—¿Qué quiere decir esto? No lo entiendo.
Me alejo de los frescos.
Marcus me estudia en la penumbra de la villa, como si mirara a través de mí, dentro de mí, en mi pasado.
—Claramente, X, es una iniciación.
Su voz suena tan calmada, casi tan poco natural. Mi voz, en cambio, resulta más tensa.
—Y esto está relacionado con… ¿qué?
No dice nada.
—Háblame, Marc. Explícame los frescos… ¿por qué me has traído aquí?
Se impone algo cercano al silencio. Oigo el canto de los pájaros fuera y el tráfico de la mañana a lo lejos. La Villa de los Misterios parece haberse callado, como si nuestra conversación la hubiera escandalizado y violado. Pero ¿cómo se puede violar esto? Vuelvo a mirar a la mujer en el fresco más lejano y profundo. Luego analizo el resto de las imágenes.
¿Qué risueño dios es ese recostado de espaldas como si estuviera borracho? ¿Quién es la mujer tocada de laureles llevando la bandeja de plata? ¿Y por qué demonios están azotando a la joven? ¿Por qué lo permite?
Los frescos me plantean demasiadas preguntas. No me quiero entretener en averiguarlo. Es más, dentro de nada los turistas llegarán a raudales. Y nuestra presencia aquí, solos, resulta transgresiva. Está mal.
—¿Podemos irnos de aquí, Marc?
—Claro —indica el rectángulo iluminado de una puerta de salida—. Podemos salir por aquí y luego…
No espero a que acabe. Inmediatamente, atravieso el umbral y salgo al aire libre, aunque no es el exterior, es una especie de patio interior, con una delicada estatua de verde bronce de Mercurio sobre un pedestal, un grácil y hermoso chico desnudo, con alas en los tobillos. No recordaba esta estatua.
—Pero ¡por aquí no se sale a ninguna parte!
—X, espera un momento. Gira a la izquierda.
¿A la izquierda? Avanzo rápido, tropezando con los adoquines en mal estado. Se me agolpan los pensamientos ¿Caminaban las jóvenes novias romanas por este mismo pasadizo? ¿Desnudas y ágiles bajo sus túnicas, con sus sandalias escarlatas anudadas con cintas de oro? ¿Entraban así en la habitación oscura y esperaban allí a ser desolladas?
¿Y qué tiene todo esto que ver con Marc, o conmigo o con nosotros? Me he perdido. Hay pasillos a los dos lados. A mi espalda, Marcus posa su mano amable y tranquilizadora sobre mi hombro para guiarme, pero me zafo y continúo por otro pasaje oscuro. No quiero que me toque. El roce de su mano me recuerda, demasiado bien, lo que pasó anoche.
A él desnudándome sin compasión. Empujándome la cara contra la almohada, con ternura pero con fuerza dominadora al mismo tiempo, teñida de ira.
Y, sin embargo, me gustaba. Sí, me gustó. Me chupó, me abrió, me devoró. Y me encantó. Rendirme a su hambre de mí, me comió como a un ricci recién cogido: los erizos que sirven en los mejores restaurantes de Posillipo. Si vuelvo a pensar en todo eso —en la sublimación del sexo— volveré a caer. Pero ahora mismo, tengo las defensas bien altas.
—¿Por dónde?
Mi voz tensa; Marcus, de nuevo, tranquilizador.
—Por ahí, X, sigue por ahí.
Estoy corriendo. Porque necesito desesperadamente sentir aire fresco en la cara, no este viejo polvo. Así que voy a toda prisa por el oscuro pasillo, paso delante de más frescos y más mosaicos. Y al fin, sí, veo docenas de flores salvajes amarillas bajo el sol de Campania: la salida de este laberinto. Por fin, corro hacia la luz del día y la brisa del verano y doy un gran suspiro de alivio.
De hecho, estoy jadeando. Un poquito asustada.
El hombre bajito con los vaqueros blancos ya se ha ido. La antigua vía romana se estrecha en la distancia, bordeada de tumbas y casas romanas. Todo es tan tranquilo. Miro a mi alrededor, intentando recordar algo. Pero no sé qué.
Ya me acuerdo. Se parece siniestramente a Los Ángeles. Sin gente por las calles soleadas. No hay nadie caminando. A veces, las calles de California, con cero peatones me recuerdan a ciudades asoladas por plagas o desastres naturales. Y aquí estoy otra vez. La ciudad de los muertos.
Marcus me ha seguido hasta el sol.
—Te pido disculpas, X. No pretendía alterarte.
—No lo has hecho. —Mi voz suena orgullosa—. No me has alterado. O sea, necesito… ¡Ay, Dios!
—¿Sentarte?
Sí, necesito sentarme. Miro a mi alrededor y veo un trozo de mármol blanco de una columna romana, cortado en forma de improvisado asiento. Voy hasta allí y me siento. Y miro hacia abajo, hacia las uñas pintadas de mis pies.
Las uñas que me pinté con Jess. Cuánto me gustaría estar ahora con ella, en mi apartamento, riéndonos y cotilleando y bebiendo chianti barato del supermercato y hablando de los buenos tiempos en Dartmouth. Ahora todo ha cambiado. Mi amable excursión a Nápoles se ha vuelto oscura y diferente. Para bien o para mal. He practicado sexo buenísimo, tal vez casi hasta sexo del que te cambia la vida, pero ahora todo es profundo y misterioso y problemático. E inesperado.
Aspiro el aroma de las flores y las plantas al sol, triunfantes entre los restos arqueológicos, me vuelvo en mi trono de mármol y le digo:
—Está bien, Marc, cuéntame.
—Pregúntame lo que quieras.
—Me estás diciendo que la gente solía hacer… lo que sea que pasa en esos frescos.
—Sí, eso hacían. —Me mira y sin pestañear replica—: Todavía lo hacen.
Y ahora es cuando se revela el enigma.
Y no me gusta lo que veo. No me gusta nada.
—Los Misterios ¿existen todavía?
Sonríe. Serio.
—Sí.
—¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo?
—Por toda Italia. A veces en Francia, en Gran Bretaña, etcétera. Pero sobre todo en Italia.
—¿Quién los practica?
Mueve la cabeza.
—No te lo puedo decir.
—Dijiste que lo que quisiera, Marc.
—Puedes preguntar lo que quieras sobre mí. —Abre los brazos, en un gesto aprobador y sincero—. Pero no puedo meterme en la vida privada de otras personas.
¿Me he pasado? No lo sé. No sé qué pensar. La verdad que me espera es demasiado terrible. Me esfuerzo por encontrar mi próxima pregunta.
—Está bien. ¿Qué tipo de gente?
—Suelen ser ricos y cultos. Inteligentes y educados.
—¿Por qué?
Se encoge de hombros, como si la pregunta le sobrepasara, incluso me sobrepasara a mí. No me importa. Sigue.
—¿Cuándo se celebran los Misterios?
—Los Misterios se representan cada verano. Empiezan en junio y terminan en agosto o septiembre.
—O sea, que van a empezar muy pronto.
—Sí.
Tengo que preguntarlo. No quiero preguntarlo. No puedo preguntarlo. Pero no me queda otra elección. Marc tiene razón: esto no puede continuar a menos que sepa la verdad; pero si sé la verdad, a lo mejor no quiero volver a verlo nunca más. Tal vez mi vida vaya a cambiar, una vez más. Dos veces en doce horas.
Digo las palabras despacio.
—Y tú eres parte de esto, ¿no?
Asiente.
—Y quieres que yo también forme parte de esto.
Una pausa tremenda.
—Sí.
Disparo las palabras:
—¿Y qué me pasará, Marcus? ¿Seré como la joven romana del fresco? ¿Me azotarán con una fusta?
No contesta. Y creo que me alegro de que no lo haga.
Una abeja merodea a mi izquierda sobre una flor de brillante escarlata, llenando el silencio con su diligente zumbido. Marc se aleja de mí caminando y se queda mirando atentamente una antigua tienda romana. Tiene el mostrador de mármol con círculos cuidadosamente cortados sobre la piedra plana.
—Este lugar, estas piedras… —empieza a decir— de entre todas las cosas que se pueden ver en Pompeya, estas tiendas son lo que más me emociona. —Observa el mostrador, cepilla el cansado mármol con mano piadosa—. Usaban estos agujeros para meter cuencos, en los que servían comida caliente para llevar. Eran tiendas de comida. Como restaurantes de comida rápida.
Extiende los brazos en derredor.
—¿No lo ves, X? Una atareada ama de casa romana, sirviendo en este mostrador, espantando las moscas del cordero, secándose las manos en el delantal, preguntándose por su marido que anda sirviendo en las legiones… —Hace una pausa—. Siempre me conmueve. La historia viva. La humanidad rescatada. La noble tragedia de las vidas corrientes.
Se vuelve y regresa hasta donde estoy yo, y por un instante noto cierta amenaza en su actitud y en su expresión. Un hombre acostumbrado a conseguir todo lo que quiere. Incluso listo para usar la violencia si no lo consigue. Vuelve a hacer otra pausa y continúa:
—La flagelación es un elemento fundamental de los Misterios.
A punto estoy de insultarlo.
—¿Ni siquiera vas a negarlo, Marc? ¿Lo admites? ¿Admites que golpean a las mujeres?
—«Golpear» no es exactamente la palabra. No es en absoluto la palabra.
—Ya, claro. Seré tonta. ¿Cuál es la palabra? ¿Pegar? ¿Aplastar? ¿Cuál es la palabra correcta, Marc?
—Flagelar. Está consensuado. La clave es que el iniciado está de acuerdo con la iniciación. Él o ella debe presentarse voluntariamente al sometimiento; no hay ningún tipo de coacción. Sin la buena disposición de los iniciados, los Misterios estarían viciados y carecerían de sentido. No podría llegar al gran secreto. El último y transformador Misterio, el Quinto Misterio, la katabasis, no se alcanzaría.
—Así que la gente quiere ingresar. Como un puñado de excéntricos francmasones.
Mueve la cabeza y me ofrece una hermosa sonrisa de comprensión. De pronto quiero golpearlo, al tiempo que quiero besarlo. De hecho, creo que quiero besarle aún más ahora que casi lo odio un poquito. Quiero hacerlo enfadar; quiero molestarle mucho, para que venga a por mí, como hizo anoche, persiguiéndome por las escaleras, con sus dientes blancos devoradores y carnívoros.
Para comerse los erizos que venden en Posillipo.
Maldito sea. Maldito sea.
—¿Alexandra…?
No lo mires, X, no lo mires nunca más.
Se sienta en su propio trozo de columna romana y se echa hacia delante, hablando con calma.
—Alex, los Misterios tienen unos tres mil años. Se remontan a la antigua Grecia, a las arboledas y los arrayanes de Ática. No son una broma: no es un culto trivial de idiotas disfrazados.
Su voz llega al interior de mi ser, su perfecto acento británico me toca. ¿Puede una voz excitarte? ¿Cómo es eso posible? ¿Qué debo hacer? ¿Taparme los oídos?
De momento, tengo que escucharlo.
—Los Misterios encarnan verdades sexuales, emocionales y espirituales que te acercan a tu alma. Yo mismo fui iniciado cuando era muy joven. Lo que he aprendido desde entonces, forma parte de mí: está entrelazado con mi ser. Los Misterios me han llevado a niveles de placer y revelación que no puedo describir pero que me muero por compartir. Y ansío compartir esa intensidad contigo, X.
—¿Y por eso quieres verme desnuda y golpeada?
—Quiero verte experimentar las alegrías y las verdades que yo he experimentado, de manera que tengamos la oportunidad de estar… verdaderamente juntos.
—Y ser azotado ¿es una alegría?
—Está bien. —Suspira—. Está bien… lo siento. —Se pasa los dedos por el pelo—. Quizá… debería haberte dicho esto en otro momento, tal vez me he dejado llevar.
Me pongo de pie.
—¿Sabes qué, lord Roscarrick? No estoy segura de que sea nunca un buen momento para que te digan esto: «Ah, por cierto. Estoy metido en el rollo ese de azotar a mujeres en plan senador romano».
—X, espera un momento.
—Pero me alegro de que me lo hayas contado. Ahora ya puedo coger el tren de vuelta a Santa Lucia.
—¡X!
Su voz es severa. Por un segundo me siento como una niña a la que están regañando. Y esto me pone aún más furiosa. Pero me quedo debidamente callada, mientras él habla.
—X, la razón por la que te he enseñado esto es porque, una vez que un hombre ha finalizado su iniciación, en el Quinto Misterio, no se le permite tener una… relación… seria con nadie que no esté iniciado a su vez. Esas son las reglas.
—¿Qué? ¿Qué reglas son esas?
—Reglas antiguas. Reglas muy serias. —Se encoge de hombros—. Reglas de obligado cumplimiento.
—O sea, ¿me estás diciendo que no puedes estar conmigo… a menos que esté de acuerdo en hacer esto? ¿Cumplir todos estos rituales?
—Sí. Eso es, me temo que es exactamente eso lo que estoy diciendo. En realidad, no debería haber pasado la noche contigo, pero, como ya te he dicho, tú me dejas fuera de combate, X. No soy capaz de resistirme. Pero ahora tengo que lograrlo, a menos que aceptes hacerlo. Por la seguridad de ambos.
Resoplo con desdén.
—¿Así que es una especie de amenaza?
—¡No! No te pasará nada aunque no aceptes, por supuesto que no. Pero no podremos volver a vernos nunca. Porque el deseo, al menos por mi parte —sus ojos están brillantes y tristes—, es sencillamente demasiado fuerte. Pero los Misterios no son nada horrible, X, son algo divino, son un regalo. Lo entenderás, te lo prometo, si aceptas. Pero esta es, debe ser, tu decisión. Y solo tuya.
Algo dentro de mí quiere darle una última oportunidad. Parece tan triste, tan sereno y perfecto, ahí sentado, bajo el cálido sol, sin rastro de sudor. Solo una brizna de pelo oscuro se le ha deslizado hacia delante sobre esos ojos suyos, trágicamente azules y atractivos, como si el ángel de la belleza masculina hubiera bajado y hubiera dicho: «¡Ah! es demasiado perfecto, hagamos que le caiga este mechón». Lo que, por supuesto, le hace aún más perfetto. Su firme rostro así con esa media barbita; la intuición de su pecho fuerte y bronceado; la definición de sus pómulos, rasgados, agresivos y hermosos.
Basta. A la mierda su perfección. Puede que sea guapo, pero no me voy a dejar azotar por nadie.
—Ciao!
Me levanto y echo a andar muy rápido a pesar del tremendo calor. Oigo su voz a mis espaldas, llamándome.
—X, per favore, ricordati di me.
Pero lo ignoro y sigo andando. A lo lejos frente a mí veo los primeros turistas al principio de la vía romana: turistas que llevan todos puestas exactamente las mismas gorras de béisbol y que fotografían exactamente los mismos restos del teatro romano.
Pompeya. Arg. Me dan ganas de escupir. Estaba tan contenta cuando llegué aquí. Ahora siento que todo está mal. Todo ruinas.
En un momento estoy en medio de las hordas de turistas y luego salgo a través de los torniquetes mientras que todo el mundo llega en manada en el otro sentido, y sé que he tomado la decisión correcta.
Sin embargo aún oigo sus palabras en mi cabeza.
—Per favore, ricordati di me.
¿Por qué dijo eso?
Olvídalo, Alexandra. Olvídate de él, de los frescos, de los Misterios; olvídalo todo. Hombres morenos me sonríen desde los pequeños cafés con sus Pepsis pagadas a precio de oro, mientras bajo corriendo por la colina hacia la estación de Villa de los Misterios para coger el tren a Nápoles.
«¿Por favor, acuérdate de mí?»