La luna, grande y melancólica, se refleja en las aguas tranquilas del mar y traza su senda plateada sobre las diminutas olas. Una brisa casi imperceptible susurra entre los olivos, pero yo sigo temblando, aquí, en mi roca, avergonzada como Eva por mi desnudez. Necesito una hoja de parra. Necesito un cojín. La ocurrencia no me hace gracia. Detesto todo esto. No me atrevo ni a bajar la vista y contemplar mi nuevo tatuaje.
—Carissima.
Es Marc.
—X, te he buscado por todas partes. —Me tiende una bolsa de lona—. Te he traído ropa y algo caliente de beber.
Le miro y las palabras me salen a borbotones.
—Pero Marc, Marc, no puedo…
—¿No puedes qué?
—No puedo ponerme el vestido de Armani… —Mi voz todavía está impregnada de sollozos, de medias lágrimas—. Lo estropearía. Estoy… —Suelto un suspiro trémulo—. Marc, estoy sangrando.
Marc se arrodilla y abre la bolsa. Dentro hay algodón, gasas y pomada. Mientras hurga en ella, dice:
—He hablado con las siervas, cariño, y me han dado todo esto. También tengo para ti un vestido negro. Le pedí a Giuseppe que lo trajera. —Levanta la vista y añade—: Por si acaso… —Me lo tiende—. Es de Zara.
Sumerge sus ojos amables y divertidos, grises a la luz de la luna, en los míos. No puedo evitar algunas lágrimas, pero son lágrimas de alivio, lágrimas —aunque deteste reconocerlo— de gratitud. Sin embargo, él me metió en esto. No sé qué siento en realidad.
Marc desvía la mirada mientras me limpio la herida. Unto un poco de pomada, que es antiséptica y calmante. Ya no hay sangre; solo permanece el dolor, el dolor y la humillación, aunque esta última empieza a alejarse con el mar. Puede que me haya dejado llevar por el pánico. No lo sé. Estaba pasándolo bien —experimentando esa misteriosa liberación dionisíaca— antes de que las cosas se torcieran. ¿Es mía la culpa?
Respira hondo, X.
Es hora de que me mire el tatuaje. Abro los muslos y observo mi piel, pálida bajo la luna.
Y se me vuelven a saltar las lágrimas.
Porque es un increíblemente bello, casi diría que exquisito. Es una flecha delgada y oscura entrelazada con una sinuosa S. La tintura, un violeta casi negro, es sutil. Es atractivo y encantador, pese a su reducido tamaño.
—Es un símbolo alquimista —dice Marc. Está de rodillas entre mis dos muslos, examinándome el tatuaje. Estoy desnuda en esa zona, pero me gusta que mire. Los dos estamos contemplando mi vulva y mi tatuaje nuevo.
—¿Un símbolo de qué?
—De purificación.
Besa mi rodilla cubierta por la media. Tengo que preguntárselo.
—¿Te gusta?
—Me encanta, X. Es exquisito. Los símbolos cambian cada año, creo, pero este lo conozco. Es precioso. —Me besa la rodilla y pregunta—: ¿Qué te parece?
—No estoy segura… —Examino el símbolo. «Purificación»—. No puedo creer que esté diciendo esto, pero creo que me gusta. Aunque ahora estoy marcada para siempre. Tatuada y marcada. —Le alzo el mentón para obligarlo a mirarme a los ojos—. Me has tatuado.
—Supongo que sí.
La luna ilumina el claro. Nos miramos fijamente y de pronto soy consciente del aire frío de la noche.
—Marc, ¿puedes ayudarme? Quiero cambiarme.
—Claro.
Me levanto y me apoyo en él para ponerme las bragas negras. Acto seguido, se arrodilla para desabrocharme las ligas; lentamente, enrolla las medias y las desliza por mis pies blancos. Hace una pausa y me besa el muslo. Me estremezco, por la brisa o por el beso, no lo sé. Ahora quiero deshacerme del corsé. No puedo hacerlo sola. Es imposible.
—¿Marc?
Besándome el cuello con suma delicadeza, se coloca detrás de mí y procede a deshacer la cinta. El corsé resbala y deja mis pechos al descubierto. Me doy cuenta de que tengo los pezones duros. Estoy excitada, pero no quiero sexo, ahora no, esta noche no. Rápidamente, me pongo el vestido que me ha traído Marc: negro y sin adornos, y sí, de Zara. Busco en la bolsa de lona algo que ponerme en los pies y compruebo que Marc ha metido incluso zapatillas de deporte y calcetines blancos. Me calzo. Son de mi número. Cómo no.
—Ahora bebe —me dice, sacando un termo.
Nos sentamos y vierte el líquido en una taza de plástico.
Lo olfateo con escepticismo.
—¿Qué es?
—Una vieja receta de los Roscarrick: whisky de malta de Islay mezclado con azúcar de caña de Barbados y alguna especia. Se llama «scaltheen». Es un remedio infalible, carissima. Y delicioso.
Bebo el scaltheen. Y tiene razón, el líquido resbala suavemente por mi garganta, a diferencia del whisky normal. Está delicioso, divino, es el licor de los dioses y es eficaz. Su calor terapéutico me recorre por dentro.
Marc extiende en el suelo una gruesa manta escocesa para tumbarnos en ella. Hace una almohada con mi ropa vieja. Está cuidando de mí.
—Podemos volver cuando quieras —dice—. Casi todo el mundo se ha marchado ya, pero sería agradable yacer un rato aquí. Tenemos Capri prácticamente para nosotros solos, lo cual es algo insólito.
El whisky está funcionando. El scaltheen es un auténtico bálsamo. Me acurruco contra el cuerpo fuerte y caliente de Marc y me dejo envolver por sus brazos: no es sexual, es camaradería, es amistad, una profunda, profunda amistad. Me siento a salvo con él, protegida y valorada. Y muy grogui. Siento que podría hablar con él durante horas de cualquier cosa: política, ciencia, baloncesto. Más que eso: siento que podría dormirme ahora mismo en sus brazos confortadores. Estoy cansada.
Contemplamos las estrellas mientras mi mente se adormece.
—Mira —dice—. Esa de ahí es mi constelación preferida.
La señala.
—¿Orión el Cazador?
—No, la de allí, cara mia. Se parece a ti cuando estornudas. La Constelación de Alexandra con Fiebre del Heno.
Río quedamente.
—Y aquella de allí, esa constelación tan rara que está justo debajo de Leo, es la Constelación de Marc Malhumorado. Es muy famosa. La utilizan en Sicilia para asustar a los niños.
Se ríe.
—Y allí, justo debajo de las Pléyades… ¿qué constelación dirías que es? La Constelación de Alex Devolviendo el Coche.
—Ah, no, no lo es… —Sonrío y lo beso en el cuello—. Esa es la Constelación de Nosotros, la Constelación de Alex y Marc, juntos y solos en Capri.
Un silencio. Marc escudriña el cielo, el turbulento torbellino de estrellas.
—¿La Constelación de Alex y Marc? —Suspira—. Me gusta. —Se vuelve hacia mí. Tiene la mirada seria y triste, y al mismo tiempo dulce y feliz—. Cariño…
—¿Sí?
Hablamos casi en susurros. Estamos a punto de dormirnos.
—Pase lo que pase, incluso si abandonas los Misterios y no podemos estar juntos, ¿me prometes que siempre que te sientas enfadada, triste o sola, saldrás a contemplar esa constelación? ¿Mirarás la Constelación de Alex y Marc en Capri, la Constelación de Nosotros? Por favor. —Se está durmiendo—. Por favor, prométemelo.
Bostezo, cierro los ojos y digo:
—Te lo prometo, pero pégate más a mí, abrázame fuerte…
El sueño está al caer.
Cuando me abraza, murmuro:
—Marc, ¿serán así todos los Misterios? El de hoy ha sido un poco… aterrador.
—No —dice. También él ha cerrado los ojos—. Son diferentes, diferentes, más poéticos… difíciles… carissima.
Se ha dormido. Contemplo por última vez el cielo estrellado, la Constelación de Nosotros, y cierro los ojos también.