Poco a poco lo explicó todo.
El Guapito necesitaba un descanso y ellos también. Entraron otros equipos para indagar más aspectos del caso, las cintas fueron cargándose y las enviaron a otras dependencias para que las escucharan, y se hicieron notas y transcripciones. Llegaron preguntas suplementarias a la sala de interrogatorios. Telford se resistía a hablar. Rebus entró a echar un vistazo y se sentó frente a él, pero el gángster se mantenía impasible, erguido como un palo, con las manos en las rodillas. Mientras tanto, utilizaron la confesión de El Guapito para presionar a otros miembros de la banda sin dejar que se produjeran filtraciones sobre quién había cantado.
Y lentamente fueron minando la unidad de la banda hasta que, a partir de un momento determinado, aquello fue como una cascada de acusaciones, justificaciones y desmentidos que les permitió descubrirlo todo.
Telford y Tarawicz, las prostitutas de Europa del este conducidas al norte del país, y matones y droga con destino al sur.
El señor Taystee había recibido su merecido por abusar.
Los japoneses se valían de Telford como medio para establecer en Escocia una buena base de operaciones para sus negocios.
Pero Rebus había echado por tierra el proyecto ya que en la carpeta entregada a Shoda conminaba al gángster a olvidarse de Poyntinghame bajo amenaza de «implicarle en una investigación criminal en curso». Los de la Yakuza no eran idiotas y él dudaba de que volvieran… al menos por un tiempo.
Como última tarea aquella noche bajó a los calabozos a abrir la celda y decirle a Ned Farlowe que quedaba libre y que no tenía nada que temer…
A diferencia del señor Ojos Rosa, con quien la Yakuza tenía una cuenta pendiente que no tardaron en liquidar; su cadáver fue hallado en el desguace atado con el cinturón de seguridad. Sus hombres se habían desperdigado y algunos no habían dejado de correr.
Rebus se sentó en el cuarto de estar mirando a la puerta que Jack Morton había raspado y pintado. Pensó en el entierros en si acudirían muchos afiliados de Alcohólicos Anónimos y si le harían algún reproche. Estarían los hijos de Jack, a quienes no conocía ni le apetecía conocer.
El miércoles por la mañana volvió a Inverness para recibir a la señora Hetherington al pie del avión. La habían retenido en la aduana de Holanda para que contestara unas preguntas; se trataba de una trampa con la que lograron detener a un conocido traficante, un tal De Gier, en el momento en que introducía un kilo de heroína en un compartimiento falso de la maleta de la anciana, una maleta regalo de su casero Telford. Quedaban en Holanda otros pensionistas de vacaciones a quienes interrogaría la policía.
De nuevo en casa, llamó a David Levy.
—Lintz se ha suicidado —le dijo.
—¿Es esa su conclusión?
—Es la verdad. No se trata de ninguna conjura ni de un encubrimiento.
Oyó un suspiro.
—No tiene mayor consecuencia, inspector. Lo enojoso es que hemos perdido otro.
—A usted Villefranche le tiene sin cuidado, ¿no es eso? Sólo le importa la Ruta de Ratas.
—Por Villefranche ya nada puede hacerse.
Rebus respiró hondo.
—Vino a verme un tal Harris del Servicio de Inteligencia británico que encubre a determinados personajes supervivientes de la Ruta de Ratas, e incluso a sus hijos. Dígale a Mayerlink que siga investigando.
Se hizo un silencio.
—Gracias, inspector.
Rebus iba con El Comadreja en el asiento trasero del Jaguar. Conducía un tipo al que le faltaba un buen trozo de la oreja izquierda, lo que de perfil le confería aspecto de duendecillo, aunque no era cuestión de arriesgarse a decírselo a la cara.
—Ha cumplido —dijo El Comadreja—. El señor Cafferty está contento.
—¿Desde cuándo le tenéis?
—No se le escapa nada, Rebus —dijo El Comadreja sonriendo.
—Los Rangers me propusieron el fichaje. ¿Cuánto hace que le tenéis?
—Unos días. Teníamos que asegurarnos de que era él, ¿no le parece?
—¿Y ya estáis seguros?
—Totalmente.
Rebus contempló por la ventanilla las tiendas, los peatones y los autobuses. Iban en dirección de Newhaven y Granton.
—¿No habréis cogido a un desgraciado como chivo expiatorio?
—No, es él.
—Estos días os podríais haber dedicado a sacarle las respuestas pertinentes.
—¿Por ejemplo? —dijo El Comadreja sonriendo.
—Si estaba a sueldo de Telford.
—¿Y no de Cafferty, quiere decir? —Rebus miró furioso a El Comadreja, quien se echó a reír—. Yo creo que usted mismo se dará cuenta de que es él.
La manera de decirlo le produjo a Rebus un escalofrío.
—Está vivo, ¿no?
—Ah, sí. Por cuánto tiempo… es asunto suyo.
—¿Crees que quiero verle muerto?
—Estoy convencido. Usted no fue a ver al señor Cafferty para pedir justicia, sino venganza.
Rebus le miró.
—No pareces tú.
—¿Quiere decir que no parezco mi imagen? Son dos cosas totalmente distintas.
—¿Y cuántos personajes hay detrás de la imagen?
Can You See the Real Me[4], de los Who.
El Comadreja volvió a sonreír.
—Yo simplemente opino que es algo que tiene bien merecido después de todas las molestias que se ha tomado.
—No creas que he hundido a Telford sólo por complacer a tu jefe.
—De todos modos… —El Comadreja se aproximó a Rebus en el asiento—. Por cierto, ¿cómo sigue Sammy?
—Ya está bien.
—¿Convaleciente?
—Sí.
—Lo celebro. El señor Cafferty se alegrará. Está un poco decepcionado porque no ha ido usted a verle.
Rebus sacó un periódico del bolsillo doblado por un titular: PUÑALADA MORTAL EN LA CÁRCEL.
—¿Es cosa de tu jefe? —preguntó tendiéndole el diario.
El Comadreja fingió leerlo: «Un recluso de veintiséis años natural de Govan… muerto en su celda de una puñalada en el corazón… no hay testigos ni se ha descubierto el arma a pesar del minucioso registro».
—Qué poco cuidado —comentó chasqueando la lengua.
—¿Estaba a sueldo para matar a Cafferty?
—¿Sí? —replicó El Comadreja con cara de sorpresa.
—A la mierda —exclamó Rebus volviendo a mirar por la ventanilla.
—Por cierto, Rebus, si decide no llevar a juicio al del Rover…
El Comadreja le tendió un objeto: un destornillador afilado con el mango forrado de cinta adhesiva. Rebus lo miró asqueado.
—Lo he limpiado de sangre —dijo El Comadreja y volvió a reírse.
Rebus se sentía como si lo llevaran al infierno. Se veían ya las aguas grises del Firth of Forth con Fife al fondo. Entraron en una zona de muelles, gasómetros y naves destinada a la ampliación del polígono industrial de Leith. La ciudad estaba destripada; de un día para otro cambiaban las direcciones de circulación y las obras de infraestructura, y en los tajos de construcción la maquinaria no paraba. El Ayuntamiento, siempre lloriqueando por los números rojos, tenía toda clase de proyectos para alterar todavía más la ciudad que regía.
—Ya estamos llegando —dijo El Comadreja.
Rebus se preguntó si cabía dar vuelta atrás.
Pararon ante el portón de unos almacenes. El que conducía abrió el candado y quitó la cadena para dar paso al coche y El Comadreja le ordenó que aparcase detrás de unas naves. Rebus vio una furgoneta blanca muy oxidada con los cristales traseros pintados, viable para coche fúnebre en caso necesario.
Al bajar del coche les azotó un viento cargado de salitre. El Comadreja se dirigió hacia una puerta, que golpeó con fuerza. Abrieron y entraron.
Era un espacio vacío inmenso que albergaba algunas cajas y unas piezas mecánicas sueltas tapadas con hule. Había dos hombres; el que les había abierto y al fondo otro de pie que no permitía ver bien una silla con un cuerpo atado. El Comadreja tomó la delantera seguido por Rebus, que trataba de controlar su respiración cada vez más agitada. El corazón le saltaba en el pecho y sus nervios se desataban por la ardua pugna de ahuyentar el odio.
Cuando estaban a tres metros de la silla, El Comadreja hizo un gesto con la cabeza, el hombre se apartó y ante los ojos de Rebus apareció un niño con cara de espanto.
Un niño de nueve o diez años.
Tenía un ojo amoratado, sangre reseca en la nariz y contusiones y rozaduras en sus carrillos y barbilla. El labio partido ya le cicatrizaba. Tenía los pantalones rotos por las rodillas y le faltaba un zapato.
Y apestaba, como si se hubiese orinado o algo peor.
—¿Qué coño es esto? —preguntó Rebus.
—El cabroncete que robó el coche y perdió los nervios en el semáforo y se lo pasó a toda hostia, pero se le fue el pie de los pedales porque apenas llegaba a ellos. Este es el culpable —añadió El Comadreja acercándose al crío y poniéndole una mano en el hombro.
Rebus miró las tres caras que le rodeaban.
—¿Os parece gracioso como broma?
—No es ninguna broma, Rebus.
Miró al niño. Tenía churretones en la cara y los ojos enrojecidos de llorar. Le temblaban los hombros porque le habían atado las manos al respaldo de la silla y los tobillos a las patas.
—Por… favor, señor… —exclamó con voz seca y quebrada—. Yo…, Por favor…, ayúdeme…
—Birló el coche —dijo El Comadreja—, la atropello y salió corriendo asustado hasta que lo dejó cerca de donde vive y se llevó el casete y las cintas. Sólo quería el coche para una carrera. Echan carreras por las carreteras en construcción. Este enano sabe hacer un puente en diez segundos —añadió frotándose las manos—. Bien…, ahí lo tiene.
—Ayúdeme…
Rebus recordó la pintada: «No ayudáis». El Comadreja hizo un gesto con la cabeza a uno de los hombres y este sacó un zapapico.
—O el destornillador —dijo—. O lo que quiera. Usted manda —añadió con una leve reverencia.
A Rebus no le salían las palabras.
—Cortad esas cuerdas.
Se hizo un silencio.
—¡¡¡Cortad las putas cuerdas!!!
El Comadreja lanzó un resoplido.
—Ya has oído, Tony —dijo.
Se oyó el clic de una navaja automática y el hombre cortó las cuerdas como si fuesen de papel. Rebus se acercó al niño.
—¿Cómo te llamas?
—Jo… Jordán.
—¿De nombre o de apellido?
—De nombre —respondió el niño mirándole.
—De acuerdo: Jordán —dijo Rebus inclinándose para levantarle.
El niño se dejó hacer temblando. Pesaba poco. Rebus echó a andar a su lado.
—¿Y ahora qué, Rebus? —dijo El Comadreja.
Él, sin darse por aludido, llegó con el niño hasta la puerta, la abrió de una patada y salieron al sol.
—Lo… lo siento de verdad —dijo el niño haciendo visera con la mano para protegerse de la intensa luz al tiempo que rompía a llorar.
—¿Tú sabes lo que hiciste?
El niño asintió.
—Desde… aquel día… Sabía que había hecho una cosa mala —dijo bañado en lágrimas.
—¿Te han dicho quién soy yo?
—No me mate, por favor.
—No voy a matarte, Jordán.
El pequeño parpadeó sorprendido, intentando enjugarse las lágrimas; no sabía si le mentía.
—Creo que ya has pasado bastante, amiguito —dijo Rebus—. Los dos —añadió.
Así que al final, lo que había era aquello: «Uno de esos extraños caprichos del destino», como decía la canción de Bob Dylan. A empalmar con la de Leonard Cohen: «¿Eso es lo que querías?».
Pero Rebus no sabía qué decir.