12

Me sonríe, y también a mi madre, como si nada inapropiado hubiera pasado entre él y yo. Nunca. Su misma sonrisa, segura, hermosamente triste, masculina. Lleva la manicura perfecta. Viste un traje gris antracita oscuro, virando a negro, impecable. La camisa, deslumbrantemente blanca y la corbata de seda color aguamarina y amarillo prímula. Había olvidado lo alto que es.

—Buona sera, X.

—Yo… —Me siento aturullada, farfullando como una tonta, mirándolos a los dos, a mi madre y a Marcus—. Eh… mmm… eh…

Mi madre. Por el amor de Dios. Se ha quedado mirando a Marc como si Jesús acabase de descender de los cielos para traerle una nueva cartera de Bulgari. Su expresión raya la adoración, mezclada —de modo indudable— con deseo. A mi madre le están entrando sofocos.

Y lo que es peor, a mí me está entrando una especie de bochorno por ella: ahora la veo desde la perspectiva de Marc. Esta mujer estadounidense, con sobrepeso, vestida con ropa de grandes almacenes, con sus vaqueros Gap y el pelo canoso revuelto. ¿Qué pensará Marc?

Pero ¿por qué coño debería importarme a mí lo que piense Marc? Es mi madre, y la quiero y él puede irse a la mierda con sus magníficos trajes. ¿Qué derecho tiene a exudar superioridad?

¿Y por qué estoy tan cabreada conmigo misma si Marc ya no me importa?

—¿X?

La voz de Marc interrumpe mis pensamientos. Calmada pero firme.

Vuelvo en mí de golpe. Me he quedado ahí de pie, durante veinte segundos francamente desconcertantes. Marc y mi madre están mirándome.

—Lo siento. Uf, lo siento…

Vamos, Alexandra, contrólate.

—Mamá… Marc. Marc Roscarrick. Es… Es… —Venga, suéltalo—. Es un amigo, un… amigo que he conocido aquí. O sea, en Nápoles.

Excelente, mentirosa.

Sigo rápido.

—Y mi madre, Marc. Angela. De San José. Está aquí de vacaciones. Íbamos al Gambrinus a tomarnos un café.

Marc tiende su mano bronceada hasta tomar la de mi madre, se la lleva a los labios y la besa apenas, graciosa y cortésmente, con esa especie de despreocupación tan del Viejo Mundo que resulta a la vez entretenida y divertida.

—Es un verdadero placer —dice, mirando intensamente sus californianos ojos ocultos tras las gafas.

Creo que mi madre está a punto de desmayarse.

—Bueno, esto es maravilloso —dice con una voz de falsete, llena de alegría, con vocecilla de acabo-de-tragarme-una-botella-de-helio. Una voz que no le había oído en la vida—: ¡Qué maravilla haberte conocido! ¡Una verdadera maravilla!

Dios mío.

—Esto, mamá, eh, Marc y yo…

Empiezo a contarle lo de nuestra amistad, pero luego me desinflo, es un poco embarazoso. ¿Qué le cuento? «Oye, mamá, conocí a Marc, es un aristócrata multimillonario que está metido en un rollo tipo sado-maso ancestral y que me folló hasta la más feliz inconsciencia la otra noche. ¿Os apetece un cafecito?» Una parte de mí quiere decirle esto, por supuesto. Para presumir. Para decirle que yo, sí, yo, Alex Beckmann, la hija aplicada, la Solterona del Año dos años seguidos, cacé un millonario que está buenísimo. Y luego lo dejé.

Sin embargo, poco importa lo que piense, porque mi madre pasa de mí, está a lo suyo: está intentando hablar ¡en italiano!

El único problema es que mi madre no sabe italiano. Es más, por cuanto yo sé, mi madre no ha aprendido nunca ningún idioma, jamás. Intentando no sonrojarme y procurando no llevarme las manos a la cara, humillada, fijo la vista en la sombrilla en la esquina de la plaza detrás del deslucido Palacio Real, mientras mi madre dice:

—¡Ajá! Así que… um… buon gonna, senor.

¿«Senor»? ¿Acaso piensa que es español?

Déjalo ya, mamá. Por favor.

—Due…

Nada. Ella sigue.

—… senor Rascorr… Mie amigo.

Por favor, mamá. Ya.

Por fin lo deja, al darse cuenta de que se está comportando como una boba, veo cómo empieza a sonrojarse, cómo le empiezan a subir los colores y cómo está evidentemente avergonzada. ¿Por qué tiene Marc que humillar a mi madre de este modo?

Antes de que pueda golpearla o montar una escena hilarante, como intentar cazar un palomo, por ejemplo, Marc sonríe y pone con gentileza la mano sobre el hombro de mi madre al tiempo que suelta una de sus cálidas y sedantes carcajadas y dice:

—Señora Beckmann, per favore, la triste verdad es que la mayoría de los napolitanos no hablan italiano, sino diferentes dialectos napolitanos, así que no debe preocuparse en lo que a mí respecta.

Es un simple comentario divertido. Insignificante. Pero es justo el comentario que hacía falta para liberar de su vergüenza a mi pobre madre, que ahora ríe y se carcajea como una tímida adolescente. Adiós a la humillación. Mi confusión vuelve en todo su esplendor. Marc ha dicho exactamente lo que debía decir; mi madre está a punto de desmayarse. Y yo quiero irme volando hasta Roma.

—¿Ibais al Gambrinus?

Pregunta Marc. A mí.

—Sí…

—¿Me permitirías invitaros a ti y a tu encantadora madre a un aperitivo? Sería para mí un verdadero placer.

No estoy en posición de rechazar su invitación. Sabe que íbamos al café Gambrinus. Y ahora mi madre parece un perrillo al que le acabasen de prometer una de esas hamburguesa de buey de Kobe de a trescientos dólares la ración.

Me rindo de mala gana.

—Claro.

Así que cruzamos la piazza del Plebiscito y, por supuesto, cuando llegamos al café, los camareros se alborotan alrededor de Marc, acompañándolo entre feudales inclinaciones y reverencias, hasta su mesa de siempre: la mejor mesa del mejor café de Nápoles. Nos sentamos los tres y bebemos veneziani, mirando lo que pasa en la nutrida y animada piazza Trieste e Trento. Y las copas se suceden al ritmo de las historias sobre la vida napolitana que Marc le va contando a mi madre, que ríe, le da sorbitos a la brillante copa anaranjada y mordisquea los pequeños rollitos de jamón. Y ríe aún más.

Marc se levanta y paga la cuenta, dejando al camarero una generosa propina. Por fin, besa la mano de mi madre una última vez —me temo que no se lavará en una semana— y desaparece en el crepúsculo napolitano.

Mi madre se me queda mirando y mueve la cabeza con incredulidad.

—¡Estupendo, palabra! ¡Qué hombre tan encantador! ¿Por qué no me dijiste que tenías unos amigos tan encantadores? ¡Cuéntamelo todo de él!

Le cuento algunas cosas sobre él, aderezándolo con alguna mentirijilla. Le digo que coincidimos en un par de fiestas en Marechiaro y en Chiaia. Le digo que somos amigos y ahí lo dejo. Ella me observa mientras hablo y le va dando sorbitos a su veneziano. Asiente con la cabeza y se come la deliciosa mini pizza que queda. Entonces dice:

—No le falta atractivo, ¿a que no?

—¡Mamá!

—¿Qué? Solo es un comentario.

—¿Y?

—Tengo unos trescientos años, Alex, pero tengo ojos en la cara. Y sigo siendo una mujer.

—No está mal.

—Y supongo que también será rico. El modo como… La manera de actuar y como va vestido. ¿Una especie de confianza en sí mismo?

Digo algo sobre la «importación y exportación» y «tal vez algún que otro millón». Mi madre no me quita el ojo de encima. No consigo estar quieta y no paro de retorcerme en la silla como un niño irritante. Era previsible. No sé por qué la gente se preocupa por cumplir años. Lo único que hay que hacer para quitarte todos los años de encima es salir con tus padres. Son capaces hacer de ti de nuevo una adolescente mocosa y lastimosa en cuestión de minutos. Como por arte de magia.

Necesito irme de aquí.

—¿Te apetece cenar? Podemos comer una pizza, hay un sitio estupendo cerca de mi apartamento, en la via Partenone.

Asiente, se limpia los labios con la servilleta y me suelta:

—¿Está casado?

—¿Quién?

—Querida.

—No.

—¿Comprometido?

—No lo sé. ¿Cómo voy a saberlo? Sale con modelos. Actrices. Ya sabes. Gente de esa que sale en la revista People. Gente de People.

—Un hombre guapo y rico en busca de esposa. —Tiene una expresión astuta. Calculadora.

—No intentes casarme, mamá. Otra vez no. Recuerda que ya lo intentaste con Jeff Myerson en San José.

—Tiene acciones de Apple.

—Y mide un metro setenta.

—Podría haberse puesto alzas para la boda.

Las dos nos echamos a reír. Hemos recuperado una especie de sensatez; el equilibrio entre madre e hija ha vuelto. Nos levantamos, me toma del brazo y juntas caminamos de vuelta al paseo marítimo, a los restaurantes y pizzerías de via Partenone. Y frente a nuestras pizzas margherita y marinara, mamá me cuenta cosas de nuestra familia, que mi hermano menor, Paul —deportista de élite, tendría que haber estudiado medicina— tiene una beca en la Universidad de Tejas, en Austin, y que mi hermano mayor, Jonathan —un poco colgado, nunca va a sentar la cabeza— finalmente se ha aclarado, se ha echado novia y ha encontrado un trabajo bien pagado en Google y tal vez siente la cabeza.

La escucho contarme todo esto encantada, bebiendo montepulciano, el vino más barato de la carta. Nada de lo que me cuenta mi madre es nuevo para mí —he hablado con mis dos hermanos por Skype este fin de semana, como cada semana— pero hay algo reconfortante en solo escuchar cómo me lo cuenta todo, con sus maneras cálidas, amorosas y descuidadas de charlatana. Me siento de vuelta en San José en la gran cocina familiar que huele a limón y a bizcochos en el horno, mientras el sol se cuela dentro y mamá intenta hacer un sorbete y se muere de risa cuando deja todo pringando. Tengo once años y soy feliz.

Tuve una infancia feliz. Mis padres fueron amables y cariñosos. Quería a mis hermanos. Incluso nuestro perro era adorable. Es como una especie de secreto culpable, pero es cierto. Hasta los doce o trece años, fui completamente feliz. Fue a partir de los catorce cuando se instaló en mí el aburrimiento, o tal vez fuera algo más que aburrimiento: una especie de tedio existencial, algo muy profundo. Un vacío que no he podido llenar. Ir a la Costa Este a estudiar fue un intento por aplacar esa sed. Pero no fue suficiente. Necesito experimentar. Ansío algo más. La vida no puede ser solo hornear bizcochos y hacer sorbetes y tener hijos y un perro estupendo, por muy maravilloso que sea.

Mi madre ya ha terminado de ponerme al día de todos los cotilleos. La llevo de vuelta a su hotel, la dejo en la entrada, le doy un beso y le digo lo mucho que significa todo esto para mí, que haya venido a verme; porque de veras es importante para mí. Y le prometo que pasaré a buscarla mañana para hacer turismo a las diez en punto.

Y eso hago. Y, tal y como suponía, todo empieza a ir cuesta abajo.

A mi madre no le gusta Nápoles.

Yo ya me lo temía. No es para ella.

Demasiado asilvestrada, demasiado extravagante, demasiado acre. Donde sea que vamos, veo su gesto de desagrado ante las montañas de basura, o su desaprobación no manifestada ante los graffiti, o mirando con verdadero disgusto a las prostitutas vietnamitas inexplicablemente sentadas en sofás en medio de las sórdidas, apestosas y estrechas calles empedradas de los alrededores de la estación Central.

Una parte de mi quiere pincharla. Decirle que se quite sus gafas de burguesa de zona residencial y que vea la belleza de Nápoles más allá de la suciedad y la miseria, que vea su autenticidad, su realidad, su increíble historia. Que observe a las ancianas sacando brillo a las calaveras en las cuevas del cementerio de Fontanelle, tal y como han hecho durante siglos; que mire por la ventana única de los bassi y vea a los hombres de hombros peludos en camiseta de tirantes comiendo guindillas verdes, en casas construidas sobre templos romanos; que simplemente se quede de pie en mi balcón y mire abajo, a las calles construidas por los antiguos griegos, y que mire al oeste y sienta cómo se le acelera el corazón con los colores crepusculares del atardecer sobre Sorrento, una cassata rosa desvaído, violeta claro, rojo vino y verde pistacho, para terminar fundiéndose en el negro de la noche y las diamantinas estrellas.

Pero mi madre solo ve la mugre y los drogadictos, y no le gusta. Incluso le desagrada la falta de turistas, una de las principales atracciones de Nápoles.

Estamos sentadas en la terraza de una cafetería en la Ciudad Antigua, cerca del museo arqueológico, y ella frunce el ceño. Parece cansada y me dice:

—¿Dónde está todo el mundo?

Estamos rodeadas de italianos, gritones, gesticulantes, rijosos, peleones. Nos ha costado muchísimo encontrar un sitio medio decente donde poder sentarnos, pero mi madre se sigue preguntando dónde está «todo el mundo», lo que para ella significa «¿dónde está toda la gente sensata?», los turistas, sus compatriotas estadounidenses, angloparlantes, gente normal.

Podría decirle que les ha echado la miseria, la criminalidad de Nápoles y la reputación de las mafias, pero no creo que eso ayude a que cambie de humor. O mi humor, en este caso.

Porque si estos días han sido un poco decepcionantes para mi madre, también han sido un período de prueba para mí. El encuentro con Marc ha conseguido dejarme descolocada, inquieta, tan confundida como antes. Y que vuelva a echarle de menos. Peor aún, cada lugar en el que hemos estado en Nápoles —mi madre y yo— ha hecho que de algún modo que me «acordara» de él.

En el Duomo, la catedral, vimos la reliquia de la sagrada sangre de san Genaro, y eso me recordó a ese maravilloso vino rosado que me sirvió en la comida, el moscato rosa. Cada palazzo que visitamos en via Toledo me recordó al palazzo sobre todos los palazzi: Il Palazzo Roscarrick.

Luego fuimos al museo de Capodimonte, un severo palacio borbónico, paralizado, desolado y no frecuentado en su soleada colina, en su umbroso parque. Es uno de los museos más importantes del mundo, y en esa ocasión, mi madre sí que estaba contenta, disfrutando de su tiempo a solas entre obras de Tiziano y Rafael, El Greco y Bellini, aunque yo me quedé extasiada con uno en particular, un Caravaggio.

El cuadro era La flagelación.

¿Qué puedo hacer? Ser amable con mi madre. La última tarde vamos en taxi a la estación: va a coger el tren hacia la costa para encontrarse con su amiga Margot en Amalfi.

Son las cuatro de la tarde. Mamá mira al camarero y le dice, orgullosa, con su mejorado italiano:

—Un cappuccino, per favore.

Me recuerdo que no tengo que avergonzarla. ¿Era yo también así cuando llegué? ¿Pedía un cappuccino después de las doce? Ahora sé que es una metedura de pata absoluta. ¿Comía los spaghetti con cuchillo y tenedor, como mi madre? Casi seguro. Oh, querida. Ahora me odio por juzgar a mi madre. Qué desastre. Marc ¿qué me has hecho?

Mamá se sienta y comienza a beberse el cappuccino, intentando no mirar a los mendigos que deambulan por el enorme vestíbulo de la estación. Tengo que ser sincera con ella.

—Mamá, siento que no te haya gustado Nápoles.

—Oh, querida —me dice—, no es que no me haya gustado. Es solo que es tan… diferente.

—Estoy segura de que Amalfi te gustará más. Es precioso. Y limpio.

Alarga su mano hasta tocar la mía.

—No me importa nada Nápoles o Amalfi —continúa—, me importas tú. Mi querida hija, mi única hija. Estoy muy orgullosa de ti.

—¿Por qué?

—Porque… —Deja la taza de café sobre el plato. Me mira a los ojos—. Porque eres brillante y preciosa, y porque estás haciendo lo que debería haber hecho yo.

La miro al otro lado de la mesa, preguntándome adónde va todo esto.

—Estás viviendo, Alexandra. Estás viva. Viendo mundo. Ojalá yo hubiera hecho eso.

—Mamá, ¿qué estás intentando decirme?

—X, quiero a tu padre y adoro a mis hijos. A los tres. Incluso a Jonny la mayor parte del tiempo. Pero…

Nunca había visto a mi madre así, luchando contra una verdad íntima, algo evidentemente doloroso. Está mirando la espuma diluida de su cappuccino a deshora. Vuelve su mirada hacia mí.

—¿Sabes, Alex? Nunca he sido joven. No de verdad. Y eso es muy triste.

—¿Cómo que…?

—Nunca me di cuenta de que era joven hasta que fue demasiado tarde. Por favor… no hagas lo que hice yo.

Y eso es todo. Se levanta. Su tren espera. Le ayudo a llevar las maletas a su vagón y saca la cabeza por la ventana para decirme adiós. Cuando el tren se pone en marcha, veo en sus ojos algo parecido a las lágrimas. Articula con la boca las palabras «te quiero» y me despido de ella desvalida. Me quedo allí de pie, viendo cómo el tren repiquetea hacia la nada y cuando ha desaparecido por completo, siento unas inmensas ganas de llorar.

Esta tristeza profunda, perpetua, se queda conmigo un día entero. Me siento como las marchitas y polvorientas palmeras del Partenón. «Nunca me di cuenta de que era joven… No hagas lo que hice yo».

Quiero vivir experiencias. Soy joven. Eso es. Nunca más volveré a tener veintidós años en Nápoles.

La tarde siguiente, a última hora, cojo el teléfono. Cuelgo. Lo escondo debajo de los cojines. Lo recupero y marco, cuento los segundos, espero.

—Pronto?

—Buona sera. Yo…

—¿Diga?

—¿Está Marc? ¿El señor Roscarrick?

—¿Quién llama, por favor?

—Alexandra. O sea, X. Dígale que lo llama X.

Una pausa. Marc se pone al teléfono.

—¿Hola? ¿X?

Cielo santo. Esa voz. Ese acento. Quiero besarlo por el teléfono. Quiero llorar en su hombro. Y volver a besarlo.

—¿Alex?

—Marc, yo… Dios… quería… yo solo, lo siento… yo… me preguntaba si… ¿haces algo?

—¿Quieres verme?

Eso es. Contesto:

—Sí.

—Ve al Gambrinus.

—¿Cómo?

—Nos vemos allí esta noche, a las siete. Tenemos que hablar antes de nada.

Cuelga.