36

Colquhoun no parecía feliz de encontrarse allí.

—Gracias por venir —le dijo Rebus.

—¡Qué remedio!

Le acompañaba un abogado, un hombre de mediana edad. ¿De Telford? A Rebus le tenía sin cuidado.

—Debe de estar usted acostumbrado a plegarse a las circunstancias, doctor Colquhoun. ¿Sabe quién más está aquí? Tommy Telford y Brian Summers.

—¿Quién?

Rebus meneó la cabeza de un lado a otro.

—Representa mal la comedia. Usted sabe quiénes son porque hablamos de ellos en presencia de Candice.

A Colquhoun se le encendieron las mejillas.

—De Candice sí que se acuerda, ¿no? Su verdadero nombre es Karina, ¿se lo había dicho? Y en alguna parte tienen a un hijo que le arrebataron. Quizá lo recupere algún día, quizá no.

—No comprendo lo que esto…

—Telford y Summers van a pasar una temporada entre rejas —le interrumpió Rebus—. Y yo, por mi parte, si quisiera, no tendría el menor inconveniente en mandarle a usted también. ¿Qué me dice, doctor Colquhoun? Cómplice de proxenetismo, etcétera.

Rebus comenzaba a relajarse con su intervención pensando en que lo hacía por Jack.

El abogado quiso decir algo, pero se le anticipó Colquhoun.

—Fue un error.

—¿Un error? —repitió Rebus con sorna—. Supongo que es un modo de verlo —añadió inclinándose y apoyando los codos en la mesa—. Ha llegado el momento de hablar, doctor Colquhoun. Ya sabe lo que se dice a propósito de la confesión…

Brian Summers, alias «El Guapito», tenía un aspecto impecable.

Le acompañaba también un abogado, un hombre mayor con aspecto de enterrador y gesto de contrariedad porque les hacían esperar. Cuando por fin se sentaron a la mesa de la sala de interrogatorios y Hogan introdujo las cintas en la grabadora y el vídeo, el letrado inició una protesta que debía de tener preparada de antemano.

—Inspector, como representante de mi cliente me veo en la obligación de manifestar que este modo de actuar es inconcebible…

—¿Un modo de actuar inconcebible, dice? —replicó Rebus—. Pues eso no es nada, como dice la canción.

—Escuche, es evidente que…

Rebus, sin hacerle caso, dejó la carpeta de golpe sobre la mesa y la empujó hacia El Guapito.

El Guapito lucía para la ocasión traje marengo con camisa roja abierta. Venía sin las Ray-Ban y las llaves del Porsche pues le habían detenido en su piso del barrio elegante. Uno de los agentes hizo el siguiente comentario: «El tío estaba tan pancho escuchando a Patsy Cline en el aparato de alta fidelidad más grande que he visto en mi vida».

Rebus comenzó a silbar Crazy, atrayendo la atención de El Guapito, que le dirigió una sonrisa irónica, aunque continuó cruzado de brazos.

—Yo en tu caso lo leería —dijo Rebus.

—A punto —dijo Hogan, que acababa de conectar la grabadora.

Dio comienzo a los formalismos de fecha, hora, lugar y personas presentes y Rebus miró sonriendo al abogado. Tenía aspecto de ser caro. Como siempre, Telford no habría reparado en gastos.

—Brian —dijo Rebus—, ¿conoces la canción de Elton John Someone Saved My Life Tonight?[3]. Me la cantarás cuando hayas leído lo que hay en esa carpeta. Ahí la tienes. Sabes que es verdad y que no es ninguna treta por mi parte ni tienes que declarar nada. Pero por tu propio bien…

—No tengo nada que decir.

Rebus se encogió de hombros.

—Ábrela y echa un vistazo.

El Guapito miró al abogado, que parecía indeciso.

—Su cliente no va a culpabilizarse de nada por leerla —dijo Rebus—. Si quiere, puede hacerlo usted primero. Por mí no hay inconveniente, aunque… no creo que entienda gran cosa.

El abogado abrió la carpeta, que contenía unos doce folios.

—Pido disculpas de antemano por las faltas que haya —añadió Rebus—. Me apremiaba el tiempo cuando lo escribí a máquina.

El Guapito se limitó a mirar de reojo el informe y siguió atento a Rebus mientras el abogado hojeaba los folios.

—Comprenderá que estas alegaciones —dijo, finalmente, el letrado— no tienen ningún valor.

—Muy bien, si esa es su opinión. Yo no pido que el señor Summers admita o niegue nada. Ya le he dicho que, por lo que a mí respecta, puede guardar silencio, pero que eche un vistazo.

El Guapito sonrió y miró a su abogado, quien se encogió de hombros, dándole a entender que no había nada que temer. El Guapito volvió a mirar a Rebus y cogió la primera hoja para leerla.

—Para que quede constancia en la grabación —dijo Rebus—, el señor Summers procede en este momento a la lectura del borrador de un informe redactado por mí en el día de la fecha. —Hizo una pausa—. Es decir, en realidad, con fecha del sábado. Lo que está leyendo es una interpretación de hechos recientes sucedidos en Edimburgo y alrededores, acontecimientos relacionados con su empresario, Thomas Telford, un consorcio comercial japonés que, en mi opinión, es una tapadera de la Yakuza, y un caballero de Newcastle llamado Jake Tarawicz.

Hizo otra pausa. El abogado dijo: «De momento, de acuerdo». Rebus asintió con la cabeza y prosiguió:

—Mi versión de los acontecimientos es como sigue: Jake Tarawicz se asoció con Thomas Telford por el solo hecho de que ambicionaba algo que estaba en manos de este: un ingenioso dispositivo para introducir drogas en Gran Bretaña sin levantar sospechas. O pudiera ser que, una vez afianzada la asociación, Tarawicz pensase que podía apoderarse del territorio de Telford. Para lograrlo más fácilmente instrumentó una guerra entre Telford y Morris Gerald Cafferty, algo que no presentaba mucha dificultad puesto que Telford había invadido por la fuerza el territorio de Cafferty, inducido probablemente por el citado Tarawicz. Con objeto de que el enfrentamiento fuese en aumento planeó una agresión por mano de uno de sus hombres contra un traficante de droga a la salida de un club nocturno de Telford, consiguiendo que este se lo imputase a Cafferty. En Paisley llevó también a cabo con sus hombres una agresión contra dos de Telford y este, en represalia, prosiguió sus ataques en territorio de Cafferty.

Rebus carraspeó y dio un sorbo al té, ahora sin azúcar.

—¿Qué le parece, señor Summers? —El Guapito siguió leyendo sin contestar—. Yo apostaría a que los japoneses no pensaban realmente intervenir. En otras palabras, que ignoraban lo que sucedía. Telford era un mero acompañante intermediario en las gestiones que habían emprendido para adquirir un club de campo para descanso y asueto de los miembros de la Yakuza, e instrumento a la vez de blanqueo de dinero, por ser menos sospechoso que un casino o un local de características similares, máxime estando en marcha el proyecto de una fábrica de elementos electrónicos, buen pretexto para la infiltración en el país de hombres de la organización fingiéndose hombres de negocios japoneses.

»Creo que Tarawicz, al verlo, comenzó a preocuparse. Él no quería deshacerse de Tommy Telford dejando el terreno libre a otros competidores y decidió incorporarlos a su plan; hizo seguir a Matsumoto para matarle con una artimaña pensada para involucrarme como principal sospechoso. ¿Por qué? Por dos razones. Primero porque Tommy Telford me consideraba un peón de Cafferty y al implicarme quedaba implicado Cafferty. Segundo, para alejarme del caso, pues yo había ido a Newcastle, donde vi a uno de sus hombres, un tal William Colton, alias «Cangrejo», a quien conocía de tiempo atrás y de quien Tarawicz se había servido para agredir al traficante de drogas. No deseaba que yo atase cabos.

Rebus volvió a hacer una pausa.

—¿Qué tal voy, Brian?

El Guapito había concluido la lectura y volvió a cruzar los brazos mirando a Rebus.

—Falta ver las pruebas, inspector —dijo el abogado.

Rebus se encogió de hombros.

—No necesito pruebas. Envié una copia de ese mismo informe al señor Sakiji Shoda al Hotel Caledonian.

Rebus advirtió que los ojos de El Guapito se iluminaban.

—Y, en mi opinión, el señor Shoda va a cabrearse. Bueno, ya estaba cabreado y por eso vino a Edimburgo. A la vista del fallo de Telford quería ver si hacía algo bien, pero no creo yo que la chapuza de Maclean’s le haya causado muy buena impresión. Vino a averiguar por qué habían matado a uno de sus hombres y quién lo ordenó. En mi informe se explica que el responsable fue Tarawicz y si Shoda le da crédito irá a por él. De hecho, ayer por la tarde abandonó el hotel precipitadamente. Me pregunto si no volverá a su país pasando por Newcastle. Es igual. Lo que importa es que seguirá cabreado con Telford por haberlo permitido. Y entretanto Jake Tarawicz va a estar cavilando quién le vendió a Shoda. Los de la Yakuza no se andan con bromas, Brian. Vosotros sois una guardería infantil comparados con ellos —dijo Rebus arrellanándose en la silla—. Y para terminar —añadió—, creo que, aunque Tarawicz tiene su base en Newcastle, en Edimburgo no deben de faltarle ojos y oídos. De hecho, he podido comprobarlo, pues acabo de sostener una charla con el doctor Colquhoun. ¿Te acuerdas de él, Brian? Oíste hablar de Colquhoun por boca de Lintz. Y cuando Tarawicz hizo la oferta de mujeres del este europeo para la red de prostitución pensaste que Tommy Telford tendría necesidad de traducir algunas frases de idiomas eslavos, tarea de la que se encargó Colquhoun. Tú le contaste cosas de Tarawicz y de Bosnia. Pero dio la casualidad de que él es aquí el único que conoce esos idiomas y cuando detuvimos a Candice también nosotros recurrimos a Colquhoun, quien enseguida se percató de la situación, aunque sin imaginarse que tuviera nada que temer porque Candice no le conocía y sus respuestas eran poco claras, o eso dijo él. En cualquier caso, a vosotros os avisó, por lo que decidisteis enviar a Candice a Fife y luego raptarla y apartar a Colquhoun de la circulación hasta que pasara lo peor.

Rebus sonrió.

—Él te dijo lo de Fife, pero fue Tarawicz quien secuestró a Candice. Yo creo que Tommy Telford encontrará eso algo raro, ¿no crees? Así que, aquí estamos. Pero en el momento en que cruces esa puerta lo harás como un hombre marcado. Te la juegas con la Yakuza, con Cafferty, con tu propio jefe o con Tarawicz. No tienes amigos y no estarás seguro en ninguna parte. —Rebus hizo una pausa—. A menos que te echemos una mano. He hablado con el subdirector Watson y está de acuerdo en aplicarte la condición de testigo protegido, con nueva identidad y lo que quieras. Tendrás que purgar una leve sentencia para guardar las apariencias, pero dispondrás de celda propia aislado de otros presos. Y después, estarás a Salvo. Por nuestra parte es un gran compromiso y requerimos lo mismo por la tuya: que lo confieses todo. Los envíos de droga —añadió Rebus contando con los dedos—, la guerra contra Cafferty, la conexión con Newcastle, la Yakuza y la red de prostitución. —Volvió a hacer una pausa y apuró el té—. No es fácil, lo sé. Tu jefe tuvo un ascenso meteórico, Brian, y estuvo a punto de alcanzar el triunfo, pero ahora se acabó. Lo mejor que puedes hacer es lo que te proponemos o pasarte el resto de tus días esperando una bala o un machete…

El abogado comenzó a protestar pero Rebus alzó una mano.

—Necesitamos que lo cuentes todo, Brian. Incluido lo de Lintz.

—Lintz —dijo El Guapito con desdén—. Lintz no es nada.

—Entonces, ¿cuál es el problema?

La expresión de El Guapito era una mezcla de rabia, miedo y desconcierto. Rebus se levantó.

—Necesito beber algo. ¿Y ustedes, caballeros?

—Un café —dijo el abogado—, solo y sin azúcar.

El Guapito no se decidía pero acabó por decir:

—Una Coca-Cola.

En ese momento Rebus comprendió que podían llegar a un acuerdo. Dio fin al interrogatorio; Hogan desconectó la grabadora y el vídeo y salieron los dos del cuarto. Hogan le dio unas palmaditas en la espalda.

Watson venía por el pasillo hacia ellos. Rebus se adelantó para recibirle y sostener un aparte con él antes de que entrara.

—Creo que tenemos una posibilidad, señor —dijo—. Intentará regatear y darnos menos de lo que queremos, pero creo que hay una posibilidad.

Watson esbozó una amplia sonrisa al tiempo que Rebus se recostaba en la pared cerrando los ojos.

—Me siento más viejo que Matusalén.

—Habla la experiencia —comentó Hogan.

Rebus lanzó un gruñido y fueron los dos a buscar las bebidas.

—El señor Summers —dijo el abogado cuando Rebus le tendía la taza— desea explicarles la historia de su relación con Joseph Lintz. Pero antes queremos ciertas garantías.

—¿Y los otros temas que le señalé?

—Eso puede negociarse.

—¿No me crees? —dijo Rebus mirando a El Guapito.

—No —respondió él cogiendo la Coca-Cola y echando un trago.

—Muy bien —dijo Rebus alejándose hasta la pared—. En tal caso puedes irte. En cuanto termines la Coca-Cola —añadió mirando el reloj— sales de aquí, que esta noche los cuartos de interrogatorio están muy solicitados. Inspector Hogan, haga el favor etiquetar las cintas.

Hogan expulsó las dos cintas y Rebus se sentó a su lado para comentar asuntos de trabajo como si se hubiesen olvidado de El Guapito, mientras Hogan miraba en una lista quién hacía el próximo turno de interrogatorio.

Con el rabillo del ojo Rebus vio a El Guapito inclinarse hacia el abogado y hablar en voz baja con él. Se volvió hacia ellos.

—¿Pueden hablar afuera, por favor? Hay que dejar libre este cuarto.

El Guapito sabía que Rebus faroleaba… y que necesitaba su declaración, pero también se daba cuenta de que era verdad que había entregado el informe a Shoda, y no era tan tonto como para no sentir miedo. Sin moverse de la silla cogió del brazo a su abogado para que se quedase y escuchara. Finalmente, el abogado carraspeó.

—Inspector, el señor Summers está dispuesto a contestar a sus preguntas.

—¿A todas?

El abogado asintió.

—Pero insisto en que nos especifiquen algo más cuál es el trato que nos propone.

Rebus miró a Hogan.

—Vaya a buscar al subdirector.

Rebus salió del cuarto y aguardó en el pasillo; gorroneó un cigarrillo a un agente de uniforme que pasaba y apenas lo había encendido cuando vio llegar a Watson a toda prisa seguido de Hogan como unido a él por una cadena invisible.

—No fume, John; ya sabe.

—Sí, señor —dijo Rebus aplastando la punta—. Se lo sostenía al inspector Hogan.

Watson señaló hacia la puerta con la cabeza.

—¿Qué quieren?

—Hemos hablado de la posibilidad de no interponer acción judicial y un mínimo de una sentencia ligera y segura, con nueva identidad.

Watson reflexionó.

—No hemos podido sacarles nada a ninguno. No es que importe demasiado porque tenemos a los que cogimos en el atraco y la grabación de la conversación con Telford…

—Summers es un hombre de confianza de Telford que conoce la organización.

—¿Cómo es que se aviene a cantar?

—Porque está asustado y el miedo es superior a su lealtad. No digo que vayamos a obtener hasta el último detalle, pero probablemente sí lo suficiente para comenzar a presionar a los demás. Y una vez que se den cuenta de que alguien ha hablado todos querrán llegar a un acuerdo.

—¿Qué clase de abogado trae?

—Uno de los caros.

—En ese caso no existe posibilidad de enredarle.

—Mejor no podría expresarse, señor.

El subdirector giró sobre sus talones.

—De acuerdo, hagamos ese trato.

—¿Cuándo conoció a Joseph Lintz?

El Guapito había abandonado su postura de brazos cruzados y apoyaba ahora los codos en la mesa, sujetándose la cabeza con las manos. El pelo le caía sobre la frente y parecía aún más joven.

—Hará unos seis meses. Anteriormente habíamos hablado por teléfono.

—¿Era cliente?

—Sí.

—¿En qué medida?

El Guapito miró las cintas que giraban.

—¿Lo digo delante de todos los presentes?

—Eso es.

—Joseph Lintz era cliente del servicio de acompañamiento en el que yo trabajaba.

—Vamos, Brian, tú eras algo más que un lacayo. Eras el director, ¿no?

—Si usted lo dice…

—Brian, si quieres marcharte…

—De acuerdo —replicó echando fuego por los ojos—. Lo dirigía para mi empresario.

—¿El señor Lintz telefoneó para pedir compañía?

—Pidió que una de nuestras chicas fuese a su casa.

—¿Y?

—Y nada más. Se pasó media hora sentado frente a ella mirándola.

—¿Los dos sin desvestirse?

—Sí.

—¿Y nada más?

—Al principio, sí.

—Ah —Rebus hizo una pausa—. Debió de picarte la curiosidad.

El Guapito se encogió de hombros.

—De todo hay en la vida, ¿no?

—Supongo que sí. ¿Cómo evolucionó la relación comercial?

—Bueno, el que mira es siempre la carabina.

—¿Tú, no?

—Sí.

—¿No tenías nada mejor que hacer?

—Sentía curiosidad —contestó El Guapito encogiéndose otra vez de hombros.

—¿De qué?

—Era por ese barrio, la casa en Heriot Row.

—¿El señor Lintz tenía… clase?

—Para dar y tomar. Mire, yo he conocido peces gordos, ejecutivos importantes que querían un polvo en el hotel, pero Lintz era muy distinto.

—Él sólo quería mirar a las chicas.

—Eso es. En aquella casa enorme…

—¿Estuviste en ella? ¿No te quedabas en el coche?

—Alegué que era una regla de la empresa —replicó El Guapito con un sonrisa—. Por simple curiosidad.

—¿Hablaste con él?

—Sí; más adelante.

—¿Y os hicisteis amigos?

—En realidad no… Bueno, quizás. Él sabía de todo; era una eminencia.

—Y te impresionó.

El Guapito asintió. Sí, Rebus lo entendía. Su anterior modelo de referencia era Tommy Telford, pero El Guapito tenía sus aspiraciones y quería clase; deseaba que la gente le reconociera por su inteligencia y Rebus sabía el atractivo que encerraba la conversación de Lintz. ¿No iba a tenerlo aún más para El Guapito?

—¿Qué sucedió después?

El Guapito se rebulló en el asiento.

—Que cambiaron sus gustos.

—¿O que más bien comenzaron a salir a la superficie sus verdaderos gustos?

—Es lo que yo pensé.

—¿Qué pedía?

—Las chicas… y él con la cuerda… y el nudo corredizo —dijo El Guapito tragando saliva. Su abogado dejó de tomar notas para escuchar atentamente—. Obligaba a las chicas a ponérselo al cuello y a tumbarse como si estuvieran muertas.

—¿Vestidas o desnudas?

—Desnudas.

—¿Y?

—Y él… se corría sentado en el sillón. Había chicas que no querían ir allí porque él les pedía que fingiesen y que gesticulasen con los ojos desorbitados y la lengua fuera, retorciendo el cuello…

El Guapito se pasó la mano por el pelo.

—¿Hablasteis alguna vez de ello?

—¿Con él? No, nunca.

—¿De qué hablabais, entonces?

—De todo —respondió El Guapito mirando al techo y riendo—. Una vez me dijo que creía en Dios, pero que lo malo es que no estaba seguro de que Dios creyera en él. Entonces me pareció una frase genial… Siempre me hacía cavilar con las cosas que decía. Y, sin embargo, era un tipo que se masturbaba sobre cuerpos de mujeres desnudas con una soga al cuello.

—Toda esa atención personal que le dabais —dijo Rebus— era para saber bien quién era, ¿no?

El Guapito bajó la vista y asintió con la cabeza.

—Habla para la grabadora, por favor.

—Tommy siempre quería saber si había posibilidad de chantaje a los clientes.

—¿Y…?

El Guapito se encogió de hombros.

—Descubrimos el asunto del nazismo pero comprendimos que no podíamos hacerle más daño del que ya le causaba el escándalo. Tenía gracia: nosotros viendo si podíamos sacar algo con la amenaza de revelar una perversión y los periódicos publicando que era un genocida —dijo riendo otra vez.

—¿Y desististeis?

—Sí.

—Pero él os pagó cinco de los grandes —añadió Rebus.

El Guapito se pasó la lengua por los labios.

—Es que intentó matarse. Él mismo me contó que ató la cuerda a la barandilla de la escalera y saltó, pero no dio resultado porque cedió la madera.

Rebus recordó el pasamanos desprendido de casa de Lintz y al anciano con un pañuelo al cuello y voz ronca diciéndole que tenía faringitis.

—¿Te contó a ti eso?

—Un día llamó a la oficina y dijo que teníamos que vernos. Era raro porque siempre me llamaba al móvil desde cabinas. «Es cauto el cabrón», pensaba yo. Y de pronto llama al despacho desde su propia casa.

—¿Dónde te citó?

—En un restaurante. Me invitó a comer. —La mujer joven…—. Me contó que había intentado suicidarse y que le había fallado; no cesaba de repetir que había comprobado que era «un cobarde moral», no sé qué querría decir.

—¿Y qué es lo que quería de ti?

—Necesitaba alguien que le echara una mano —dijo El Guapito mirando a Rebus.

—¿Tú?

El Guapito se encogió de hombros.

—¿Y convinisteis ese precio?

—No regateó. Dijo que lo haríamos en el cementerio de Warriston.

—¿Tú no le preguntaste por qué?

—Yo sabía que aquel lugar le gustaba. Quedamos muy temprano en su casa y fuimos en su coche. Para él era como un día cualquiera, salvo que no hacía más que darme las gracias por mi entereza.

—Continúa —dijo Rebus.

—Pues no hay mucho más que contar. Se pasó el nudo corredizo por el cuello y me dijo que tirase de la cuerda. Yo intenté disuadirle pero el cabrón estaba decidido. ¿Verdad que no es asesinato? La eutanasia es legal en muchos países.

—¿Por qué tenía un golpe en la cabeza?

—Porque pesaba más de lo que yo creí y al primer tirón se me fue la cuerda de las manos y cayó al suelo.

Bobby Hogan carraspeó.

—Brian, ¿dijo algo… antes de morir?

—¿Unas palabras para la posteridad? —El Guapito negó con la cabeza—. Lo único que dijo fue «gracias». Pobre hombre. Ah, dejó todo esto por escrito.

—¿Cómo?

—Lo de mi ayuda. Era como una garantía en caso de que llegara a establecerse algún tipo de relación entre nosotros dos. En la carta dice que él mismo me suplicó que le ayudara pagándome por ello.

—¿Dónde está esa carta?

—En una caja fuerte. Puedo dársela.

Rebus asintió con la cabeza y estiró la espalda.

—¿Hablasteis alguna vez de Villefranche?

—No mucho; más que nada del acoso de la prensa y de la tele y de que sus amistades le rehuían…

—¿Pero de la matanza en sí, no?

El Guapito negó con la cabeza.

—¿Sabe qué? Aunque me lo hubiera contado no se lo diría.

Rebus dio unos golpecitos en la mesa con el bolígrafo. Sabía que aquello ponía fin definitivamente al caso Lintz. Se había aclarado la muerte del anciano y les constaba que había llegado al país a través de la Ruta de Ratas, pero jamás sabrían si era o no Josef Linzstek. Las pruebas eran abrumadoras, pero también lo era la evidencia de que Lintz había sido acorralado hasta la muerte. Cuando surgieron las acusaciones fue cuando comenzó a poner la soga al cuello de las prostitutas.

Hogan cruzó una mirada con Rebus y se encogió de hombros como diciendo: ¿qué más da? Rebus asintió con la cabeza. Parte de su ser deseaba hacer una pausa, pero ahora que El Guapito estaba cantando era importante mantener la presión.

—Gracias, señor Summers. Volveremos al señor Lintz si hicieran falta más preguntas. Háblenos ahora de la relación entre Tommy Telford y Jake Tarawicz.

El Guapito se rebulló en la silla para acomodarse.

—Eso será largo —dijo.

—Tómese el tiempo que quiera —dijo Rebus.