Y aquí estoy: en el café Gambrinus. Al fin en Italia, sentada en la terraza de un famoso caffè, en la esquina de una conocida calle de la gloriosa Nápoles. El aire es cálido, el cielo vespertino sin una nube… y puedo oler la basura amontonada así de alta al otro lado de la calle.
Un carabiniere baja por la calle por delante de un palazzo ajado, ruinoso y lleno de pintadas. Parece un diseño de Armani: con sus gafas de sol, su pistola, su look, su camisa y sus pantalones azules hechos a medida, el cuero brillante y su caminar desganado. Un poli Dolce & Gabbana.
Es guapo. Aquí hay un montón de hombres guapos. Pero el más guapo de todos está sentado unas tres mesas más allá de la mía.
—Bueno, y ese de ahí ¿quién es?
Jess se inclina hacia delante. Me mira.
—Roscarrick.
—¿Quién?
Mi mejor amiga de Dartmouth, Jessica Rushton —divertida, sarcástica y preciosa, británica de nacimiento y completamente cínica— levantó sus bien delineadas cejas y se echó el pelo hacia atrás enroscando su larguísima melena morena. Chasquea la lengua como muestra de su incredulidad.
—¿Nunca has oído hablar de lord Roscarrick?
—¿Es un lord?
Jessica lanza una carcajada nicotinada.
—Marcus James Anthony Xavier Mastrosso Di Angelo Roscarrick.
—Joder.
—Sus íntimos le llaman Marc.
—Bueno, eso ahorra tiempo.
Jessica sonríe con aprobación.
—Y es multimillonario. Todo Nápoles lo sabe.
Por entre las mesas del caffè, miro a ese hombre, ese supuesto millonario. No le echaría más de treinta, como mucho. Y está increíble. No hay otra palabra para definirlo. Cuanto más compleja, bueno, muy compleja, fuera una palabra, menos acertada. Piel oscura, ojos de un azul muy claro y mirada distante. Un contraste llamativo. El perfil, ligeramente grave a la vez que persuasivo: animal, primario, triste, hirsuto, con cierto aire pueril, mezclado con pura madurez, depredadora masculinidad. Sexy, muy muy sexy.
Esta no soy yo. No suelo tener este tipo de reacciones tan espontáneas. Y aquí estoy, atusándome la media melena rubia y deseando haberme gastado más en mi último corte de pelo. Preguntándome si mirará hacia acá. No lo hace. Se limita a tomar su espresso a pequeños sorbos, acercándose con delicadeza a los labios la minúscula taza de porcelana. Sentado sin compañía. Dando sorbitos. Mirando a la nada. Impasible. ¡Por Dios, qué perfil!
—¿Y tú, no te estarás enamorando ya, no X?
Jess siempre me llama X. Fue Jessica la que me bautizó con el nombre de X la primera vez que compartimos habitación en Dartmouth. Me llamo Alexandra Beckmann. Alex B. X, para hacerlo más corto. Soy rubia californiana, solo un poco judía y tengo veintidós años. Jess piensa que soy un alma cándida. Probablemente tenga razón. También soy inteligente —lo necesario— y estoy más que instruida, eso sin duda. Y ahora estoy en Nápoles. En Italia.
Jessica sigue hablando de ese tío. Yo me limito a mirarlo. No lo puedo evitar. Esperaba que los hombres italianos respondieran al típico estereotipo, pero buenorros e incluso un poquito pelmas. Y este tío está bueno, pero no como me había imaginado.
—Bah, otro cabrón atractivo.
Jess sigue hablando sin parar. Se enciende otro cigarrillo y dirige el humo de su boca a su nariz, como una profesional. No hacía eso cuando estábamos en New Hampshire.
—Parece interesante —le digo.
Una mentira absurda.
—Mantente alejada, cariño.
—¿Perdona?
Jessica ríe entre el humo.
—Hola, corderito, te presento al carnicero.
—¿No es trigo limpio?
—Devoramujeres, con el «devora» bien subrayadito. En serio, X. No es para las de tu clase.
Me contengo. No lo puedo evitar. Sé que Jess piensa que soy un trozo de pan, ingenua e inocente, chica de un solo hombre, y no está del todo equivocada: soy un poco mojigata y convencional, comparada con ella. A lo largo de nuestra amistad, siempre ha sido ella la que bebía, la come-hombres, la que se corría juergas, la que volvía al apartamento a las tres de la mañana con otro camarero sin nombre para pasarse unas cuantas horas esnifando en la encimera de la cocina y follando en la mesa del comedor. Mientras que yo me dedicaba a ser la típica chica-de-un-solo-novio-en-la-universidad, intentando convencerme a mí misma de que estaba enamorada, y por supuesto, a estudiar.
Pero el novio se volvió un soso, o terminé por darme cuenta de que lo era, al tiempo que los estudios se volvieron más gratificantes. Mi objetivo es licenciarme. Así que aquí estoy, en Italia, haciendo el trabajo de campo para mi tesis de fin de carrera Camorra y Cosa Nostra: Orígenes históricos del Crimen Organizado en la Italia Meridional.
Quiero ser profesora de historia de Italia, pero el único motivo por el que elegí este tema en particular era tener una razón que justificase poder venir a Nápoles para salir con Jess y pasármelo en grande. Ella vino aquí en cuanto pudo, hace seis meses. Se ha tomado un año sabático. Vino a aprender el idioma y a enseñar inglés y cuando me llamaba o me mandaba correos electrónicos, lo que me contaba era tan apasionante: la comida, la ciudad, los hombres… Sí, los hombres. ¿Por qué no? Me moría por venir con ella.
Porque yo quiero divertirme. Tengo veintidós años, he tenido dos novios y un único y miserable rollo de una noche. Eso es todo. Jessica se burla de mí sin miramientos: Casi Virgen, la Madonna de New Hampshire.
Me vuelvo. El tipo está echando un vistazo. Mira hacia mí. Me sonríe, por un instante, apenas un esbozo, como si estuviera desconcertado. Como si me conociera, pero no supiera de qué.
Pero vuelve a su café.
—¡Acaba de mirar!
Jess vuelve a reírse.
—A veces lo hace. Lo de volver la cabeza. Es raro.
—Anda, calla. Todo esto es nuevo para mí.
Apuro el culito de café. Es realmente bueno.
—No estoy acostumbrada a estos tíos tan guapos, Jess. Todos los chicos de Dartmouth llevan esos ridículos vaqueros cagados, caídos en las caderas, como críos.
—Tu novio solía llevar… —Se ríe a carcajada limpia—… «náuticos».
—¡Arg! —exclamo, y también me río—. Náuticos con calcetines grises. No me lo recuerdes.
—Era un verdadero cuadro.
Lord Roscarrick continúa bebiendo su café sin mirarme. Me toca defender a mi ex novio.
—Pero era muy bueno en matemáticas.
—Vale. Pero parecía un pringado, X. Menos mal que lo plantaste.
—¿Y cómo te va por aquí? ¿Sigues ganándote a la población masculina de Campania?
—Sí… o al menos, lo hacía…
Jessica se encoge de hombros, hecha un mohín, y apaga el cigarrillo. Un elegantísimo camarero retira volando el cenicero sucio y, con un gesto encantador y un sencillo «Signorina!», lo sustituye por otro limpio, de grueso cristal con las iniciales CG grabadas en una graciosa tipografía belle èpoque. El servicio es impecable. El famoso café Gambrinus, con sus frescos y sus chandeliers. Y claro, me pregunto cuánto nos va a costar estos excelentes macchiatti y estos deliciosos aperitivos: salami napolitano sobre esponjosa chiabatta. He estado los últimos seis meses trabajando en bares para poder pagarme estos tres meses de investigación y mi presupuesto es limitado.
Pero no me importa, no esta noche, ¡no en mi primera noche en Nápoles!
La velada continua. Este hombre, Roscarrick, sigue ahí sentado. Pero, con su bien cortado traje y su delineado perfil, está mirando hacia otro lado con estudiado desinterés, así que he decidido pasar de él. Ya habrá muchísimos más.
Las calles que rodean la terraza del caffè son una explosión de vida: parejas dando un paseo y flirteando, críos sentados en sus scooters Piaggio color verde, aparcados mientras flirtean. Es todo tan ligeramente chabacano, tan vivo y tan napolitano; aunque no sé muy bien por qué digo esto, teniendo en cuenta que esta es mi primera visita a Nápoles. Incluso la primera vez que vengo a Italia. Solo he estado otra vez en Europa. Fue con dieciocho años: una lluviosa semana en Londres, regalo de mis padres como premio por mi graduación en Dartmouth.
Mis padres. Un repentino golpe de nostalgia, tal vez de morriña. No, no puedo tener morriña. Solo han pasado dos días desde que me fui de nuestra pequeña casa en San José, de su jardín soleado, de sus aspersores, de sus barrios residenciales, de Estados Unidos.
Ahora estoy en Europa, la profunda, oscura, decadente, grandiosa Europa. Ya la adoro. Aún más: estoy decidida a amarla.
—Una puede, ya sabes, pasar de los tíos y ese rollo —dijo Jessica.
La miré, sorprendida.
—¿Perdona? Me dijiste que te encantaban. Me diste una lista de nombres. ¡Una lista larguísima!
—¿Eso hice? —La sonrisa de medio lado, casi culpable. Avergonzada—. Claro. Ya. Sí. Un par sí ha habido. —Hace una pausa—. Un par de docenas. Son ideales… ¿Qué puede hacer una? Pero son jodidamente narcisistas, X, ya empieza a resultar pesado.
—¿Qué quieres decir?
—La mitad son niños de mamá. Aquí tienen una palabra para ellos: mammone. Viven en casa de sus padres hasta, no sé, los cincuenta, y su ropa y sus productos de belleza, eeesh. —Suelta una risita ahogada por el humo de su enésimo cigarrillo—. Bandoleras. O sea. ¿Quién lo iba a decir? ¿Tíos con bolso?
—Que los tíos llevan ¿bolso?
—Sí. ¿Accesorios de piel para hombre? La hostia de metrosexual. Y los calcetines, pantalones sin calcetines: ¿pero qué es eso? Van por ahí con trajes sin calcetines. ¡Ponte unos malditos calcetines, niñato! Y todo ese acicalarse y pavonearse. ¡Por Dios! Si en los bares hay más cola para el aseo de caballeros que para el de señoras. Y pasado un tiempo cada vez lo tienes más cerca, joder, o sea mira, ¡mira!… —Gesticula de modo exagerado, sus brazaletes de plata tintinean en sus esbeltos, elegantes y bronceados brazos: barriendo con su mano la vista de via Toledo, la Ópera y la gran piazza del Palacio Real que, creo, lleva hasta el mar Tirreno—. Mira toda esa maldita basura, los desperdicios. ¿Es que no lo pueden limpiar? ¿Por qué, o sea, no dejas de preocuparte por tu maldito bolso por un momento, Don Sin Calcetines, y limpias tu puta ciudad? Eso es lo que haría un hombre de verdad.
Se hace el silencio.
—Necesito una copa.
Pedimos las copas. Un par de «veneziani». No tengo ni idea de lo que es un «veneziano». Jess los pide en un casi fluido y muy envidiable italiano: ha pasado de un tartamudeo vacilante a un aparente bilingüismo en medio año. Tengo celos. Casi no sé ni decir «uno, due, tre». Esa es otra de las cosas que voy a solucionar mientras esté aquí: voy a aprender italiano. Eso y, tal vez, ojalá, por favor, Virgencita, enamorarme.
Por Dios Santo, estoy deseando enamorarme. Enamorarme de verdad. No estar-como-si-estuviera-enamorada, como me pasó con Paul, el matemático de los náuticos. Si me enamorase, sería la primera vez. Y ya tengo veintidós años. Estoy empezando a pensar que soy incapaz: un páramo para el amor. Pobre X. ¿Has oído hablar de X? Claro, la que no puede enamorarse. Los médicos lo han intentado todo. Dicen que la van a ingresar en una clínica para solteras.
—Signorina, due aperitivi.
El camarero posa las bebidas sobre la mesa. Dos copas de tallo largo con tres dedos de un estridente líquido naranja.
Los observo con recelo.
Jess sonríe y suelta una carcajada. Lleva su melena morena con un buen corte. Muy distinto al de Dartmouth.
—No pasa nada, X. Sé que parece un fluido radioactivo, pero pruébalo. Delizioso. Y muy de moda. Te lo prometo.
Como mi copa, huele —y sabe— anaranjado, fuerte, amargo y con mucho alcohol. Está rico.
—Prosecco, que es un vino blanco espumoso, sifón y licor de naranja. Mejor Aperol; Campari no.
—¿Qué?
—Así es como se hace, X. Un veneziano. Creo que tres o cuatro son suficientes para ponerme a tono para la noche. O tal vez cinco.
Nos tomamos dos o tres copas como es debido, o cinco, hasta que la noche se vuelve oscura como tinta de calamar, la luna brilla en lo alto y los asistentes a la ópera salen luciendo sus mejores galas al otro lado de la calle, mientras nosotras reímos y bromeamos como si estuviéramos de nuevo en nuestro viejo apartamento de Hanover, NH, el del tío pirado en el piso de abajo. Y mientras Jessica coquetea con el camarero, hablando en italiano, yo lanzo miradas furtivas por entre las mesas. A él.
Porque ha seguido ahí sentado toda la noche, con su traje inmaculado, su camisa blanca impoluta, sus gemelos de piedras preciosas y plata, y su desenfadada corbata de seda violeta; unas veces contestando llamadas en su delgado móvil, otras, levantándose para saludar a un amigo o a un conocido.
De tanto en tanto, un afortunado transeúnte viene invitado a sentarse junto a él, y este tío, este tío guapo a rabiar, con ese mirar oscuro, ese ceño oscuro, esos rizos oscuros que le caen sobre el cuello nuevo de la camisa solo lo justo, esos ojos lánguidos, pálidos, sutilmente melancólicos, y esos pómulos, esos pómulos casi extraterrestres, esa visión hecha hombre, gesticula con firmeza y expresividad. Él no es como el resto de los italianos, parece más calmado, más centrado. Como distante. ¿Frío? No, distante. Incluso un poquito peligroso.
Me doy cuenta, con una especie de triste dolor en mi corazón y en mi mente, que este hombre, este hombre alto, rico, intocable, de unos treinta, este hombre es hermoso. Casi con toda seguridad, el primer hombre de veras hermoso que haya visto en mi vida. Un Byron moreno, un Bond bronceado. Ya he conocido a muchos chicos guapos, muchos chicos divertidos, creíbles, delgados, de «relájate y toca la guitarra»; California está llena de ellos, por lo menos había uno en Dartmouth, y Jessica se acostó con él. Pero este hombre es hermoso, de un modo masculino. Nada tipo gay, nada metrosexual, nada de tío-sin-calcetines-con-traje-de-chaqueta y bolso, sino alto y masculino y adulto y aguileño y esbelto y, por Dios, estoy borracha.
Jessica me lee la mente, como siempre. Se acaba su cuarto veneziano con un poco apropiado aunque encantador eructo y dice:
—Cuentan que su mujer murió. Un accidente. ¿Lo fue? Y entonces convirtió, o sea, transformó los millones de su familia en miles de millones. Roscarrick. Padre inglés, madre italiana. Google es tu amigo, X. ¡Dios! Me muero de hambre. ¿Pizza?
Está borracha. Y yo también. Borrachas de todo esto. De los cócteles anaranjados, de la luna napolitana amarillo limón y de ese hombre de traje gris de impecable corte inglés. Lord Roscarrick. Lord Marcus Xavier loquesea Roscarrick.
—¡Cielo santo, X!
—¿Qué pasa?
Llevo un par de minutos con la vista fija en el cielo. Ahora no puedo apartarla de Jess, quien, a su vez, no puede dejar de mirar la cuenta con exagerado asombro.
—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Cuánto?
Refunfuña algo incomprensible.
—¿Por qué nos habremos quedado bebiendo aquí? Podríamos habernos tomado una copa donde siempre. ¡Seré gilipollas!
Me está viniendo una arcada.
—Noventa euros.
—Joder, pero si solo nos hemos tomado unos cuantos veneziani.
—Y los cafés, y el picoteo. Me cago en… qué imbécil soy. Debería haberme acordado de lo caro que es este sitio. Lo siento mucho.
Jessica anda muy corta de dinero. Con las clases consigue muy poco. Vive al día y lo lleva bastante bien. Pero una cuenta de noventa euros le destroza el presupuesto semanal. Busco de mala gana una tarjeta, pero el camarero ya ha aparecido y, sonriente, toma la cuenta.
—Espere, necesita mi tarjeta.
El apuesto camarero sonríe de nuevo, con gentileza.
—No es necesario. El señor ya la ha pagado. El señor Roscarrick.
—¿Quién? No…
Me vuelvo, con el corazón en la boca, nerviosa como una estúpida, bastante cortada, en un intento de fingida desaprobación «Por favor, no lo haga, podemos nosotras». Me llamo Alex. Alexandra. Alexandra Beckmann. Sí. Correcto. Con dos «enes». Este es mi número. Apunte. O tatúeselo en la mano.
Pero ya no hay nadie en la mesa. Se ha ido. Él se ha ido.
El poli de diseño sigue apoyado contra la pared del palazzo, fumando tranquilo en la oscuridad.