33

La delación no llegó hasta el sábado a mediodía. Rebus estaba en lo cierto.

Claverhouse fue el primero en felicitarle, cosa que sorprendió a Rebus por lo atareado que estaba y porque no dejó traslucir nada cuando le pasaron la llamada. Las paredes de la sala de la Brigada Criminal se llenaron de planos de la factoría de drogas con los respectivos turnos de personal y marcadores de colores fijando la posición de los vigilantes de seguridad del turno de noche, que quedaría reforzado con fuerzas de la policía de Lothian y Borders: veinte agentes en el interior de la fábrica, con tiradores de élite situados en tejados y ventanas clave, y doce agentes fuera en vehículos camuflados. Era la operación cumbre en la carrera de Claverhouse y se esperaba mucho de él, que no cesaba de repetir «Hay que hacerlo bien», y añadía: «sin confiar en la suerte». Dos frases que había adoptado como si se tratara de un mantra.

Rebus escuchó la grabación de la voz que dio el chivatazo: «Estén esta noche en la fábrica Maclean’s de Slateford. A las dos de la madrugada irán a atracarla diez hombres en un camión con herramientas. Si son listos pueden capturarlos a todos».

Era acento escocés pero parecía una llamada interurbana. Rebus sonrió, miró las bobinas girando y dijo en voz alta: «Hola, Cangrejo».

Era curioso que no mencionasen a Telford en absoluto. Sus hombres no se habían ido de la lengua. Era Tarawicz quien le delataba ignorando que la policía ya tenía pruebas grabadas del plan de Telford. Eso significaba que el ruso quería verle entre… No, no era eso. Fracasado el atraco y con diez de sus mejores hombres detenidos, Tarawicz no necesitaba que Telford estuviera entre rejas. Quería que siguiera en libertad y con la preocupación de la Yakuza pisándole los talones y en situación perentoria que le permitiera a él ocupar su puesto en cualquier momento y acapararlo todo. Sin necesidad de derramar sangre: sería una simple oferta de negocios.

—Hay que hacerlo…

—Bien —añadió Rebus—. Ya lo sabemos, Claverhouse, ¿vale?

Claverhouse perdió los estribos.

—¡Recuerda que tú estás aquí porque yo lo tolero! ¡Que quede claro desde un principio! Una orden mía y estás fuera de este juego, ¿entendido?

Rebus se limitó a mirarle. Le corría el sudor por las sienes. Ormiston alzó la vista de la mesa y Siobhan Clarke, que estaba explicando algo a otro policía junto a un plano de la pared, se quedó callada.

—Prometo ser buen chico —dijo Rebus—, si tú prometes dejar ese disco rayado.

Claverhouse comenzó a apretar las mandíbulas pero al final esbozó una especie de sonrisa exculpatoria.

—Bien, continuemos.

No es que tuvieran mucho que hacer. Jack Morton estaba en el segundo turno y no entraba hasta las tres. Era a partir de esa hora cuando establecerían la vigilancia en la fábrica por si se producían cambios de última hora en el plan por parte de Telford. Lo cual significaba que muchos se iban a quedar sin ver el gran partido del Hibs contra el Hearts. Rebus había apostado por 3 a 2 a favor del equipo casero.

El comentario de Ormiston fue: «Ganas de perder dinero».

Rebus se sentó ante un ordenador y volvió a su trabajo. No tardó en acercarse Siobhan Clarke a curiosear.

—¿Estás escribiendo la crónica para los periódicos sensacionalistas?

—Ojalá.

Procuró redactarlo en términos sencillos y cuando lo tuvo como él quería imprimió dos copias y salió a comprar dos carpetas de vivos colores…

Dejó una en la comisaría y se fue a casa porque estaba demasiado nervioso para ser útil en Fettes. En la escalera le estaban esperando tres y otros dos le salieron por detrás impidiéndole escapar. Rebus reconoció a Jake Tarawicz y a uno de los matones del desguace. A los otros no los conocía.

—Tire para arriba —dijo Tarawicz imperioso.

Rebus subió la escalera como un prisionero escoltado.

—Abra la puerta.

—De haber sabido que iban a venir habría comprado unas cervezas —dijo Rebus buscando las llaves en el bolsillo.

Pensó qué sería mejor, dejarles entrar o no, pero Tarawicz le sacó de dudas ya que a una seña suya le sujetaron por los brazos y unas manos rebuscaron en los bolsillos de la chaqueta y del pantalón para sacar las llaves. Él, sin inmutarse, no apartó la vista de Tarawicz.

—Grave error —dijo.

—Entre —ordenó Tarawicz.

Le hicieron pasar al vestíbulo y caminó hasta el cuarto de estar.

—Siéntese.

Unas manos le empujaron hacia el sofá.

—Por lo menos déjeme hacer té —dijo temblando por dentro, perfectamente consciente de lo que no podía revelar.

—Bonito piso —comentó el señor Ojos Rosa—, pero se nota la falta de una mano femenina —añadió volviéndose hacia Rebus—. ¿Dónde la tiene?

Dos hombres registraban ya las habitaciones.

—¿A quién?

—¿A quién va a ser? A su hija no, porque está en coma.

Rebus le miró.

—¿Qué sabe de eso?

Volvieron los dos hombres e hicieron un signo negativo con la cabeza.

—Me lo han contado —replicó Tarawicz cogiendo una silla y sentándose.

Había dos hombres detrás del sofá y otros dos delante.

—Acomódense, amigos. ¿Dónde está el Cangrejo, Jalee? —dijo Rebus pensando que nadie mejor que Tarawicz para saberlo.

—En el sur. ¿Qué puede importarle?

Rebus se encogió de hombros.

—Es una pena lo de su hija. Se recuperará, ¿no? —Rebus no contestó y Tarawicz sonrió—. Yo no confiaría en la Seguridad Social… —añadió haciendo una pausa—. ¿Dónde está, Rebus?

—Recurriendo a mi sagacidad policial, supongo que se refiere a Candice.

Lo cual quería decir que había escapado, confiando en sí misma. Rebus se sintió orgulloso de ella.

Tarawicz chasqueó los dedos y unos brazos agarraron a Rebus por detrás sujetándole por los hombros. Uno de los hombres se puso frente a él, le dio un puñetazo en la mandíbula y retrocedió un paso para ceder el puesto a otro que le asestó unos cuantos más en el estómago. Una mano le agarró del pelo obligándole a mirar al techo, por lo que no pudo ver otra que se abatía sobre él para sacudirle en la garganta, y al recibir el golpe creyó que echaba el bofe. Le soltaron y se dobló sobre las rodillas llevándose las manos a la garganta casi asfixiado. Le bailaban un par de dientes y notaba una herida en la cara interna del carrillo. Se sacó el pañuelo y escupió sangre.

—Desgraciadamente —dijo Tarawicz— no tengo sentido del humor, por lo que espero que comprenda que no bromeo si le digo que le mataré si es preciso.

Rebus expulsó de su cerebro todos los secretos que conocía, las cosas que le conferían poder sobre Tarawicz. «No sabes nada», se dijo, al tiempo que pensaba: «Vas a morir».

—Aunque… lo… lo supiera… —balbució respirando trabajosamente— no te lo diría. Aunque estuviéramos los dos en un campo minado no te lo diría. ¿Sa… sabes por qué?

—Sus palabras no me hacen efecto, Rebus.

—No es por quien seas, sino por lo que representas. Eres un tratante de seres humanos —dijo tocándose la boca—, como los nazis.

Tarawicz se llevó una mano al pecho.

—Me hiere en lo más profundo de mi ser.

—Eso es imposible —replicó Rebus tosiendo—. ¿Por qué quieres que vuelva esa chica? —preguntó sabiendo que era porque se marchaba de Edimburgo dejando a Telford en la estacada y que regresar sin Candice a Newcastle era un ligero fracaso pero no menos evidente.

Tarawicz iba a por todas.

—Es asunto mío —respondió el gángster haciendo otra seña para que volvieran a sujetarle.

Como Rebus se resistió, le amordazaron con cinta adhesiva de embalaje.

—Me han dicho que Edimburgo es muy tranquilo —dijo Tarawicz— y no quiero que haya quejas de los vecinos por los gritos. Sentadle en una silla.

Le levantaron y él se retorció pero recibió un puñetazo en los riñones que le hizo doblarse en dos mientras le sentaban a la fuerza en la silla. Tarawicz se quitó la chaqueta y se desabrochó los gemelos de oro para subirse las mangas de la camisa a rayas rosa y azules. Tenía unos brazos lampiños, gruesos, del mismo color moteado que la cara.

—Es una dolencia cutánea —dijo quitándose las gafas de cristales azules—. Algo relacionado con la lepra —añadió desabrochándose el primer botón de la camisa—. No soy tan guapo como Telford, pero espero que me encuentre superior a él en los demás aspectos. —Dirigió una sonrisa de connivencia a sus secuaces—. Podemos empezar por donde quiera, Rebus. Y ya me dirá cuándo hay que parar. Basta con que asienta simplemente con la cabeza cuando quiera decirme dónde está Candice y le dejo en paz.

Se acercó a él y Rebus vio aquel brillo de su cara como una concha protectora, sus ojos azul claro de pupilas negras minúsculas, y pensó que, además de traficante, era adicto. Tarawicz aguardó a que Rebus asintiera con la cabeza, pero al ver que no era así, cogió un flexo situado junto a la silla de Rebus, pisó la base con sus pies y arrancó el cable de un tirón, dejándolo desnudo.

—Traedle aquí —ordenó.

Dos de sus hombres trasladaron a Rebus en la silla hasta donde Tarawicz introducía el cable en un enchufe mientras otro corría las cortinas. Nada de escenas desagradables para los niños de enfrente. Tarawicz balanceaba el cable enseñándole los extremos pelados con doscientos cuarenta voltios listos para una aplicación en directo sobre su piel.

—Esto no es nada, créame —dijo—. Los serbios han hecho un arte de la tortura; en muchas ocasiones ni pretendían que las víctimas confesasen, y yo he trabajado con algunos de los más inteligentes, los que supieron escapar a tiempo. Al principio había dinero que ganar y era interesante, pero ahora han empezado a intervenir los políticos con sus procesos judiciales —añadió mirando a Rebus—. Los inteligentes saben siempre cuándo ha llegado el momento de retirarse. Es su última oportunidad, Rebus. Ya sabe, con que haga una inclinación de cabeza…

Tenía el cable a unos centímetros de la mejilla, pero Tarawicz cambió de idea y se lo acercó a la nariz y a los ojos.

—Una simple inclinación de cabeza…

Rebus trataba de liberarse de aquellas manos que le aprisionaban inmovilizándole brazos y piernas, sujetándole la cabeza y el pecho. ¡Ajá: la descarga se transmitiría a los hombres de Tarawicz! Pensó que era un farol y al intercambiar una mirada con Tarawicz comprendió que este también acababa de pensarlo y vio que retrocedía unos pasos.

—Atadle con cinta a la silla.

Le dieron varias vueltas con una cinta de cinco centímetros de ancho.

—Ahora sí va en serio, Rebus. Sujetadle hasta que yo me acerque y después os apartáis —dijo a sus hombres.

Rebus pensó que en el momento de soltarle le quedaría una fracción de segundo con la posibilidad de liberarse. La cinta no era tan fuerte, pero habían dado muchas vueltas. Demasiadas. Flexionó el pecho y notó que apenas cedía.

—Vamos allá —dijo Tarawicz—. Primero la cara y luego los genitales. De usted depende, ya he dicho. Allá usted si quiere dárselas de valiente, a mí me da igual.

Rebus dijo algo bajo la mordaza.

—Es inútil que hable —dijo Tarawicz—. Lo único que quiero es un sí con la cabeza, ¿entendido?

Rebus asintió.

—¿Ha dicho que sí?

Forzando una sonrisa, Rebus negó con la cabeza.

Tarawicz ni se inmutó. Él no estaba para ironías; iba al grano. Y el grano era Rebus. Acercó el cable a su mejilla.

—¡Soltad!

Notó que no le retenían y trató de romper las ligaduras, pero ni las movió. La descarga sacudió su sistema nervioso y le dejó agarrotado. Sintió como si el corazón fuera a estallarle con los ojos fuera de las órbitas y la lengua pegada a la mordaza. Tarawicz apartó el cable.

—Sujetadle.

Volvió a sentir las manos sujetando su cuerpo menos resistente.

—Apenas deja huella —dijo Tarawicz— y lo más divertido es que encima se lo cobrarán en la factura de la luz.

Sus hombres se echaron a reír. Empezaban a pasarlo bien.

Tarawicz se puso en cuclillas ante él mirándole a los ojos.

—Para su información, le diré que ha sido un calambre de cinco segundos. La cosa comienza a tener gracia a partir del medio minuto. ¿Qué tal anda del corazón? Espero por su bien que no lo tenga débil.

Rebus se sentía como si le hubiesen inyectado adrenalina. Aquellos cinco segundos le habían parecido interminables. Tendría que cambiar de estrategia y recurrir a alguna mentira creíble para el señor Ojos Rosa, algo que le hiciera largarse…

—Desabrochadle los pantalones —dijo Tarawicz—. A ver qué tal le sienta una descarga en sus partes.

Rebus comenzó a chillar tras la mordaza. Su torturador miró de un lado para otro por segunda vez.

—Sí que se echa a faltar una mano femenina.

En el momento en que le desabrochaban el cinturón sonó el portero automático.

—Esperad a que se vayan —dijo Tarawicz.

Volvió a sonar el zumbador y Rebus porfió con las ligaduras. Silencio. Sonó de nuevo con mayor insistencia y uno de los hombres fue a la ventana.

—¡No! —vociferó Tarawicz.

Volvió a sonar. Rebus esperaba que no parase. No se imaginaba quién podía ser. ¿Rhona? ¿Patience? Y de pronto le dio por pensar: «¿Y si insiste y Tarawicz decide abrir?».

Pasó un tiempo sin que volvieran a llamar.

Se habían ido. Tarawicz volvió a tranquilizarse y a concentrarse en su trabajo.

Pero en aquel momento llamaron a la puerta del piso. Alguien había abierto el portal y estaba allí mismo. Volvieron a llamar, esta vez golpeando con los nudillos.

—¡Rebus!

Era una voz masculina. Tarawicz miró a sus secuaces e hizo una seña con la cabeza. Descorrieron las cortinas, cortaron las ligaduras y le arrancaron la mordaza. Tarawicz se bajó las mangas, se puso la chaqueta y dejó el cable en el suelo.

—Volveremos a hablar —dijo antes de dirigirse con sus hombres hacia la puerta—. Perdón —le oyó decir al abrirla y salir.

Rebus temblaba como un flan, incapaz de levantarse de la silla.

—¡Un momento, jefe!

Rebus reconoció la voz de Abernethy, pero no parecía que Tarawicz hubiera hecho caso al agente de la Brigada Especial.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó Abernethy desde el recibidor mirando a un lado y otro.

—Era una reunión de negocios —gruñó Rebus.

—Curioso negocio con la bragueta abierta —dijo Abernethy pasando al cuarto de estar.

Rebus bajó la vista y comenzó a recomponerse.

—¿Quién era ese? —preguntó Abernethy.

—Un checheno de Newcastle.

—Le gusta viajar acompañado de mañosos, ¿no?

Abernethy dio una vuelta por el cuarto, vio el cable pelado de la lámpara y lo desenchufó chasqueando la lengua.

—Vaya juerguecita —dijo.

—Tranquilo, no pasa nada —dijo Rebus.

Abernethy se echó a reír.

—Bueno, ¿qué es lo que quieres?

—Te traigo una visita —dijo haciendo un gesto con la cabeza en dirección al vestíbulo.

En la puerta había un hombre de aspecto distinguido con un chaquetón negro de lana y bufanda blanca de seda. Era calvo y su orondo cráneo y sus mejillas estaban enrojecidos del frío. Tenía un resfriado y en ese momento se sonaba con un pañuelo.

—Podríamos ir a algún sitio —dijo vocalizando impecablemente la frase y mirando el piso, ajeno por completo a la presencia de Rebus—, a algún sitio a comer, si tiene hambre.

—Yo no tengo hambre —replicó Rebus.

—O a beber algo.

—En la cocina hay whisky.

El hombre no parecía muy convencido.

—Escuche, amigo —dijo Rebus—, yo me quedo aquí. Me acompaña o se larga.

—Ah, ya —dijo el hombre, guardando el pañuelo y adelantándose a darle la mano—. Por cierto, me llamo Harris.

Rebus estrechó su mano pensando en si no saltarían chispas.

—Venga a sentarse a la mesa, señor Harris —dijo Rebus levantándose.

Le temblaban las piernas pero fue capaz de llegar hasta ella. Abernethy salió de la cocina con la botella y tres vasos y regresó a por una jarra de agua.

Como buen anfitrión, Rebus sirvió aunque sin lograr dominar el temblor de su brazo. Se sentía aturdido y zarandeado por la adrenalina y la descarga eléctrica.

Slainte —dijo alzando el vaso pero se detuvo cuando lo tenía a la altura de la nariz al recordar el pacto con el Gran Jefe de no beber si le devolvía a Sammy.

Sintió un dolor en la garganta al tragar saliva, pero dejó el vaso en la mesa. Harris echó tanta agua en el suyo que el mismo Abernethy le miró con cara de reproche.

—Bien, señor Harris —dijo Rebus friccionándose la garganta—, ¿quién demonios es usted?

Harris fingió una sonrisa mientras jugueteaba con el vaso.

—Soy miembro del Departamento de Inteligencia, inspector. Me imagino lo que eso le sugerirá, pero me temo que la realidad sea mucho más prosaica. Recopilar información se reduce más que nada a papeleo y trabajo de archivo.

—¿Y está aquí a causa de Joseph Lintz?

—Estoy aquí porque el inspector Abernethy me dice que usted ha decidido relacionar el homicidio de Joseph Lintz con las diversas acusaciones de que fue objeto.

—¿Y?

—Y está en su derecho, por supuesto. Pero hay asuntos que, por circunstancias que no vienen al caso, podrían resultar… embarazosos si salen a la luz.

—Como, por ejemplo, ¿que Lintz era en realidad Linzstek y que llegó a este país a través de la Ruta de Ratas, probablemente con ayuda del Vaticano?

—En cuanto a si Lintz y Linzstek eran la misma persona… no lo sé. Al término de la guerra se destruyó mucha documentación.

—Pero ¿a «Joseph Lintz» le trajeron a este país los Aliados?

—Sí.

—¿Y por qué lo hicieron?

—Lintz rindió servicios al país, inspector.

Rebus volvió a servir whisky a Abernethy. Harris no había tocado el suyo.

—¿En qué medida?

—Era un académico acreditado que recibía invitaciones para asistir a congresos y a dar conferencias por todo el mundo. Por entonces colaboró con nosotros haciendo traducciones, recogiendo información, reclutando gente…

—¿En otros países? —preguntó Rebus mirándole—. ¿Era espía?

—Realizó un trabajo peligroso y… prestigioso para nuestro país.

—¿Y recibió como recompensa esa casa de Heriot Row?

—En aquella época se ganaba bien la vida.

Por el tono de Harris, Rebus comprendió que algo debió de haber sucedido.

—¿Y qué es lo que sucedió?

—Que se volvió… poco fiable —contestó Harris alzando el vaso hasta la nariz, oliéndolo y volviéndolo a dejar.

—Bébaselo antes de que se evapore —le recriminó Abernethy; el londinense le miró y musitó una excusa.

—Explíqueme eso de «poco fiable» —dijo Rebus apartando su vaso.

—Pues que empezó a… fantasear.

—¿Convencido de que un colega suyo de la universidad había llegado a Inglaterra por la Ruta de Ratas?

Harris asintió con la cabeza.

—Le entró verdadera obsesión por esa Ruta de Ratas y comenzó a imaginarse que cuantos le rodeaban habían estado implicados y que todos éramos culpables. Una paranoia que afectó a su trabajo, inspector, por lo que finalmente tuvimos que prescindir de él. De eso hace muchos años y no ha vuelto a trabajar para nosotros.

—¿Por qué ese interés, entonces? ¿Qué más da si salen cosas a la luz?

Harris lanzó un suspiro.

—Sí, claro, tiene razón. El problema en sí no estriba en esa Ruta de Ratas, la implicación del Vaticano ni en ninguna de las teorías sobre la conspiración.

—¿En qué, entonces? —replicó Rebus comprendiendo la verdad—. El problema son los evadidos —añadió asintiendo con la cabeza—, otros que utilizaron la Ruta de Ratas. ¿Quiénes son? ¿Quién puede estar implicado?

—Personajes respetables —dijo Harris.

Había dejado de juguetear con el vaso y tenía las manos sobre la mesa como para dar a entender a Rebus la gravedad del asunto.

—¿Pasados o actuales?

—Del pasado… y otros cuyos hijos han alcanzado posiciones de poder.

—¿Diputados, ministros, jueces?

Harris negó con la cabeza.

—No lo sé, inspector. Es un asunto que no me han confiado.

—Pero usted podría aventurar alguna conjetura.

—Mi trabajo no consiste en hacer conjeturas —replicó Harris mirándole con frialdad—. Yo trabajo con cantidades concretas. Un buen principio al que debería atenerse.

—Pero el que mató a Lintz lo hizo a cuenta de su pasado.

—¿Está seguro?

—De otro modo no tendría sentido.

—Me ha dicho el inspector Abernethy que concurre cierta relación con elementos criminales de Edimburgo, un asunto de prostitución tal vez. Algo bastante sórdido pero creíble.

—¿Y le basta con que sea creíble?

Harris se puso en pie.

—Gracias por escucharme —dijo sonándose de nuevo y mirando a Abernethy—. Tenemos que irnos; el inspector Hogan está esperándonos.

—Harris —dijo Rebus—, usted mismo ha dicho que Lintz se volvió chiflado y que era un peligro. ¿Quién puede asegurar que no ordenaron matarle?

Harris se encogió de hombros.

—De haber sido así, habría tenido una muerte más discreta.

—¿Un accidente de automóvil, un suicidio, una caída desde una ventana…?

—Adiós, inspector.

Mientras Harris se dirigía hacia la puerta, Abernethy se levantó y cruzó con Rebus una mirada silenciosa pero elocuente.

«Nadas en aguas peligrosas: vuelve a la orilla».

Rebus asintió con la cabeza y le tendió la mano.