18

Al principio es tal mi bochorno, mi vergüenza, que quiero esconderme tras los arbustos con las cigarras.

Nadie está riéndose de mí, nadie está mofándose o mirándome con lascivia, pero todo mi ser me dice que esto está mal. Así y todo, sigo avanzando entre la multitud, entre esas personas elegantes con largas copas de champán en la mano que parecen apartarse a mi paso en medio de un silencio respetuoso.

Cuando la música se reanuda, advierto que hay otras mujeres vestidas exactamente como yo circulando entre la gente: son mis hermanas, jóvenes que están siendo igualmente iniciadas. Reconozco una o dos caras. Son las mujeres de la carpa, y también sus partes pudendas están a la vista. Fabulosamente enmarcadas por medias de seda e intrincados corsés, pero a la vista.

Siento el deseo imperioso de hablar con alguna de ellas. ¿Cómo se sienten? ¿Qué piensan de todo esto? Mi timidez innata me lo impide, hasta que recuerdo: maldita sea, X, estás paseándote entre un montón de gente rica y elegante sin nada de ropa ahí abajo. ¿Y te da corte iniciar una conversación?

Me fijo en una chica que está sola bajo un farol suspendido de un tamarisco algo apartado. Su mano sostiene una copa de champán dorado. Tiene la cabeza ladeada. Parece estar escuchando la música, interpretada por un marchoso cuarteto de cuerda, líricamente clásica pero con un claro ritmo africano. Tengo ganas de bailar, pero no puedo bailar vestida así. Sobria no.

Es una chica muy guapa, con una larga melena morena salpicada de perlas finas y alfileres de plata. Parece una Jessica más alta y de ojos más grandes; posee su mismo aire inteligente y sagaz.

—Hola —digo.

Se vuelve hacia mí. Me escudriña con sus ojos castaños.

—Bonsoir.

—Ah, lo siento. —Me ruborizo. ¿Por qué me ruborizo justamente ahora?—. Lo siento, no me di cuenta de que…

—No, no, tranquila. Soy francesa pero hablo inglés. —Su sonrisa es amable.

Le devuelvo la sonrisa.

—Hola.

Sin el más mínimo disimulo, baja la mirada hasta mi desnudez. Después señala sus muslos blancos y la franja de vello negro.

—¿Qué piensas de nuestro… disfraz antiguo?

Meneo la cabeza.

—No lo sé… ¿De verdad es antiguo?

—Sí —responde—. De verdad es antiguo. Lo lucían en la corte de Napoleón. ¿No has oído hablar del furbelow?

Tras un breve silencio, suelto una risa nerviosa. Es una broma astuta. Creo que un furbelow es un volante o chorrera que lucían las chicas del siglo XVIII o XIX, puede que un cuello con mucho encaje. Pero furbelow es, sin duda, la mejor manera de describir nuestro aspecto esta noche.

Caigo en la cuenta de que no le he preguntado su nombre.

—Por cierto, mi nombre es Alexandra. Me llaman X.

—Hola, X. Yo soy Françoise.

Nos damos la mano.

—¿Te molesta si te pregunto quién te está iniciando?

Françoise señala la multitud de personas que está bebiendo y charlando. El bullicio crece conforme corre el champán.

—Daniel de Kervignac. También es francés, pero trabaja de banquero en la City. Vivimos en Londres.

—¿Tu novio?

—Sí, aunque tiene cuarenta y dos años. Amant sería un término más apropiado.

—Entiendo. —Bebo un sorbo de champán. Me percato de que estamos charlando como si tal cosa vestidas como las más extravagantes prostitutas de la historia. El contraste resulta extraño. Pero menos extraño que hace diez minutos.

—¿Y a ti?

—Marc Roscarrick.

Pone ojos como platos.

—¿Lord Roscarrick? ¿El lord Roscarrick?

—Sí. —Mi boca va por delante de mí—. ¿Por qué? ¿Le conoces? ¿De qué le conoces?

Sonríe pudorosamente.

—¿X? ¿Puedo llamarte X? X, todo el mundo ha oído hablar de Marcus Roscarrick. Todo el mundo ha oído hablar del molto bello…

—E scapolo lord Roscarrick —añado con un suspiro, meneando la cabeza—. Vale, vale, he leído las páginas web. Supongo que para mucha gente es una celebridad. —Miro sus ojos castaños—. El caso es que yo soy de California y los aristócratas europeos son para mí como los jugadores de fútbol americano. Nunca hemos oído hablar de ellos. Podrían ser lunas de Neptuno.

Sonríe.

—Me alegro por ti. La cultura de los famosos es, por lo general, basura, aunque no hay duda de que tu lord Roscarrick es un partidazo. —Se me acerca y me pregunta en tono confidencial—: ¿Cómo es en realidad? ¿Es, como dicen, un poco… esto… peligroso? ¿Realmente es tan fascinante?

—¿Qué?

—Lo digo por su preciosa esposa y esos otros rumores… —Los labios le tiemblan—. Oh, perdóname, me estoy comportando como una cotilla. Eres muy afortunada. Además, debemos actuar como mujeres enigmáticas, ¿no es cierto? Aquí de pie, exhibiendo el Origen del Mundo.

Baja nuevamente la vista hasta su desnudez y añade:

—Espero que haya valido la pena. La brasileña fue terriblemente dolorosa.

Vuelvo a reír. Mi risa, sin embargo, es débil y está plagada de dudas. ¿Qué ha querido decir con respecto a Marc? Quiero preguntárselo pero una voz potente nos interrumpe.

—Françoise, j’ai cherché pour toi.

No hay duda de que es su novio. Vestido con un esmoquin de corte impecable, es el típico tío maduro y atractivo, de sienes canosas y espaldas anchas, que irradia un aire de riqueza e influencia. Pero no es Marc Roscarrick.

El francés me saluda con una inclinación de cabeza breve y cortés y sus ojos solo se pasean un segundo por debajo de mi cintura. Me estrecha la mano durante las presentaciones antes de enlazar sus dedos a los de Françoise y llevársela. Mientras se aleja, Françoise se da la vuelta y me clava una mirada cálida.

—Adiós, X —dice—. Estoy segura de que volveremos a vernos.

Pienso un instante en ello. Supongo que tiene razón. Si tiene intención de representar los Misterios durante el verano, es muy probable que volvamos a vernos. Lo celebro, pues con Françoise he sentido el pálpito de una incipiente amistad, y, decididamente, necesito una aliada. Además, quiero descubrir qué sabe de Marc. ¿O no?

Apuro mi copa mientras observo a Françoise desaparecer entre el gentío.

Su culo blanco resulta bello y sexy mientras camina con sus tacones del siglo XVIII entre los invitados con ropa. Pensaba que la escena me resultaría cómica, pero no es así. Françoise está imponente, está soberbia, de hecho parece uno de esos hermosos caballos de carreras árabes, un purasangre paseándose por el paddock de un hipódromo no para provocar miradas lascivas o burlas, sino para despertar una admiración pura y sincera. Las miradas que recibe son respetuosas, incluso reverenciales.

Es eso. Su desnudez, su semidesnudez, le otorga una forma de poder. Ella es el centro de atención, la que domina. Lo he oído otras veces: los hombres semidesnudos parecen por lo general ridículos, o por lo menos débiles; en cambio las mujeres semidesnudas o semivestidas ejercen un poder enigmático y formidable, especialmente sobre los hombres. Y con este extraño atuendo ese poder se amplifica como una pieza de música clásica elevada a cien decibelios. Ensordecedora. El Origen del Mundo.

Qué demonios. Acepto otra copa de champán de la bandeja de plata que me acerca una sierva y también yo me sumerjo en la multitud.

Y funciona. Recibo el mismo respeto reverencial. Mujeres mayores que yo me lanzan miradas fugaces, entre envidiosas y empáticas. Los hombres inclinan ligeramente la cabeza, cual diplomáticos y cortesanos reconociendo a un superior: una princesa o una reina. Si llevaran sombrero, estarían descubriéndose.

No obstante, también hay decadencia aquí, mientras me abro paso entre la gente. Una chica me acaricia la cadera al pasar por mi lado. Ocurre una segunda vez, y no es una casualidad. Noto fugazmente otra mano, una mano masculina, en el culo. Me doy la vuelta para ver quién es pero no me escandalizo. Puede que esté algo ebria, pero la situación no es agobiante sino más bien juguetona, sutil, y decididamente erótica.

Las burbujas del champán me hacen cosquillas en la nariz. Sigo bebiendo. La gente me pasa rozando. Noto más manos en mi desnudez. No me molesta. Es agradable. Estoy disfrutando. Y finalmente localizo a Marc, acompañado de tres hombres. Se da la vuelta y me presenta, pero enseguida olvido sus nombres porque estoy un poco borracha. Los hombres —ingleses y rubios— me besan la mano y contemplan unos segundos mi evidente y peculiar desnudez. Y mi pudor desaparece al fin. Siento un poder sobre ellos. Miradme, adelante, miradme. ¿Quién se atreve? Estoy riendo ahora, y bromeando con Marc. Me siento decadente.

La música se anima. Ahora suena un alegre vals acompañado de ese ritmo pagano. El vals —gracias, Dionisos— es el único baile formal que conozco. Miro a Marc, que recoge mi mano y me lleva hasta la espaciosa terraza con vistas al mar, y bailamos entre las demás parejas. Bailamos deprisa, mi cabeza en su pecho, mi mano aferrada a su mano.

Y me alegro de que la gente pueda verlo todo. Adelante, que miren cuanto quieran, que actúen como quieran. Hace una noche maravillosa; el champán está helado; la luna está atónita y contenta; las estrellas brillan impolutas. Y Marc ha colocado su mano en la parte baja de mi espalda, donde la cinta presiona el corsé contra mis costillas y me eleva los senos. Me siento ligera y perfumada.

—Estás despampanante —dice Marc.

—¿No te parezco ridícula?

—En absoluto, carissima. Todo lo contrario. Estoy muy orgulloso de ti.

—¿Por qué?

Su mano ha descendido. Ahora está en mi culo, estrujándolo suavemente.

Lo miro. Y sonrío con recato. Y no digo nada. Ambos fingimos que no ocurre nada.

—He visto a otras mujeres dar marcha atrás en este punto. El Segundo Misterio es difícil.

Me aprieta de nuevo el culo. Su azulada barba de tres días resulta especialmente atractiva en esta luz. Sus labios semiabiertos sonríen, mostrando una fina línea de dientes blanquísimos. Apriétame más fuerte, Marc Roscarrick, apriétame más fuerte.

—¿Qué les ocurre a los hombres? —le pregunto—. ¿En qué consiste la iniciación masculina?

Clava su mirada en mí. Siete centímetros separan nuestros labios. Recorremos la terraza dando giros, su mano todavía firme en mi nalga. Finalmente, dice:

—Es diferente. Mucho más violento. Puede ser… sobrecogedor.

—¿Por qué?

—En otro momento —dice—. Ahora mírate, pareces una muñeca de Dresden. Y una pizca lasciva.

Recula y me hace girar con una mano. Nuestros movimientos tienen poco de vals ahora, se parecen más al baile tal y como yo lo conozco. Joven y libre. Pagano. Más próximo al sexo. Bastante africano. ¿Dionisíaco? La gente vestida con ropa formal que baila informalmente por lo general tiene un aspecto ridículo, pero en este entorno se me antoja normal: bailar con millonarios y principesse, bailar sobre las ruinas de la Villa de Tiberio, bailar sobre el gran palacio de mármol de Jovis, donde el envejecido emperador romano llenaba su fragante jardín de niños y niñas en cueros, ocultos en nichos y hornacinas, para honrar a los dioses del desenfreno y el libertinaje, Pan, Eros y Baco.

Y la noche sigue su curso. Bebo demasiado. Marc me dice que no importa, me dice que todo el mundo bebe demasiado en el Segundo Misterio. Volvemos a bailar pegados, me aprieta contra su pecho y desliza su mano entre mis muslos, y me acaricia muy suavemente una vez, solo una vez, pero oh, oh, y entretanto me dice que beber es honrar a Dionisos. Luego me dice cosas que no entiendo, porque estoy borracha. Y porque quiero que siga tocándome en público. Que me haga correrme en público. ¿Por qué no?

Pero su mano se detiene. Bruscamente. Me doy la vuelta.

La gente ha dejado de bailar. La música ha dejado de sonar. ¿Qué ocurre? Marc me coge de la mano y cruzamos la terraza. Ahora veo que mis hermanas —cinco mujeres que están siendo iniciadas— también son conducidas por sus acompañantes. Subimos unos escalones de madera hasta cinco sillas doradas y femeninas dispuestas sobre una plataforma de mármol.

Reina un silencio sepulcral. Marc me susurra al oído:

—Siéntate.

Obedezco y me siento en una de las sillas. Otra vez puedo oír el canto de las cigarras. ¿Qué ocurre? Me vuelvo y veo a Françoise sentada a mi izquierda, con Daniel de pie, a su lado. Me mira con ojos desenfocados. Intenta sonreír pero parece tan nerviosa como yo.

Un hombre joven, vestido con un traje oscuro, lee una especie de pergamino. La multitud escucha con atención. Está todo en latín. Finalmente lo entiendo: ha llegado el momento de mi ingreso, la escena de los frescos de Pompeya, el hombre leyendo un pergamino que anuncia la iniciación de cinco mujeres más en los Misterios de Dionisos.

—Quaeso, Dionysum, haec accepit mulieres in tibi honesta mysteria…

El hombre termina su discurso. Me dispongo a levantarme pero Marc se inclina y me susurra de nuevo al oído:

—Siéntate, Alexandra.

Aguardo. Las siervas han vuelto. Y esta vez una de ellas lleva en la mano extraño instrumento plateado con forma de pistola. ¿Es un instrumento médico? Intento concentrarme a través del alcohol y el creciente pánico. ¿Qué es esto?

Marc se acerca un poco más.

—Tranquila, X, tranquila. Déjate llevar.

La chica italiana me habla.

—Por favor, abra piernas.

—No.

—Por favor.

—No.

—¡Por favor!

Despejándome de golpe, abro las piernas con renuencia. Súbitamente comprendo lo que las siervas se disponen a hacer. Puedo ver que ya están haciéndoselo a Françoise. Las siervas van a tatuarme. Van a marcar para siempre en mi cuerpo mi iniciación en los Misterios. Aunque los abandonara después de esto, siempre llevaría su marca.

Pero he de hacerlo. ¿O no? Aprieto con fuerza la mano de Marc.

Todo el mundo está mirando. Cierro los ojos. El pudor se adueña otra vez de mí. Siento un dolor punzante en las entrañas.

Dios.

Las siervas han puesto manos a la obra. Me hacen daño, pero lo que de verdad me duele es la vergüenza y la duda. No me gustan los tatuajes, nunca me han gustado lo suficiente para pensar en la posibilidad de hacerme uno. La permanencia me incomoda. Y ahora estoy siendo tatuada en el muslo por unas desconocidas, delante de trescientos extraños ricos que llevan horas contemplando mi desnudez. Quiero gritar. Esto duele. Esto está mal. Ya no estoy borracha. Marc me estrecha la mano con fuerza pero ya no me reconforta.

—No… —digo—. No…

Las siervas están limpiando la sangre con agua y algodón. Por lo visto han terminado el tatuaje, pero mi vergüenza persiste.

Se me está pasando el efecto del champán. Me siento humillada, abochornada. Se trata de una ceremonia horrible y chabacana, y yo he sido una estúpida. Y ahora estoy marcada para siempre, como una res.

—¡Morfeo! —grito—. ¡Morfeo!

Y funciona. La gente calla. Pero es demasiado tarde, la iniciación ha terminado, el tatuaje está hecho. Y me odio por mi estupidez. Me suelto bruscamente de Marc, me levanto y echo a correr, lejos de la gente y la música. Corro hasta los olivares tapándome la cara con las manos. Me detengo en un claro del acantilado bañado por la luz de la luna y las estrellas.

Diviso una roca lisa y acogedora. Me siento y rompo a llorar. Entonces noto algo húmedo. Horrorizada, bajo la vista: por mi muslo corre un hilo de sangre.