23

—¡Ay!

—Ah, mi dispiace.

—Se supone que has de hacerlo con delicadeza, Marc, como un aristócrata.

Estoy tumbada sobre sus piernas, como el día que me azotó en su palacio. Pero esta vez tengo el vestido levantado y el culo al aire, no para que me azote sino para que pueda ungir mi inflamada y dolorida piel con crema antiséptica. Una crema más bien fría.

Coge un poco más de crema y la extiende en los lugares donde se ensañó la palmeta. No he sangrado, pero el dolor de los verdugones es intenso.

—Tienes un culo realmente atractivo —dice pensativamente, como admirando un retrato de Rubens adquirido por un antepasado—. Un asiento de Venus, un trono real… —Sus dedos me masajean la piel con la crema medicinal, aliviando mi dolor, mientras contemplo el suelo de madera, todavía algo borracha y grogui y confusa y abochornada. Y excitada. Y hambrienta.

Vuelvo la cara y observo cómo el decimoséptimo lord Roscarrick me frota el culo.

—¿Ha terminado, celenza?

—Sí —dice. Como si fuera un deportivo fiable, me asesta dos palmaditas en las nalgas y devuelve el tapón a la crema. Me levanto y camino hasta el espejo, donde vuelvo la cabeza para verme el culo bajo la suave luz de la lámpara.

Los verdugones rosados están remitiendo, pero los poderosos recuerdos no de diluirán tan fácilmente. El placer que me produjo azotar el trasero blanco y redondo de Françoise; el delicioso sabor de ese vino curioso y embriagador; pero, sobre todo, ver mi propia fustigación en los ojos de Marc. Ver la forma en que me miraba mientras era azotada. Algo más profundo que el sexo se ha agitado dentro de mí esta noche. Pero también es sexo. Ah, el sexo. Tengo la libido a flor de piel. Tengo que hacer esfuerzos para no abalanzarme sobre Marc. Por otro lado, me avergüenza lo que he hecho. Y la vergüenza es, en sí misma, parte del placer.

¿Cómo funciona? ¿Es su aspecto transgresor la clave de todo? ¿La clave de los Misterios?

Me bajo el vestido y me vuelvo hacia Marc, que está sentado lánguidamente en la butaca, observándome. Todavía lleva puesto su elegantísimo esmoquin, pero con la pajarita deshecha y algunos botones de la camisa abiertos que dejan a la vista un pequeño triángulo de su pecho moreno, sexy y musculoso. Parece un joven jugador que lo ha perdido todo en un casino fluvial del Mississippi y acaba de gastarse lo último de su herencia en champán. Hay cierto nihilismo en su sonrisa, cierta anarquía en sus alborotados rizos morenos, cierta indiferencia en su pose: una pierna estirada, un codo sobre el respaldo de la butaca, el torso inclinado hacia un lado, evaluando.

—¿Qué hora es, Marc?

Mira su reloj de plata.

—Las tres de la madrugada.

—¿En serio?

He perdido por completo la noción del tiempo. El vino, los azotes, la música. Después de los Misterios la gente se quedó en la capilla bebiendo el vino dulce y especiado. La música, cada vez más alta, pasó a un estilo más moderno y rítmico.

Y bailé con Marc. Pero fue un baile delirante, delirante y romántico a la vez. Cruzamos las puertaventanas bailando y desembocamos en una terraza solitaria, cubierta de enredaderas, con vistas al pueblo fantasma que descansaba en el valle, bajo la luna, envuelto por una bruma estival. Bailamos abrazados, siguiendo el crescendo de la música, y sin darnos cuenta acabamos aquí, en la habitación, a las tres de la mañana. Me he duchado para quitarme la pintura y me he puesto un vestido. Sin ropa interior.

—Tengo hambre —digo.

Marc se vuelve hacia la puerta.

—¿Giuseppe? —llama.

La puerta se abre con una rapidez casi marcial.

—Signor?

—Tomaremos nuestro picnic ahora.

—Sì, signor.

¿De qué está hablando?

Intrigada, observo cómo Giuseppe y dos siervas —¿es que nunca duermen? A lo mejor nadie duerme durante los Misterios— entran con tres cestas grandes y una manta escocesa. Recuerdo la manta de Capri. Las chicas proceden a sacar platos, cubiertos, botellas de vino y todo un festín: pan de ciabatta, salamis y quesos recién cortados —dados del mejor taleggio, gorgonzola blando y cremoso—, orondos tomates napolitanos con alcaparras y jugosas bayas rosas y moradas, y salchichas de soppressata roja: mi nueva carne curada del Mediterráneo preferida, tierna y dulce, una especie de saucisson transgénico.

Giuseppe y las chicas se marchan. La comida nos espera sobre la manta como una cornucopia en un bodegón del siglo XVII. Una visita al país de jauja. El paraíso rural.

—Piensas en todo. —Me arrodillo con impaciencia frente a la comida.

—Es mi trabajo —responde Marc mirándome a los ojos—. Pensar en todo.

Me observa mientras empuño un cuchillo, corto una lonja de delicioso y jugoso salami y —con gesto poco femenino— me lo llevo a la boca. No me importa. Soy una criatura desvergonzada, una chica mala, pero también soy una bacante hambrienta, una ménade famélica. Marc resbala por la butaca, arranca un buen trozo de pan de ciabatta y lo cubre de gorgonzola.

Comemos, bebemos vino y sonreímos, y luego reímos. Bebemos más vino. Le meto un trozo de saucisson en la boca. Me ofrece dos cerezas y me deja morder la pulpa blanda y dulce mientras arranca los rabillos. Río. Me besa la parte interna de la muñeca. Compartimos la soppressata. Deslizo la mano por su camisa para comprobar que el corazón aún le funciona. Come un trozo de tarta de limón y me besa con sus labios endulzados.

Es un banquete nocturno; es el sueño infantil de un picnic, convertido en ilícito y aún más encantador por la hora. La luna sonríe sobre el Apromonte. Marc me baja el escote del vestido y vierte unas gotas de Taittinger Comtes de Champagne en mis senos, succiona mis endurecidos pezones y las frías burbujas me hacen estremecer de placer. Respiro hondo en la penumbra. Me besa y me limpia el champán con la lengua. Tengo jugo de cereza en la piel. Champán en el pelo, champán en todas partes. Ha llegado el momento. Los cubiertos están desparramamos. Las cerezas aplastadas. La manta alborotada. Dejamos que la luna lave los platos.

Por la mañana sonrío al techo con un bostezo y me doy la vuelta para acurrucarme contra Marc, pero no está. ¿No está? La marca en la almohada es poco profunda, lo que quiere decir que lleva un buen rato ausente. Doblada sobre la cama, a mi lado, encuentro una de sus elegantes notas escritas con pluma.

He ido a Plati para una reunión. Puedes desayunar abajo. Te veré a las tres. ¡La serenissima espera! Rx.

¿Plati? ¿Reunión?

Ruedo sobre el otro costado y miro la hora: Dios mío, las doce. Salto de la cama, corro a la ducha y me escaldo la piel: el agua está demasiado caliente, sobre todo para mi culo todavía dolorido. Me seco, camino hasta el pesado armario de estilo borbónico y lo abro. Alguien, probablemente Giuseppe, ha colgado con cuidado toda mi ropa: podría acostumbrarme fácilmente al estilo de vida aristocrático.

Escojo un sencillo vestido azul marino de tirantes de Prada y zapatillas deportivas sin cordones. Me apetece algo sencillo. ¿Exactamente en qué momento empecé a pensar que un vestido de Prada de mil dólares podía considerarse «sencillo»?

Estoy inquieta. ¿Plati? ¿Reunión? ¿Reunión con quién?

Corro hasta la puerta. No hay rastro de Giuseppe pero puedo oír voces abajo. ¿Voces de gente charlando y comiendo? Parecen las voces a la hora del desayuno en un gran hotel, y huele a café recién hecho. Bajo como una flecha y giro a la derecha. Voy a parar al patio de atrás, donde hay una ristra de coches aparcados, unos caros, otros meros utilitarios. También está el Land Rover de Marc. Eso significa que se fue con otra persona. ¿Con quién? ¿Con Giuseppe?

Entro de nuevo en el castillo y giro a la izquierda y luego a la derecha, siguiendo el olor a repostería recién hecha y el parloteo de gente, y desemboco en una amplia terraza con mesas grandes y sombrillas. Y con gente desayunando realmente tarde. Las chicas vestidas de blanco están sirviendo café, zumo, cruasanes y mermeladas a los invitados.

Debe de ser la terraza con vistas al valle y los bosques y el pueblo abandonado de Rhoguda en la que Marc y yo bailamos anoche. De día parece muy distinta. Más intimidante, quizá, con toda esa gente sofisticada, esos rostros ricos y sonrientes, de mujeres y hombres, jóvenes y maduros y elegantes, gente a quien reconozco vagamente, pero ¿de dónde? ¿De anoche? Tal vez, o puede que de otro lugar. Websites de famosos. Periódicos. Revistas del corazón.

De pronto me cohíbo. No tengo a Marc para que me guíe por este mundo sobrecogedor de lujo europeo y decadencia de las clases altas. No tengo a Marc para que me acompañe galantemente a una mesa con su mano firme en mi espalda, conduciéndome y enseñándome sin que yo me percate.

Miro a mi alrededor.

—¿Alexandra?

Un salvavidas. Estiro el cuello y veo a Françoise en la mesa más alejada de todas. Me está haciendo señas.

Me dirijo a una de las chicas.

—Cappuccino, per favore.

Y me encamino a la mesa con sus sillas de hierro blancas, donde Françoise está terminando un cruasán.

Me sonríe tímidamente y dice:

—Buenos días.

—Bon jour.

Su sonrisa se amplía.

—Apuesto a que el tenis se te da bien. Tienes un excelente drive.

—Soy famosa por mi superservicio.

Ríe.

—¿Te gustó?

—Fue… excitante —digo—. Sí, la verdad es que sí. —La miro directamente a los ojos mientras cojo un cruasán de la cesta y le unto mermelada de albaricoque. Mermelada naranja y dulce, café negro y amargo con espuma de leche. Insuperable.

Los ojos le brillan. Viste vaqueros y una sencilla camiseta blanca, mucho más informal que yo. Pero puedo recordar su cuerpo totalmente desnudo y pintado, encadenado y a mi merced. Puedo recordar mi brazo en alto, azotando su precioso culo blanco. Y mi excitación. ¿Por qué? ¿Acaso soy bisexual? No lo creo. Me gustan demasiado los hombres. Me gusta demasiado Marc Roscarrick. Pero he de reconocer que lo encontré excitante y embriagador.

—¿Y tú? —digo mientras disfruto de mi cappuccino—. ¿Qué piensas de… todo esto? Me refiero a los Misterios en general.

—Me están transformando —responde, y contempla la vieja balaustrada borbónica con expresión pensativa. Al otro lado se extienden los lúgubres bosques de las Montañas Abruptas—. Daniel me dijo que los Misterios me transformarían. Entonces no le creí, pero tenía razón. Me han seducido. Me encantan. Adoro los Misterios. Y adoro la intriga de no saber cuál será mi próximo destino, quién habrá, qué me ocurrirá. Por otro lado… —vacila y se vuelve hacia mí— he de reconocer que me asustan un poco. Ils sont un peu dangereux.

Junto a la mesa auxiliar hay una chica aguardando pacientemente. Le pido otro café antes de volverme hacia Françoise y preguntarle por Daniel. Me cuenta que esta mañana está atendiendo unos asuntos y que se marcharán por la tarde. «Atendiendo unos asuntos», como Marc.

Me pregunta por Marc, dónde nos conocimos, dónde está. Se lo cuento encantada. No obstante, cuando recuerdo lo que Françoise me dijo en Capri, mi entusiasmo se apaga.

Necesito aclararlo. La partida de Marc me preocupa.

—Françoise, en Capri dijiste algo sobre Marc.

Una brisa caliente se eleva desde el valle y agita la lona de la sombrilla mientras Françoise escucha mi pregunta. Su expresión es sincera y natural, pero también un poco preocupada.

—No tendría que haberte dicho nada.

—¿Françoise?

—En serio, no sé nada más.

—Sí sabes.

—Pero…

—Cuéntamelo, por favor. Como amiga.

—Pero…

—¡Françoise!

Me mira, respira hondo y dice:

—De acuerdo. Corren rumores sobre lo que hizo. Pero no tendría que habértelo mencionado. Son solo habladurías sin fundamento.

—¿Lo que hizo? ¿Te refieres a la Camorra? ¿Que pertenece a la Camorra?

Frunce el entrecejo.

—No.

—Entonces, ¿qué? ¿Qué? ¿Su difunta mujer? ¿Su dinero? ¿Qué?

Una ave rapaz vuela en círculo sobre nuestras cabezas. La terraza se ha vaciado. Las mesas del desayuno están cubiertas de servilletas usadas y las sillas retiradas. Estamos prácticamente solas. ¿Dónde está Marc? ¿Cómo ha osado dejarme aquí para ir a una reunión en Plati? Una rabia repentina pero justificada me sube por dentro.

—Françoise, quiero saberlo todo. Sea lo que sea. Cuéntamelo. Estoy harta de tanto misterio.

Tuerce el gesto pero asiente.

—Está bien. El rumor más bestia que he oído es este. —Inspira hondo y suelta una larga exhalación—. No me enteré de él hasta el otro día. Estaba hablándole de ti a una amiga, una chica italiana del Segundo Misterio. Cuando mencioné a Roscarrick, mi amiga, que se llama Clea y, bueno, por lo visto tiene contactos en Roma…

—¿Françoise?

—Vale, vale. Se cuenta que Marc estuvo metido en la ‘Ndrangheta cuando era muy joven, aquí, en Calabria…

—¿Qué hizo?

Una pausa. Finalmente, responde.

—Por lo visto mató a alguien. Le disparó a sangre fría. A plena luz del día. En Plati.

El águila todavía nos sobrevuela, graznando mientras caza. Es un sonido desesperado y siniestro. Me he quedado sin habla.

Françoise toma mi mano entre las suyas.

—X, hay algo que debes tener presente. Marc Roscarrick es un hombre joven, atractivo, rico e inteligente dentro de una sociedad muy envidiosa. Esto no es Estados Unidos, donde la gente celebra el éxito ajeno. Esto es la vieja Europa. La vieja, oscura y profunda Europa. A la gente de aquí, por lo general, le molesta el éxito ajeno, le genera envidia, y sospecho que ese es el origen de los rumores. Puedes estar tranquila.

¿Tranquila? Estoy que echo fuego. ¿Marc es un asesino?

De pronto se me enciende una luz. Levanto la vista hacia el águila.

Plati.

Pienso en la cara del anciano que vi anoche frente a mi puerta, hablando con Marc en un tono confidencial. Pensé que me sonaba. Ahora entiendo por qué. La he visto a menudo en los periódicos, en el Corriere de la Sera. Pero no por tratarse de un político o un actor o un empresario famoso, sino por ser un conocido gángster, uno de los más infames y poderosos gángsteres de la ‘Ndrangheta. Hasta recuerdo su nombre.

Enzo Paselli.

Y esa es la razón de que haya oído antes el nombre de Plati. Es el hogar de la ‘Ndrangheta, el corazón de su terrible oscuridad. El hogar del clan Paselli.

Me levanto bruscamente.

Françoise empalidece.

—¿Adónde vas, X?

—Plati está cerca de aquí, ¿verdad? Tiene que estarlo. Solo hay que seguir la carretera, dijo Marc.

Está claramente espantada.

—No puedes ir. Es una locura. Han… matan a gente… ¡Esa carretera es muy peligrosa!

Estoy corriendo. Cruzo el castillo y subo al Land Rover. Tal como imaginaba, la llave pende del contacto. ¿Quién osaría robar un coche en una fiesta a la que asisten los gángsteres más crueles de Italia?

Giro la llave y aprieto el acelerador.

Oigo una voz. Es Françoise. Se acerca corriendo.

—No lo hagas, X. Plati es un lugar tremendamente peligroso. ¡Alexandra!

Doy marcha atrás y doblo a la derecha para tomar la carretera sin asfaltar que lleva a Plati.