El Gambrinus. Cómo no. Aquí es donde empezó, aquí es donde terminará o continuará. Me siento en una mesa, nerviosa, intentando no mirar el reloj. He llegado diez minutos antes. ¿Debería haber llegado tarde, en plan misteriosa? ¿Debería haberme arreglado un poco? Voy en vaqueros y camiseta. He dudado si ponerme un vestido corto, pero luego he pensado que parecería demasiado necesitada.
Y tal vez esté necesitada. Lo necesito. Y sus besos. Estoy bebiéndome un gin-tonic —alcohol del duro para coger seguridad— mientras miro hacia la plaza. Nerviosa. Expectante. Volviendo a mirar el reloj.
Ahí llega Marc. A las siete en punto.
Miro enfáticamente mi reloj cuando se acerca a la mesa. Necesito rebajar la tensión hablando de nada.
—¿Eres siempre así de puntual?
—Culpa de mi madre —dice afable mientras se sienta—. Siempre me ha machacado con eso. La puntualidad es cortesía de príncipes.
—O la virtud de los aburridos.
Me mira y se ríe; y nuestra risa es mutua. Recuerdo lo bien que nos llevamos. Simple y llanamente: nos llevamos bien. Y necesito aferrarme a esto, si voy a hacer lo que he decidido hacer.
—Bueno —dice, sin más risas—. Solo puede haber una razón por la que me has citado.
—Sí.
—Quieres ser iniciada.
Tomo un trago de gin-tonic.
—Sí.
Su mirada es intensa. Acerca su mano hasta coger la mía. Se queda mirando mis blancos dedos entrelazados en su mano oscura.
—¿Estás absolutamente segura, Alex?
Dudo, un segundo. No estoy completamente segura, pero estoy lo bastante segura.
—Sí, estoy segura.
—En ese caso, la próxima vez nos veremos en Il Palazzo Roscarrick.
—¿Qué?
Se levanta de golpe, y deja una generosa cantidad de euros sobre la mesa.
—El novio y la novia no deben verse antes de la boda: ¿no tenéis esa tradición en California?
—No entiendo nada…
—Ven al palazzo mañana a medianoche.
—¿Mañana? Pero, Marc, ¿qué tengo que hacer? ¿Qué me pongo?
Se inclina y toma mi mano, la besa. Mientras se marcha caminando, hace un gesto de adiós y me dice:
—Ven tal y como eres. Coge un taxi. Yo lo pago. Mañana a medianoche. E ciao.
Mi taxi se para justo delante de los sombríos muros rojizos de Il Palazzo Roscarrick. En la oscuridad de la noche, las calles de Chiaia parecen diferentes, apagadas, con eco y, de algún modo… expectantes. Y que estén así, desiertas, resulta también un poco amenazador. Me alegro de que Marc se ofreciera a pagar el taxi; no me hubiera gustado nada tener que desplazarme a pie y sola, aunque la distancia hasta el palazzo sea tan corta.
Me bajo del coche y me echo un vistazo. Una última valoración.
Durante las últimas tres horas me he bañado, vestido y arreglado; me he depilado las cejas sin compasión, me he puesto un poquitito de gloss en los labios, me he secado el pelo con mimo y, con mucho cuidado, me he depilado por todas partes. Como es lógico, me he puesto mi mejor perfume, en realidad mi único perfume realmente bueno. Marc me dijo que no me preocupara por la ropa, pero eso no quita para que necesite sentirme lo mejor posible bajo los vaqueros y la camiseta. Al fin y al cabo, estos cuidadosos preparativos han sido también, en parte, una manera de calmarme antes de la iniciación.
Pero la estrategia no parece haber funcionado del todo. Tengo la cabeza a punto de explotar a causa de los nervios. ¿Qué es lo que va a pasar? ¿Va a ser hoy, ahora? ¿Es entonces esta noche el primero de los Misterios? ¿Por eso es por lo me han citado aquí a medianoche? ¿En serio que los Misterios se van a celebrar en casa de Marc, en su propia casa? Él me dio a entender que había lugares específicos a lo largo de Italia, Gran Bretaña, Francia… Para ser sinceros, eso no sonó muy casero.
—Grazie, grazie mille.
Rebusco el dinero en el bolso, pago al taxista, que primero mira las pelas, luego a mí y, por último, a la gran puerta de Il Palazzo Roscarrick.
¿Ha sido esa una sonrisa de compasión o de complicidad lo que se ha dibujado en su cara de mediana edad?
El taxi se larga a toda velocidad, esparciendo por ahí unas cuantas cajas de pizza tiradas por el suelo, y desaparece por la esquina.
La puerta se alza imponente ante mí. Me trago los nervios lo mejor que puedo y llamo a la puerta con la gran aldaba de hierro fundido. Hace un ruido metálico, que retumba, alto y antiguo, perturbador. Bajo esta luz, todo parece más viejo. Antiguo e histórico, y hostil en su rareza.
Se abre la puerta. Aparece una cara. Es uno de los sirvientes de Marc: el mismo que me abrió la puerta la primera vez que vine aquí.
—Buona sera.
Agradezco que su cara ya me sea familiar, pero el hombre apenas acusa reconocerme. En cambio, me entrega un billete de cincuenta euros para pagar el taxi, que es más que demasiado. Protesto, pero se niega a aceptar el cambio. Serio, da un paso atrás y me invita a entrar. Su comportamiento es estirado y formal.
¿Qué está pasando?
Traspaso el bajo umbral de madera hacia el pasillo de la centelleante armadura oriental. ¿Samurái? ¿China? Frente a mí, la fuente parece triste y plateada bajo la luz de la luna. Toda la casa conserva aún ese perfume, divino, a lilas y rosas, y a flores meridionales, tropicales.
—Por aquí —me indica el mayordomo.
Caminamos otro tramo de largos y silenciosos pasillos. Todo está tan presumiblemente silencioso, que me inunda un deseo incontenible de largarme: odio este silencio, es el silencio de un bosque en el que acecha un depredador.
Para ya, X.
¿Dónde vamos?
Mi pregunta es en balde. La verdad es que tampoco espero una respuesta. Solo pregunto en un intento de romper este silencio. Y, de hecho, el sirviente no contesta. Sigue caminando.
De repente, me llama la atención un ruido distinto. Me paro y miro hacia la fragrante penumbra. Sí. Estoy casi segura de estar oyendo risas a lo lejos. Tras varias puertas se oyen risas femeninas, después, nada.
¿Hay alguien observándome desde arriba? Los corredores y pasillos son tan sombríos: iluminados de manera elegante a la vez que sutil con velas colocadas en antiguos chandeliers de lustrosa madera y cristal.
La historiadora que llevo dentro está impresionada. La iluminación se ajusta a la perfección al período de construcción del palazzo, siglos XVII o XVIII. Así que alguien con muy buen gusto ha dirigido la restauración —o una conservación maravillosa— de estas lámparas, y a un coste más que elevado, me temo.
No me cabe duda de que ha sido el propio Marc. Un hombre que viste de traje con tanta elegancia sabe cómo decorar una casa con la misma clase.
Pero si la historiadora que hay en mí no duda en aprobar el gusto de Marc, la mujer sola se siente nerviosa. A la mierda los chandeliers. Quiero luces de neón. Quiero hileras de fluorescentes que disuelvan todas y cada una de las sombras. Que ahuyenten la oscuridad para que nadie pueda reír, misteriosamente, en un oscuro rincón que no puedo ver.
Por fin, el monótono sirviente articula palabra:
—Aquí es.
Hemos llegado una puerta bastante insignificante, pintada de gris. El sirviente hace chirriar el picaporte de marfil y me indica con un gesto que pase.
—¡Dios mío! —se me escapa sin querer.
La habitación que se abre tras la puerta es tan hermosa cuanto aburrida es su entrada. Iluminada por suaves velas, en urnas de cristal y hierro fundido, las paredes decoradas en estilo pompeyano, con frescos de pájaros de largas colas y dulces antílopes haciendo cabriolas rodeando los rostros de jóvenes romanas con los ojos pintados de khol, desnudas o bailando, eróticas y coquetas, con ricas cenefas escarlata de parras y uvas.
—Quítese la ropa y póngase esto —me indica el mayordomo.
Me entrega un ligero vestido de seda plisada, tan liviano que apenas noto que lo tengo en mis manos.
—Pero…
—Toda la ropa. Cuando esté lista salga, por favor, por esa puerta.
Me señala una segunda puerta, recortada en la pared de rojizas pinturas pompeyanas. Está resuelta de manera muy ingeniosa, como si fuera una puerta romana, una puerta falsa que en realidad es una puerta de verdad, un elegante trompel’oeil.
—Y recuerde esto —añade, haciendo hincapié en las siguientes palabras—: si en algún momento desea que lo que esté sucediendo pare, diga la palabra «Morpheus».
—¿Disculpe?
—Si en algún momento se siente… incómoda, debe decir, en alto, la palabra «Morpheus». Si no puede hablar, de tres palmadas.
Ya está, eso es todo. El mayordomo cierra la primera puerta tras de sí, dejándome completamente sola. Percibo el sonido de lejanos compases. Es una música muy hermosa: de coro, balsámica, centenaria, pero vívida, serena y viva, como una misa.
El ritmo está perfectamente acompasado. Es imposible que nada malo pueda ocurrir en un mundo en el que suena esa música.
Solo quítate la ropa, X. Eso es todo. Solo tengo que quitarme la ropa.
A la luz parpadeante de las velas me quito la camiseta, las Converse, los calcetines blancos y me desabrocho los vaqueros. Me he vestido tal y como me indicó. Mi única licencia, la ropa interior: he elegido unas braguitas preciosas. ¿Por qué? Supongo que porque sabía que me iban a quitar rápidamente la mayoría de la ropa, así que no importaría.
Pero ahora estoy desnuda.
El vestido de seda, tan sencillo y liviano, pesará unos cien gramos. Como si lo hubieran pesado en la luna. Por un momento, me deleito en las exquisitas puntadas de sus costuras, luego me lo pongo y se desliza como un aristocrático suspiro hasta mis rodillas. Es tan increíblemente sedoso, casi seguro que lo más suave con lo que me haya vestido en mi vida. Y, casi seguro también, lo más caro.
A la luz de las adoradoras y parpadeantes velas, distingo que el vestido es de un tono naranja llameante, tirando a rojo. Y también que se transparenta. Mi recién y cuidadosamente depilado triángulo púbico puede verse con toda claridad.
No puedo hacerlo. No puedo. Sucumbo a mi timidez y vuelvo a ponerme mis braguitas negras de encaje, cierro los ojos y cuento hasta diez.
Tranquila, X. Tranquila.
Tengo la boca seca como el esparto y las manos empapadas por los nervios. Los blancos pies descalzos en el brillante suelo de madera encerada. Abro la segunda puerta, la puerta falseada en la pared pintada de rojo.
Salgo.
Tras la puerta, la luz es tan cortante y centelleante y brillante y extraña que me cuesta comprender. Me lleva unos segundos darme cuenta: estoy en una habitación de porcelana.
Cuando investigaba sobre la historia de Nápoles, leí algo sobre habitaciones como estas —de porcelana— construidas por la nobleza más adinerada durante la época de mayor poder e influencia de la ciudad. Delirantemente poco prácticas, casi imposibles de mantener limpias, pero encantadoras hasta la embriaguez. La porcelana blanca de las paredes y el techo está decorada con narcisos salvajes y curvadas serpientes marinas azules, todo fabricado de más porcelana. Y la estancia está iluminada por candelabros de madera y plata que sostienen en el aire cuatro criados, vivos. Muy vivos.
Echo un segundo vistazo. En cada una de las cuatro esquinas hay un hermoso muchacho de uniforme —seguramente, la librea de la familia Roscarrick—, con la vista fija al frente —no me miran a mí, eso seguro—, que sostiene un candelabro, única fuente de iluminación de la sala.
Y en medio de la habitación, una sencilla silla grande de madera con el respaldo hacia mí. Parece medieval, como el trono de un rey de la Edad Oscura. La música coral fluye por la habitación a través de unos altavoces ocultos: sacra, espectral, sensual.
—Ven aquí, X.
Es la voz de Marc. Está sentado en la silla.
Me alegro de llevar puestas las bragas. De lo contrario, iría completamente desnuda bajo este vestido que se transparenta: descalza, desnuda y pudorosa, como las mujeres del fresco de la Villa de los Misterios. Siento un cosquilleo en los pezones por el aire frío de la habitación de porcelana. Ya estoy excitada. Ojalá no lo estuviera. Pero lo estoy.
Camino entorno a la silla y miro a Marc, oculto por las sombras. Apenas puedo ver su cara, solo su noble perfil.
—No me mires.
—Pero ¿qué quieres que haga?
—Inclínate, X.
—¿Qué?
—Inclínate sobre mis rodillas. El primero de los Misterios consiste en la simple sumisión, en público. Te voy a dar azotes delante de mis criados.
Tengo ganas de reírme, pero el ambiente es absolutamente serio. Y un poco censurable. ¿Me va a «dar azotes»? ¿Delante de sus criados?
No.
—Puedes irte. O puedes someterte.
—Marc…
—Y debes llamarme celenza. Durante los Misterios, solo me llamarás celenza.
—Marc…
—Quiere decir «excelencia». Pero en italiano la «c» se pronuncia como «ch» como «chelo». Así que llámame celenza o sir, o puedes irte. Con todo lo que eso supone.
La educación que me han dado me dice que me vaya. Mi espíritu feminista me ordena que me vaya. Y, sin embargo —sin embargo—, algo dentro de mí quiere que me dé los azotes. Esta no puedo ser yo. ¿Es a causa de la música y la luz de las velas y la indescriptible habitación de porcelana? O tal vez solo le deseo y aceptaré cualquier cosa.
La cabeza me da vueltas. Siento que necesito que alguien decida por mí, siento que necesito entregarme, solo para quitármelo de encima
—Celenza —digo, y no puedo creer que lo esté haciendo—, azótame.
Todo mi cuerpo está en tensión. Me acerco y me tumbo sobre su regazo, boca abajo. Tengo los pies, descalzos, en el aire y apoyo una de las manos en el suelo para mantener el equilibrio. Siento las miradas de los criados. No me importa demasiado. Esto es preocupantemente excitante al tiempo que desconcertante. Me siento escandalizada, pero estoy mojada.
Con cuidado me levanta el vestido nuevo de seda y dice:
—No, no, X.
—Celenza?
—¿Braguitas?
—Yo solo… yo no…
No espera a que se lo explique y empieza a bajarme mis mejores bragas de Victoria’s Secret. Con el volantito de encaje negro. Como por instinto, mi mano intenta impedírselo; estos hombres me están mirando. Seguro. Y no deberían verme, pero la mano firme de Marc agarra mi muñeca.
—Tienes que dejarme, X.
Quiero que pare. Quiero que siga. Le quiero a él.
Cierro los ojos llena de vergüenza, aunque con un cosquilleo de excitación —¿por qué?— y retiro mi mano.
—Celenza.
Tiene mi permiso. Despacio, con cuidado, me baja las bragas, deslizándolas por mis pantorrillas, hasta los tobillos y luego las deja caer en una especie de cesta; casi no puedo verlo porque estoy boca abajo. Siento el aire frío en el trasero. Ya está. Ahora me va a dar los azotes. Delante de estos hombres que no conozco de nada. Sus criados. La intensidad de mi confusión llega al barroquismo. Pero mi interior está lleno de deseo. Vamos, hazlo. Hazlo.
Lo hace. Con soberbio y vergonzoso dolor, siento la palmada. Me tiemblan los cachetes.
—Cuenta.
¿Qué? ¿Qué quiere decir? Me las arreglo para hablar:
—Celenza?
—Debes contar cada azote. En italiano.
Una pausa. Se inclina a su derecha para hacer algo. Entonces me doy cuenta de que está bebiendo: vino tinto. No me cabe duda de que el aire casual y despreocupado de todo esto es parte del proceso de sumisión: de mi iniciación. Y también es extrañamente estimulante. Siento el picor dulce y apremiante de un placer más que considerable, como magníficos alfileres y agujas ahí abajo, justo ahí abajo. Más. Por favor, más. Alivia este delicioso picor. Para esto. No lo pares. Para esto, pero no pares.
Me da otro azote. Más fuerte esta vez. Tengo el culo al aire y él me está dando azotes. Y unos hombres están mirando. Y yo voy contando, en voz alta.
—Uno.
Azote.
—Due.
Azote.
—Abre las piernas.
Me resisto lo mejor que puedo, pero su mano firme entre mis muslos desnudos, me obliga a abrirlas. Y a lo mejor es que quiero que lo haga así. Porque siento cómo me voy diluyendo, justo donde mis piernas se encuentran.
Me azota.
—Tre.
Me da azotes una y otra vez, empiezo a respirar cada vez más fuerte, llega el jadeo, con una mezcla de vergüenza y embarazoso deleite. No tengo ni idea de dónde me ha salido este jadeo; no sé de dónde viene este vergonzoso deseo, pero es brillante y rutilante, es como la luz de las velas sobre la gloriosa porcelana, es rosa y rojo y fabuloso. Quiero que me azote más fuerte. La humillación es deliciosa.
—Celenza.
—¿X?
—Azóteme más fuerte. Por favor, sir.
Accede. Este ha escocido, maravillosamente. He llegado casi a mi tope, casi he alcanzando la cima. Nueve, diez, once.
Azote.
Es como si alguien estuviera aplaudiendo mi desnudez. Me siento salvaje, quiero estar completamente desnuda. Estoy temblando, cercana a una especie de escandaloso e inesperado clímax.
—Te fuiste huyendo de Pompeya.
Azote.
—No hiciste lo que te dije.
Azote.
Estoy a punto de gemir. Llena de deseo.
—Lo siento, celenza. Azóteme más fuerte.
Azote.
Dios, sus manos en mi culo desnudo. Quiero esto para siempre. Me da igual si hay hombres mirando. Quiero que miren. El dolor es tan dulce, tan delicado, tan eróticamente travieso y deliciosamente embarazoso. ¿Cómo se puede sentir todo esto al mismo tiempo? Ahora noto su mano revoloteando con delicadeza en mi clítoris —otro azote— y continúa trémulo y suave en mi clítoris —otro azote, y otro, y uno más.
Este último ha sido el más fuerte. Me muerdo los labios. Pero no sirve de nada. Estoy jadeando.
Sí, sí, sí.
Azótame.
Mientras sus dedos presionan con dulce firmeza mi clítoris y golpea mi culo desnudo con su mano, pienso en los criados observándome, a Alex Beckmann, y en él, azotándome con fuerza y firmeza, Marc Roscarrick. Y mientras me azota con fuerza, y más fuerza, cada vez más fuerte, tres o cuatro o cinco veces más, desencadena una especie de liberación interior, un clímax distinto, extraño, como una cascada de rosas plateadas, una catarata de dólares de platino, un glorioso ímpetu de centelleante alivio.
—¡Dios! ¡Dios Santo! ¡Ohhh!
—¿X?
—Grazie, celenza —digo en un murmullo jadeante—. Grazie.