—No puedo aceptarlo, Marc.
—¿Por qué no?
—Porque es demasiado. Hace que me sienta como una mantenida. Como una especie de mascota.
—¿Preferirías un avión?
Me quedo mirándolo. Él está de broma. Pero yo no sonrío. Estamos sentados en mi coche, que ahora es su coche. Hemos aparcado en Vomero, una de las colinas desde las que se divisa Nápoles, con sus plazas ajardinadas y altas vallas con cámaras de seguridad, y basura que, en este caso, sí se recoge.
—Marc, soy toda tuya, ya lo sabes. Es solo que no quiero… esto. —Hago una mueca y gesticulo señalando el salpicadero de coche como si fuera algo asqueroso, aunque Alex la Ramera no para de decir dentro de mí: «Quédatelo, quédatelo, ¡quédate el maldito coche!».
—¿Qué me dices de un piso? ¿Me dejas comprarte un piso? —sigue—. Podría comprarte… el apartamento de Diego Maradona. Vivía por aquí. ¿No sería estupendo? Santa Lucia es tan… a nivel del mar.
Está riendo. Y bromeando. O eso creo.
—¡No quiero un apartamento!
—Vale. Pues diamantes. Rubíes. ¿Todas las esmeraldas de Kashgar?
—Deja de tomarme el pelo, Marc.
—Pero es que me gusta tomarte el pelo, piccolina. Cuando lo hago arrugas la nariz como una niña mala y pareces tan… ah…
—¿Azotable?
—No no, dolcezza, no me tientes.
Me aprieta la rodilla
—Marc…
Frunce el ceño y sonríe al mismo tiempo. Entonces me mira las piernas desnudas bajo mi modesto vestido azul. Me da otra palmadita en la rodilla izquierda. Y se ríe en silencio, enseñando sus blanquísimos dientes.
Lleva un traje gris pálido, con una camisa azul pálido y una corbata amarillo pálido. Todo exquisitamente pálido excepto su cara bronceada, la barbita, y su rizado pelo moreno que tanto me pone. Es sábado. Estoy intentando devolverle el coche, pero insiste en que demos un último paseo antes de tomar la decisión definitiva.
De todos modos, estoy totalmente decidida a no quedarme con el coche. Mis reticencias sobre el regalo de Marc solo se vieron aún más reforzadas por el deprimente viaje a Caserta, con las barriadas dominadas por la Camorra, y luego el regreso a través de las hogueras que cercan la ciudad, a través del Triángulo de la Muerte, las tierras yermas infestadas por la Mafia, los círculos del infierno mafioso.
Creo que necesito contarle a Marc algo de esto o pensará que estoy siendo orgullosa.
Así que lo hago. Sentado en el asiento del copiloto, le describo mi viaje a Caserta con Jess. Su ceño se contrae cada vez más hasta que su indescriptiblemente hermosa cara se vuelve, una vez más, fea de ira. Escupe las palabras cornuti, un insulto a los gángsteres. Le digo que era como el infierno de Dante. Como descender por los círculos del infierno.
—… en el Infierno: el frío y las llamas.
Asiente, aparta la vista de mí, mirando por el parabrisas mientras recita, de forma impecable:
—«Non isperate mai vedere lo cielo: i’vegno per menarvi a l’altra riva, ne le tenebre etterne, in caldo e ‘n gelo» —Entonces se encoge de hombros—. Adoro ese canto: «No esperéis ver nunca el Cielo. Vengo para conduciros a la otra orilla, donde reinan eternas tinieblas, en medio del calor y del frío». —Vuelve a encogerse de hombros—. Es realmente escalofriante. Es una buena descripción de Campania bajo el dominio de la Camorra.
Agacha la cabeza —¿avergonzado?—, pero entonces se vuelve y me lanza una mirada con sus ojos azules cien por cien de frío metal y me pregunta:
—En realidad crees que soy camorrista, ¿no es cierto?
Estoy confundida.
—No, claro que no, pero…
—Pero qué, X. ¿Qué? ¿Ese es uno de los motivos por los que quieres devolverme el coche, ¿no? Piensas que lo he comprado con sangre, con violencia, que lo he pagado con todos los yonquis muertos en Scampia.
—No, Marc, yo solo…
—¿Quieres saber cómo me gano la vida? ¿Quieres?
—Yo…
—¿Quieres verlo?
Fijo mi mirada en sus ojos y sin apartarla de ellos, sin un pestañeo, contesto:
—Sí.
—Dame las llaves. Conduzco yo. —Su voz suena firme y tensa, de ira.
Dejo el asiento del conductor y nos intercambiamos los sitios. Enciende el motor y baja bramando por la colina de Vomero a unos ciento cincuenta kilómetros por hora. Sea o no camorrista, está claro que le da igual saltarse unas cuantas normas de tráfico.
Unos seis segundos después entramos por la parte de atrás de Il Palazzo Roscarrick. Marc saca las llaves del contacto y se las da a un criado. Luego, mientras este aparca el Mercedes, Marc entra con ímpetu en su palazzo y yo detrás, apresurándome tras él.
Nunca antes lo había visto en este plan macho alfa. Su cara es una mueca, sus pasos son rápidos y decididos. Cruzamos varios pasillos de este palacio, hermoso y grave como si fuéramos andando por un deprimente centro comercial tan rápido como podemos, y de pronto se para frente a una puerta, la abre de un portazo y me invita a pasar.
La habitación está medio a oscuras, huele a cedro y cuero. Hay varios ordenadores sobre un gran escritorio de acero. Las paredes están pintadas de gris y apenas tienen adornos, aparte de por un par de fotos de Guy Bourdin —creo— veladamente eróticas, surrealistas, inquietantes, abstractas. La distracción justa para que la mente vague antes de volver con lo que se tiene entre manos.
—Ahí —dice, cortante—. Esto es lo que hago.
Me señala dos de los lujosos y finos portátiles de la mesa. Me acerco. Las pantallas iluminadas muestran cascadas de cifras en filas y columnas, parpadeantes y cambiantes, destellos de rojo, negro y gris, como una lluvia de números. Símbolos centellean a ambos lados de cada columna.
—No lo entiendo.
Se acerca él también y me señala uno de los ordenadores.
—Especulo. Para ser exactos, esta misma mañana me he aprovechado de una pequeña discrepancia en dólares canadienses a futuros respecto a la tasa de interés a diez años que rinden los T bonos.
—¿Qué?
—Canadá igual a materias primas. La gente se arrodilla ante las materias primas en tiempos de inestabilidad: apuntan sus intereses hacia el petróleo, el carbón, el hierro, el gas de esquisto, el oro; y si se pone peor, regresan a las letras del Tesoro.
—¿Eres un day trader?
—Exactamente eso. ¿Quieres ver cómo lo hago? No es nada complicado. Es como tocar un clavicordio.
Saca bajo la mesa una moderna silla de oficina de cuero, se sienta y cliquea en el ordenador. Teclea números y claves, estudia las filas de números, algunas de las cuales están ahora muy rojas y muy negras, como si las hubieran molestado, como pequeñas criaturas en suspensión, alarmadas por la llegada de un depredador, emanando señales de peligro. Los dedos, hábiles, recorren las teclas. De hecho, se parece bastante a alguien tocando un clavicordio; es casi como estar mirando a J. S. Bach tocando una cantata en el órgano de una iglesia, controlando varias teclas a la vez.
Y es bastante erótico. Siempre he encontrado la visión de un hombre haciendo su trabajo, con habilidad y talento, muy excitante. Da igual que esté trabajando en una granja, en una excavación arqueológica o cortando árboles. Lo único que importa es que esté bien hecho. Supongo que esto es evolutivo. Las únicas ocasiones en las que de verdad deseaba al matemático con los náuticos era cuando estaba resolviendo ecuaciones, con rapidez e inteligencia. Concentrado. Entonces, quería besarlo. Ahora mismo lo que quiero es que Marc me folle.
Contengo el ansia de confesárselo.
—Y bien —mirando fijamente el remolino de dígitos parpadeando en rojo y rosa—: ¿qué has hecho?
Aparta la silla y se encoge de hombros.
—Creo que acabo de ganar unos seiscientos mil dólares. Y algún trader de Londres se debe estar yendo a casa de bastante mal humor.
—¿Y eso te hace sentir bien?
—Pues sí, pero no tanto como antes. Es… capitalismo. Así es el mundo. Así son las cosas. ¿Qué le vamos a hacer? Y es un poco más seguro que lo que hacía antes.
He ahí el quid.
Estoy ahí, de pie, con mi triste vestido azul, mirando al multimillonario que quiere regalarme un coche.
—¿Y qué es lo que hacías, Marc?
—Importaba productos chinos a Campania y Calabria. Pagaba bien a los locales y me aseguraba de que no había esquilmos, ni sobornos, ni incentivos, nada de eso. Y contraté a tipos muy duros para proteger mi negocio. Así que podía vender a precios más bajos que todas las fábricas baratas de la Camorra en el norte y el este de Nápoles. Gané un montón de dinero y puse a muchos camorristi y ‘ndranghetisti muy… furiosos. Querían matarme. Pero me daba igual. Yo también estaba muy enfadado.
Se levanta y me mira con los brazos cruzados, desafiante, pero no superior. Solo como es él.
—¿Por qué? —le pregunto.
—Cuando era niño, X, éramos unos refinados pero muy pobres aristócratas venidos a menos, todo iba en declive, como llevaba sucediendo las últimas décadas, siglos, incluso. Y esta casa —la señala con un gesto— se estaba viniendo abajo. Como la propiedad en el Tirol, la casa familiar en Inglaterra. Los Roscarrick estábamos condenados. Íbamos a venderlo todo, el palazzo estaba en venta, la historia de mi familia estaba a punto de salir a subasta. Eso me puso muy furioso, como solo un muchacho de dieciocho años puede enfurecerse: encendido. Yo quería ser pintor con toda mi alma, quería ser un artista, un arquitecto, pero no tuve ese lujo. Así que me metí en los negocios en cuanto pude, porque estaba decidido a recuperar nuestra fortuna, costara lo que costase, y salvar este gran y antiguo nombre, Roscarrick. Y eso hice. Eso es lo que he hecho. Me he ganado enemigos, pero también muchos millones.
Ha subido ligeramente el tono de su voz:
—Y tan pronto como pude, antes de que la Camorra y la ‘Ndrangheta me dispararan, abandoné el negocio de la importación y lo puse todo en unos cuantos ordenadores. —Señala los portátiles y su expresión es despectiva, incluso desdeñosa—. Ahora es fácil. Es como si prácticamente hubiera construido una máquina perfecta, solo tengo que retocarla, engrasar los engranajes y todos los días la máquina produce dinero.
Hay un silencio profundo en la habitación. Los números brillan en rojo y negro en los ordenadores.
—De todos modos, no pienso aceptar el coche, Marc. Regálaselo a los pobres.
Se ríe, inesperadamente.
—Quizá algún día lo aceptes.
—Quizá. Pero lo más probable es que no. Eres tú lo que quiero, no tu dinero.
Avanza hacia mí, pasa la mano por mi cintura y me besa el cuello. Un estremecimiento de placer se desliza sobre mí como los números en la pantalla, destelleantes rojo y rosa. Oh, Marc, bésame otra vez.
Pero se aparta y dice:
—Suficiente. Pero no hay otra, tenemos que comprarte algo de ropa. Basta de Zara. Y esta vez no puedes negarte.
Intento no ponerme como un tomate. Ni siquiera me había dado cuenta de que se hubiera fijado en la ropa que llevo.
Pero eso no impide que mis ansias de ropa nueva sean sinceras e imperiosas. Puedo pasar sin un coche elegante, pero si Marc quiere llevarme a sitios lujosos como Capri, necesito ropa nueva de veras; la necesito de verdad. Y eso quiere decir que Marc tendrá que encargarse de ello. Porque, sencillamente, no me puedo permitir ni entrar a mirar en las grandes firmas de ropa.
Y conseguir esa ropa es lo siguiente que hace.
Durante las siguientes seis horas me lleva de excursión por los más perfumados, espléndidos, rutilantes, minimalistas lugares en Campania, a tiendas de grandes escaparates y diminutas pilas de prendas de seda y cachemira exquisitas, tiendas con metros y metros de espacio disponible y dependientas que parecen aburridas supermodelos, tiendas en las que apenas me atrevo a entrar, tiendas en las que miras avergonzada la etiqueta para ver la pegatina del precio y piensas que se han debido de equivocar al poner la coma de los decimales.
¡Y las firmas! Madre mía, esas firmas. Flotan a mi alrededor como miel en esta tarde meliflua: Prada, Blahnik, Ferragamo, Burberry, Armani, Chanel, Galliano, Versace, Dior, YSL, McQueen, Balenciaga, Dolce & Gabbana. Firmas y firmas y firmas.
Tul rizado cien por cien seda de mora; delicados boleros de ante color visón de la nueva temporada con corte al bies y bordados con pedrería cosida a mano; infinitos vestidos violeta, cereza, crema, azul noche; faldas, pantalones, minifaldas y brazadas enteras de lencería de vaporosa seda; vestidos péplum de cuello alto en terciopelo; blusones con estampado naranja siciliano; zapatos de tacón estilo Mary Jane rosa Lolita; Jimmy Choo, Jimmy Choo, Jimmy Choo.
Llevamos cajas en el maletero y bolsas en la parte de delante del coche. A un cierto punto, cambia de tarjeta de crédito y pide que le traigan un segundo coche. Hay tanta ropa y tantos zapatos nuevos que llevárnoslos resulta embarazoso. Y ahora las altivas chicas en las tiendas exclusivas me miran con envidiosa admiración, como si fuera la futura reina de Inglaterra. Y me siento terrible, odiosa, dichosamente feliz.
—Quiero que tu aspecto siga reflejando quien eres tú —me dice—, pero también quiero que sea como debería ser. El aspecto que te mereces.
Me coge la mano y me besa los dedos, mientras salimos de la última tienda y nos montamos en el Mercedes. Me pongo mis nuevas gafas de sol de cuatrocientos dólares y, mientras conducimos bajo el sol hasta mi apartamento, me siento, básicamente, como Jackie Kennedy, aunque más joven y más feliz.
Los dos sabemos qué va a pasar en cuanto aparquemos el coche. La electricidad entre nosotros es como una tormenta que se acerca, Marc lleva todo el día viendo cómo me ponía y me quitaba ropa, me ha visto desnuda en los probadores, en topless delante de los espejos, ha admirado mi culo y mis tetas cuando me inclinaba con lencería de La Perla, y me ha deseado, me deseaba, pero ha dejado las manos quietecitas. Apenas.
Sé que ya no puede aguantar más sin tocarme.
Abrimos la puerta del apartamento y se lanza a por mí a toda velocidad. Arroja la chaqueta por ahí y me agarra, abrazándome, enjaulándome entre sus brazos. Nuestras bocas se encuentran, no, colisionan. Nos besamos como si no lo hubiéramos hecho en siglos. Su lengua se pelea con la mía; le muerdo el labio, bastante fuerte. Él me devuelve el beso más fuerte aún, con la lengua en mi boca. Pero lo quiero entero dentro de mí.
He subido algunos paquetes, así que hay bolsas y vestidos y papel de seda por todas partes, pero da lo mismo. Marc me sube el vestido, dejándome al descubierto. Me ha arrancado el sujetador y me aprieta los pezones, con fuerza, luego con suavidad, hasta que deseo que lo haga más fuerte.
—Más fuerte.
Me chupa el pezón, el pezón izquierdo, mientras su mano baja hasta mis bragas y se cuela dentro. Encuentra mi coño y mi clítoris deseoso y lo acaricia con destreza con los dedos, tres veces, no, cuatro, cinco veces, brillante, sagaz, suave y plácido, coqueta y excitantemente. El zumbido en mi cabeza es delirante. Me muero por él. Lo necesito. Necesito ver sus músculos, su cuerpo, necesito verlo descalzo y musculoso. Así que le tiro de la camisa hasta que los botones salen disparados por la habitación. Y se ríe. Se ríe.
Sin embargo, esto va muy en serio. Como siempre. El sexo entre Marc y yo es alegre, pero también mortalmente serio: como algo rayano a la religión, en ocasiones. La adoración, la reverencia; con este cuerpo, os rindo culto.
Me inclino más cerca, lamo sus músculos fuertes y esculpidos, las soberbias y bronceadas ondas de su pecho, saboreando la esencia de su piel, limpia y perfumada. Entonces me arrodillo y le bajo la cremallera. Tiene una erección firme y gruesa y larga. Me la meto en la boca y la chupo.
La chupo. La chupo en todo su adorable grosor, la sostengo entre mis manos masturbándolo y chupándosela, deseando que se corra, sin querer que llegue a correrse. Siento la dureza de las tablas del suelo en mis rodillas, pero me gusta ese dolor, mezclado con placer. Me siento penitente y buena, desnuda de rodillas en el suelo como una novicia: mamándosela, y mirándolo desde abajo, me pasa sus manos cálidas por el pelo, acariciándolo, luego lo agarra y al final casi tira de él mientras se la mamo demasiado bien, demasiado rápido. Me levanta la cabeza y dice, en un suave susurro:
—No, X, no me quiero correr todavía.
Me pongo de pie, él me besa en la boca, yo rodeo su cintura musculosa con las manos y los besos continúan. Caemos los dos de lado sobre la cama y Marc medio me echa a un lado. Entonces, me separa las piernas. Estoy húmeda, muy húmeda. Y observo. Y espero.
Se está desnudando y de nuevo, su visión es majestuosa, heroica. No creo ni que lo sepa, pero de verdad que tiene aspecto de guerrero, un elegante y valiente Zulú, un joven Aquiles. Representa la quintaesencia de un hombre excitado. De golpe, se pone encima de mí y me tapa la boca con la mano mientras repito su nombre, mientras entra de nuevo en mí, una y otra vez. Y otra más.
Marcus Roscarrick me está follando. Me está follando como un rey. Como un lord. Milord regresó hoy de la guerra y me dio placer dos veces con las botas puestas.
Nuestros cuerpos se balancean juntos, violentos, apasionados, como una pelea callejera teñida de amor. Me penetra, con suavidad, luego más fuerte, de nuevo suave y otra vez más fuerte. Está jadeando, en silencio. Presiento que está a punto de correrse. Lo percibo en el goce inflexible de su cuerpo, pero soy demasiado egoísta para esto. Yo quiero correrme primero. Así que le agarro de las caderas, esbeltas, oscuras, musculosas, y lo empujo con más fuerza dentro de mí, cada vez más hondo, más fuerte entre mis muslos desnudos y temblorosos. Se me eriza la piel.
Siento todo su poderío dentro de mí, llenándome por completo. Chupo los dedos que ha metido en mi boca y que saben a sal, a él, a nosotros. Me penetra cada vez más fuerte, repetidas veces. Mantiene su pulgar contra mi garganta y su pecho presiona mi pecho y siento que estoy a punto de ahogarme.
Ahora se retira, vuelve a meterme la polla y espera. Durante un segundo agonizante. Entonces restriega su polla contra mi clítoris y entra de nuevo. Esto es bueno, es muy bueno. Lo vuelve a hacer, su erección contra mi clítoris. Siento como bombea mi corazón. Mi cuerpo brilla empapado de delicioso sudor. Cierro los ojos al tiempo que espirales de placer se concentran en el lugar exacto donde me folla.
—Carissima, carissima…
No puedo ni hablar. No necesito hablar. Le muerdo los hombros. Lo muerdo con deseo. Una vez más saca la polla de mi coño y la vuelve a meter, y cada vez que lo hace, me roza el clítoris, pulsante y tembloroso. Entonces se inclina sobre mí, y me llena la boca con su lengua y me envuelve con fuerza entre sus musculosos brazos, sujetándome por los hombros, y esta vez me la mete tan hondo, casi demasiado, oh… tan profundo. Y lo vuelve a hacer, tres dulces y gloriosos empellones. Jadeo mientras me abraza. Estoy apenas sin respiración, aplastada casi, medio desmayada, casi riendo y por fin, suelto un grito en una especie de orgasmo agónico, un orgasmo tan vívido y ardiente e imperioso que duele.