Marc Roscarrick tiene un barco. Cómo no. De color azul marino italiano, aguarda glamurosamente en el puerto de Pozzuoli, a menos de quince kilómetros de Nápoles.
Pozzuoli es una ciudad preciosa. Muchos napolitanos adinerados residen aquí, en las casas blancas que se arremolinan en torno a la iglesia con cúpula y azulejos ocres situada sobre el rocoso promontorio. Hace una noche especialmente bonita y agradable: la luna dibuja un arco plateado en el cielo, un millón de estrellas cuelga del abeto negro e invisible de la bóveda celeste y familias bien vestidas desfilan por el paseo marítimo comiendo gelati, riendo, cuchicheando y saludando a amigos.
Marc sonríe, me ofrece una mano y, tambaleándome ligeramente, subo a la lancha.
—¿Preparada?
—Preparada, supongo.
Me siento en la parte de atrás, y Marc coge el timón. Apostado en el embarcadero, Giuseppe suelta amarras y nos aleja del muelle de un empujón. El motor tose, chirría, y Marc sortea hábilmente las lanchas y esquifes, los buques y barcos de pesca, hasta que Pozzuoli nos dice adiós y salimos al Mediterráneo, que se muestra oscuro y tranquilo como un espejo de obsidiana azteca.
Calma bajo la tormenta silenciosa de esas soberbias estrellas.
El aire dulce del mar es un bálsamo. Me siento con mi vestido de Armani nuevo —mi vestido corto de terciopelo de dos colores de Armani, para ser exactos— y admiro mis tacones de Jimmy Choo antes de admirar el paisaje. El mar, la luna, las estrellas y Marc Roscarrick. Y yo.
—Reina una calma asombrosa —dice Marc—. Una noche perfecta para los Misterios. —Reduce la velocidad hasta detener la lancha; las aguas azules la acunan bajo una miríada de estrellas fulgurantes. Murmura de nuevo—: El mar está tranquilo. La marea sube, la luna brilla sobre el estrecho…
Reconozco el poema. Sonrío y guardo silencio. Sopla una brisa dulce y cálida. Estamos en medio de la bahía de Nápoles, él y yo solos. Dos personas, un hombre y una mujer. Dos instrumentos en un dúo perfecto. El adagio de Bach para dos violines.
Marc vuelve a encender el motor. Lo contemplo casi con veneración. Esta noche está especialmente atractivo: lleva un esmoquin divino, de corte impecable, sumamente correcto, negro y blanco, alto y esbelto; parece un galán de Hollywood en una ceremonia de los Oscar de los años cuarenta, un complemento sobrio, atractivo y monocromo para la mujer a la que acompaña.
Por un momento me pregunto quién diseñó el primer esmoquin, el primer traje de etiqueta. ¿Realmente hubo alguien que estuvo dándole vueltas —a conciencia— y surgió con esta brillante combinación de negro y blanco? ¿O acaso evolucionó con el tiempo hasta alcanzar su perfección actual: una selección darwiniana? Porque no hay atuendo que más favorezca a un hombre que el esmoquin. Y Marc resulta especialmente masculino cuando viste esmoquin, absolutamente viril, molto bello e scapolo.
¿Quiénes eran esas mujeres que posaban con él en il West End di Londra?
Me mira fijamente. Le devuelvo la mirada.
Digo:
—Me siento como una monja tomando el velo. ¿Es eso lo que estoy haciendo, Marc?
Esboza una sonrisa triste. Pero no responde, simplemente sigue pilotando la lancha por las susurrantes aguas. Los Misterios aguardan. Los minutos pasan. Estoy nerviosa y feliz. Gaviotas descienden en picado desde el cielo nocturno, cual fantasmas en la oscuridad, espectros alegres y tristes a un mismo tiempo, y desaparecen. Estoy deseando llegar a nuestro destino. Estoy deseando que comiencen los Misterios.
—¿Cuánto falta para Capri?
Sin darse la vuelta, responde:
—Una media hora. Podría ir más deprisa, pero podrías mojarte y estropearte el vestido.
—¿Qué va a pasar, Marc?
—Piccolina, ¿por qué iba a contártelo ahora si no te lo he contado antes? Se supone que los Misterios han de ser misteriosos.
Suspiro y a renglón seguido meneo la cabeza. Con bastante firmeza.
—Para poder continuar necesito saber cosas.
—Está bien. ¿Qué quieres saber?
Está hablando por encima del hombro al tiempo que pilota la lancha. Prosigo.
—Dijiste que un hombre que ha sido plenamente iniciado no puede tener una relación con una mujer no iniciada.
—Ajá.
—¿Por qué solo los hombres? ¿No ocurre lo mismo con las mujeres?
Se vuelve hacia mí con expresión sombría.
—El código de honor es más estricto con los hombres.
—¿Por qué?
—Porque lo es. Siempre lo ha sido.
—¿Y si quiero abandonar, Marc? ¿Y si decido que he tenido suficiente con el Segundo o Tercer Misterio?
—Abandonas y punto. Muchos lo hacen. Hay mucha gente que nunca llega al Quinto Misterio. —Me sonríe con cierto pesar—. Pero si abandonas, eso nos afectará a los dos. Como bien sabes, tengo permitido estar contigo durante el verano, mientras te inicias, pero si abandonas antes del Quinto Misterio…
—No podremos volver a vernos.
—Exacto.
La atmósfera entre nosotros se ensombrece. Marc se halla de nuevo de espaldas a mí, pilotando la lancha en dirección a Capri bajo las estrellas. Pero tengo más preguntas.
—¿Por qué es tan importante este Segundo Misterio?
—Es el momento en que haces los votos y eres oficialmente investida para el verano.
—¿Oficialmente? ¿Quién crea esas normas, Marc? ¿Quién dirige todo esto?
—Me temo que eso es…
—Un misterio, lo sé, lo sé. —Sonrío, pero mi inquietud persiste.
Pienso en lo que me espera y me estremezco. Hasta ahora he sido bastante optimista con respecto al Segundo Misterio, pero de pronto siento el primer cosquilleo de miedo, o por lo menos de aprensión. Entonces recuerdo lo mucho que, a mi pesar, me gustaron los azotes. Tal vez el Segundo Misterio sea alucinante. Más que alucinante, algo que ponga a prueba mis límites, como el Primer Misterio. Algo importante y profundo. Así lo espero, aunque por otro lado me asusta que sea demasiado profundo. Y que me cambie.
Porque no quiero que las cosas cambien.
La verdad es que desearía que el tiempo se detuviera aquí, ahora, en esta agradable noche de mediados de junio, seis semanas después de ver a Marc por primera vez. Marc y yo solos en una lancha bajo las estrellas titilantes de la bahía de Nápoles.
Aquí. Páralo aquí. Congela la imagen. Corta.
—Estamos llegando —dice Marc señalando el contorno de la isla, señalando Capri, recortada y salpicada de luces.
Conforme nos acercamos al puerto advierto que no estamos solos. Las cercanías de Capri están repletas de embarcaciones. Puedo ver otros barcos ahora: motoras pequeñas pero caras, yates más grandes, lanchas de líneas elegantes como la nuestra. Todas dirigiéndose a Capri. Semeja una evacuación en tiempos de guerra pero a la inversa.
—Tus colegas dionisíacos —dice Marc al tiempo que reduce una marcha y disminuye la velocidad—. Congregándose para el Segundo Misterio.
Dos minutos después hemos echado amarras y bajamos al embarcadero, donde somos recibidos por hombres jóvenes de traje oscuro con auriculares y gafas de sol… a las nueve de la noche. Los turistas sentados en las marisquerías del puerto observan con cara de pasmo a todos los asistentes al Misterio, los cuales están desembarcando de sus yates y lanchas en sus mejores galas: los hombres con impecables esmóquines y las mujeres con delicados vestidos, zapatos altos y joyas brillantes. Subimos a unos carruajes de dos ruedas tirados por caballos que nos esperan en fila.
Miro a mis colegas dionisíacos, o quizá mis colegas novicios. Hay hombres y mujeres de todas las edades, de entre veinte y setenta años. Es imposible distinguir a los ya iniciados de los que se hallan en proceso de iniciación. Oigo expresiones en lenguas diferentes: mucho inglés, algo de francés y español. También ruso y chino. Todo el mundo parece rico, muy, muy, muy rico.
Y por primera vez en mi vida me siento rica al pasar por delante de esos turistas boquiabiertos y subir al carruaje con lord Roscarrick. De hecho, siento la emoción innoble y vulgar de la ostentación, de la absurda superioridad: sí, miradme, y mirad a mi hombre.
Me desprecio por ello al mismo tiempo que lo pienso, pero no puedo evitar disfrutar de este momento de alarde.
—Seguro que piensan que vamos a un baile —digo mientras saludo con la cabeza a los turistas en camiseta. Marc asiente pero no responde, lo que hace que me sienta un poco estúpida.
Mientras el caballo trota alentado por los suaves golpes de fusta del cochero, trato de no pensar en la clase de fiesta que me dispongo a experimentar. Mi única opción es vivir el momento. Ocurrirá lo que tenga que ocurrir. Cuando el caballo tira del carruaje por una cuesta pedregosa y empinada, diviso al otro lado de la bahía las luces de Nápoles: tan bella e inocente desde esta distancia. Es una sensación cautivadora; puedo oír caballos detrás de mí, delante de mí, docenas de carruajes transportando gente al lugar donde ha de celebrarse el Segundo Misterio.
El carruaje se detiene y cuando Marc me ayuda a bajar, aupándome como si fuera una niña, me percato de dónde estamos. Aunque mis conocimientos de historia antigua cojean, he investigado lo suficiente para saber que nos hallamos en el extremo nordeste de Capri, donde el emperador Tiberio vivió en el año 30 d. C. y donde celebró sus conocidas orgías. El emperador tenía por costumbre tumbarse desnudo en su piscina, donde niños pequeños eran adiestrados para sumergirse en el agua y lamerle y mordisquearle la entrepierna. El emperador adoraba este placer acuático; llamaba a los niños sus «pececillos».
Este fragmento de la historia me da pena. ¿Será el Segundo Misterio una recreación de la espantosa decadencia romana? ¿Algo atroz y perverso? El miedo a lo que pueda pasar se apodera nuevamente de mí. Marc, naturalmente, lo nota. Cuando cruzamos una gran verja de hierro custodiada por un mínimo de diez hombres con traje oscuro y gafas de sol, que comprueban las credenciales de Marc, me aprieta la mano.
—Courage —me dice con acento francés—. Courage, ma chère.
—No lo entiendo, Marc. ¿Cómo han conseguido el permiso? Esto es un emplazamiento arqueológico. Sería como alquilar el Partenón.
Estamos siguiendo a los demás asistentes al Misterio por un camino amenizado por cigarras hacia una fuente de música y luz.
—Esto es la Campania, X —responde Marc—. Puedes comprar los templos de Paestum si quieres.
—Pero ¿quién paga? ¿Quiénes son esos hombres de la verja? ¿Van armados?
Me aprieta de nuevo la mano.
—No te pongas nerviosa, te lo ruego. Relájate, déjate llevar. Para que el Misterio tenga éxito no debes resistirte. Y ahora… —Marc me sonríe con ternura, y puede que con cierto arrepentimiento—. Ahora tienes que ir a vestirte. Sigue a las siervas.
Dos chicas italianas —jóvenes y bonitas, vestidas con una sencilla túnica blanca— me cogen de la mano y me llevan por un sendero hasta una hilera de carpas sofisticadas y lujosas, pero antiguas.
Delante de la carpa más grande —la más próxima a los poderosos acantilados que se ciernen sobre el mar Tirreno— puedo ver a gente bailando y a gente bebiendo y charlando. También oigo música. Es el barullo típico de una fiesta más bien pija al aire libre. Las chicas, sin embargo, me conducen a otra carpa. Esta es de color morado, trenzada e imperial, con un toque romano.
Dentro hay otras jóvenes de pie frente a espejos y mesas auxiliares. Todas ellas están siendo vestidas y atendidas por esas muchachas italianas de blanco.
Deduzco que estas otras jóvenes, que parecen nerviosas y tensas, son mis compañeras de iniciación. Observo sus rostros bonitos y jóvenes, y algo preocupados. Ellas se vuelven hacia mí y me saludan con un gesto de la cabeza.
Nos sentimos todas igual.
—Por favor —me dice una sierva. Aunque su inglés es defectuoso, actúa con desenvoltura—. Quitar ropa.
No hay hombres en esta carpa de seda tenuemente iluminada por faroles, pero así y todo estoy cohibida. Recuerdo las palabras de Marc y recuerdo que si quiero conservarlo —aunque solo sea durante este verano— debo obedecer. Debo armarme de valor y someterme. Una vez más.
Respiro hondo y asiento. Las siervas se acercan. Es evidente que quieren ayudarme a desvestirme pero las ahuyento con la mano: no quiero que nadie toque mi vestido nuevo de Armani. Me lo quito sola y lo doblo despacio. Las chicas, por lo visto, han captado el mensaje, porque me permiten colgar el vestido con sumo cuidado en una percha. Seguidamente me quito la ropa interior y me quedo completamente en cueros. No soy capaz de mirar a las otras iniciadas, me da demasiada vergüenza, de modo que me concentro en lo que me están haciendo las siervas.
Y estas están concentradas en acicalarme para la fiesta.
—Per favore, signorina?
Las observo con curiosidad. Porque me están poniendo cosas que nunca he vestido antes.
Primero sacan unas medias opacas de seda, de color blanco, y las deslizan lentamente por mis piernas hasta alcanzar los muslos. Alrededor de cada muslo blanco fijan una liga para que la media no se mueva. La liga está hecha de cuentas de oro y perlas pequeñas: es muy bonita, probablemente antigua. Me entregan unos zapatos exactamente de mi número, con lacitos barrocos de seda y tacones altos y anchos. Zapatos del siglo XVIII. Coquetos y sexys.
Me están vistiendo como una mantenida del siglo XVIII. Como la amante de lujo del Rey Sol.
—Ahora —dice la chica italiana—, estirar espalda, por favor.
Cuidadosa pero raudamente, me coloca un corsé alrededor del torso. Es la primera vez en mi vida que visto algo así. De un rojo subido, posee unos bordados preciosos pero, ay, me hace daño cuando tira fuertemente de las cintas para acordonarlo por detrás. La presión aúpa y une mis senos, creando un escote profundo. El corsé casi podría considerarse una forma de atadura, aunque más sutil. Dolorosa pero sutil.
—Signorina, sentar, por favor. Vamos a peinar.
Salgo de mi ensimismamiento y miro a mi alrededor. Estoy sola en la carpa. Las siervas ya han vestido y enviado a las demás iniciadas… a experimentar su Segundo Misterio.
—Sentar.
Me siento obedientemente en una silla dorada y por un espejo grande enmarcado en madera observo cómo las chicas levantan y peinan mis cabellos, que adornan con moñitos, trenzas, alfileres de nácar y encantadores lacitos de seda. Sobre mis orejas dejan caer algunos tirabuzones. Mi vulgar pelo rubio brilla como el oro bajo la favorecedora luz de los faroles.
Estas chicas tienen talento. Cuando han terminado, me levanto y admiro mi imagen en el espejo. Soy, decididamente, Maria Antonieta.
Salvo por un pequeño detalle. Entre las ligas de los muslos y la orilla bordada con hilo dorado del corsé no visto nada. Mi vello púbico, cuidadosamente depilado, mi culo, toda mi zona sexual, está a la vista. Y perfectamente enmarcada. La delicada indumentaria que cubre el resto de mi persona tiene como finalidad realzar todavía más mi desnudez.
—¿Qué pasa con el resto? —pregunto, presa del pánico—. ¿Dónde está el vestido? ¿Las bragas?
Las siervas se encogen de hombros, sonrientes pero imperturbables.
—Ya está. Ahora, irse a la fiesta.
—¿Qué?
Una chica da un paso atrás y agita una mano.
—Bella. Muy bella. Ya está. Ahora, irse.
¿Irme?
Ni hablar. No puedo hacer esto. Esto no. Noto la brisa en mis muslos desnudos, incluso en esta calurosa noche tirreniana. Mi culo aparece reflejado en una docena de espejos, a la vista de todas las miradas. El bochorno hace que desee agarrar algo —lo que sea— para taparme.
Me tambaleo, presa de la vergüenza. Las chicas me están mirando con los brazos cruzados. Así que este es mi atuendo: realmente voy a tener que entrar en la fiesta vestida con esta ropa. O, mejor dicho, sin ropa alguna entre los muslos y el ombligo. Para que todo el mundo pueda verme.
No tengo elección. Debo someterme. Respiro hondo, preparándome para la prueba, y camino hasta la entrada de la carpa, donde una chica descorre una cortina de lona y seda, me tiende una copa de champán y me invita a salir.
Me siento desfallecer. El mundo puede ver mi culo desnudo, mi todo. Estoy siguiendo un sendero alumbrado por faroles hasta una especie de terraza delante de una carpa más grande, donde docenas de personas elegantemente vestidas bailan, beben y charlan. Estoy desnuda entre el corsé y las ligas.
La música se detiene. Y todo el mundo se vuelve hacia