Estoy sobre el regazo de Marc cual cortina desmadejada, medio desnuda y completamente saciada. Chasca los dedos y da una orden en italiano, esta vez en cerrado dialecto napolitano. Sus criados dejan los candelabros sobre mesas auxiliares y desaparecen. Solo estamos él y yo en la habitación de antílopes saltarines de porcelana, eternamente de paseo en la luz barriobajera.
Me pongo de pie con movimientos torpes, buscando el hombro de Marc para apoyarme y no caer —de hecho, me tiemblan las rodillas—, pero me toma en brazos y me lleva hasta el fondo de la habitación. Entonces, abre una puerta de una patada y me traslada a lo que parece una habitación apenas iluminada.
Estoy completamente grogui, ese extraño clímax me ha dejado absolutamente incapaz. Cobijo la cabeza en su hombro y beso el hueco de su cuello, aspirando su olor a gel, aspirándolo todo él, mientras me lleva por la habitación, hasta que me posa sobre una gran cama. Y allí me quedo, tumbada, feliz, extraña, soñando y medio dormida, aunque todavía me siento bastante excitada.
Me quita el vestido, se desnuda y comienza a hacerme el amor.
Primero me separa los muslos, despacio pero con decisión. Es en cierto modo todo lo contrario a lo que ha sucedido antes: acariciante, muy tierno y gentil. Me pierdo en este suave y desconcertante deleite. Agarro las sábanas cuando comienza a bajar por mi cuerpo y a lamerme, ahí, otra vez, donde importa. Celenza, Celenza.
Excelencia.
Durante varios minutos me da placer, lamiendo mi clítoris con perturbadora pericia, mordisqueando suavemente mis muslos, lamiendo un poco más. Apenas me canso de una cosa, él hace la otra: siente mi estado de ánimo sexual como por telepatía; mordisquito, lametón, y otro mordisquito y de nuevo, lametón. Y mientras lo hace, sigo tumbada en mi estado de embeleso y dejo la mirada perdida en la oscuridad, y jadeo y suspiro y recuerdo los azotes.
Resultaba tan erótico. Pero ¿por qué? ¿Qué me ha hecho? ¿Cómo pudo gustarme? Mi lado feminista está enfurecido, pero mi lado sexual se abandona y se siente contento. Ciertamente contento.
—Marc…
Estoy a punto de correrme, tan cerca de correrme, pero quiero besarlo. Mi hombre, hermoso, el hombre que me ha azotado.
—¿Marc?
Levanta su cara de entre mis piernas, sube por mi cuerpo y me besa hasta lo más hondo, y otra vez más. Entonces deja de besarme y me desliza el dedo pulgar en la boca. Lo chupo un instante, y de pronto, lo muerdo, con mucha fuerza, para castigarle por haberme azotado. No sé por qué lo he hecho.
—¡Au! —dice. Y me sonríe.
Abro entonces la boca y le digo:
—Roscarrick, pedazo de cabrón.
—Pero estabas tan bonita, querida. Y tu precioso culito blanco.
—Marc.
—Aunque, a decir verdad, ahora está un poquito más sonrosado.
—Pero todos estaban mirando.
Vuelve a sonreír. Su aliento tiene aroma a vino. Estamos entrelazados. Me da un beso en la nariz y dice:
—Pero tú lo disfrutaste, ¿no? —Sus ojos azul oscuro y los míos, apenas separados unos centímetros; estamos mirándonos a los ojos, tal vez, incluso al alma—. ¿No? Lo disfrutaste mucho. Niña mala.
No puedo mentirle. Ni tan siquiera puedo decir que «no» con la cabeza. Solo quiero tenerlo dentro. Quiero sentir otro orgasmo delicioso. Como los rollitos de jamón del Gambrinus. Los orgasmos son tan apetecibles.
—Haz que me corra.
—Sì, sì, bella donna.
Una vez más, comienza su descenso, separa mis muslos, su experimentada lengua me acaricia ahí mismo unos diecisiete segundos y… orgasmo. Así de sencillo. Diecisiete segundos y ya estoy jadeando, los dedos de los pies erizados, y al recordar los azotes, el placer crece aún más. Y resulta tan fácil, tan fácil.
¿Qué me está pasando? Antes me costaba tanto correrme, con mis novios, y ahora es como el más sencillo de los trucos infantiles, esto es lo que tienes que hacer, mira, ahí está el truco, como montar en bici, como hacer malabarismos, solo eso, así, justo ahí, justamente así, ahí ¿lo ves? Ahhh.
Qué estúpida, X, qué estúpida. Podía haber sido así siempre. Lo único que te hacía falta era un hombre guapo, experimentado, anglo-italiano, multimillonario y aristócrata. Lo podías haber pedido en cualquier farmacia.
Y ahora, este exquisito cansancio.
—Buenas noches… buenas noches.
Me besa en la punta de la nariz.
—Piccolina, mi pequeña.
Me estoy quedando dormida en la gran cama blanca de Marc. Esa música. Aún se oye. Ese coro sublime. Convertida en una nana. Llega el sueño, rápido y exigente. Un último pensamiento. Uno muy dulce. Por primera vez en mi vida, voy a pasar la noche en la cama de Marc Roscarrick. Es una sensación de lujo infinito, entre estas sábanas frescas y limpias, está lejana pero profunda sensación de saciedad.
La luz tamizada del sol me despierta, Marc duerme a mi lado, moreno y guapo y con el pelo alborotado. Una brizna de luz ilumina su hombro y veo que tiene una pequeña cicatriz. Una cicatriz muy curiosa, apenas visible, curva, como una herida hecha por una navaja pequeña.
Y entonces, regresan los recuerdos, una explosión insistente. Intento calmar la renovada lucha que siento entre felicidad y culpa. ¿De verdad que permití a Marc que me azotara delante de sus criados? ¿Cómo coño ha podido pasar?
Y, sin embargo, me puso a cien. Eso seguro.
Sumisión en público. ¿En serio consiste en eso el primero de los Misterios?
Si es así, lo he logrado: me siento liberada. Algo se ha desatado en mi interior, se ha aliviado la tensión física, se ha desenmarañado la madeja. ¿Así que me he mostrado desnuda, muy sexual y sumisa delante de otros? ¿Y qué? ¿A quién le importa? ¿Pasa algo?
Marc sigue dormido. Me froto los ojos y bostezo muerta de hambre. Echo un vistazo a la habitación, por primera vez, y por fin la veo a la luz del día.
No es como yo esperaba. Aunque tampoco sé muy bien lo que me había imaginado: ¿una cama con dosel, sillas Luis XIV, pan de oro, artesonados y patas de león? Pues para nada: la habitación de Marc es decididamente moderna.
La cama es inmensa y baja, de madera oscura. Paredes claras, gris cremoso, muy nórdico, entreverada con kilómetros de ventanas, con las contraventanas parcialmente cerradas; es como si Marc hubiera tenido que hacerlas abriendo hueco en el muro. La mesa principal es un corte transversal completo de un árbol —exquisitamente encerado— decorada con una estructura abstracta de cristal soplado. Minimalista, pero muy cara.
Unas cuantas corbatas descartadas por el parquet. Solo el desorden justo. Las alfombras, probablemente de Londres, como modernos bloques de color.
Todas estas impresiones entran por mis ojos glotones. Dos sillas Barcelona no me quitan ojo de encima desde una de las esquinas. Tal vez no controle demasiado el barroco y el renacimiento, pero sí que sé de diseño y arte modernos. Y esas son dos Barcelona originales de Mies van der Rohe.
En la pared de enfrente, una gran estantería, colmada de tranquilizadores y más que leídos libros de lomos agrietados. Dos fotos, de tamaño considerable y muy bien enmarcadas, cuelgan en la pared tras de mí. ¿Son unas Gursky? ¿Andreas Grunsky? Todo es discreto, personal y moderno, e inmensamente cómodo. Podrías dormir aquí un año entero y despertarte solo para dejar que Vogue Interiors echara un vistazo.
El único toque histórico, la única pista que indica que esto es un palazzo de la época borbónica es un retrato del siglo XVIII de una hermosa mujer con un pomposo y suntuoso vestido azul, colgado en la pared del fondo. Parece inglés. Tal vez un Gainsborough. Joder, es muy probable que sea un Gainsborough.
Me pregunto si será la tátara-tatara-tatara abuela de Marc. Lo más seguro. De belleza ligeramente triste, enmarcada por la oscuridad de la habitación, una calavera sobre la mesa contigua —¿simboliza la inmortalidad?—. El escote muy marcado, los labios muy rojos —¿sexo?—. Y una fusta de montar en el suelo —¿flagelación?—, ¿fue ella tal vez la primera de los Roscarrick iniciada en los Misterios?
Insistentes señales de ansiedad empiezan a acosarme. Me levanto de la cama, incómoda por mi desnudez y cruzo la habitación. Estoy buscando el baño. ¿Este o este?
Hay dos. Uno es más oscuro y masculino. Está lleno de frascos de loción para después del afeitado, cuchillas de afeitar, espejos y brochas de afeitar de pelo de tejón de la tienda Myfair de Curzon Street de Geo F. Trumper. Hay máscaras de esgrima y dos espadas dentro de una vitrina de madera oscura. O sea, que es así como se mantiene en forma. Esgrima. Duelos. Manejo de la espada.
Así que salgo de ahí y entro en el segundo cuarto de baño, mucho más femenino y casi tan grande como mi apartamento. Cojo un albornoz de una percha en la puerta y empiezo mi investigación, aunque me siento un poquito culpable. Me pregunto, claro, quién más habrá estado aquí.
La bañera tendrá unos doscientos metro de profundidad, podrían lavarse ovejas ahí dentro. El vestidor es luminoso y destelleante, los inmensos espejos brillan bajo la sutil iluminación. Abro un par de armarios. Pastillas nuevas de jabón, de Firenze. Las toallas, lavadas en el paraíso. Es como el baño de un hotel de cinco estrellas. Más agradable aún.
A lo mejor Marc me deja quedarme a vivir aquí, anda, déjame vivir en el baño. Estaría genial. Podrían traerme sándwiches.
Me doy una ducha, bajo la alcachofa de medio metro de ancho, cojo uno de los muchos cepillos de dientes de cortesía, me lavo los dientes, me seco el pelo y vuelvo a ponerme el albornoz; aunque sigo sintiéndome un poco rara, como si estuviera en un hotel que no he pagado. Vuelvo a la habitación.
Y ahí está Marc, también con su albornoz. Me sonríe y viene hacia mí, me pasa los dedos por el pelo todavía mojado y me besa intensamente. Retrocede.
—Buenos días, X.
Titubeo. Y contesto.
—Buongiorno, Marc.
Nos besamos. Nos besamos otra vez. Tres veces. Huele a jabón y champú y a él. Ese perturbador deseo de él, regresa de nuevo. Ese cálido sorbete dentro de mí, derritiéndose, dulce, deseando que lo laman.
Cuidado, X, cuidadito.
Entonces me doy cuenta de que el desayuno está ahí, sobre la cama, en dos relucientes bandejas. Justo como lo había imaginado. Jarras de plata de rosado zumo de uva, cafeteras de plata de delicioso café, dos pequeñas lecheritas de plata de suave crema de leche. Y platos con brioches, sfogliata, pain au raisin y frutas: mango, melocotones blancos y pequeñas fresas silvestres.
—¡Qué hambre, por Dios! —digo, en un ejercicio de profunda reflexión. Estamos los dos sentados en la cama, separados por las bandejas del desayuno.
—¿De verdad tienes hambre?
—Sí, ¿por qué? ¿Está mal?
—Bueno —suspira—, es que como todo lo que hiciste fue tumbarte ahí, sobre mi regazo… —Se me queda mirando, sin rastro de expresión en la cara—. No es que hayas quemado muchas calorías.
Lo miro. Pero ¿qué me está contando? Me doy cuenta —un poco tarde— de que está bromeando. Le lanzo un trozo de bizcocho. Se ríe y hace ese ruidito con la lengua: no, no.
—Vamos, tuve que hacer yo todo el trabajo, X.
—¡Marc!
—Temo que mi brazo derecho no se recuperará nunca. ¿Crees que debería ir al fisio?
Vuelve a reírse. Y su risa es franca y contagiosa, y un gran alivio, la verdad. Toda la tensión acumulada desaparece. Me río y gateo por la cama para lanzarlo contra los cojines y entonces me monto a horcajadas sobre él. Aprisiono su cuerpo entre mis muslos y me río mientras me inclino y lo beso. Y él se ríe, se incorpora y me besa. Entonces digo:
—En cualquier caso, da usted pena, lord Roscarrick.
—¿Que doy pena?
—¿A eso lo llama usted dar azotes? Apenas lo noté.
—¿En serio?
—Sí. Creo incluso que en algún momento me quedé dormida.
Sonríe y se incorpora un poco más, aunque sigo a horcajadas sobre su vientre. Noto su erección, dura, mientras me mira. Esos ojos azules, oscuros de deseo.
—Enséñeme los pechos, señorita Beckmann.
—No.
—Per favore, signorina. Apiádese de un pobre multimillonario.
—Lo siento, pero tengo que desayunar. Tengo que irme a trabajar un poco.
—¿En serio?
—Pues claro. No podemos quedarnos todo el día sentados en las sillas Barcelona, vestidos de Gieves & Hawkes.
Levanta la mirada, con perspicacia.
—Estoy muy contento.
—¿Por qué?
—Nadie antes se había fijado en esas sillas.
—Son originales ¿verdad?
—Sí —confirma—. Las compré hace cuatro años en una subasta. Es que nunca… bueno… desde que mi mujer murió. No ha habido nadie que en realidad entendiera… nada. Ni mi vida, ni mis intereses, ni nada.
Sonríe entonces con dulzura, casi como un niño. Teñido de tristeza.
—Pues yo tengo hambre —le digo, aunque en realidad por dentro me siento un poco ruborizada.
Me apeo de su cuerpo y vuelvo a mi desayuno. Él se toma un zumo y un café, mientras mira si tiene mensajes en el móvil. Y yo como, feliz: tomo café, pruebo las fresitas silvestres, saboreo los brioches. De verdad que estoy famélica. Estoy muerta de hambre, en serio. ¿Quién hubiera pensado que esos azotes podían abrir tanto el apetito? Además de excitarme tanto, claro.
—A ver —le digo, mientras intento tragarme un gran bocado de brioche con mantequilla—. Marc, dime, cuéntame ¿ha sido esto el primer Misterio?
—Sí. —Tira el móvil sobre la cama—. El primero y el más sencillo.
—Pero ¿qué se pretende demostrar con él? No lo entiendo, o sea… —Un ligero sonrojo me sube a las mejillas—. Fue erótico, Marc, no me entiendas mal. Sorprendentemente, pero sí, erótico. Muy erótico.
—Ya me di cuenta.
—Pero no termino de ver cómo encajan…
—Los Misterios son públicos y, a menudo, sexuales. Y para superarlos, tienes que demostrar tu capacidad de sumisión. Lo has hecho.
—¿He pasado?
—Y vaya si has pasado. Con la mejor nota. Sobresaliente alto.
—Pero por Dios, ¡con el culo desnudo!
—Lo tienes precioso. Eres la Venus Callipygia.
Lo miro con los ojos desorbitados.
—¿Cómo? ¿La Venus Calli-qué?
—Venus Callipygia. La Venus de hermosas posaderas. La Venus del culo sublime.
—¿Una diosa griega?
—Sí. Y tú eres su avatar.
Intenta cogerme. Suelto una carcajada y me levanto de la cama, intentando que no me agarre.
—Marc, tengo que vestirme. En serio. Tengo un montón de trabajo: tengo que estudiar. ¿Dónde está mi ropa?
Suspira, en plan medio serio:
—La tienes en ese armario. Limpia y planchada.
Cómo no. ¿Por qué no iba a estar toda mi ropa limpia y planchada? Con unas seiscientas personas trabajando para él, lo más probable es que tenga un ejército de ayudas de cámara dispuestos a pasarse toda la noche reponiendo botones de sus viejas camisas.
Abro la puerta del armario y me encuentro con mis vaqueros, mi camiseta, mis zapatillas y mis calcetines blancos —y las braguitas de Victoria’s Secret— envueltos en delicado papel de seda. Y yo que pensaba que mis braguitas negras de encaje eran un toque de lujo, de sutil erotismo; ahora pienso que ha sido algo estúpido y torpe. Pero me da igual. Me siento bien, rozando la felicidad máxima. Liberada.
Alexandra Beckmann, la Virgen de New Hampshire, ha sido traviesa por una vez. Y me ha gustado.
Con los vaqueros y la camiseta puestos, me vuelvo; Marc está a medio vestir, también con vaqueros y otra de sus inmaculadas camisas blancas, con su aristocrático cuello desgastado. Tengo varias preguntas.
—Marc… ¿Qué viene ahora?
Marc se está abrochando los puños dobles de la camisa y colocándose unos gemelos de plata y me mira directa e intensamente a los ojos.
—El Segundo Misterio se celebra en dos semanas.
Suelto un gritito.
—¿Y qué me pasará esta vez? ¿Me vas a dar azotes en un estadio de fútbol? ¿Vamos a bailar desnudos en televisión?
Ni rastro de sonrisa en su cara.
—X, tienes que saber que… el Segundo Misterio es… —Su expresión se ensombrece—… es un reto mayor. Es cuando empieza todo, en realidad.
Un destello de ligero enfado recorre su hermoso rostro, solo un instante. Ese trágico a la vez que amenazador desagrado. Y mi corazón palpita ansioso y confuso. El alma llena de desamparo y estúpido deseo. Porque tengo miedo. Y me estoy enamorando.