22

Dudo que el castillo de Rhoguda haya sido alguna vez bonito, pero sí imponente: es enorme, marcial y austero al estilo español e italiano. Como el palacio de Caserta.

Como la vez anterior, docenas de hombres jóvenes con traje oscuro custodian la verja de entrada, y como la vez anterior, tienen la expresión grave, auriculares para comunicarse y gafas de sol pese al cielo encapotado. Las tenebrosas arrugas en las elegantes americanas señalan —ya no me cabe duda— dónde guardan la pistola.

Marc muestra sus credenciales: el carnet de identidad y una pequeña placa de marfil donde aparece representado el dios Dionisos con el tirso, la vara envuelta en hojas. Deduzco que es el símbolo de la iniciación final. Aguardo pacientemente y algo nerviosa a que los vigilantes hagan su trabajo y luego, escoltados, cruzamos una puerta lo bastante grande para un carruaje y subimos por unas sencillas escaleras encaladas hasta dos habitaciones espaciosas y casi vacías. Parte del castillo en ruinas ha sido reformado: presumiblemente para los Misterios.

¿Por quién? ¿Quién paga todo esto? ¿Marc? ¿Marc y otros cuantos millonarios? ¿En qué asunto está metido?

Tengo preguntas que me gustaría hacer, y muchas más preguntas cuya respuesta probablemente no quiera saber. Desconcertada, con una inseguridad latente, miro a mi alrededor y Marc me dice que puedo descansar un rato antes de que comiencen los rituales. Lo celebro, porque estoy agotada. Me descalzo, caigo rendida en la cama y me sumerjo en un sueño profundo.

Pero es un sueño agitado. Sueño que Marc y yo estamos en un crucero que se hunde; la vajilla cae con un fuerte estruendo y los pasajeros están asustados. Voy vestida de novia y estoy intentando abrir el ojo de buey mientras sube el agua, un agua manchada con una especie de aceite rojo. Marc me tapa la boca con la mano para que no pueda hablar y me arrastra con él bajo el oleaje…

Me despierto bruscamente. En la cama, descalza y en vaqueros. Sobresaltada y sola. Noto la boca seca y corro al cuarto de baño, igualmente austero pero limpio y recién pintado. Abro el grifo y lleno un vaso de agua del Aspromonte, las Montañas Abruptas. Y bebo para deshacerme del sabor del sueño.

Caí rendida a media tarde. Ahora es de noche.

La ventana del cuarto de baño está abierta al aire cálido de la noche y los quejosos mosquitos. Más allá de los muros desmoronados del castillo se alzan las montañas, salvajes, frondosas y oscuras salvo por la luz de algún que otro faro avanzando en nuestra dirección. ¿Invitados al Misterio?

Por el otro lado, la ciudad fantasma de Rhoguda se arremolina a los pies del palacio, formando una silueta de contornos apretados y lúgubres.

Escudriño las casas ruinosas, las tiendas y los cafés ruinosos. ¿Quién vivía ahí abajo? ¿Quién crecía ahí abajo? Perdido en este valle pequeño y encantador, debió de ser un lugar asombroso en otros tiempos. Un pueblo con un cura reprensor y un cartero gruñón rebotando en los adoquines con su bicicleta y muchachas cantando canciones calabresas mientras lavaban la ropa bajo el sol límpido de la montaña.

Nada queda de todo eso. Destruido por terremotos, brujas y la ‘Ndrangheta, ahora solo hay ruinas y fantasmas.

Oigo un ruido.

—¿Marc?

No contesta. Tal vez el ruido venga del piso de arriba, porque puedo detectar un crujido de tablones. Están llegando otros invitados, seguro, otros asistentes al Misterio, otros dionisíacos y mitraistas y eleusinos. Y quizá otras mujeres para ser iniciadas en el Tercer Misterio.

Me asomo a la ventana. La luna, luminosa y sabia, nos observa, como si estuviera habituada a esta clase de acontecimientos.

Voces.

Ahora no hay duda de que oigo voces. Justo delante de mi habitación. Son apagadas, casi susurrantes, como si estuvieran intercambiando confidencias, o conspirando. Controlando los nervios, me acerco de puntillas a la puerta. Está entornada y por la rendija vislumbro a Marc y a Giuseppe hablando con otros hombres.

¿Quiénes son? ¿Y qué hace Giuseppe aquí? Deduzco que Marc no ha querido correr el riesgo de venir solo, que deseaba contar con la protección de su mejor criado. En la tierra de la ‘Ndrang, la Mafia a la que enojó. Pero ¿por qué hablan en un tono tan bajo y confidencial? Marc está frunciendo el entrecejo y asintiendo.

Ansío verles la cara a sus interlocutores. Sus voces son más maduras y hablan un italiano veloz pero aflautado. No alcanzo a comprender lo que dicen, pero oigo la palabra «‘Ndrangheta».

Dos veces.

Cruje un tablón. La conversación está tocando a su fin. Vislumbro fugazmente un tercer rostro. Pertenece a un hombre anciano, puede que de ochenta años. Su cara me suena. Aunque no estoy segura de qué, sé que conozco esa cara. Este hombre es famoso por algo.

Marc se encamina a la puerta. Retrocedo rápidamente y trato de fingir normalidad, pero me pilla de pie en medio de la habitación, como un pasmarote.

—¿X?

—¿Sí?

Frunce el entrecejo.

—¿Estás bien?

—Claro. Acabo… acabo de despertarme. No deberías haberme dejado dormir tanto. Lo siento, lo siento mucho, todavía estoy medio atontada.

Mi parloteo parece calmarlo. El ceño desaparece de su frente.

—Tranquila. Ahora debes darte prisa y asearte. Pronto empezará la preparación para el Misterio.

Solo ahora me percato de que Marc lleva puesto su esmoquin. Negro y blanco. Ya se ha duchado y arreglado.

—Pero ¿qué me pongo?

—Nada.

—¿Qué?

—Solo date una ducha, carissima. Es cuanto necesitas hacer. Las chicas vendrán a ayudarte.

Se da la vuelta y se marcha. Domino mis miedos y me doy una ducha caliente y relajante. En cuanto me seco entran las siervas vestidas con sus sencillas túnicas blancas. ¿De dónde sacan a estas chicas? ¿Cómo las contratan?

Déjate llevar, X.

Aunque estoy preocupada, también siento una gran agitación. Recuerdo lo mucho que disfruté, por lo menos al principio, de la sensualidad del Segundo Misterio, de la sensación de revelación interior, incluso de poder.

Adelante. Estoy lista.

Lista para lo que tenga que ser.

Las chicas sonríen pero no hablan inglés, y su acento calabrés es tan fuerte que apenas entiendo lo que dicen. Pero no importa, capto claramente lo que quieren de mí.

Una muchacha me hace señas para que me siente en la cama. Obedezco algo cohibida, pues no llevo nada bajo la toalla que envuelve mi cuerpo. Ignorando mis reparos, otra sierva me quita la toalla y me quedo totalmente en cueros. Una tercera chica se arrodilla y me separa los muslos. Tras examinar detenidamente el tatuaje, se vuelve hacia las otras chicas y asiente.

Me indica que me levante. Obedezco. Una chica se acerca con un tarro blanco de porcelana. Lo abre y en su interior puedo ver un color brillante que semeja oro líquido. Entonces caigo en la cuenta de lo que está ocurriendo: van a pintarme. Dos siervas sostienen pinceles y el resto tarros de pintura. Van a adornarme la piel.

Les lleva casi una hora, pero se me pasa volando. Arrodilladas, me cubren de espirales de colores: dorado, magenta y lapislázuli. Abstractas pero muy sensuales, las espirales envuelven mis pechos, descienden por la ondulación de mi estómago y avanzan delicadamente hacia los muslos rodeando mi vello púbico. No me pintan los pies ni la cara, tampoco el trasero. ¿Por qué?

La sensación de ser pintada resulta excitante. Las puntas susurrantes de los pinceles, los murmullos quedos de las chicas. Empiezo a sentirme bella al contemplar mi cuerpo magníficamente adornado. Los colores, aunque discretos, emiten destellos. Estoy radiante y majestuosa; mi piel es amarillo narciso, rojo carmesí, morado bizantino.

Soy una obra de arte.

Terminado el trabajo, permanezco de pie mientras las chicas se dedican a cuchichear entre ellas, a la espera de que la pintura se seque. Finalmente, la sierva más menuda se acerca. Lleva algo en la mano. Es un lujoso collar de terciopelo con una cadena plateada, como un collar de perro.

Aguardo. Desnuda. Encadenada. Pintada.

Marc entra en la habitación. Con una elegante inclinación de cabeza, coge el extremo de la cadena y señala la puerta.

Por lo visto, mi lord Roscarrick tiene intención de sacarme de la habitación en cueros y con una cadena atada al collar. La única prenda que tengo permitido llevar son unos zapatos negros de tacón de aguja, elegantes y sexys, que me han traído las chicas. Antes de ponérmelos miro la etiqueta. Blahnik. Cultos mistéricos de diseño. El toque italiano.

Marc señala de nuevo la puerta y respiro hondo, muy hondo.

—Sí, celenza.

Asiento sumisamente. Levanta la cadena y me saca del cuarto. Bajamos y me lleva por un pasillo donde veo fugazmente a gente en cuartos oscuros iluminados con velas. ¿Besándose? ¿Follando? No lo sé. Solo alcanzo a ver siluetas retorciéndose. Oigo risas quedas. La música vuelve a inundar el aire, esa dulce música con una elevación lenta, sobrecogedora, una campana sagrada que va in crescendo, inquietante y hermosa.

Finalmente la reconozco: el Cantus de Arvo Pärt. Para Benjamin Britten. Había una chica en Darmouth que adoraba esta música. Triste y al mismo tiempo tremendamente sensual. Invade todas las salas. Sacra y sin embargo pagana.

Marc, mi amo, me lleva de la cadena exactamente como si fuera un perro, o una esclava. Pero no me importa. Si soy un perro, soy un perro magnífico. Soy un perro de caza regio, el cazador de leones de un rey asirio, un galgo ruso adorado por su amo.

Marc me conduce hasta una estancia grande que semeja una capilla. Vislumbro la silueta de un ábside, de una nave, de un altar. La música se intensifica. Hay muchas personas, más de treinta, todas vestidas básicamente de negro. Y con la cara cubierta por una máscara.

Todos los presentes llevan máscara menos Marc. Y yo, la mujer desnuda, un magnífico perro de caza, un animal cubierto por un abrigo espléndido, envuelto en dorados y carmesíes.

Contemplo la estancia tenuemente iluminada con velas. En la penumbra se aprecian algunos destellos morados. Hace un calor agradable. El aire huele a incienso. La luz de las velas titila, sobre todo en mi piel de colores. Brillo. Literalmente centelleo. Resplandezco en esta luz. Noto un ligero mareo. El perfume del incienso es poderoso.

—Alexandra —dice Marc.

Da un tirón a la cadena y avanzo hasta el centro, el pivote sobre el que gira la estancia.

—Celenza.

Dos hombres enmascarados se acercan y me quitan el collar. Seguidamente me atan las muñecas con una cuerda suave a la que hacen un fuerte nudo que me estremece. Pero no duele. Con una serenidad inesperada, con una extraña ausencia de inquietud, observo cómo me elevan las muñecas y las cuelgan de un gancho de hierro que pende de una cadena negra acollada al techo.

Estoy encadenada. Tengo los brazos atados por encima de mi cabeza. Y no me importa. ¿Qué me ha ocurrido? La elaborada preparación ha actuado como una droga, me ha trasladado a otra dimensión. Me siento tranquila y sexual, y otra persona.

Marc se encuentra justo delante de mí, observando cómo me encadenan. Lo miro. Me mira. Nos sumergimos en los ojos del otro.

—Bebe —dice una sierva al tiempo que me tiende una copa, como alguien ofreciendo vinagre a Jesús.

La copa es de metal, y el líquido parece espeso. La sangre resbala por mis brazos alzados y esposados. Estoy mareada, pero bebo de todos modos. Y el líquido no es vinagre. Es un vino dulce y fuerte, condimentado con algo que no acierto a identificar.

—Alexandra III —dice Marc.

Algo está ocurriendo. Cierro los ojos. Presiento lo que se avecina. Van a fustigarme.

Aguardo, muy tensa. La música sube y desciende. Aguardo un poco más y entonces…

Zas.

Noto el primer impacto de la palmeta en las nalgas. Escuece, pero es un dolor teñido de placer. Miro a Marc. Me mira. Está observando cómo me fustigan. Nos hemos convertido en los frescos de la Villa de los Misterios.

—Bebe.

La sierva da un paso al frente. Inclino la cabeza y bebo. Parte del vino me cae por el mentón. Me siento como un animal salvaje encadenado. Entiendo que hayan querido maniatarme y encadenarme. Intuyo cierto peligro dentro de mí.

Zas.

Ignoro cuánto dura la flagelación. El alcohol, si es que es alcohol, me atonta. Solo deseo mirar a Marc mientras él me mira fijamente y observa cómo me azotan. Su mirada es seria pero intensa. Nuestras miradas rara vez se desvían hacia otro lado.

Entre azote y azote las siervas me acercan este delicioso vino, que engullo con avidez. Estoy deleitándome: dejad que todos me miren, dejad que vean cómo azotan y fustigan mi hermoso cuerpo, mi piel desnuda y pintada, en este espacio sagrado. Los rostros enmascarados me observan con atención y admiración. Con veneración.

La música ha cambiado, aunque sigue siendo coral e idónea para la ocasión. La fustigación es erótica: el chasquido de la palmeta en mi carne, el dolor, el vino en la lengua. La luz de las velas se refleja, hermosa y tenue, en mi piel. No tengo frío y tampoco calor. Soy hermosa, nunca me he sentido tan hermosa. Mírame, Marc.

Me mira.

Y hablo.

—Otra vez —digo a nadie y a todos. A Dionisos. A Marc—. Otra vez, celenza.

Marc hace una señal con la cabeza a alguien situado a mi espalda.

Y ese alguien, quienquiera que sea, obedece.

El impacto de la palmeta es tan feroz que noto que todo mi cuerpo vibra. Y tiembla de dolor y placer. Estoy balanceándome a causa del golpe, apenas rozando el suelo con los tacones. Tras otro exquisito azote, me estremezco y gimo, y sé que me estoy acercando a algo, mas no a un orgasmo, sino a una clase diferente de éxtasis. A otra liberación interna de dolor físico. ¿Qué es esto?

Marc me observa.

Hablo.

—Otra vez.

Zas. Casi he terminado, estoy llegando al límite de mi resistencia. Dirijo la mirada al suelo y advierto que una sierva se ha arrodillado ahí abajo con un espejo. Lo tiene inclinado hacia mí para que pueda verme, desnuda y encadenada, mientras me azotan. Y sí, estoy hermosa. Pero ¿por qué? ¿Cómo puede ser hermosa la fustigación? ¿Es eso lo que preguntaba Caravaggio? La palmeta me golpea otra vez y gimo quedamente. Miro a Marc y este asiente.

—Es suficiente —dice.

Y los azotes se detienen.

Las siervas se acercan y me quitan las ataduras. Me froto las muñecas rojas y doloridas. Luego, con suma destreza, vuelven a ponerme el collar y Marc me lleva por la cadena a otra estancia: una lujosa habitación de estilo oriental.

Me quita el collar. Mientras me besa la mano, susurra:

—Descansa aquí unos minutos, X.

Y se marcha. Miro a mi alrededor. Semeja la estancia de un harén, con toallas y cojines de seda y cuencos de cobre con agua y espejos alumbrados por velas. Sedienta, bebo el agua y el vino que me ofrecen las siervas. Me han envuelto en una bata de seda y estoy tumbada y adormecida, bebiendo el vino sin pensar en nada. Marc aparece en la puerta y me hace señas.

Le sigo. Llevo la bata de seda abierta, con el pecho y el pequeño triángulo de vello púbico a la vista, pero no me importa. Hiervo de deseo. Deseo a Marc. Le deseo. Y deseo que me haga suya.

Pero Marc tiene otros planes: me conduce hasta el centro de la capilla, donde ahora hay más gente con máscaras, más velas, más música coral, esta vez más profunda e intensa, y otra mujer, encadenada como lo estuve yo, con el cuerpo desnudo y pintado. Se encuentra de espaldas a mí y está lista. Marc me tiende una palmeta y me dije en voz baja:

—Azótala.

Lo miro petrificada. Esto es muy diferente. ¿Tengo que realizar yo la fustigación?

Reina un silencio sepulcral. Vuelvo a mirar a la chica. Reconozco el cuerpo: la forma de sus nalgas jóvenes y turgentes. El culo blanco, sin pintar.

Es Françoise. Justo en ese momento se da la vuelta y me mira. Tiene los brazos en alto. Está encadenada a ese gancho de hierro. Con una sonrisa cohibida, me mira a los ojos y dice:

—Tranquila, X. Yo te azoté a ti.

Y vuelve a darme la espalda. Inclina su bella cabeza y espera.

Miro a Marc. Asiente. Levanto el brazo. Y golpeo.