La carretera, que parece en buen estado al principio, se convierte al rato en una estrecha pista de tierra apisonada bordeando una ladera empinada. El valle bosteza a mi izquierda repleto de rocas y arenilla gris: un río de polvo que desciende hasta la llanura turquesa del mar Jónico; de vez en cuando a través de las hayas puedo vislumbrar el agua.
El paisaje es inhóspito. Imagino que en primavera debe de haber flores silvestres, adelfas rosas y retamas amarillas, riachuelos fulgurantes y puede que torrentes de nieve derretida, pero en este punto álgido del verano solo hay rocas y polvo. Y una carretera que desaparece.
Al salir de otra curva polvorienta veo que un desprendimiento ha invadido este tramo de «carretera». Voy a tener que cruzar con el coche cien metros de pedruscos traicioneros. Quinientos metros montaña abajo, atrapado entre los árboles, asoman los restos de un Fiat incendiado; los restos herrumbrosos de alguien que no lo consiguió.
Así y todo, sigo adelante: reduzco una marcha, subo una marcha; el motor protesta. Poco a poco avanzo sobre el barro y los escombros; el motor quejumbroso del Land Rover es el sonido de mi determinación rayana en la desesperación.
Tengo que llegar a Plati. He de descubrir la verdad sobre Marc. Y estoy segura de que Enzo Paselli me la contará, si logro dar con él.
Por qué estoy tan segura, lo ignoro.
El Land Rover chirría. Aprieto aún más el acelerador y el coche sale disparado hacia delante, escupiendo piedras, y las ruedas de atrás se deslizan peligrosamente hacia la izquierda. De hecho están levantándose, pero las ruedas delanteras se aferran a la pista, el Land Rover da un impulso y volvemos a la carretera. El coche y yo. Sanos y salvos.
Pero al tiempo que el alivio me embarga, me asaltan más dudas. Puede que Marc esté en Plati, hablando y riendo en la terraza de un café, bebiendo amaretto y rememorando los hombres a los que han asesinado.
Me recorre un escalofrío.
¿Un asesino?
Por favor, que Marc no sea un asesino.
Sigo conduciendo. Vamos, aprieta el acelerador. Vamos, llega de una vez. Devora los kilómetros. La carretera, tortuosa y llena de piedras, no parece tener fin. Diviso algún que otro caballo salvaje que me mira perplejo, preguntándose qué hace un coche en mitad de un bosque abrasado por el sol. Finalmente el camino mejora y mi angustia aumenta.
¿Y si Marc fue a Plati para enfrentarse a alguien? Marc. No me hagas esto. No seas uno de ellos.
Plati.
Desciendo por un estrecho desfiladero sin árboles que desemboca en otro valle y finalmente diviso un pueblo, más grande de lo que imaginaba, en la ladera. El pueblo parece un montón de basura y cascotes volcados de cualquier manera. Hay casas a medio construir, calles a medio construir, tiendas a medio construir.
—¡Eh! ¡Eh!
Dos niños están gritando y señalando el coche cuando paso junto a un cementerio amurallado situado en las afueras. Los niños están jugando entre las tumbas, pero en cuanto me ven se ponen a dar gritos y saltos.
—Signorina! Signorina!
Uno de ellos hace un obsceno gesto fálico, y él y su compañero rompen en carcajadas y aullidos. No consigo adivinar si están sorprendidos por la llegada de alguien por este camino tan peligroso o haciendo de centinelas para la gente del pueblo.
Al rato comprendo que, sencillamente, les sorprende que una forastera visite Plati. Porque el resto de la gente me mira con igual pasmo. En la terraza de un bar mugriento, unos hombres que están compartiendo una botella de grappa se vuelven simultáneamente para contemplar el vehículo desconocido que pasa por su lado. Uno de ellos menea sombríamente la cabeza, como si su asombro rozara el agravio.
Ahora estoy seriamente asustada. Plati es un lugar aterrador y la hostilidad se respira en el aire. Por un momento me tienta el deseo de seguir adelante, de apretar el acelerador y salir de este pueblo espantoso, llegar a una carretera en condiciones y poner rumbo a la costa, a Reggio, al aeropuerto.
Pero no puedo. He de descubrir la verdad sobre Marc. Estaciono el coche en lo que constituye lo más parecido a una plaza en todo Plati, aunque en realidad no es más que un puñado de edificios sin terminar alrededor de un aparcamiento vacío. Es de una austeridad islámica.
Entonces vislumbro un bar grande y popular, semioculto detrás de un muro. El bar tiene algunas mesas de plástico fuera, con unos poco bebedores que me miran con expresión huraña. Perfecto. Los cafés son los centros de reunión por excelencia de los italianos y este es el café más grande del pueblo. Si quiero encontrar a Enzo Paselli y descubrir la verdad sobre Marc, este es el lugar.
Ocupo una de las mesas de plástico sin hacer caso de las señales de la gente: el tipo que se da unos golpecitos en la nariz para indicar que algo huele a sospechoso, el tipo que se baja el párpado para comunicar a los demás que mantengan los ojos bien abiertos.
Un camarero de cara triste se acerca a mi mesa. Su apuro es obvio, su lenguaje corporal evidente. No quiere hablar conmigo, quiere que me vaya. Pero yo ya he llegado demasiado lejos para seguir encogiéndome.
—Signorina…?
—Espresso, per favore.
Sus ojos se iluminan, parece profundamente aliviado: la señorita solo quiere un café rápido, luego se marchará.
Pero añado, en italiano: «Estoy buscando a Enzo Paselli».
—Sto cercando Enzo Paselli.
El camarero crispa el rostro. Está claro que he infringido algún tipo código por el mero hecho de mencionar ese nombre.
No contesta. Se da media vuelta, enmudecido, y se mete en el café. La gente de las demás mesas se me queda mirando. Dos madres jóvenes con bebés en los brazos tuercen descaradamente el gesto. Frente a una bonita botella de Nero d’Avola, un trío de hombres maduros con blazers impecables y pantalones bien planchados mira estupefacto a esta estúpida americana rubia.
El camarero regresa.
—Espresso —se limita a decir todo lo hoscamente que puede mientras planta el plato y la tacita blanca sobre la mesa sin limpiar. Está deseando que me beba el café—. Váyase, signorina, no insista.
Levanto la vista y repito:
—Sto cercando Enzo Paselli.
El camarero retrocede y mira a su alrededor en busca de apoyo moral frente a esta americana demente que quiere que le peguen un tiro.
Mis latidos son rápidos y regulares; estoy asustada pero también decidida. La escena se repite tres veces en el espacio de una hora. Cada vez que el camarero sale, le pido un café, o agua, y le preguntó por Enzo Paselli; y en cada ocasión él me mira con su rostro pálido y triste, no responde y me trae el café. Pudo oír a los demás clientes murmurar entre sí. Uno de los hombres maduros se levanta y se marcha. ¿Para ir a buscar una pistola? ¿Para traerse unos matones?
Un coche petardea y pienso por un momento, casi con alivio, que ya está. Alguien ha disparado a alguien. Tengo ganas de llorar. Quiero largarme del horrible Plati. Pero necesito conocer la verdad sobre Marc, así que me levanto y me acerco al camarero, que está prácticamente reculando.
—Sto cercando Enzo Paselli! —digo.
Esta vez responde con un gesto típicamente italiano: junta las palmas de las manos y las agita. Un gesto que quiere decir: por favor, por favor, sea razonable.
—Signorina, per favore, non si capisce…
—Sto cercando Enzo Paselli!
Prácticamente le estoy gritando. Y estoy bastante fuera de mí. No podría reprocharles que me llevaran ante la policía, si no fuera porque la policía nunca viene a Plati.
De pronto noto una mano en el brazo. Un hombre de baja estatura me está tocando el hombro. Con un fuerte acento calabrés, dice:
—Venga con me.
A lo mejor quiere llevarme a mi coche; a lo mejor quiere llevarme a que me maten. Lleva un tatuaje grande en el cuello y los tacones de sus botas de motorista alzados. Doblamos por una esquina e inmediatamente vislumbro otro café, más refinado, con toldos decentes y manteles en las mesas.
Y allí está Enzo Paselli. Disfrutando, en solitario, de una comida dominical. Y mirándome. Delante tiene media botella de vino. Está comiendo caracoles —babalucci— pegados a unas hojas verdes.
Se levanta cuando me acerco a la mesa. Va vestido con un pantalón azul claro y una camisa de collar ancho que deja a la vista su cuello ajado. El vello del pecho es bastante plateado. Tiene la cara plagada de arrugas y la cabeza totalmente calva. Sin embargo, desprende una energía amenazadora, incluso una suerte de virilidad letal. Un asesino con dentadura postiza.
Me tiende una mano cubierta de manchas. La estrecho. Su apretón es débil, insustancial, casi inexistente. Otros deben de cometer los asesinatos por él.
Se sienta y se lleva un caracol a la boca. La baba del animal le resbala por el mentón y brilla con el sol mientras habla. Habla un inglés perfecto con acento americano.
—Me han dicho que me busca.
—Así es.
Sonríe. La baba del caracol brilla.
—Supongo que sabe que está cometiendo una terrible imprudencia.
—Sí.
—Entonces, ¿por qué? —Se come otro caracol sorbiéndolo a través de sus dientes postizos—. ¿Por qué ha venido a Plati?
Silencio. ¿Qué debería responder? Enzo interrumpe mis pensamientos.
—Imagino que sabe que aquí secuestran a gente. Hay túneles debajo de todas las casas. Hay cuerpos enterrados por todo el bosque. Muchos, muchos cuerpos.
—Soy la novia de Marc Roscarrick y quiero conocer la verdad.
Otro silencio, pero mucho más breve. Asiente.
—De modo que usted es Alexandra Beckmann. Lo imaginaba.
Lo miro atónita. No responde. Coge una servilleta, como si se dispusiera a limpiarse el repugnante churrete de la barbilla, pero en lugar de eso la utiliza para ahuyentar una mosca. Hecho esto, se inclina hacia delante y bebe un sorbo de vino. Greco di Bianco. La mosca zumba. Tartamudeando, le pregunto:
—¿Cómo sabe quién soy?
Sonríe y engulle el vino.
—Mi trabajo consiste en saberlo todo, de lo contrario… —Se lleva otro caracol a la boca—. De lo contrario, sería uno de los cuerpos enterrados en el bosque que está sobre Gioia Tauro.
Sigue una larga pausa mientras mastica, bebe y me observa con sus ojos acuosos y el rastro de caracol en la barbilla. Me pregunto si deja esa baba ahí deliberadamente para producirme asco, rechazo: teatro mafioso. Si es así, funciona. Estoy en un tris de perder el control, de echar a correr.
Se acabó. Hablo.
—Se lo ruego. ¿Puede contarme la verdad sobre Marc Roscarrick? Sé que lo conoce. Anoche le vi en el castillo de Rhoguda. Quiero saber la verdad sobre él y sobre lo que sucedió en Plati.
Enzo Paselli mastica pensativamente sus caracoles tras desprenderlos con cuidado de unas hojas viscosas, pincharlos con un tenedor diminuto y metérselos en su boca húmeda y vieja. Traga y responde.
—Ha demostrado ser una mujer valiente, señorita Beckmann, al venir por la carretera secundaria de Rhoguda. Y a Plati, el pueblo más peligroso de Italia. ¿Sabía que también es el pueblo más rico de Italia? Pero el dinero está enterrado, como los cadáveres putrefactos. —Se reclina en su silla—. Es usted valiente, muy valiente. Y yo admiro la valentía. Es la virtud más grande del ser humano, la virtud de Jesús. Y por esa razón —sonríe— le contaré la verdad sobre Marc Roscarrick.
Alza la copa de vino y la inclina ligeramente para admirar su tono dorado antes de proseguir.
—Roscarrick es un asesino, es cierto. Mató a un hombre aquí, en Plati, a plena luz del día. Cerca de ese café donde se tomó varios espressi.
El sol me calienta y enfría el cuello. Me siento desfallecer. Ya está. Se ha acabado. Mi amor, mi lord, mi soledad. Todo ha terminado.
Enzo Paselli está sonriendo. Tiene la dentadura postiza manchada de jugo de caracol. Es una escena grotesca y no me hace gracia, ninguna gracia.
—Pero tenía un motivo. Debería conocer bien las circunstancias.
—¿Qué circunstancias? —Trato de dominarme—. Explíquemelas, por favor.
—Lord Roscarrick montó aquí un negocio de importación a través de Reggio…
—Lo sé.
Enzo Paselli asiente y engulle uno de sus últimos caracoles.
—Enfadó a mucha gente de Plati. Irritó a personas importantes. No puso azúcar en nuestros cafés, ¿comprende?
—Sí.
—Algunas de esas personas quisieron deshacerse de él y le encomendaron el trabajo a Salvatore Palmi. Usted no ha oído hablar de él, pero toda Calabria lo conoce, o por lo menos su apodo. Norcino. —Una pausa—. Carnicero.
Enzo bebe un largo trago de vino, espira y prosigue.
—Norcino no podía llegar a Roscarrick porque estaba demasiado protegido, pero sí podía llegar a sus empleados. Así que, ni corto ni perezoso, asesinó a varios de sus trabajadores. Los descuartizó. Mató salvajemente a tres en una semana. Literalmente los rebanó vivos. Tenía unos cuchillos especiales.
Miro paralizada al anciano; la baba de caracol de su mentón se ha secado hasta formar un polvillo. La tarde se ha detenido. Estamos completamente solos aquí, en la terraza del restaurante, aunque puedo ver rostros dentro, observándonos con preocupación.
Enzo aparta su plato y termina su relato.
—Salvatore Palmi era, la verdad sea dicha, un psicópata repugnante. Era despreciado y temido a la vez. Hasta la gente de Plati consideraba inaceptable su comportamiento. La policía, sin embargo, estaba demasiado asustada para actuar. Salvatore trabajaba para los clanes, los capos. Era intocable e imparable. Pero le gustaba demasiado su trabajo, le encantaba hacer embutido humano. Una semana después mató al capataz de Roscarrick. Lo mató cuando estaba en casa. Le cortó la cabeza delante de sus hijos y acto seguido mató a la mujer. Simplemente porque le gustaba matar.
Siento náuseas. Enzo sacude su calva cabeza.
—La gente estaba muerta de miedo. Salvatore era como una mascota, un rottweiler que ha empezado a intimidar a la familia. Demasiado grande para poder controlarlo. Los domingos por la mañana se sentaba en ese café, donde usted se tomó sus espressi, con sus acólitos. Salvatore el Carnicero creía imposible que alguien tuviera las pelotas de venir a Plati.
Miro fijamente a Enzo. Asiente.
—Pero Marc Roscarrick las tenía. El domingo siguiente, después de que el Carnicero rebanara a esa familia, su novio entró con su coche en Plati, lo dejó en esa plaza y caminó hasta Salvatore con una pistola en la mano. Salvatore, que estaba bebiendo prosecco tan ricamente, lo miró desconcertado. Roscarrick lo levantó de la silla, lo arrastró hasta el centro de la plaza, lo obligó a arrodillarse y le pegó un tiro en la cabeza. Luego se subió a su coche y se largó.
Un sorbo de vino, una sonrisita.
—Fue el acto más valiente que he visto en mi vida, y como ya he dicho, yo admiro la valentía. Y muy inteligente, tanto que convirtió a Roscarrick en una leyenda y le dio una reputación, reputación que aún conserva. Mucha gente empezó a creer que tenía gran poder e influencia. Por fuerza tenía que ser un pez gordo de la Camorra para tener los cojones de hacer algo así.
—Entonces ¿no pertenece a la Camorra?
—Por lo general, la gente de Plati se habría vengado de semejante afrenta, pero esta vez decidimos ser más diplomáticos. Después de todo, se había deshecho de nuestro problema, del perro que creció demasiado. —Enzo endereza la espalda, como si fuera a levantarse—. Tras aquel suceso nos reunimos con tu lord Roscarrick para proponerle una tregua. Le dijimos que se largara de Calabria y que la ‘Ndrangheta, como caso excepcional, no se desquitaría. Esa es toda la historia. Y la razón de que anoche y de nuevo esta mañana me reuniera con su novio. Para asegurarme de que la tregua sigue en pie. —Enzo sonríe, mostrando su ajada y sucia dentadura—. Roscarrick me cae bien, aunque me tiene desconcertado. Todavía no sé si es un santo o un demonio. ¿De dónde sacó el dinero para empezar ese negocio? La suya es una familia venida a menos. Luego su joven y rica esposa fallece de repente. Una desgracia.
Ahuyenta de nuevo la mosca con la servilleta.
—Y ahora, Alexandra Beckmann, ha llegado la hora de la despedida. Si algún día vuelve a Plati, me encontrará en este restaurante. Por la noche hacen un ossobuco excelente. Pero ahora debe marcharse. No puedo tener al perro atado todo el día. Váyase antes de que se la lleven a los bosques de Gioia Tauro.
Como en un sueño, me levanto y camino hasta la esquina, cruzo la mugrienta plaza y subo a mi coche. Esta vez voy a tomar la carretera principal, la que bordea la costa de Calabria. No quiero correr riesgos, quiero salir sana y salva de aquí. Por favor, Dios, sácame de aquí sana y salva.
El coche sale del pueblo con un rugido. La cabeza me da vueltas: estoy escapando. Estoy saliendo de Plati. La única carretera buena desciende hasta el valle. Conduzco deprisa por entre los olivares, demasiado deprisa, como mis pensamientos. Al salir de una curva diviso un coche que viene hacia mí. Dos hombres. Dos caras. La carretera es demasiado estrecha. Tenemos que detenernos. Miro a los hombres del coche. Uno de ellos baja.
Es Marc. Tiene el rostro tenso, triste, angustiado.
Bajo del coche con las rodillas temblando. Marc me mira con esos preciosos ojos claros y tristes. Está a seis metros de mí.
—X —dice—, X… temía que…
Estoy llorando con tal vehemencia que creo que voy a desfallecer. Y estoy corriendo hacia sus brazos extendidos.
—Marc. Marc. Marc.