengo los pies en el aire. Y la gente puede verme. Estoy segura de que puede verme. Todo el mundo puede ver cómo me folla Marc. Una vez. Y otra, Y otra. Ah.