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—Fue muy inteligente por su parte decir eso.

—¿Por qué?

Jessica hace un mohín bajo el sol, se recuesta y se coloca las Ray-Ban en su elegante nariz.

—Piénsalo, querida.

Estamos tumbadas en la playa de Posillipo, la playa municipal que cuesta cinco euros el día y en la que hay un montón de chavales gritando, salpicando y dándole patadas a balones de fútbol, vigilados por la atenta mirada de sus enormes y gordas madres napolitanas que fuman cigarrillos Mild Seven manchados de pintalabios bermellón. Las mujeres italianas van más pintadas a la playa de lo que yo voy a diario. No estoy muy segura de mi opinión al respecto.

Pero es el primer fin de semana realmente caluroso del verano y todo el mundo está feliz, sonriente y pensando en el largo almuerzo napolitano que les espera, con el vino blanco local, tufo, y grandes trozos de cassata, una tarta de queso típica de aquí. Excepto yo, que estoy taciturna y pensativa.

«¿Acuérdate de mí?»

¿Por qué decir eso fue algo inteligente?

—Vale, me rindo ¿por qué fue algo inteligente por su parte decir eso?

—Porque te tiene en vilo, X. Y si quiere que vuelvas con él, que estoy segura de que es lo que quiere, lo mejor es tenerte en vilo, insegura, desconcertada.

—¿Qué?

—Sus palabras se pueden interpretar de muchas maneras. A lo mejor quería decir: «Acuérdate de mí porque nunca más volverás a verme»; o también podría ser: «Acuérdate de mí porque soy el hombre más sexy que has conocido jamás, así que tienes que acordarte de mí».

—Gracias.

—O quizá quería decir: acuérdate de mí en un modo trágico y melancólico, como si supiera que la ‘Ndrangheta lo va a rajar la semana que viene en el camino a La Sanità de modo que la próxima vez que veas a lord Roscarrick será en forma de cadáver en la portada de Il Mattino.

Sonríe, se levanta las gafas de sol y me giña un ojo. Luego se coloca las tiras del biquini. El sol pega de lo lindo. El biquini es nuevo, chic, verde esmeralda y ¿de Ferragamo? O por lo menos una gran imitación de Ferragamo, hecho en alguna fábrica de la Camorra en Casal di Principe.

Mi biquini no es nada de eso, ni nuevo, ni chic, ni de un precioso verde esmeralda que sienta de maravilla —quien lo iba a decir— sobre el profundo bronceado de Campania. El mío es rosa pálido y sería ideal en Cali. No aquí. Dios… La verdad es que me muero por llevar ropa nueva. No tengo dinero. Y estoy harta de andar mirando lo que me gasto.

Y claro, también está su voz, profunda, sexy, flotando en mi cabeza. Él. En mi cama. Conmigo. Tomándome magníficamente y diciéndome: «Te compraré cientos de putos vestidos».

¡No! De golpe me enderezo en la toalla como si me hubiera quemado Pero ¿qué me pasa? ¿Cómo he podido tan siquiera empezar a pensar así? Si una de mis razones para desear a Marc es en parte, aunque mínimamente, que es rico ¿en qué me convierte eso? ¿En una zorra mercenaria? ¿Prácticamente una puta? ¡Esa no soy yo!

—¿Estás bien?

Jess se estira y me pone una mano en el brazo.

—Sí. No —le suelto—. No es nada.

—¿Eh?

—Bueno, es que acabo de recordar que he dejado a un multimillonario.

Jess se ríe.

—Ya, sí, supongo que eso tiene que doler.

Me suelta el brazo y alarga la mano para coger los Marlboro Lights y el mechero con la foto de Balotelli. Un jugador de fútbol. Negro, guapo e italiano.

—Recuérdamelo de nuevo, Beckmann: ¿por qué le dejaste?

Le doy un sorbo a mi botellita de agua mineral fría, frunzo el ceño y con un puchero le contesto:

—Porque está metido en ese culto raro. Las religiones mistéricas.

—¿Y qué son, cuando están en casa?

—Una especie de espeluznante antigua religión grecoromana. Azotan mujeres.

Jess levanta la vista de la toalla y asiente.

—¿Sí? ¿Y cuál es el problema? Siempre será mejor que llevar náuticos.

Le lanzo un poco de agua fría en la tripa, caliente y pringosa de crema; ella suelta un grito, se retuerce y se ríe.

—Zorra nazi.

Ahora reímos las dos, juntas, como viejas amigas. Es estupendo. Por un momento todos los nubarrones se dispersan, mis melancólicos y tristes pensamientos desparecen y mi mente vuelve a estar tan despejada como el cielo de la mañana sobre la bahía de Nápoles, el mar que se adentra hasta el destelleante perfil serrado de Capri. Un día de estos voy a ir a Capri.

—En serio —dice Jess—. A esos tíos, a esos tipos con toga, les gusta azotar mujeres ¿Cómo y por qué?

—En realidad no es azotar. Flagelar. Azotar ritualmente. Es un ritual erótico de sumisión.

—O sea, como una especie de BDSM, ya sabes el rollo masoca, ¿no?

—Sí, supongo. —Me bebo el último sorbo de San Pellegrino y enrosco el tapón a la botella—. Marc puso mucho énfasis en aclarar que era todo voluntario y consensuado.

Su cara se vuelve seria de pronto. Se sienta.

—¿Sabes, X? Hay peores cosas en el mundo que unos cuantos cachetes y cosquillas. Tuve un novio metido en el rollo del skateboarding. Tenía treinta y dos jodidos años y tenía que ir a verlo saltar obstáculos de cinco centímetros y fingir que eso me impresionaba. Eso es desgarrador.

—Pero ¿la flagelación? Es perverso.

—Bueno, tal vez. Lo que significa que Marc es un poco pervertido ¿y qué? X, todos son pervertidos, en el fondo. Y si me preguntas te diré que todas las mujeres somos también un poco pervertidas, es solo que hemos estado reprimidas por el patriarcado. —Apaga el cigarrillo en la arena, un gesto descuidado y muy típico napolitano. Contengo un gesto de vergüenza. Sigue hablando—: Ya sabes lo que dicen: a ninguna mujer le pone un hombre vestido de liberal.

Me río con la frasecita, pero ella prosigue:

—¿No estás ni siguiera un poco intrigada, X? ¿Por qué no lo pruebas, mojigatilla? Ya va siendo hora de que explores tu libido. Porque la tienes, ¿no?

—Ya te lo dije.

—Ah, sí, el mejor polvo de tu vida. Sí. Ya me lo contaste todo, querida. Te arrancó la ropa y te gustó, ¿no era eso?

—Sí, un poco… vale, mucho.

—Pues a lo mejor, entonces te gustan otras cosas. Tríos. Cuartetos. Juegos lésbicos. Conducir desnuda en un Ferrari con multimillonarios salvajemente sexis, pobrecita.

Meto la botella vacía en mi bolsa como una chica limpia y sensata. Jess tal vez tenga razón. Pero la X de barrio residencial todavía se resiste, mucho. Es solo que había demasiadas cosas en Marc que no son correctas, muchas otras además de los Misterios. La leve pero evidente amenaza. El atisbo de la violencia refrenada. El interés de la policía por su palazzo. El enigma de su esposa desaparecida.

Jessica está apoyada sobre un codo, fumando otro cigarrillo, y comiéndose abiertamente con los ojos a unos chicos italianos en bañador. Me fijo por detrás de su hermoso perfil en una extraña construcción al final de la playa. Es una villa inmensa. Un gran palazzo histórico.

Parece del siglo XV y está completamente en ruinas. Las ventanas están oscuras y premonitorias, al tejado le han salido palmeras. ¿Por qué? ¿Por qué está vacío? Está en un emplazamiento privilegiado, sobre la playa de Posillipo, mirando a la bahía de Nápoles, al Vesubio y al majestuoso mar. Si estuviera en buenas condiciones valdría unos diez millones de dólares.

¿Y se está viniendo abajo?

—Se llama la Villa Donn’Anna —dice Jess, siguiendo mi mirada—. Dicen que está encantada… Las trescientas habitaciones. Y que la usaban para celebrar orgías.

Miro el edificio. Esta ciudad no deja de desconcertarme. Necesito saber más. Aprender. Comprender. No voy a volver nunca con Roscarrick, pero quiero saber por qué es como es, y por qué Nápoles está tan destrozada. Y, sin embargo, es tan irresistible.

Y eso es lo que hago. En cuanto vuelvo al apartamento, un poco borrachilla después de demasiado rosado en oferta al mediodía, abro mi portátil y me pongo a investigar. Pero antes de que pueda escribir en Google «religiones mistéricas» me llega una notificación. Tengo un correo electrónico. De mi madre. El asunto: «¡Voy a verte!».

¿Qué?

Un poco sorprendida, abro el correo.

Hola Alex:

El correo es típico de mamá, acelerado, amoroso y con una puntuación horrible. Pero el contenido está muy claro: la mejor amiga de mamá, Margot, que está forrada, viene a Amalfi a pasar unos días de vacaciones con unos amigos y mamá se apunta. Mi madre va a gastar parte de sus valiosos ahorros en viajar hasta Italia para poder ver a su adorada niña y pasar unas preciosas vacaciones. Estará aquí tres días.

Sé que no quieres a tu mami incordiando, así que no te preocupes. ¡No me quedaré mucho! Pero podremos pasar unos días juntas en Nápoles. ¡Estoy deseando comer uno de esos deliciosos helados!

Cierro el correo. Mi querida, protegida, burguesa, mamá americana. ¿Qué va a pensar de Nápoles? Mucho me temo que no va a encajar con su dorado y romántico sueño italiano. Pero me alegro de que vaya a venir. La echo de menos, echo de menos a toda mi familia. Siempre hemos estado muy unidas, era una madre genial cuando yo era niña; no fue culpa suya que me aburriera de San José y de comer pollo en Chick Fil-A.

¿Qué narices le voy a contar de Marc? ¿Nada? Decido aparcar el tema hasta otro día. Mientras, busco «religiones mistéricas» y leo:

Las religiones mistéricas florecieron en la época grecoromana, en el siglo V a. C. hasta finales del Imperio romano, sobre el 400 d. C. La característica principal y predominante de una religión mistérica es el secretismo asociado a ritos de iniciación, que llevan al celebrante a una revelación espiritual. Los más famosos Misterios de la antigüedad greco-romana fueron los Misterios Eleusinos, pero los Órficos, Dionisíacos y los Mítricos eran igualmente conocidos.

Entonces ¿en qué Misterio está metido Marc? Dos minutos más de búsqueda me aclaran que lo más probable es que sea el Misterio Dionisíaco, o alguna variante o mezcla.

Dionysia, o los Misterios Dionisíacos, se establecieron por todo el mundo helénico. Dionysus (Δτóνυσος) era el dios griego del vino, pero también el dios de la fertilidad y de la vegetación.

Hombres y mujeres iniciados en Dyonisia seguían diferentes caminos. Las mujeres seguidoras de este Misterio eran conocidas como ménades o Μαιναδες (las que desvarían) o bacantes (o Bacchae), mujeres de Baco. Por lo general, la iniciación de las mujeres conllevaba beber, cantar y, en ocasiones, danzas frenéticas (e incluso aullar como animales). Es creencia común que parte de la iniciación al culto conllevaba una intensa actividad sexual, desde flagelaciones a orgías, además de…

¿Además?

Durante las siguientes tres horas buceo en el mundo fantástico de Orfeo y del dios del éxtasis. Aunque mi investigación concluye con mi cansada, estúpida y bastante errabunda mente tecleando impotente las palabras «Marc Roscarrick». ¿Por qué? ¿Por qué me atormento de esta manera? Solo quiero saber. Aunque no estoy del todo segura de qué es lo que quiero saber.

Una entrada de noticias abre la página. Bostezando por el alcohol vespertino, clico. Es una página de famosos. En italiano. La prosa es tan acelerada como la de mi madre.

Leo, traduciendo con dificultad las palabras.

La web dice que el molto bello e scapolo, el guapérrimo y soltero, lord Roscarrick fue visto en Londres, en un festival de cine italiano.

Hay una foto pequeña acompañando el texto. La amplío con un clic. En ella aparece abandonando un restaurante de moda en el West End de Londres, regalándole al paparazzo una de sus sonrisas distantes, tristes, brillantes. Veo que hay numerosas mujeres en la fiesta, pilladas por los flashes, todas ellas guapas, por supuesto. Marc mira a la cámara; yo a las mujeres que lo acompañan. De piernas largas, como potros, como el caballo de polo de un millonario. Mujeres caras y espectaculares.

Mujeres fashion, inglesas e italianas. ¿Son ellas también iniciadas?

Solo sé una cosa: yo podría estar ahí. En esa foto. Si hubiera querido. Pero no quise.

Cierro la página con un fiero ataque de celos, pero con un sentido de profundo alivio por que todo haya terminado.

Ciao, bello.

Tres días después, llega mi madre de San Francisco.

Está feliz y nerviosa y con jet lag y casi corre para salir del aeropuerto mientras Jessica y yo luchamos por seguirla, entre risas y gestos de agobio, con sus maletas. En el taxi a Santa Lucia habla de todo y de nada. Mamá ha reservado un hotel baratito cerca de mi casa: la dejamos en la recepción polvorienta, suponiendo que querrá descansar y relajarse unas horas, pero diez minutos después, con su pelo gris aún mojado de la ducha, está llamando al telefonillo y, una vez en mi apartamento, me coge del brazo y me dice:

—¡Querida! ¡Llévame al café Gambrinus! He oído que es el sitio al que hay que ir, ¡está en todas las guías!

Por lo general, debería evitarlo por miedo a encontrarme con Marc. Pero sé que está fuera del país. Mamá y yo podemos ir a cualquier parte.

Con mi madre llevándome del brazo, salimos a via Santa Lucia bajo un temprano sol de la tarde. Mamá sigue parloteando sobre papá y el golf, sobre su jubilación y sobre mis hermanos.

Caminamos. Ella habla. Seguimos caminando y ella sigue hablando y, entonces, lo veo. El corazón casi se me sale por la boca cuando miro delante de nosotras. Estamos cruzando el amplio y vacío adoquinado de la piazza del Plebiscito, con el sol poniéndose rosado sobre Anacapri.

Y Marc Roscarrick viene andando directamente hacia nosotras. No me ha visto. Está ocupado en una llamada de teléfono y va mirando a la izquierda.

—Rápido, mamá, por aquí.

—¿Qué? —Sorprendida me dice—: Pero si veo el Gambrinus, querida. Está por ahí.

Tiro de ella.

—Mamá, ¡por aquí!

—Pero ¿qué pasa?

Mi madre está un poco alterada. Por Dios. Demasiado tarde.

Nos separan unos tres metros. Viene caminando hacia nosotras. Levanta los ojos y me ve.

No podemos evitarnos.