Es como un ciclo, ahora lo veo. O quizá una especie de baile cortesano del Dieciocho, un cotillón, o un majestuoso minué, en el que los bailarines —el hombre y la mujer— avanzan el uno hacia el otro, luego se retiran, acercamiento, retirada, pero cada vez se acercan un poco más, hasta que por fin, se unen ¿Para siempre?
Ahora mismo, aquí tumbada, en mi habitación, vestida pero descalza, mirando las sombras que el sol proyecta en el techo, o leyendo libros desperdigados, estoy muy segura de estar en mi retiro. Porque sigo leyendo mucho sobre el origen de la Camorra y la ‘Ndrangheta.
Estoy decidida a continuar leyendo porque no estoy dispuesta a olvidar el motivo que me trajo a Nápoles; por muy cautivadora que sea mi aventura, mi liaison, mi pasión, mi extasiante cuelgue —¿qué en realidad?— con Marc. Si abandono mi vocación académica y mi tesis, estaría de algún modo poniéndome en sus manos sin condiciones.
Además, esta historia me interesa mucho, porque yo tengo un gran interés por toda la historia.
Pero, cuanto más leo, más dudas me entran sobre Marc, en el peor sentido. Abro una página marcada, frunzo el ceño y releo por tercera vez esta mañana un párrafo subrayado.
La Garduña era una sociedad criminal secreta nacida en España cuyos orígenes se remontan a finales de la Edad Media. Poco más que una banda carcelaria en sus inicios, creció hasta convertirse en una gran entidad organizada, involucrada en atracos, secuestros, incendios provocados y ejecuciones. Se dice que los conocidos estatutos de la Garduña fueron aprobados en Toledo en 1420; y según ciertos historiadores, la sociedad criminal secreta evolucionó hasta convertirse en la Camorra napolitana durante la dominación española en el Sur de Italia.
Se me iluminan los ojos cuando leo este trozo en particular:
Una canción popular calabresa nos ofrece las pruebas de este legado italiano. Narra la historia de los tres hermanos Garduña, o tres caballeros españoles, que se dieron a la fuga en España en el siglo XVII después de asesinar brutalmente al hombre que había seducido a su querida hermana. Los tres hombres naufragaron en la isla de Favignana, cerca de Sicilia. El primero de ellos, Carcagnosso, protegido de san Miguel, siguió su camino hasta Calabria y fundó la ‘Ndrangheta; el segundo, Osso, devoto de san Jorge, se dirigió a Sicilia y fundó la Mafia y el tercero, Mastrosso, devoto de la Virgen María, se marchó a Nápoles y fundó la Camorra…
Me tomo un respiro y escucho mi corazón, latiendo tranquilo.
Marcus Roscarrick.
Lord Marcus Roscarrick.
Lord Marcus James Anthony Xavier Mastrosso Di Angelo Roscarrick.
Me estremezco, solo un poquito. ¿Una mera coincidencia? ¿Por qué tendría Marcus un apellido que le emparenta con la Garduña española, presunta precursora de la Camorra? Si miembros de familia se casaron con miembros de la nobleza borbónica durante los siglos XVII y XVIII, eso significaría que se habrían emparentado tanto con la parte italiana como con la española, porque los Borbones son originarios de España. Como la Camorra, o esa es lo conclusión a la que podríamos llegar.
Dejo el libro y me concentro en los sonidos que desde fuera me llegan de Nápoles. El transbordador a Ischia ulula bajo el sol, los taxis pitan sin cesar en via Nazario.
Cojo otro libro: la etimología de la vida napolitana. Tiene un pasaje que he marcado y subrayado dos veces:
Guappo (plural guappi): palabra en dialecto napolitano, que significa matón, abusón o fanfarrón. Aunque en la actualidad esta palabra se utiliza a menudo para referirse a un miembro de la Camorra, la guapperia (o guapparia; i.e. La cultura del guappo) precede cronológicamente a la Camorra y en origen fue algo muy distinto.
Intento pensar, mientras me muerdo una uña.
Los chicos de la calle que me atacaron en los Quartiere Spagnolo llamaron guappo a Marc. En ese momento, no le presté atención porque pensé que era algún tipo de insulto en dialecto. De hecho, también lo descartaría ahora si no fuera por lo que sigue:
La palabra italiana deriva de la española «guapo», un hombre audaz, elegante y ostentoso, vocablo que, a su vez, probablemente derive en último término del latín vappa. Al mismo tiempo, puede provenir de la Garduña, organización criminal española. La Garduña estaba compuesta por «guapos», por lo general, grandes espadachines, asesinos temerarios y entregados bandidos.
Espadachines. Eran luchadores y espadachines. Aún más:
La figura del guapo no es necesariamente sinónimo de camorrista. Es también y exclusivamente una figura histórica en la zona napolitana, distinguible por su apariencia y sus modos de dandi y su ostentosa desenvoltura. A su vez, el «guappo» podría subdividirse entre «simple» o «de clase alta», acorde con su vestimenta: el primero se decantaría por un atuendo, mientras que el segundo prefiere elegir sus ropas entre los mejores sastres de Nápoles.
¿Encaja Marcus en esta descripción? Sí. A lo mejor. No. ¿Seguro que no? ¿Sí? Marcus Roscarrick no es un dandi en potencia, una especie de absurdo, jactancioso, héroe de barrio con traje de chaqueta y botas. Él es un verdadero aristócrata, viste con gusto exquisito pero sutil, nada ostentoso, discreto, aparentemente espontáneo, como un duque inglés, bueno, como yo imagino a un duque inglés. De hecho, viste como el lord anglo-italiano que es.
Sin embargo, los chavales que me atacaron usaron la palabra guappo, muy clarita.
Son demasiadas cosas que asimilar.
Dejo el libro y suelto un suspiro. Hay más: la Mafia, la ‘Ndrangheta, los juramentos, las reuniones secretas —las iniciaciones—; todo esto es tan confuso.
Pero tendrá que esperar a otro día: Jessica está llamando a la puerta.
—¡X! ¿Estás despierta?
—¡Yuhu!
—Tienes visita.
Me pongo de un salto las sandalias y voy a abrir la puerta. Jessica me señala el balcón excitada y salimos las dos a echar un vistazo.
—Mira eso.
Las dos bajamos la mirada hacia la calle y vemos un pequeño Mercedes deportivo plateado aparcado justo frente a nuestro edificio. Un hombre joven, guapo está apoyado en él, fumando, con un traje negro entallado que le sienta de maravilla y gafas de sol. Zapatos negros. Casi uniformado, pero no demasiado.
—Llamó por error a mi telefonillo —me dice, con un mini vestido blanco que se las arregla para ser recatado y atraer miraditas al mismo tiempo—. Está bueno, ¿eh? Parece salido de El Padrino, pero la de De Niro. —Se ríe—. Dice que se llama Giuseppe y que trabaja para Lord Perfecto.
Miro abajo mientras Jessica sigue bla, bla, bla.
—Tal vez tendré que ponerme un poco, poco, poco, poco, poco más amorevole con él.
—¿Giuseppe? Creo que ya lo conozco…
—Esa es buena. De todos modos, dice que tiene que verte.
—Pero…
—Adivina, querida, es tu nuevo chófer.
—Pero…
—Basta de peros. El rey de los tíos buenos está ahí abajo. Con un Mercedes.
Miro el coche y al conductor. Le llamo por su nombre:
—¿Giuseppe?
Él mira hacia arriba y sonríe. Y sí, ahora sí que lo reconozco. Porque él fue el primero de los hombres que me rescataron en los Quartiere Spagnolo.
Giuseppe vuelve a sonreír, muy cautivadoramente, y hace una sorprendente y graciosa reverencia al coche como un cochero con peluca empolvada, invitándome a subir a un coche de caballos en algún lugar del Imperio austro-húngaro hacia 1765.
—¡Oye, saluda a Cenicienta! —exclama Jessica con voz cantarina, haciendo un paso de baile que parece dirigido a mí y luego al cielo—. Ojo no vaya a convertirse en una calabaza.
—Intentaré evitar los zapatitos de cristal.
Jessica hace pucheritos. Y canta un poco más. Entonces le digo:
—¿Por qué no bajas conmigo, Jess? Vayamos a ver de qué va todo esto.
Dos minutos después estamos en la acera y Giuseppe nos recibe sonriente con una nueva reverencia, y con un inesperado buen inglés nos dice:
—¡Hola, señorita Beckmann!
—¡Eh! —Otra sonrisa pilla y triunfal. Oigo a Jess decir entre dientes—: Tiobuenosaurus Rex.
—Estoy a su disposición para llevarla donde quiera. Órdenes de lord Roscarrick —anuncia Giuseppe.
Esa confusión otra vez.
—Pero ¿por qué?
—Esas son las órdenes. Como alternativa, tal vez quiera conducir usted misma, señorita Beckmann.
Las llaves del coche cuelgan de los dedos de Giuseppe.
—Pero… —Echo un vistazo al precioso coche de Marc, que, según parece, me está prestando. Es el hermano de su Mercedes deportivo azul plateado oscuro, solo que tal vez un poco más pequeño—. No puedo, Giuseppe. Podría rayarlo. El tráfico de Nápoles, ya sabes.
Giuseppe se acerca un poco más y pone en mi mano las llaves.
—Señorita Beckmann, no lo entiende. Este es su coche.
—¿Qué?
—Es suyo. Todo suyo. Un regalo de parte de lord Roscarrick. —Da un paso atrás, hace otra educada reverencia y dice—: Es para que se lo quede. Puede conducirlo hasta Roma o a Moscú o no hacerlo. Como desee.
Gira con elegancia sobre sus talones y se marcha caminando via Santa Lucia abajo hacia el paseo marítimo.
Abro y cierro la boca cual pescado moribundo. Sin poder apartar la vista de este magnífico coche.
¿Mi coche?
Jessica mira embelesada el impresionante cochecito. Al fin dice:
—¿Un Mercedes deportivo? ¿Te ha regalado un Mercedes deportivo?
—Ya, ya.
Frunce el ceño.
—Es un maldito insulto, eso es lo que es. ¿Un simple Mercedes?
Se parte de risa. Y yo también.
Adoptando mis gestos más corteses, digo:
—Creo que tendré que mosquearme un poquito con él y decirle que no pienso aceptar nada por debajo de un Bentley.
—O un Lamborghini con tapicería de leopardo.
Nos echamos a reír. Entonces digo:
—Obviamente, no puedo aceptarlo.
Jessica vuelve a hacer pucheritos.
—¿Qué? ¿Por qué no?
—Míralo, Jess. Es un Mercedes. Está mal.
—Espera un momento, X. Espera. No te precipites. Pensémoslo bien antes. —Jess se toma un nanosegundo, y a continuación dice—: Vale, ya está todo pensado: te quedas el coche y damos una vuelta.
Reflexiono un momento. Estoy completamente segura de que no voy a aceptar el regalo: es demasiado, demasiado excesivo. Pero tal vez podríamos dar una vuelta. Un día de diversión. Y luego, devolverlo.
—No me lo voy a quedar.
—¿En serio?
—Sí, en serio.
—Pues vale —asiente—. De acuerdo, tal vez sea lo mejor. Te diré una cosa ¿lo cuido yo? Lo donaré a un convento. Prometido.
—Pero podríamos dar una vuelta, solo por hoy.
Jess lanza los puños al aire.
—¡Yuhu! Pero ¿adónde? —Jess pone caritas, pensativa—. ¿Adónde podríamos ir? ¿Amalfi? ¿Positano?
—No. Podríamos encontrarnos con mi madre. Y ¿cómo le voy a explicar lo del Mercedes deportivo?
Jessica asiente.
—Ya sé. Vayamos a Caserta, a ese gran palacio…
—Con el jardín más grande del mundo, ¿no?
—Siempre he querido ir allí. Vamos, Cenicienta. Conduce como una pirata.
Nos montamos en el coche. Meto la llave, con cautela. Jessica empieza a toquetear el navegador, tecleando impetuosamente nuestro destino. Y yo ahí sentada, mirando fijamente el salpicadero asombrada y con un poco de inquietud.
Nunca he conducido un deportivo. Nunca he conducido un Mercedes. Y, por supuesto, nunca he conducido un Mercedes deportivo nuevo a estrenar por las caóticas calles de Nápoles como en una carrera de cuadrigas, con sus Fiat abollados y los casi igualmente molidos Alfa Romeo, abriéndose paso entre camiones de basura que, total, nunca la recogen, y siniestras limusinas con sus lunas traseras tintadas.
Pero, de todos modos, enciendo el motor, me pongo en marcha y empiezo a conducir. Y pese a que casi atropello a una ancianita cerca de Scampia, y que casi hago un recto contra la luna del escaparate de un supermercado Supero justo a las afueras de Marcianise, tras un almuerzo en el que nos entró la risa floja, llegamos al Palacio de Caserta.
Sin embargo, y por raro que parezca, este famoso palacio del XVIII nos decepciona, en cierto modo.
Considerado el Versalles de la Italia borbónica, sin embargo —tal vez como Versalles— es simplemente demasiado grande. Las grandiosas escalinatas de mármol se elevan como las interminables escalinatas de los sueño hasta llegar a inmensas y reverberantes habitaciones llenas de melancolía y vacío, con gigantescas ventanas que miran a las más bien sórdidas calles de la ciudad de Caserta. Y los jardines son insensiblemente enormes: se extienden millas y millas bajo la calima. Intimidan, más que inspiran.
Empequeñecidas e inertes, nos paramos mientras Jess lee en la guía: «El palacio tiene unas mil doscientas habitaciones, incluyendo dos docenas de apartamentos reales, una gran biblioteca y un teatro construido inspirado en el Teatro de San Carlo de Nápoles».
—¿Mil doscientas habitaciones?
—Mil doscientas habitaciones —confirma Jessica—. Se trasladó la población de Caserta Vecchia diez kilómetros para que la mano de obra estuviera más cerca del palacio. Una fábrica de seda, San Leucio, quedó disimulada como un pabellón dentro del inmenso parque.
—Nueva York se podría esconder en estos jardines.
Jessica asiente, da un suspiro y ambas nos quedamos mirando el largo, largo sendero que se adentra hacia lejanas fuentes. Las fuentes podrían ser tan grandes como las pirámides, pero es imposible saberlo a esta distancia. Sigue: «El Palacio de Caserta» ha servido de localización en numerosas producciones cinematográficas. En 1999 apareció en Star Wars Episodio I: La Amenaza Fantasma, como el escenario del Palacio Real de la Reina Amidala en Naboo.
¿Naboo? ¿Quién lo iba a decir? ¡Estamos en Naboo! No paro de reírme, pero estoy cansada.
—Venga, Jess. Vámonos a casa.
Y eso hacemos. Pero mi humor se va oscureciendo con el día. Para cuando estamos a medio camino de Nápoles el cielo está ennegrecido, con amenazadoras nubes negras deslizándose por delante de la luna, y el tráfico es muy lento y agotador. Lo que me permite mirar por la ventana, con asombro, y ver las hogueras salpicadas por la campiña a medio urbanizar: hogueras en las afueras de destartalados municipios, hogueras cerca de semiderruidas fábricas.
—¿Qué coño es eso? ¿Qué está pasando?
Señalo las hogueras que chisporrotean en la gélida brisa de la noche. Jessica asiente y bosteza.
—¿Nunca lo habías visto?
—No.
Se restriega los ojos, agotada y dice:
—Es la Camorra. Están quemando basura, ilegalmente. Residuos tóxicos, desechos industriales, lo que sea. La queman de noche. Como en un arco, en los alrededores de la jodida periferia de Nápoles. Algunos lo llaman el Triángulo de la Muerte.
—Genial. ¿Por qué?
—Los desechos tóxicos alcanzan el sistema de aguas por el vertido y la quema ilegales: la incidencia de cáncer es aquí una de las más altas de Italia. Hay una zona triangulada donde la Camorra es especialmente activa.
El tráfico se acelera y seguimos pasando más hogueras. Observo la escena satánica de las llamas, el viento y la oscuridad.
Lo más paradójico, lo más inquietante, es que el espectáculo es de cierta belleza: un rutilante paisaje nocturno de hogueras y palmeras iluminadas por la luna y desolados suburbios de ladrillo, blancos como huesos. Hermosura y maldad todo en uno. Como un hombre hermoso con tendencia a la violencia.
La semana que viene, Marc Roscarrick me lleva a Capri.