Eran las dos de la mañana.
Había hielo en el parabrisas de los coches, pero no podían quitarlo para no llamar la atención de los otros coches aparcados. Cuatro coches patrulla de refuerzo estaban fuera de la vista en el aparcamiento de un almacén de materiales de construcción a la vuelta de la esquina. Habían dejado las farolas sin bombillas y la zona estaba prácticamente a oscuras; una oscuridad en la que se destacaba Maclean’s como un árbol de Navidad con sus luces de seguridad y las ventanas iluminadas, como todas las noches.
Los agentes de los coches camuflados aguantaban sin calefacción porque el calor habría derretido el hielo y el humo de los tubos de escape les habría delatado.
—No es la primera vez —comentó Siobhan Clarke.
Pero para Rebus era como si hubiese pasado una eternidad desde las noches de vigilancia en Flint Street. Clarke estaba al volante y él en el asiento trasero. Eran dos en cada coche para agazaparse mejor si se acercaba alguien a curiosear; pero no lo esperaban dada la falta de preparación del golpe debido a la prisa que tenía Telford por llevar adelante sus planes. Sakiji Shoda seguía en Edimburgo pero por una discreta información del hotel sabían que se marchaba el lunes por la mañana. Rebus estaba casi seguro de que Tarawicz y sus hombres se habían ido ya.
—Debes de estar bien calentita —dijo Rebus refiriéndose a la chaqueta acolchada de esquí que llevaba ella.
Siobhan sacó una mano del bolsillo y le enseñó un objeto parecido a un encendedor. Rebus lo cogió y comprobó que estaba caliente.
—¿Qué diablos es esto?
Clarke sonrió.
—Un calentador de manos que compré por catálogo.
—¿Cómo funciona?
—Con una pila de doce horas de duración.
—Total, que tienes una mano caliente.
Ella sacó la otra y le mostró un adminículo idéntico.
—Compré dos —dijo.
—Podrías haberlo dicho —replicó Rebus cerrando el puño sobre el calentador y metiéndose la mano en el bolsillo.
—Eso no vale.
—Privilegios de la veteranía.
—Unos faros —advirtió ella.
Se agacharon y volvieron a incorporarse cuando el coche se hubo alejado.
Falsa alarma.
Rebus consultó el reloj. A Jack Morton le habían dicho que estaba prevista la llegada del camión entre la una y media y las dos y cuarto. Rebus y Clarke llevaban al acecho en el coche desde las doce y los pobres tiradores del tejado se habían apostado a la una. «Ojalá tengan sus buenos calentadores de mano», pensó Rebus. Aún estaba sobrecogido por su aventura de la tarde y le irritaba deberle a Abernethy el inmenso favor de haberle salvado la vida. Sabía que podía pagárselo, si Hogan accedía, echando tierra al caso Lintz, pero no le gustaba la idea, en fin… Se consolaba con la excelente noticia de que Candice se había librado de Tarawicz.
La radio del coche estaba muda desde medianoche. Claverhouse había dicho: «El primero que hable seré yo, ¿entendido? Si hay alguien que use antes la radio se la juega. Y no pienso abrir la boca hasta que el camión esté dentro del recinto. ¿Queda claro? Podrían tener interceptada nuestra longitud de onda y hay que tener mucho cuidado. Hay que hacerlo bien —y apartó al decir esto la vista de Rebus—. Suerte a todos, pero cuanto menos confiemos en la suerte mejor. Dentro de unas horas, con arreglo al plan, habremos acabado con la banda de Tommy Telford. Piensen que seremos héroes», apostilló emocionado.
Rebus no acababa de sentir tanta emoción. Aquel asunto le había hecho ver la elemental verdad de que la sociedad lleva aparejada la existencia de delincuencia. No hay vientre sin bajo vientre.
Reconocía que él se contentaba con poco: un piso, libros, música y un coche destartalado; sabía que había reducido su vida a pura apariencia y que había fracasado rotundamente en las cosas importantes: el amor, las amistades, la vida familiar. Se le reprochaba ser un esclavo del trabajo, cosa que no era cierto. Se contentaba con aquel trabajo porque simplemente le daba la oportunidad sin gran compromiso de tratar a diario con desconocidos, gente que no significaba nada para él y en cuyas vidas podía entrar y salir con suma facilidad. Vivía las vidas de otros o parte de ellas como quien experimenta algo pasajero que dista mucho de ser tan comprometido como la vida real.
Sammy le había hecho ver el fondo de la verdad de su fracaso no como padre, sino como ser humano; que su trabajo como policía le libraba de la alienación, pero no dejaba de ser un mero paliativo a la clase de vida que habría podido tener, la vida que llevaban los demás. Aquella entrega obsesiva en los casos que investigaba apenas se diferenciaba de la obsesión de quienes coleccionan billetes de tren, cromos o discos de rock. Obsesionarse era fácil —sobre todo para los hombres— por ser un medio cómodo para obtener dominio sobre algo, pero un dominio prácticamente superfluo. ¿Qué importancia había en poder recitar de carrerilla todos los discos de los Rolling Stones de los años sesenta? No importaba un pimiento. ¿Qué importancia tenía acabar con Tommy Telford? Le sustituiría Tarawicz y si no era este, lo haría Big Ger Cafferty u otro cualquiera. Era una enfermedad endémica incurable.
—¿En qué piensas? —preguntó Clarke, cambiando de mano el calentador.
—En el próximo cigarrillo.
«Al que más cuesta renunciar», según palabras de Patience.
Oyeron el camión cuando aún no estaba a la vista por el brusco cambio de marcha. Se aplastaron en el asiento y no volvieron a incorporarse hasta que paró delante de Maclean’s con un resoplido de los frenos neumáticos. Un vigilante con el registro de entradas salió a hablar con el conductor.
—Le sienta bien ese uniforme a Jack —comentó Rebus.
—El hábito hace al hombre.
—¿Crees que tu jefe lo tiene a punto?
Se refería al plan de Claverhouse: cuando el camión estuviera dentro anunciaría por el megáfono que había tiradores apostados, conminando al conductor a bajar sin ofrecer resistencia y a los otros a permanecer dentro de él hasta que les ordenasen ir saliendo uno a uno arrojando las armas.
Eso o esperar a que bajaran todos. La ventaja del segundo plan era que sabrían a cuántos se enfrentaban, y la del primero, que la mayor parte de la banda quedaría empaquetada dentro del camión y resultaría más fácil reducirlos.
Claverhouse había optado por el primer plan.
En cuanto el camión parase el motor dentro de la fábrica entrarían en acción los coches patrulla y los camuflados para bloquear la salida y permanecer a la expectativa mientras actuaban Claverhouse, desde una ventana del primer piso con el megáfono, y los tiradores distribuidos por el tejado y las ventanas de la planta baja. «Negociación impuesta», según palabras de Claverhouse.
—Ya les abre Jack el portón —dijo Rebus atisbando por la ventanilla.
Rugió el motor y el camión arrancó con un respingo.
—Ese chófer está un poco nervioso —comentó Clarke.
—O no tiene práctica en conducir camiones pesados.
—Ya están dentro.
Rebus miró la radio con deseo de que rompiera a hablar. Clarke había movido la llave de contacto hasta cerca de la posición de encendido y Jack Morton, que atendía a la maniobra de entrada del camión, dirigió una mirada hacia una fila de coches aparcados enfrente.
—Ya falta poco…
Las luces de los frenos del camión se iluminaron para volver a apagarse y se oyeron los frenos neumáticos.
De la radio brotó un: «¡Ahora!».
Clarke encendió el motor y aceleró al tiempo que otros cinco coches hacían lo propio. El aire de la noche se saturó de pronto del humo de los tubos de escape y con un estruendo semejante al de la salida de una carrera de deportivos. Rebus bajó el cristal de la ventanilla para oír mejor la propuesta de Claverhouse por el megáfono al tiempo que el coche de Clarke llegaba el primero ante el portón de la fábrica y ellos dos se bajaban de un salto y se parapetaban detrás.
—El camión no ha parado el motor —susurró Rebus.
—¿Qué?
—¡Que el camión sigue con el motor en marcha!
Se oyó la voz de Claverhouse parecida a un gorjeo, en parte por los nervios y en parte por deficiencias del megáfono: «Fuerzas de policía armadas. Abran la puerta del vehículo y vayan saliendo de uno en uno con los brazos en alto. Repito: fuerzas de policía armadas. Tiren las armas antes de salir. Repito: tiren las armas».
—¡Anda, hombre —profirió Rebus—, di que apaguen el puto motor!
Claverhouse: «La salida está bloqueada, no tienen escapatoria y no queremos disparar».
—Diles que tiren la llave de contacto —farfulló Rebus lanzándose dentro del coche a coger el micrófono—. ¡Claverhouse, diles que tiren la puta llave!
Con el parabrisas escarchado no veía nada, pero oyó que Clarke gritaba:
—¡Sal de ahí!
Vio las luces blancas del camión que daba marcha atrás hacia la salida con el motor rugiente a toda potencia patinando entre bandazos.
Sonó una explosión que hizo saltar por los aires ladrillos de la fachada de la fábrica. Rebus soltó el micrófono pero se le enganchó el brazo en el cinturón de seguridad y cuando por fin logró saltar al suelo oyó gritar a Clarke.
Un segundo después, el camión chocaba con el coche produciendo un estruendo de hierros retorcidos y vidrios rotos y, por el efecto dominó, el coche de Clarke embestía al de detrás y la calle se convertía en una pista de patinaje en donde los coches policiales chocaban en cadena.
Claverhouse volvió a hablar por el megáfono medio sofocado por la polvareda:
—¡No disparen! ¡No disparen! ¡Hay agentes cerca!
Vaya, ahora sólo faltaría que los tirotearan los suyos. De los coches salían a gatas hombres y mujeres resbalando y tambaleándose, algunos arma en mano pero sin saber qué hacer. Las puertas traseras del camión, abolladas por el choque, se abrieron y siete u ocho hombres saltaron y emprendieron la huida. Otros dos, pistola en mano, hicieron tres o cuatro disparos.
Tiros, carreras, gritos por el megáfono. Un balazo destrozó el cristal de la garita de control de la entrada. Rebus no veía a Jack Morton… ni a Siobhan desde el trozo de césped en que estaba tirado cubriéndose la cabeza con las manos en la clásica e inútil postura de protección-defensa. Unos reflectores iluminaron la zona y uno de los pistoleros apuntó hacia ellos: era Declan, el de la tienda. Otros miembros de la banda corrían calle abajo escopeta en mano. Rebus reconoció a un par de ellos: Ally Cornwell y Deek McGrain. Las luces seguían apagadas, naturalmente, y eso les facilitaba la huida. ¿Por qué no llegaban los coches del almacén de materiales de construcción?
En ese preciso momento doblaron la esquina con toda la luminaria y haciendo sonar las sirenas. En los pisos se encendieron luces y vieron vecinos desempañando el vaho de las ventanas. Rebus tenía delante de la nariz unas briznas de hierba cubiertas de artística escarcha, vio que su respiración la derretía rápidamente, pero a él se le helaba la frente. Ahora salían corriendo los tiradores de la fábrica iluminada como un blanco perfecto.
Vio a Siobhan Clarke a cubierto tumbada detrás de un coche. Bien.
A su lado había otra policía agachada herida en una rodilla; Siobahn se la tocó y retiró la mano llena de sangre.
Pero seguía sin localizar a Jack Morton.
Los pistoleros respondían al fuego con descargas que destrozaban los parabrisas. Dieron orden de evacuar el primer coche y cuatro de la banda subieron a él.
Desalojaron el segundo coche y lo ocuparon otros tres gángsteres. No tenían parabrisas pero funcionaban y se alejaron en ellos dando gritos de contento y enarbolando sus armas. Los dos pistoleros restantes seguían allí mirando a un lado y otro atentos a la situación. ¿Pensarían hacer frente a los tiradores? Tal vez. Tal vez quisieran medir sus fuerzas. Hasta aquel momento la suerte no les había sido muy adversa. Claverhouse: «Cuanto menos intervenga la suerte, mejor».
Rebus se puso de rodillas y luego se incorporó sin ponerse en pie del todo. Se sentía moderadamente seguro. Al fin y al cabo, también él había tenido suerte. Habían escapado siete hombres en dos coches de policía y quedaban dos. ¿Dónde estaba el décimo?
—¿Te encuentras bien, Siobhan? —preguntó en voz baja sin quitar ojo de los pistoleros.
—Estoy bien —respondió Clarke—. ¿Y tú?
—Bien.
Rebus se alejó hacia la cabina del camión. Vio al conductor inconsciente doblado sobre el volante y sangrando por la herida resultante de la colisión. En el otro asiento había un tubo parecido a un lanzagranadas que al dispararse había abierto aquel enorme boquete en la fachada. Registró al conductor: no llevaba armas, le tomó el pulso y comprobó que era normal. Le miró la cara y reconoció a uno de los asiduos al salón de recreativos, un muchacho de unos diecinueve o veinte años. Sacó las esposas, le dejó sujeto al volante y tiró el lanzagranadas al asfalto.
Luego, se dirigió al portón, donde encontró tumbado boca abajo a Jack Morton sin gorra y cubierto de trozos de vidrio. Una bala le había atravesado el bolsillo derecho de la pechera del uniforme y su pulso era débil.
—¡Dios, Jack…!
En la cabina había un teléfono, marcó el 999 y pidió una ambulancia.
—¡Fuerzas de policía en la factoría Maclean’s de Slateford Road! —dijo sin apartar la vista de su amigo.
—¿En qué número de Slateford Road?
—En cuanto enfilen la calle no tiene pérdida.
Rodeaban la cabina cinco tiradores con uniforme negro apuntándole, pero viendo que no soltaba el teléfono y que les decía que no con la cabeza continuaron al ver que afuera los dos pistoleros se disponían a escapar en un coche patrulla. Les dieron el alto, pero ellos respondieron con una descarga y Rebus volvió a agazaparse. Los tiradores respondieron al fuego y durante un momento hubo un ruido ensordecedor.
—¡Los tenemos! —oyó gritar en la calle al mismo tiempo que oía el gemido de uno de los gángsteres herido. Miró hacia el lugar y vio en el suelo al otro, inmóvil.
—¡Tire el arma y dese la vuelta con las manos a la espalda! —gritaron los tiradores al herido.
—¡Tengo un balazo!
«El cabrón sólo está herido, rematadle», pensó Rebus.
Jack Morton no recobraba el conocimiento. Rebus sabía que no había que moverlo; lo único que podía hacer era contener la hemorragia. Se quitó la chaqueta, la dobló y la apretó contra el pecho de su amigo. Sería doloroso, pero Jack no sentiría nada. Sacó el calentador de manos del bolsillo y lo puso en la mano derecha de su amigo cerrándosela.
—¡No te vayas, colega! ¡Aguanta!
Siobhan Clarke llegó al portón con lágrimas en los ojos y Rebus, sin mirarla, fue donde estaban los tiradores esposando al herido. Vio a distancia prudencial a un grupo de curiosos mientras se acercaba al muerto para arrancarle el arma de la mano y cuando daba la vuelta al coche oyó que uno de los mirones decía: «¡Lleva una pistola!».
Se arrodilló junto al que estaba herido y le puso el cañón en la nuca. Era Declan, el de la tienda, bañado en sudor y con la respiración entrecortada, mordiendo el asfalto.
—John…
Era Claverhouse. Ya no hacía falta el megáfono y estaba allí, detrás de él.
—¿Vas a comportarte igual que ellos?
Igual que ellos… Como el «Máquina», como Telford y Cafferty, como Tarawicz. No era la primera vez que traspasaba la raya. Apretaba con el pie el cuello de Declan y el cañón del arma estaba tan caliente que le chamuscaba el pelo de la nuca.
—No… por favor… Por Dios, no… no…
—¡Calla! —exclamó Rebus en el momento en que sintió la mano de Claverhouse sobre la suya echando el seguro al arma.
—Aquí el responsable soy yo, John. La he cagado; pero no hagas tú lo mismo.
—Jack…
—Lo sé.
—Han logrado huir —dijo Rebus con la visión borrosa.
—Están interceptadas las calles —replicó Claverhouse negando con la cabeza— y van tras ellos.
—¿Y Telford?
Claverhouse miró su reloj.
—En este momento estará Ormie deteniéndole.
—¡Húndele! —exclamó Rebus agarrándole de las solapas.
Se oyeron sirenas cada vez más próximas. Rebus gritó a los que estaban en los coches que los apartaran para dejar paso a la ambulancia y echó a correr hacia la puerta de la fábrica donde Siobhan Clarke hecha un mar de lágrimas seguía arrodillada junto a Morton acariciándole la frente. Alzó la mirada hacia Rebus y meneó la cabeza de un lado a otro.
—Ha muerto —dijo.
—¡No!
Repitió mil veces ¡no! a sabiendas de que se engañaba a sí mismo.