Los días posteriores al Segundo Misterio vivo en una especie de neblina. Pero no es una sensación traumática, sino onírica, y embriagadora, y nostálgica. Con un cierto atisbo de pesar. Algo ha cambiado en mí; estoy visiblemente transformada, tanto por dentro como por fuera. Cada vez que me desvisto, cada vez que me ducho, me veo el tatuaje. Me tiene cautivada. He empezado a amarlo como un obsequio secreto pero fascinante. Una noche se lo enseño a Jessica. Me levanto el vestido y lo mira.
Menea la cabeza y dice:
—Quiero uno igual.
Nos reímos. Luego me arreglo y Marc viene a buscarme y salimos a cenar como una pareja normal. Estamos adoptando una rutina. Como amantes corrientes.
Pero es una rutina maravillosa. Normalmente hacemos el amor por la tarde, cuando amaina el calor. Por la noche comemos y bebemos. A veces yo me quedo en el palazzo y a veces él se queda en mi pequeño apartamento, generalmente con Giuseppe apostado fuera. ¿Armado quizá? No lo creo.
Aunque no sucede nada espectacular, estos días me siento inmensamente feliz. Puede que me sienta inmensamente feliz precisamente porque no sucede nada espectacular: una noche, tendida en la vasta cama de Marc con él durmiendo a mi lado, me viene a la memoria una frase de la película Doctor Zhivago, cuando la encantadora pareja está viviendo en una casucha en el campo y ha de pescar, cultivar y apañárselas sola. Un día reciben una visita que les dice: «Cuando miren atrás, verán que esos días corrientes fueron de los más felices de su vida».
Mientras contemplo la escultura de cristal bajo la luz del dormitorio atenuada por los postigos, me pregunto si estos son nuestros días Zhivago. Días corrientes para disfrutar del amor, días de trabajo y placeres sencillos e inocentes, los cuales, paradójicamente, son los más valiosos, días repletos de bienestar interior. El lado dulce de la vida. Una vida sencilla, normal, cotidiana, impregnada de amor. Pero también ennoblecida por el trabajo.
La vida es bella, extraña y absorbente. Tendida de costado, beso la cicatriz en el hombro bronceado de Marc. Me pregunto una vez más cómo se la hizo, pero ya he tenido suficiente desasosiego. Suelta, relájate. Lo beso de nuevo. Marc murmura en sueños. Deslizo los labios por su espalda fragante y musculosa. Quiero que se despierte. No puedo contenerme.
L’amor che move il sole e l’altre stelle.
La tarde siguiente me descubre en la cama de mi pequeño apartamento, mordisqueando un boli. No es algo extraño en mí. La cama es donde mejor trabajo, quizá porque me recuerda a Marc. Y lo que hacemos aquí.
Me estoy distrayendo demasiado. Abro mi libreta y repaso la información que he reunido sobre los Misterios. Mi tesis se ha desviado hacia los Cultos Mistéricos, pero, por el momento, me está bien. Los Misterios me tienen fascinada, sobre todo ahora que estoy representándolos.
En primer lugar, he descubierto que esta zona en torno a Nápoles —Capua, Cuma— era célebre por su «naturaleza orgiástica». Era la región hedonista del Imperio romano. Pompeya, por ejemplo, era un lugar al que la gente se retiraba para darse a la buena vida; la casa de descanso de Julio César se hallaba a pocos kilómetros costa arriba, aunque desde entonces ha sido engullida por el mar. La gente viene aquí para divertirse desde el siglo I a. C.
Por lo tanto, no es de sorprender que los Cultos Mistéricos, con su énfasis en la disipación, el sexo orgiástico y el erotismo espiritual, echaran raíces aquí.
O sí. Subrayo este dato.
He aquí otro dato interesante.
La bebida y las drogas, en todas sus formas, parecen ser clave para los Misterios. En los Misterios Eleusinos se bebía una pócima especial durante la ceremonia, llamada «ciceón». Los historiadores saben que el ciceón producía una fuerte embriaguez: en una carta de entonces se cuenta que cierto erudito griego, Erasixeno, murió después de beberse dos copas seguidas.
¿Qué clase de bebida es esa? En el Himno a Demetra de Homero aparece la receta del ciceón: agua de cebada, menta y «glechon».
Sin embargo, nadie tiene la menor idea de qué significa la palabra «glechon».
Martilleo la libreta con el boli. Esto es frustrante y estimulante a la vez.
Dondequiera que busco tropiezo con esa laguna, con ese gran interrogante. Faltan eslabones. Siguen existiendo incógnitas. ¿Cuál es la receta exacta? ¿Cómo consiguieron mantenerla oculta? Más aún, ¿cómo consiguieron mantenerla oculta durante tanto tiempo?
Según los libros de historia, dos familias de sacerdotes eleusinos que transmitían los Misterios de padre a hijo y de madre a hija consiguieron mantener el secreto durante casi dos milenios. Prácticamente dos mil años. Toda una proeza.
El ciceón era o bien algo preparado de una manera especial o bien algo que no entendían ni ellos mismos.
Oigo llegar a Jessica de sus clases. Cierra su puerta con energía y se dirige a la ducha cantando. No tengo que mirar mi reloj. Sé que eso significa que son cerca de las cinco. Dentro de una hora o dos llegará Marc para llevarme por ahí. Me encanta que me lleve por ahí. Sigue llevándome por aquí, lord Roscarrick. Esta noche me invitará a cenar —una vez más— pero dice que primero quiere enseñarme Nápoles: cosas que todavía no he visto. Consulto mis apuntes mordisqueando el boli hasta que recuerdo que me mancha la boca de tinta.
Así que dejo de mordisquear y escribo un párrafo:
Es evidente que existía una droga o licor secreto, es evidente que era muy importante, es evidente que proporcionaba algún tipo de revelación intensa que hacía que los dolores de las iniciaciones mistéricas —y eran ciertamente dolorosas además de placenteras— resultaran soportables tanto para los hombres como para las mujeres. Pero ¿cuál era el Quinto Misterio, el último? ¿Cuál era la revelación? ¿Cuál era la «catábasis»?
Detengo el bolígrafo y leo las últimas anotaciones. Hacen referencia al secretismo de los escarmientos que rodeaban los Misterios.
Las leyes de Atenas y Roma consideraban un delito grave hablar de lo que sucedía en los Misterios de Eleusis. En el año 415 a. C. estalló entre la élite ateniense un brote de indiscreción con respecto a los Misterios que fue atajado con medidas brutales: quienes habían desvelado el secreto fueron torturados y asesinados.
¿Torturados y asesinados?
Resulta tan intrigante, tan atrayente. Y lo que lo hace aún más interesante es que, al parecer, los Misterios han sobrevivido en su forma auténtica. Y yo —Alexandra Beckmann, una humilde estudiante de Dartmouth— puede que esté a punto de descubrir el secreto de los Cultos Mistéricos grecorromanos.
Ignoro las voces que resuenan en mi cabeza mientras hojeo las últimas páginas de mi libreta: las voces que me dicen que los Misterios son peligrosos.
Por Dios. Aquello es agua pasada. Solo estoy investigando, ¿de acuerdo?
Bien. Saco las piernas de la cama. He de empezar a arreglarme. Jess ha dejado de cantar, lo que quiere decir que ha terminado de ducharse, lo que quiere decir que podría ser un buen momento para mi ducha. He descubierto que el suministro de agua de nuestro bloque no puede absorber dos duchas a la vez.
Pero justo entonces me suena el móvil. La pantalla dice «Marc».
—Buona sera?
—X… ¿Cómo va?
Hago una pausa. Su voz dulce y grave, y una pizca divertida, aumenta en varios grados mi felicidad. Todavía no sé cómo lo consigue. Es solo una voz. Pero es su voz.
—Ya he terminado. He aprendido todo lo que se sabe sobre los Ritos de Eleusis.
—Admirable.
—¿Sabías que, estrictamente hablando, soy una mystes? Así llamaban los griegos a una iniciada que no ha completado los rituales. Y consideraban los Misterios tan sagrados que no los llamaban por su nombre, simplemente se referían a ellos como Ta Hiera: «lo sagrado».
Marc elogia mis esfuerzos. Mientras hablamos miro por la ventana el sol sobre el hotel Excelsior.
—Has trabajado mucho, X.
—Así es. A eso me dedico.
Titubea. Luego, dice:
—Ahora que lo pienso, conozco una magnífica cita que podría resultarte útil.
—Adelante.
—«Dichoso quien, habiendo presenciado estos ritos, toma el camino bajo la Tierra. Él conoce el final de la vida, así como su comienzo divino».
—Caray —digo—. Es genial. ¿De quién es?
—De Píndaro, el poeta griego, hablando del último Misterio.
—«El camino bajo la tierra». Uau. —Estoy cogiendo un boli y escribiendo «Píndaro» en mi libreta.
—Carissima…
Estoy distraída.
—¿Mmmm?
—¿Te ha llegado mi regalo?
Dejo el boli.
—Sí.
Está sobre mi mesa: una cajita plana envuelta con un elegante papel plateado. Lo han traído esta mañana.
—Todavía no lo he abierto. ¿Qué es? Tus regalos pueden ser un poco desconcertantes, Marcus.
Su risa es cortés. Y firme.
—Ábrelo.
—¿Ahora?
—Per favore.
—Está bien.
Cojo la caja y me recuesto en la cama, contra los almohadones. Deshago rápidamente el lazo y desgarro el papel. La caja es plana y delicada, de color gris. La abro. Y me quedo mirando el objeto que descansa dentro, arropado por una funda de espuma. Tengo el móvil encajado en el mentón.
—¿Qué…?
—¿Te gusta?
—Sí —digo—. Es fantástico. Siempre he deseado tener uno. —Hago una pausa—. ¿Qué es?
Se ríe.
—Baibure-ta.
—¿Perdón?
—Un vibrador, carissima. El mejor vibrador del mundo, hecho en Japón.
Aunque estoy sola, me ruborizo. Mucho.
—No parece un… esto… un vibrador. Parece… —Extraigo de la caja el objeto de lustroso metal. Para mi asombro, pesa y tiene un diseño cuidado e incluso bonito—. Parece un aparato de tortura para elfos.
—Pruébalo.
—¿Marc?
—Pruébalo.
—Ya te tengo a ti para eso.
—Pruébalo… Solo una vez.
Hum. ¿Debería probarlo? Se me escapa una risita. Pero mi rubor persiste.
Con el móvil encajado en la barbilla, giro el juguete sexual en mis manos. En algunas zonas el metal es plateado, casi transparente. Y eso de ahí, ¿son perlas? ¿Bolitas de acero? En mi vida he utilizado un juguete sexual, por lo menos no de forma correcta. Sé que Jessica tiene uno, y lo he admirado, y me he reído con ella, y no he vuelto a pensar en él. Este, sin embargo, es diferente; tiene una forma muy distinta y es mucho más pequeño y pesado. Y mucho, mucho más caro, seguro. Pero estoy empezando a imaginar cómo funciona. Te lo colocas ahí y…
—Estoy vestida, Marc.
—En ese caso, desvístete.
—¡Sí, celenza!
—No estamos en los Misterios, X.
—Lo sé, pero me gusta llamarte celenza. Me gusta que me des órdenes. Pero solo sexuales. Como se te ocurra darme órdenes en un restaurante, Marc Roscarrick, te soltaré un puñetazo en plena cara.
Vuelve a reírse. Me encanta hacerle reír.
—Voy a soltar un momento el teléfono, mi lord.
Me quito raudamente los vaqueros. Ya estoy descalza. Seguidamente me quito las bragas, vuelvo a la cama y me coloco el móvil debajo del mentón. Y cojo el juguete.
—Bien, celenza, dispara.
—Aprieta el botón negro que hay en la base.
Lo localizo. Es un botón pequeño y sofisticado. En el interior del vibrador se enciende una luz tenue, de color rojo, pero más extraordinaria aún es la intensa vibración. No es que no la esperara, pero no tiene nada que ver con el tosco zumbido del vibrador de Jessica.
—Dios mío, está vivo.
—Ahora, úsalo.
Titubeo. No puedo creer que vaya a hacer algo así.
—Marc, no estoy segura de que…
—Coloca la punta sobre tu delicioso clítoris.
Miro el juguete. Luego, abro las piernas muy despacio. Mi querido tatuaje destaca, rojo y violeta, sobre mi pálida piel. El aparato semeja un animalito, algo vivo que zumba con vehemencia, impaciente por hacer su trabajo.
—Colócalo sobre tu clítoris.
Titubeo. Finalmente, respondo:
—Sí, celenza.
Cierro los ojos y acerco el metal, suave y curvo, a mi clítoris. A mi humedad.
La sensación me sobrepasa.
—¡Oh!
—No aprietes mucho.
—Es una sensación agradable, pero también extraña…
—Prueba otra vez. Despacio, muy despacio.
Acerco de nuevo el juguete a mi clítoris. Esta vez con mucho más tiento.
Me recorre una oleada de placer que comienza en mi entrepierna y se expande como un torbellino por el resto del cuerpo.
—Ahora piensa en mí, carissima.
—Ya lo estoy haciendo —digo. Y es cierto. Tengo los ojos cerrados y estoy pensando en Marc.
—¿Qué estás pensando?
El aparato zumba.
—Que estás dentro de mí.
—¿Y qué hago?
Mi cuerpo se ruboriza, mas no de vergüenza.
—Me estás follando.
—¿Te estoy follando fuerte?
—Muy fuerte. Tengo tu… tu polla dentro. Me encanta tu polla. Pero… ah…
Este aparato es demasiado. Demasiado bueno. Quiero prolongar la experiencia.
—Espera, no tan deprisa… Háblame. ¿Cómo te estoy follando, Alexandra?
—Por detrás. Tú no estás desnudo.
—¿No?
—No. Pero yo sí. Has venido a mi apartamento, me has arrancado la ropa, me arrojas sobre la cama y me abres las piernas con violencia… No puedo defenderme… mmm…
El aparato vibra. Entiendo cómo funciona. Tengo los ojos cerrados y el corazón me va a cien, pero veo cómo funciona. Esta otra parte va aquí, dentro de mí. No llega muy lejos, pero es suficiente.
—Dios.
—Te he arrancado la ropa.
—Sí, sí, y ahora me estás follando, follando con fuerza, y me llamas tu pequeña.
—Mi pequeña…
—Y no puedo hacer nada para evitarlo, estás dentro de mí…
—¿Dentro de ti?
—Sí, sí, me penetras hasta el fondo, hasta el fondo.
—Estoy dentro de ti…
—Dentro de mí, hasta el fondo. Es lo único que puedo sentir, tu polla dentro de mí. Perommmm…
—¡Espera!
—No puedo.
—Carissima…
Casi no puedo hablar. Este aparato está vivo y me está dando placer. Un placer alucinante.
—Me estás follando con fuerza, y me duele, y me encanta, me encanta, me encanta… me… me encanta, me encanta.
—Eso no es todo…
—Mmmmmmarc…
—Aprieta la otra parte ahí abajo.
—¿Dónde? No entiendo… no en… ah, sí. —Entiendo. Sí. Entiendo. Se refiere a mi perineo. Y más allá. Y mientras estoy pensando eso, el aparato se desliza solo. Se desliza dentro de mí. Analmente. Y ni siquiera lo he empujado.
—Oh.
Veinte minutos después corro al cuarto de baño, abro el grifo y me enjuago con abundante agua caliente.
El juguete está lavado y metido en su caja. Creo que debería guardarlo bajo llave. Es demasiado excitante. Pero me alegro de que Marc me lo haya regalado. Prefiero ese juguete a un coche.
Coloco la cara bajo el chorro de agua mientras se me escapa una sonrisa. Dios, qué gusto. Me froto con el fabuloso jabón que Marc me ha regalado. Dice que lo elaboran en un pequeño monasterio de la Florencia profunda, la Officina Profumo Farmaceutica di Santa Novella; por lo visto, monjes y monjas llevan desde el siglo XIV haciendo este jabón.
Artesano y discretamente sensual, una caricia para la piel, posee un sutil aroma a flores. La espuma semeja nubes aromáticas. Sapone di Latte! Lo utilizo en todo el cuerpo; probablemente abuso de él, a pesar de que cada pastilla debe de costar cincuenta dólares.
Gracias, Marc. Gracias por todo.
Limpia y repuesta, entro desnuda en el cuarto, con una toalla en la cabeza, y me miró con ojo crítico en mi fantástico espejo de cuerpo entero. Pellizco un centímetro de grasa con los dedos. Hum. ¿Estoy ganando peso? ¿Me está engordando toda esa deliciosa comida campaniana que sirven en todos esos maravillosos restaurantes de Nápoles?
Suena el timbre. Y mientras me pongo el vestido me digo que no me importa demasiado que esté engordando. Probablemente sea porque en realidad no estoy engordando. Es el milagro de la vida mediterránea: como lo que me apetece, pero toda esa natación en el mar, y en especial el sexo, me mantienen razonablemente delgada.
Vuelve a sonar el timbre. En lugar de atender el interfono, bajo como una flecha, descalza y con el pelo todavía húmedo, y abro la puerta al aire cálido de la noche estival. Marc está en la acera, en vaqueros y camisa blanca, con una gran sonrisa en los labios. Salto literalmente a sus brazos musculosos, haciéndolo tambalearse hacia atrás sobre la Via Santa Lucia, y le planto un beso con las piernas alrededor de su cintura.
Nos besamos. Me comporto como si tuviera diecisiete años. Me da igual. Me siento como si tuviera diecisiete años. Estoy enamorada. La luna brilla sobre Capri.
—Hola, X —me dice antes de dejarme en el suelo.
—Hola, Marc. Me alegro bastante de verte.
Sonríe.
—¿Te gustó el juguete?
—Esos japoneses son la bomba.
—Te lo regalé para que no te sintieras sola.
—Marc, nos vemos a diario. Te acuestas conmigo dos veces al día.
—Pero a veces tengo que ausentarme por negocios. Oye —señala su Mercedes aparcado en la calzada—, esta noche quiero enseñarte algo realmente especial.
—¿Qué? —Me imagino una cena espectacular, quizá la mejor receta del mundo del tonno rosso servida en lo alto del monte Vesubio.
En lugar de eso, dice:
—La cappella Sansevero.
—Pero… —tartamudeo, desconcertada y presa de la emoción. He oído hablar de la capilla de Sansevero, naturalmente: cualquier turista serio que visita Nápoles ha oído hablar de la célebre y asombrosa capilla de Sansevero—. Pero está cerrada por restauración, Marc. De hecho, lleva años cerrada y nadie sabe cuándo volverán a abrirla. Es imposible entrar. Lo he intentado más de una vez…
Sus ojos chispean de esa manera tan suya.
—Tienes razón… —Sonríe—. Pero soy yo quien paga la restauración.
Su dedo está columpiando una llave grande metida en una anilla. ¡Marc puede meterme en la capilla de Sansevero!
El trayecto desde la vulgaridad de mi bloque de apartamentos hasta las puertas de uno de los lugares más sagrados de la historia del arte dura trescientos segundos. Bajamos del coche y caminamos hasta la entrada.
La capilla está cubierta de andamios y rodeada —protegida— por las calles estrechas del viejo Nápoles, el espléndido y maltrecho corazón de Nápoles, donde ancianos de barba gris juegan a la scala en las terrazas de pequeños cafés iluminados con fluorescentes, fumando y tosiendo e intercambiando insultos afables. Un circolo sociale.
Al anochecer, las velas eléctricas iluminan las hornacinas vidriadas, con sus flores rojas de plástico y sus estatuas inquietantes. Hay multitud de sonrientes Vírgenes María, la patrona de la Camorra.
Cuando Marc se dispone a sacar la llave, una Vespa azul emerge inesperadamente de una esquina oscura y pasa peligrosamente por mi lado portando dos alegres adolescentes con pantalón corto y chanclas. No llevan casco y el viento agita sus magníficas melenas morenas.
Las observo mientras desaparecen: su felicidad, sus risas, su belleza efímera. Una vez que se han ido, en las viejas callejuelas casi reina el silencio. La ropa languidece en los balcones. Los bassi están tranquilos. Delante, en una habitación minúscula, un hombre enmarcado por una ventana abierta está viendo un partido de fútbol en un televisor voluminoso bajo un retrato del padre Pío. Su pierna ortopédica descansa sobre la mesa mientras mastica queso provola, corteza incluida. Mastica con una boca desdentada.
—Bien, piccolina —dice Marc, sacándome de mis pensamientos sobre la vida en las calles de Nápoles—. Ya podemos entrar.
Está abriendo la puerta de la capella Sansevero.
Lo primero que vislumbro es una magnífica capilla de finales del Barroco alumbrada por una triste bombilla de albañil. Hay fregonas y escobillas por todas partes y un polvo ocre procedente de ladrillos nuevos cubre el suelo, pero eso no consigue deslucir la belleza deslumbrante de la capilla de mármol ricamente labrado.
Marc me cuenta la historia del lugar, pero ya la conozco.
—El séptimo príncipe de Sansevero, Raimondo, nació en 1710, en el seno de una familia noble napolitana cuyo linaje se remontaba a los tiempos de Carlomagno. Estaba considerado el mayor erudito de la historia de Nápoles, versado en alquimia, astronomía, brujería y mecánica…
Mientras habla admiro los frescos del techo.
—El príncipe hablaba media docena de lenguas europeas, además de árabe y hebreo. Fue jefe de la logia masónica napolitana hasta que la Iglesia lo excomulgó. Más tarde, las acusaciones de herejía contra él fueron retiradas.
El suelo es un laberíntico mosaico monocromo, y sé que representa la iniciación masónica. ¿Por qué me ha traído aquí? ¿Guarda este lugar alguna relación con los Misterios?
Termina su relato abarcando con un amplio gesto del brazo esta capilla cuya restauración él sufraga.
—Raimondo dedicó su último año de vida a construir la capilla de Sansevero, la cual adornó con estatuas e imágenes de los más grandes artistas de la época. Quería que fuera la representación máxima del barroco napolitano, impregnada de verdades crípticas y alegóricas.
—Es… es impresionante.
—Ven —dice Marc.
Me noto algo inquieta, pues soy consciente de que esta sala, aunque magnífica, no es el célebre tesoro de la capilla de Sansevero. Este se encuentra al final de unas angostas escaleras a nuestra derecha.
Las escaleras no están iluminadas. Marc enciende la linterna de su móvil y bajamos por la estrecha hélice de frío mármol blanco. Los escalones giran desconcertantemente sobre sí mismos. Sigo la luz de Marc. Finalmente desembocamos en el silencio tenebroso de la cripta. Y la linterna de Marc alumbra el terrible y asombroso tesoro de Sansevero.
El Cristo Velado —el Cristo Velato— de Sanmartino.
Es alucinante. Es sobrecogedor. Es indescriptible. Pero tengo que encontrar las palabras, dentro de mí, dentro de mi alma, para describirlo. De lo contrario habré fallado; habré sido revelada y rechazada, seré indigna.
La escultura muestra a Jesús en el sepulcro. No obstante, Sanmartino, el escultor, ha cubierto al Jesús fallecido, el Jesús fallecido pero a punto de despertarse, con una sábana fina, una mortaja de hilo que se adhiere a cada contorno de su cuerpo: sin embargo, la mortaja está hecha del mismo bloque de mármol que el cuerpo.
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo conseguir algo así? ¿Esculpir un cuerpo perfecto y, al mismo tiempo, una sábana de hilo que lo envuelve, convirtiéndolos en uno? Sé que hoy día los historiadores del arte todavía disienten sobre la técnica empleada: algunos devotos creen que, simplemente, es pura magia.
—¿Qué te parece? —pregunta Marc.
—Una maravilla —tartamudeo—. No, más que una maravilla. Un milagro.
Y lo es. El Cristo Velado es un milagro, tal vez la obra de arte más impresionante que he visto en mi vida. Por otro lado, hay algo inquietante en ella, algo que no es de este mundo. Posee una perfección estremecedora. Excesiva.
—Marc, ¿por qué me enseñas esta escultura ahora?
Se acerca y me toma la mano.
—Porque quiero que te inspires, carissima, que veas las posibilidades que hay dentro de todos nosotros. Y porque las grandes obras de arte nos hacen más valientes, más fuertes.
—¿Valientes?
—Dentro de unos días tendrá lugar el Tercer Misterio.
No respondo. El silencio se adueña de la cripta. El Cristo velado duerme, como si estuviera a punto de despertarse. Esto es decididamente demasiado: quiero salir de aquí. Siento claustrofobia. Me he esforzado por no pensar en el Tercer Misterio, por vivir el momento presente, pero ahora el Tercer Misterio se halla cerca, y no puedo eludirlo.
Subimos y salimos a la calle. Marc cierra la puerta de la capilla con llave y yo aspiro, aliviada, el aire denso y caliente del viejo Nápoles, su olor a basura y limón. La capilla de Sansevero es asombrosa, quizá demasiado asombrosa. Pregunto a Marc si podemos caminar un rato antes de volver al coche. Acepta encantado.
Paseamos de la mano por las empinadas calles adoquinadas de Nápoles, dejando atrás tiendas de comida con bombillas desnudas que alumbran pilas de berenjenas oscuras y lustrosas y restaurantes de pescado donde, en mesas destartaladas instaladas en la calle, nonne bulliciosas chupan gambas que acompañan con vino de Falanghina, tal como hacían los romanos en este mismo lugar dos mil años atrás.
Ya cerca del puerto me vuelvo hacia Marc.
—¿Dónde se celebrará el Tercer Misterio?
Responde sin mirarme a los ojos.
—En el Aspromonte. Calabria.
Como azotada por un golpe de viento gélido, me estremezco. ¿El Aspromonte?
Gracias a mis indagaciones sobre la brutal Mafia calabresa —la ‘Ndrangheta— conozco perfectamente el significado de la palabra Aspromonte.
Vamos a las Montañas Abruptas.