Brillaba el sol cuando cruzaban los Meadows aquel día, uno de los pocos que tenían libre los dos juntos. Agarrados de la mano, miraban a los que tomaban el sol y jugaban al fútbol. Sabía que Rhona estaba eufórica y él creía saber por qué, pero no quería hacer conjeturas.
—Si tuvieras una hija, ¿qué nombre le pondrías? —preguntó ella.
Él se encogió de hombros.
—La verdad es que no lo he pensado.
—¿Y si fuera niño?
—Sam me gusta mucho.
—¿Sam?
—De niño tuve un osito llamado Sam que me hizo mi madre.
—Sam… —repitió ella—. Pues sí, valdría para los dos casos, ¿a que sí?
Él se detuvo y la abrazó por la cintura.
—¿A qué te refieres?
—A que podría ser Samuel o Samantha. No creas que abundan los nombres como ese.
—Supongo que no. Rhona, ¿acaso…?
Ella le puso un dedo en los labios y le besó. Siguieron paseando. No había una puta nube en el cielo.