Los miembros de la banda fueron conducidos a dos comisarías, Torphichen y Fettes, y a Telford, con algunos de sus «lugartenientes», lo llevaron a St. Leonard, con el consiguiente engorro de organización. Claverhouse no paraba de tomar Pro-Plus con café cargado, deseando, por una parte, hacer las cosas bien y consciente, por otra, de que era responsable del baño de sangre en Maclean’s. Un agente muerto y seis con contusiones o heridos, uno de ellos grave. Un gángster muerto y otro herido, no con la gravedad merecida en opinión de algunos.
En la captura de los fugitivos se había producido un tiroteo pero sin muertos ni heridos. Todos los detenidos se negaban a declarar.
Rebus estaba sentado en un cuarto de interrogatorios vacío de St. Leonard apesadumbrado y con la cabeza entre las manos. Llevaba allí un buen rato pensando en la muerte que se presenta cuando menos se espera y que acababa de cobrarse una vida poniendo fin a una amistad insustituible.
No había llorado ni esperaba hacerlo, pero sentía una especie de atontamiento como si le hubiesen inyectado novocaína. Sentía como si el mundo fuese más despacio, como si su mecanismo perdiera velocidad, y hasta pensó si el sol tendría fuerza para salir.
«Y yo le metí en ello».
No era la primera vez que se regodeaba en sentimientos masoquistas de culpabilidad, pero esta vez era exagerado. La situación le abrumaba espantosamente. Jack Morton, un policía con una buena carrera en Falkirk…, muerto en Edimburgo porque un colega le había pedido un favor. Jack Morton, que había vuelto a la vida dejando el tabaco y la bebida, recuperando la salud, comiendo como es debido, cuidándose…, yacía ahora yerto en el depósito de cadáveres.
«Y yo le metí en ello».
Se puso en pie de un salto y estrelló la silla contra la pared. Entró Gill Templer.
—¿Te encuentras bien, John?
—Bien —respondió limpiándose la boca con el dorso de la mano.
—Si quieres echar una cabezada, mi despacho está libre.
—No, no es nada. Es que… —dijo mirando en derredor—. ¿Hace falta este cuarto?
Ella asintió con la cabeza.
—Muy bien. De acuerdo. —Recogió la silla—. ¿A quién vais a interrogar?
—A Brian Summers —dijo ella.
El Guapito. Rebus enderezó la espalda.
—Puedo hacerle hablar.
Templer le dirigió una mirada escéptica.
—De verdad, Gill —dijo sin poder contener el temblor de las manos—. Él no se imagina lo que yo sé.
—¿El qué? —replicó ella cruzando los brazos.
—Sólo necesito… —añadió consultando el reloj— una hora o dos como máximo. Que venga Bobby Hogan y que traigan a Colquhoun inmediatamente.
—¿Quién es Colquhoun?
Rebus buscó la tarjeta de visita y se la tendió.
—Inmediatamente —repitió, ajustándose la corbata y alisándose el pelo para estar presentable.
—John, no sé si estás como para…
Él la señaló con el dedo.
—No supongas nada, Gill. Si digo que puedo hacerle cantar, es porque es cierto.
—Ninguno de ellos ha abierto la boca.
—Con Summers será otra cosa, créeme —replicó mirándola.
Ella sostuvo la mirada y finalmente asintió.
—Lo retendré hasta que llegue Hogan.
—Gracias, Gill.
—Una cosa, John.
—Dime.
—Lamento profundamente lo de Jack Morton. Yo no lo conocía pero he oído lo que comentan los demás de él.
Rebus asintió con la cabeza.
—Aseguran que él habría sido el último en hacerte un reproche.
—El último de la fila —comentó Rebus sonriendo.
—Sí, una fila en la que sólo hay uno, que eres tú, John —replicó ella con voz queda.
Rebus llamó a la recepción del Hotel Caledonian y le dijeron que Sakiji Shoda se había marchado inesperadamente unas dos horas después de dejarle él aquella carpeta verde que le había costado media libra en una papelería de Reaburn Place. En realidad había comprado tres por una libra sesenta y cinco, y tenía las otras dos; una de ellas con copia del informe.
Bobby Hogan venía de camino; como vivía en Portobello tardaría media hora. Bill Pryde se acercó a la mesa de Rebus para darle el pésame por la muerte de Jack Morton porque sabía la amistad que les unía.
—No te acerques demasiado a mí, Bill —dijo él—, que mis íntimos suelen acabar mal.
Le avisaron del mostrador que tenía una visita. Bajó y era Patience Aitken.
—¿Tú aquí, Patience?
Parecía que se hubiera vestido a oscuras.
—Acabo de enterarme —dijo—. No podía dormir, puse la radio y al oír que en la operación policial había habido muertos… Como tú no estabas en casa…
Él la abrazó.
—Estoy bien —susurró—. Habría debido llamarte.
—No, no, es que yo… —balbució ella mirándole—. Tú vienes de allí, se te nota en la cara. —Rebus asintió con la cabeza—. ¿Qué ha sucedido?
—Que ha muerto un amigo mío.
—Oh, Dios, John —exclamó ella abrazándole.
Conservaba la tibieza de la cama, le olía el pelo a champú y el cuello a perfume. «Mis íntimos»…, pensó y la apartó suavemente dándole un beso en la mejilla.
—Vete a dormir —le dijo.
—¿Vendrás a desayunar?
—Lo único que quiero es volver a casa y descansar.
—Puedes dormir en la mía. Es domingo y nos levantamos tarde.
—No sé a qué hora acabaré aquí.
—No te reconcomas, John —dijo ella mirándole a los ojos—. No te lo quedes dentro.
—De acuerdo, doctor —dijo él volviendo a besarla en la mejilla—. Anda, lárgate.
Forzó una sonrisa y un guiño, que le parecieron una claudicación, y se quedó en la puerta viéndola alejarse. Muchas veces había pensado en dejar a su esposa y largarse, en momentos en que las responsabilidades y la mierda del trabajo, las presiones y aquel deseo acuciante le hacían soñar con la huida.
Y volvía a sentir la tentación de tomar el portante y largarse a donde fuera, a otro lugar en donde hacer algo distinto. Pero eso también sería claudicar pues le quedarían cuentas pendientes y motivos para saldarlas. Sabía que en alguna dependencia de la comisaría estaba Telford, a solas probablemente con Charles Groal. ¿Qué estrategia adoptaría la banda? ¿En qué momento convendría confrontar a Telford con la grabación? ¿Qué fase del interrogatorio sería la mejor para decirle que el vigilante de seguridad era un infiltrado de la policía y que había muerto?
Abrigaba esperanzas de poder acabar con Telford y meterle entre rejas.
De todos modos, no podía dejar de preguntarse —y no era la primera vez— si valía la pena. Había policías que se lo tomaban como un juego, otros como una cruzada, y algunos para quienes no era más que una manera de ganarse el pan. Se planteó por qué había recurrido a Jack Morton y comprendió que era por su deseo de que participase un amigo suyo en la operación, alguien que fuese como un vínculo propio; también porque pensaba que Jack estaba aburrido y le gustaría el reto; y porque el montaje requería que lo hiciera un policía no conocido en Edimburgo. Motivos no faltaban. Claverhouse le había preguntado si Morton tenía familia o alguien a quien dar la noticia; Rebus le dijo que estaba divorciado y tenía cuatro hijos.
¿Era culpa de Claverhouse? Era muy fácil hacerse el listo a toro pasado, cuando él sabía que Claverhouse tenía fama precisamente por procurar atarlo todo bien antes de pasar a la acción. Pero en esta ocasión había fracasado… y cómo.
La calzada helada. Habrían tenido que haber cerrado el portón porque a un camión tan potente le había sido fácil romper la barrera de coches.
Disponer tiradores en el edificio: en el patio interior era una buena medida, pero no habían sabido neutralizar allí al camión ni reaccionar al verlo hacer marcha atrás.
Y lo único que se había conseguido con situar agentes armados detrás del camión de marras fue un fuego cruzado.
Claverhouse les debía haber ordenado parar el motor, o mejor aún, haber previsto hablar por el megáfono sólo después de que estuviese apagado.
Jack Morton habría debido permanecer agachado.
Y él habría debido gritar diciéndoselo.
Pero un grito habría llamado la atención de los pistoleros hacia él. Cobardía. ¿Era eso lo que sentía en el fondo? Igual que en aquel bar de Belfast, cuando no dijo nada por temor a que el «Máquina», furioso, le asestara un culatazo. Quizás era por eso; no, no quizás: era por eso por lo que Lintz le obsesionaba, porque si se ponía a pensarlo, de haber sido él quien hubiera estado en Villefranche… abrumado por la derrota, rotos ya los sueños de victoria… Si hubiera estado a las órdenes de alguien como un simple mercenario… predispuesto por el racismo y la muerte de sus camaradas… ¿quién podía decir lo que habría hecho?
—John, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
Era Bobby Hogan tocándole la cara y quitándole la carpeta de las manos heladas.
—Estás como un carámbano. Anda, vamos adentro.
—Estoy bien —musitó Rebus.
Y así debía de ser, pues ¿cómo explicar, si no, aquel sudor en la espalda y en la frente? ¿Cómo se explicaba que únicamente había empezado a tiritar una vez dentro con Bobby?
Hogan le hizo tomar dos tazas de té caliente con azúcar. En la comisaría no salían de su sorpresa y todo eran comentarios, rumores, hipótesis. Rebus explicó a Hogan lo que había pasado.
—Si nadie confiesa tendrán que soltar a Telford.
—¿Y la grabación?
—Si saben jugar sus cartas aguardarán para desvelarlo.
—¿Quién está con él?
Rebus se encogió de hombros.
—Estaba Watson en persona con Bill Pryde, pero después he visto a Bill, así que se habrán tomado un descanso o habrán cambiado de interrogadores.
—Qué asunto de mierda —comentó Hogan meneando la cabeza.
—No puedo con el azúcar —dijo Rebus mirando el té.
—Si te has tomado la primera taza sin rechistar…
—¿Ah, sí? —replicó él dando un sorbo y haciendo una mueca.
—¿Pero qué coño hacías ahí afuera?
—Tomando el aire.
—Cogiendo una pulmonía mortal, más bien —comentó Hogan alisándose un mechón de cabello rebelde—. Me ha venido a visitar ese Harris.
—¿Y qué has decidido?
Hogan se encogió de hombros.
—Ceder, supongo.
Rebus le miró.
—No tienes por qué.