26

Para cuando aterrizamos en Verona estoy mucho más tranquila. Bueno, bastante tranquila. Al salir de la pequeña terminal Marc es recibido por un amigo, o un conocido, o un sirviente, que le entrega las llaves de otro coche: un BMW pequeño y veloz. Pienso en lo fácil que resulta cada gestión en la vida gracias a la inmensa fortuna de Marc; sin embargo, ganó ese dinero luchando contra las mafias. Y al final tuvo que matar a alguien.

Quiero huir para siempre de él, pero por otro lado me muero por besarlo. En lugar de eso, subo al BMW en silencio y emprendemos nuestro viaje a Tirol.

El paisaje es anodino al principio: urbanizaciones típicas del norte de Italia, supermercados Carrefour y canales de cemento, muchos conductores acalorados e irritables volviendo del trabajo mientras el sol empieza a caer. La temperatura aquí es de 30 °C a las ocho de la tarde. Las llanuras abrasadas y polvorientas de Véneto. Resecas y marrones. Como yo. Me siento reseca y marrón. Quiero sexo. Quiero aliviar con sexo la tensión en mi cabeza. Es la única manera de salir de este estado. La única manera de reconectar con Marc.

El sexo.

Me digo que quizá debería acercarme y besarlo sin más. Pero no puedo. Ignoro por qué, pero no puedo. Así que me quedo donde estoy, deseándolo pero contemplando el paso de los cipreses. Contemplando los concesionarios Alfa y los montes bajos.

Pero entonces las montañas aparecen ante mis ojos. Las miro boquiabierta. Son inmensas y poderosas, cristalinas y fulgurantes, algunas con el pico nevado. Letreros para Trento y Bolzano me indican que no podemos estar muy lejos. Tomamos la autostrada que transcurre por un extenso valle regado por un río y flanqueado por las montañas.

—Es precioso —digo mirando por la ventanilla. Son prácticamente las primeras palabras que pronuncio en dos horas. Son casi reflexivas, una reacción instintiva ante semejante maravilla. Todavía deseo a Marc.

—Esto no es todo, cara mia. Lo que viene es aún mejor. —Aprieta el acelerador para adelantar a un camión checo, y conduce velozmente hacia el norte. Y entonces entiendo a qué se refiere.

El paisaje es ahora perfecto, como extraído de un cuento. Bancales de vides verdes y manzanares trepan por empinadas laderas donde castillos durmientes relucen bajo el sol; detrás, por encima de los castillos y los viejos pueblos encumbrados, se alzan las montañas.

—Las Dolomitas.

Nunca he visto unas montañas iguales: parecen de mentira. Como la visión de unas montañas de un niño superdotado: enormes agujas de roca gris y glacial elevándose por encima de los tres mil metros. Muy verticales. Como pináculos de piedra y hielo. Como catedrales aguardando al calor del sol. ¿Aguardando qué?

—De niño pasaba mucho tiempo aquí —dice Marc—. Mi madre y mi hermana siguen viviendo en Tirol.

Hemos salido de la autostrada y estamos avanzando por una angosta carretera rural, entre más viñedos, donde hombres ancianos se inclinan para examinar las uvas; entre exuberantes granjas de color verde esmeralda con iglesias medievales. Estoy intentando no pensar en Marc y en mí: desnudos. A lo mejor me he convertido en una obsesa. ¿Se puede tener una psicosis sexual? ¿Me han vuelto los Misterios demasiado sexual?

De repente caigo en la cuenta de algo.

—Todos los letreros están en alemán.

—Hemos cruzado la frontera lingüística —me explica.

Intento no mirar la forma en que sus brazos musculosos giran el volante, o la forma en que la incipiente barba realza la firmeza de su mandíbula, o la manera peligrosa, depredadora, agresiva, en que sobresalen sus pómulos. Puedo imaginar ese rostro atractivo crispado por la ira, matando a alguien. Puedo. Y sin embargo deseo besarlo. Esto está mal, seguro.

—Quince kilómetros atrás se habla sobre todo italiano, mientras que aquí se habla alemán, aun cuando la gente tiene la nacionalidad italiana. Son italianos que aparcan civilizadamente.

Otra curva cerrada nos planta en un largo camino de grava. Ahogo una exclamación. El camino va a parar a una casa antigua, bella e inmensa, envuelta en hiedra y buganvillas, con una gran torre almenada en un lado.

—El Schloss Roscarrick. Mi madre y mi hermana no están. Llegarán mañana.

Dibuja un amplio giro en la grava y detiene el coche delante de un portón. Un hombre de mediana edad sale apresuradamente de la casa en pantalón corto, sandalias y camiseta, pero por su actitud deduzco que es un criado.

—Guten Tag, Klaus —dice Marc bajando del coche.

El hombre sonríe, le coge la llave y me saluda educadamente con una inclinación de cabeza. Luego explica, en tono de disculpa, que estaba trabajando en el jardín. Por lo menos, es lo que deduzco cuando oigo Garten, pues mi alemán es muy limitado. Marc asiente y acepta la disculpa con una sonrisa. Señala el equipaje.

—Ein Uhr? Im Zweiten Schalfzimmer, Danke, Klaus.

Me coge de la mano y cruzamos el portón. No aguanto más. En cuanto la puerta se cierra, busco su cara y le doy un beso.

No me hace falta insistir. Me levanta del suelo y me besa. Apasionadamente.

—Marc —digo, medio llorando, medio riendo—. Creo que tienes que follarme. Si no lo haces, huiré.

Me deja en el suelo y empieza a arrancarme la ropa. Y yo a él. Le desgarro la camisa. Quiero morder su torso desnudo y musculoso. Hacerle sangre. Quiero verlo excitado. Quiero ese poder sobre él.

—Ven —dice tirando de mí de una manera firme y cautivadora—. El dormitorio está arriba.

Las escaleras son anchas y majestuosas. Y Marc está intentando desnudarme mientras subimos. Le aparto. Me quito un zapato y luego el otro. Ahora estoy descalza. Y corriendo. Me persigue quitándose la camisa, arrojándola sobre la balaustrada. El banderín de su lujuria ondea en el aire dulce y cálido.

—¿Dónde está el dormitorio?

—Aquí —dice.

Me vuelvo hacia él. Abre la puerta del dormitorio. Entramos y la puerta se cierra con un golpe seco. Marc no lleva camisa. Yo no llevo vestido. Estoy en bragas y sujetador. Quiero desnudarme para él, desnudarme con él, pero estoy acalorada y sudada después del vuelo y el largo viaje en coche. Quiero asearme.

—Necesito una ducha.

—Entonces, deja que te lave.

Me levanta y me lleva en volandas hasta un cuarto de baño luminoso e increíblemente moderno. Por todas partes brilla el acero. Miro a mi alrededor. Marc ha pagado esto. Marc ha pagado todo esto.

Mi lord Roscarrick me deja en el suelo y me quita el sujetador y las bragas: estoy desnuda, impaciente y transpirada.

—Lávame.

Como un patinador sobre hielo, me levanta una vez más, me lleva hasta la ducha y me deja en el suelo. Gira una esfera de acero y de la ducha sale un fuerte chorro de agua caliente. Descamisado, Marc coge la roseta, con su manguera de acero flexible, y empieza a lavarme. Tiene las manos jabonosas y calientes. Es el mismo jabón que utiliza en Nápoles. El jabón de Florencia. Me encanta su olor.

Marc me moja los pies y me enjabona los dedos con ternura y delicadeza. Me levanta los pies y los enjuaga, dedo por dedo. Cuando ha terminado los besa y se lleva un dedo a la boca. Luego dos. Deja los pies y, con gestos meticulosos, solícitos, me enjabona las pantorrillas, las rodillas, los muslos. Me masajea diligentemente el culo con espuma de jabón y agua caliente, y el placer me recorre por dentro. No obstante, espero y observo mientras me da la vuelta y dirige el delicioso chorro de agua a mi vello púbico, y a mi sexo. Sus manos resbalan por mis muslos empapados. Voy a explotar.

—Entra en la ducha conmigo.

—Enseguida, cara mia, enseguida.

Ahora me está enjabonando los pechos. Frunciendo el ceño, masajeándolos, cubriéndolos con esa espuma fragante y celestial, sus manos suaves, sus manos firmes. Levanta la roseta por encima de mi cabeza y me enjuaga el pelo y la cara; cierro los ojos y dejo que el agua arrastre los restos de sudor de mi cara. Y de repente noto su boca tierna en mis labios. Besándome vorazmente.

Marc está en la ducha. Se ha quitado los vaqueros. Está desnudo en la ducha conmigo y su erección es patente. Puedo sentirla contra mi cuerpo. Abro los ojos. Bajo los brazos y envuelvo su polla, su adorable grosor, con mis manos. Cojo el jabón y cubro de espuma y agua su deseo. Con delicadeza y veneración. Adoro su erección. Adoro a Marc. Adoro su deseo por mí. ¿Cómo he podido dudar de él?

En cuanto se ha enjuagado, cierra el agua y nos secamos mutuamente con sendas toallas. Hecho esto, nos miramos unos instantes y entramos literalmente corriendo en la habitación, desnudos y limpios, jóvenes y enamorados. Y listos para follar. Como una pareja de amantes normal. Pero mejor. Pero peor. Pero un momento.

Estamos en la cama. Marc desea tomarme. Le freno y digo que no con la cabeza. Extiendo un brazo y rodeo su erección con mi mano. Le miro directamente a los ojos. Y digo:

—Mataste a un hombre.

Asiente y sus ojos azules titilan.

—Maté a un hombre.

—¿Tuviste que hacerlo?

—Tuve que hacerlo.

—Puedo perdonarte…

—¿Puedes?

Le aprieto la polla. Entorna los párpados. Nuestros rostros están separados por apenas unos centímetros.

—Sí, puedo, porque te amo. Maldita sea, Roscarrick, te amo. Ojalá no te amara, pero te amo.

Es la primera vez que lo digo. Por mi rostro ruedan una o dos lágrimas. Suelto a Marc y me tiendo sobre la cama.

—Ahora, hazlo, tómame, por favor, antes… antes de que cambie de parecer… antes de que todo se venga abajo… antes de que me rinda y huya.

Asiente. Desciende para lamerme pero no es eso lo que quiero. Tomo su rostro en mis manos y lo subo. Le beso en los labios, en esos labios rojos y finos.

—Marc, estoy preparada.

Sin otra palabra, me empuja contra la cama y me abre bruscamente los muslos. Se inclina sobre mí y me clava una mirada dura y dominante, y esboza una sonrisa muy tenue… y me penetra con violencia.

La sensación de alivio es inmensa. Estoy apretando los dientes. Es doloroso. Es maravilloso. Me penetra otra vez. Y otra. Estoy empapada. Y no por la ducha. Me embiste y ahogo un grito. Casi estoy llorando de nuevo. Es intenso, es lo que quiero: no algo suave, ahora no, no después del día de hoy. Tampoco preámbulos lánguidos. Solo esto. Solo a él. Duro. Poseyéndome. Por entero.

Nos follamos el uno al otro. Es la única descripción posible. Nos follamos el uno al otro. Tomando lo que queremos del otro. Devorándonos. Le beso el hombro, esos músculos duros y espléndidos. Le muerdo. Fuerte. Y vuelvo a besarlo.

Ahoga un grito.

—Ah.

Le araño la espalda con las uñas mientras me penetra cada vez más hondo. Ahoga otro grito. Sé que es doloroso. Quiero que sea doloroso. Para él además de para mí. Le clavo la mirada mientras me penetra una y otra vez. Y digo:

—Te amo, cabrón.

Vuelvo a arañarlo. Me embiste una vez más. Acaricio la belleza cruel y tierna de su mandíbula.

—Te odio pero te amo.

—X, X…

Me levanta las piernas y, sin dejar de follarme, planta mis pies en su pecho. Mis pies pequeños y blancos contra su pecho duro, bronceado, de vello castaño. Me folla. Me agarra por los tobillos y me sube aún más las piernas, doblándolas casi dolorosamente hacia atrás, como si quisiera entrar aún más en mí. Me tiene aplastada bajo su cuerpo.

Me someto. Me domina. Me empuja tanto los pies que mis dedos tocan la pared. Me gusta, me gusta ese dolor sutil. Dejo que me monte, que me someta, que me controle. Que haga lo que quiera conmigo. Está a punto de correrse, lo sé por la belleza rabiosa de sus ojos. De pronto me suelta las piernas y se relaja un segundo, expectante.

Le busco de nuevo.

Le muerdo la piel del hombro cuando vuelve a entrar en mí. Ese hombro firme, masculino, musculoso. Ese hombro atlético. Esos brazos asesinos. Esas manos letales. Este duelista. Marc Roscarrick.

—Por detrás.

¿Quién soy yo? ¿Dando órdenes?

Marc obedece. Me da la vuelta. Como a una bailarina, me gira entre sus manos. Como si fuera un juguete, o una herramienta favorita. Me abre de nuevo los muslos. Ah, sí, sí. Estamos a punto de alcanzar el clímax. Hundo la cara en la almohada, sabedora de lo que se avecina. Ansiándolo.

Pero lo que llega es diferente. Me embiste ocho o nueve veces, dominante y salvaje y deliciosamente profundo, y se retira. Rodeándome el estómago con los brazos, me levanta y me lleva hasta la ventana.

Y la ventana está abierta de par en par. Puedo ver las montañas y los bosques, y el cielo crepuscular. El sol de poniente tiñe las montañas de un rojo intenso. Marc me inclina sobre la repisa de la ventana. Está acolchada con cuero. Estoy contemplando las montañas. Él está detrás de mí.

Y me penetra una vez más. Me folla sobre la repisa de la ventana. Por detrás. Siento el aire fresco de la noche en el pecho. Puedo oler los bosques de pinos y las montañas. Puedo ver los glaciares de las Dolomitas. Puedo notar los dedos de Marc en mi clítoris. Puedo notar su deseo dentro de mí. Puedo notar las lágrimas en mi rostro. Puedo notar la vibración del orgasmo que se acerca. Como caballos en la distancia. Tronando.