2

Quiero sacármelo de la cabeza, así que paso los días siguientes desembalando cajas con energía, en mi nuevo e inmensamente diminuto apartamento de una sola habitación cercano a Castel dell’Ovo.

Cuando hace unas semanas, Jessica me llamó a Estados Unidos y me dijo que podía reservarme un apartamento puerta con puerta con el suyo, me contó que estaba situado en un barrio nuevo y elegante de la ciudad llamado Santa Lucia. Y mientras camino, descalza, hacia el pequeño balcón de hierro forjado cubierto de vid, me doy cuenta de qué significa «nuevo y elegante» según los estándares napolitanos: lo de que significa es que los edificios neoclásicos no tienen más de doscientos años y que los montones de basura sin recoger, tirados en la acera, solo llegan hasta la altura de la cabeza.

¿Y a quién le importa? El cielo luce esplendoroso sin una sola nube, la mañana se presenta cálida y si me inclino de puntillas —que casi me caigo— puedo ver sin género de dudas una porcioncita del mar Tirreno, de un azul desgarrador, solo dos manzanas más allá de la mía, encerrado entre los edificios de via Lucilio. Y a lo lejos, en el horizonte, el oscuro y dentado perfil de una isla. Capri, supongo.

¡Puedo ver Capri desde mi balcón!

Solo llevo aquí veinticuatro horas y ya me he enamorado de este lugar. Tengo que compartir mi felicidad. Llamo a Jessica por teléfono, a su trabajo, para contárselo. Y me contesta con improperios por el móvil, diciéndome que deje de comportarme como una maldita llorona. Muy británica, ella. Por supuesto, lo que quiero es preguntarle por él. Pero no puedo hacerlo. Se reiría de mí.

—Gracias por encontrarme el apartamento, Jess.

—Prego. Ahora, termina de sacar tus cosas. Y deja de pensar en él.

Me río, claro.

—Anoche no dejaste de hablar de él. Así que me imagino que no lo has olvidado.

—Me encanta saber que soy una mujer llena de misterio.

—Tranqui, X. Relájate. Vale, el Vizconde Don Perfecto nos invitó a las copas, ¿y qué?

—Oye, Jess, ¿por qué hay tanta basura por todas partes?

—Ya te lo dije. La Camorra. Ellos controlan la recogida de basura y no permiten que nadie más la retire; es un chanchullo, una estafa. Toda la ciudad vive en una especie de obra de teatro. En un baile de disfraces, todo el mundo lleva una máscara, no lo olvides.

—¿Y?

—Y los tíos de la basura, ahí donde los ves, llevan guardaespaldas armados.

—¡Hala! ¡Eso sí que mola!

Jess hace una pausa y se ríe.

—Sí, mola. Claro, que si tú lo que quieres es saber de verdad más sobre la Camorra, siempre puedes preguntarle a alguien de dentro.

—¿Cómo?

—A ese tío, como se llamaba… Lord Roscarrick. ¿Sabes de quién te hablo?

—No. Cuéntamelo todo.

—Vale… admito que es bastante atractivo, si te va todo ese rollo de tío guapo, encantador, hipermillonario y aristócrata. Tengo entendido que a algunas les gusta eso.

—¿Pero…?

—Se dice que está muy bien situado en la Camorra, o la Mafia; aunque hay quien opina que la combate. De cualquier modo, el tema resulta interesante. Llámale y pídele una entrevista.

—Jessica ¿ahora me dices que le llame? ¿Así, de la nada? ¿Tú estás aburrida o qué? Sí que lo estás, ¿no?

Gruñe al otro lado del teléfono.

—Los malditos jueves por la mañana. Cada jueves por la mañana, una reunión de «princesitas».

—Vaaale.

—Se dedican a limarse las uñas y hablar de orgasmos. De todos modos, mira, X, no estoy de coña. O sea, que no es que este tío sea «inalcanzable». Si es lo que quieres. Parece ser que dona dinero a la caridad para ayudar a las víctimas de la Mafia. Eso podría ser la excusa. ¿De veras que te gustó tanto, X? Sé sincera.

Respiro hondo. ¿Me gustó? ¿Me gustó? ¿Quiero responder a esa enigmática insinuación? ¿En serio quiero verme involucrada con ese individuo misterioso y ligeramente amenazador?

Sí. Por todos los santos, sí. Rotundamente sí. Ningún otro hombre en toda mi corta vida me ha perturbado, me ha revuelto, ha agitado esta marea sexual en mí, como él lo ha hecho. Y eso sin apenas mirarme durante horas, para luego dirigirme una mirada severa… ¿una vez? Y terminar desapareciendo en silencio… después de pagar mis copas. Eso es todo lo que hizo, pero fue más que suficiente.

Sí, quiero meterme en esto. Sí, sí, sí, sí y sí.

—Tal vez —le respondo.

—Sí, ya. Serías capaz de arrancarle la camisa con los dientes a la menor ocasión. Menuda fresca.

—¿Su camisa a medida, de algodón egipcio, de Jermyn Street?

Suelta una carcajada.

—Esa misma. La cosida a mano por los huérfanos de Antwerp.

—¿Y bien…?

—Solo por si te interesa… Vive en una famoso palazzo, en Chiaia.

—¿Dónde?

—En Chiaia. Es, digamos, un barrio pijo. Y está a unos diez minutos a pie de Santa Lucia. Palazzo Roscarrick. Búscalo en Google. Vamos, casi un puto vecino. Podrías ir hasta allí después de comer, hacerle unas cuantas preguntas sobre la Camorra y fumarte un cigarrillo poscoital a la hora del té. Eso si no ha mandado antes a sus matones para que te peguen un tiro. Bueno, tengo que dejarte. ¡Ten cuidado!

Me ha colgado el teléfono. Mi corazón palpita con fuerza. Observo la intensidad azulina del Tirreno y el reluciente perfil de Capri. Así que vive muy cerca de aquí. En un palazzo. Obviamente. ¿Dónde, si no?

De pie en el balcón, me dejo llevar por un ensueño. Me lo imagino —Marcus Roscarrick, el joven lord Roscarrick, el apuesto signore— despertándose en una inmensa habitación, con inmensos ventanales que dejan entrar la inconmensurable luz de Campania; veo palmeras susurrando en un jardín, el débil rumor del tráfico napolitano se oye como un dulce y relajante susurro. Tal vez aparezca un mayordomo que, encorvado, pasa frente a los retratos de antepasados, lleva el desayuno recién hecho. Veo cafeteras de plata, cuencos con mermelada de lima; veo rodajas de limón en platos de porcelana y zumo de naranjas sanguinas recién exprimidas derramadas sobre ropa de cama de un blanco inabarcable. Sangre sobre pura blancura.

Una mujer desnuda. ¿Hay una mujer desnuda en esta escena imaginaria? Sí, ahí está ella, oculta por las cortinas de encaje de Brujas, de pie, desnuda, pensativa y hermosa ante la ventana. Marc Roscarrick se levanta, desnudo también, excitado, esbelto, su cuerpo musculoso como oscura y sólida madera amazónica. Camina por el suelo de parquet y abraza su delgada cintura desnuda, besa su pálido cuello, ella suspira de placer y se vuelve. Y ella soy yo, soy yo frente a esa ventana, desnuda en su habitación. Soy su amante, y al sentir sus firmes manos alrededor de mi cintura, me vuelvo y sonrío y beso su dulce rostro. Entonces me arrodillo sobre el duro suelo de parquet y alcanzo su deseo y, y… y. Y.

Y ahí abajo, en via Santa Lucia, un chico montado en una Vespa me está mirando. A mí, aquí: descalza, con mis shorts, con la boca entreabierta en medio de una fantasía erótica. El chico tendrá unos dieciséis e incluso desde lejos puedo ver su amplia sonrisa. Entonces se larga hacia el Castel dell’Ovo, hacia las cornisas, hacia el maravilloso azul del mar Tirreno.

Esto es absurdo. ¿Qué me está pasando? ¿Sueños erótico en pleno día? Esto no es como en New Hampshire. Definitivamente, esto no es New Hampshire.

Tengo que concentrarme. Todavía tengo que terminar de sacar mi ropa y mi portátil. La ropa primero.

Pero, uau. Esto es deprimente. Me he traído un montón de cosas de Zara, casi un vestuario nuevo completo. Lo compré hace un mes en su tienda de Union Square, en San Francisco. Entonces pensé que estaba haciendo algo muy inteligente; en California, toda esa ropa parecía tan europea, tan chic, tan ponible, tan perfetta. Y bastante barata.

Ahora, sin embargo, mientras saco todos los vestidos y los trajes, me avergüenzo. Ya sé que Zara es española, pero por algún motivo todo tiene un aspecto un poco… estadounidense. O mejor, todo tiene pinta rollo de barrio, de centro comercial. La ropa es bastante bonita —faldas lápiz de algodón, vestiditos cortos de verano estampados, una minifalda jacquard, un vestido entallado de encaje— todo muy veraniego y agradable, de algodón y fresco; pero bajo la luz de Italia parece como si le faltase verdadero estilo y sofisticación. Esta ropa no impresionaría a nadie. No dice nada. Solo llevo aquí un día, pero ya estoy al tanto: todo el mundo que sale por via Toledo viste Prada, como mínimo. Todo ropa de seda, de cachemira y puro lino. Si hasta los vigilantes de tráfico parecen patrullar por una pasarela y no por las aceras.

Pero no me queda otra; esta ropa tendrá que servir, no tengo dinero para salir de compras. Así que tendré que confiar en mis atributos naturales.

¿Cuáles?

Camino hasta el espejo antiguo que cuelga en la pared frente a mi cama vieja de hierro. La luz entra sesgada. Me observo. Con mis shorts. Descalza. Tengo la cara manchada de polvo de las cajas.

Tengo el pelo fino y sinuosamente ondulado. La mayor parte del tiempo. Mido un metro sesenta y cinco y peso unos cincuenta y cuatro kilos, y hay quien dice que soy bastante atractiva. Una vez un hombre me dijo que era guapa.

Una vez.

Me acerco un poco más al espejo, examinándome como si fuera una esclava en venta en el mercado. Una joven esclava romana en la piazza Mercato. He hecho mis deberes con respecto a la historia napolitana.

Tengo una nariz graciosamente respingona o tal vez es que está un poco torcida. Tengo demasiadas pecas. Mis dientes son casi perfectos. Mis orejas son ridículamente pequeñas. Las ostras me dan arcadas. Y solo he tenido tres amantes.

Tres.

El espejo tiembla al paso de un camión, sobre los adoquines de una calle lateral. ¡Tres! Tres amantes y ni un orgasmo. O no gracias al sexo, propiamente dicho. Y, por Dios santo, que esto tiene que cambiar. Ya es suficiente con eso de ser buena y responsable y estudiar tanto. Concédeme solo un verano, por favor, un único verano de hedonismo. Y de sexo. De mucho, mucho sexo del bueno.

A lo mejor soy un zorrón y Jess tiene razón. A lo mejor mi alma de guarrilla solo estaba esperando el momento de revelarse, como una mariposa de colores estridentes que sale de la albina crisálida de La Buena Hija. La mariposa del Borghetto, la titubeante mujerzuela vestida de Prada y la desvergonzada joven amante de un hombre muy rico. Creo que me gustaría serlo, solo durante un verano. Así podría envejecer feliz y contarles a mis nietas, gratificantemente alucinadas, mi verano de libertinaje en la pecaminosa y sensual Nápoles.

—Jolín, abuela, ¡menuda pieza!

La ropa ya está colgada en el armario, viejo y grande, y mi última tarea es sacar el portátil y enchufarlo todo. Esto es bastante menos estresante que lo de la ropa. Hay un desvencijado tablero sobre caballetes, que servirá de escritorio. Puedo pegarlo a la pared.

Inicio el ordenador y se conecta al wifi que comparto con Jess, mi vecina. Empiezo con mi trabajo. Busco los orígenes de las bandas de crimen organizado en el sur de Italia. Eso será la tercera parte de mi tesis y ya está casi terminada. Luego viene la investigación de campo. Entrevistas. Expediciones.

Aventuras.

Repaso lo que llevo hasta ahora de mi tesis.

La Camorra.

Los orígenes de la Camorra, un sindicato del crimen organizado con base en Nápoles, no son del todo claros. Podría descender de una sociedad secreta española, la Garduña, fundada en 1471, durante el reinado de los Borbones en Nápoles. Por otro lado, también podría tener su origen en las pequeñas bandas criminales nativas, que ya por entonces operaban entre los más pobres de la sociedad napolitana, hacia finales del siglo XVIII…

Pasan las horas. No aparto los ojos de la pantalla, noto la boca seca. Palazzo Roscarrick. ¿Por qué no buscarlo en Google? Palazzo Roscarrick…

La ‘Ndrangheta… la Camorra… La Sacra Corona Unita.

Mierda. Lo tecleo en Google. La búsqueda le lleva unos dos segundos: aparece en una página dedicada al arte y la arquitectura napolitana. Jessica tenía razón. Il Palazzo Roscarrick es famoso en los círculos de historiadores del arte. Y es cierto que está a unos diez minutos a pie de aquí.

Se apodera de mí el deseo de ir allí. Ahora. Pero no debo. Es que debo hacerlo. No puedo. Aunque sí que puedo. No puedo no ir. ¿Por qué no puedo ir? Es mi trabajo, es mi tesis. Tengo una excusa. No: tengo un motivo. Podría haberme quedado en casita, en la aburrida San José, buscando información sobre el crimen organizado en internet; pero aquí estoy, en Napoli, para verlo con mis propios ojos. Y por cuanto parece, Marcus Roscarrick puede contarme muchas cosas: da dinero a las víctimas de la Mafia.

¿Y por qué lo hace? ¿Por remordimiento?

Antes de que mi conciencia o mi sentido común tengan tiempo de contradecirme, me quito los shorts y me pongo unos vaqueros, sandalias y un sencillo top blanco. Nada atrevido. A lo mejor, una pulsera. Me gusta cómo luce Jess sus pulseras sobre su muñeca bronceada. ¿Un poquito más de perfume? Sí. Fijo. ¿Gafas de sol? No.

Vale, sí.

El paseo debería llevarme unos diez minutos. Pero aun así, camino rápido por las calles calurosas y concurridas. Adelanto a conductores de furgonetas y motociclistas. Paso por delante de trattorie y tiendas de moda, y de hombres de cara congestionada por el esfuerzo llevando bandejas de mozarella, blanca, fresca y cremosa a los restaurantes de lujo, en los que los cocineros toman un pequeño descanso en la parte de atrás antes de la hora de la comida fumando a escondidas detrás los maceteros de cipreses.

Luego, la calle se abre y se vuelve más espaciosa, vetusta y sinuosa. Via Chiaia se ha convertido en una serie de escalinatas de mármol y de calles que bajan. Echo un vistazo a mi alrededor, desorientada, perdida entre apresurados hombres de negocios vestidos con trajes exquisitos y de policías que comparten pizzas enormes en las terrazas de los caffè. Aquí, la ciudad se eleva abruptamente sobre el nivel del mar: ¿debo subir o bajar? Subo un tramo de escaleras de pulidos y venerables escalones, miro a mi izquierda y a mi derecha y empiezo a preocuparme… no. Espera. Es ese. Lo reconozco por la foto de la página web.

Un gran y sobrio edificio del XVI o XVII, con toques góticos y muros monumentales. Podría ser una prisión, pero una prisión hermosa, de colores melocotón y teja, con palmeras, grandiosa. Vasta, y umbrosa bajo el sol. Y tiene una placa: «Il Palazzo Roscarrick».

¿«Il» Palazzo Roscarrick? Me gusta ese «il».

Con el corazón en un puño, desciendo por las estrechas callejas y me acerco a las enormes puertas. Llamo a la puerta con la gran aldaba de hierro, pero sin resultado. Me siento estúpida. Como una huérfana buscando entrar en un hospicio. Esto es absurdo. Debería irme.

La gran puerta se abre. Un hombre uniformado me observa desde dentro ¿Qué es? ¿Un mayordomo? ¿Un ayuda de cámara? No entiendo este mundo.

Parece confuso, como si no esperase visitas. A lo mejor me he equivocado de puerta.

—¿Sí?

Dios mío, ahora tendré que usar mi italiano. Mi patético italiano de niña de colegio.

—Esto, buon… esto… giono. Parla…?

—Por favor, puede hablar en inglés —replica el hombre, sin rastro de acento italiano. Tal vez es inglés—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Eh… quiero ver, a… esto… al señor Roscarrick, quiero decir a lord Roscarrick. O sea… —Esto no funciona. Me estoy sonrojando. No debería haber venido—. Soy una, bien… una estudiante estadounidense. Bueno, investigadora. Estoy haciendo una investigación… La Camorra… No, o sea…

¿Qué podía decir?

El sirviente, si eso es lo que es, parece enternecerse ante mi pánico. Y un indicio de sonrisa ilumina su cara de cuarenta y tantos.

—Milord Roscarrick. ¿Desea verlo?

—Sí.

—¿A quién debo anunciar?

Vamos, Alex, vamos. A por ello.

—Dígale que la chica del café Gambrinus está aquí.

Sus cejas se arquean por un instante y me hace un gesto para que pase, a través de esas grandiosas puertas. Y ahora ya estoy dentro de Il Palazzo Roscarrick. «Il» Palazzo Roscarrick, nada de antiguo Palazzo Roscarrick.

Miro a mi alrededor, está oscuro y huele dulce: a cera de abejas, y a orquídeas y a lilas. El techo es abovedado. Más allá se abre al cielo un sombrío patio, el sol entra sesgado, iluminando el agua centelleante de una fuente.

El sirviente aparece de nuevo.

—Lord Roscarrick la atenderá ahora.