Pero en realidad fue en coche; fue un viaje largo hacia el norte hasta Perth y luego hasta los Highlands por una carretera que algunas veces quedaba cortada durante los días más crudos del invierno. No era tan mala pero había mucho tráfico y apenas adelantaba a un camión cuando se encontraba con otro, pero daba las gracias porque habría podido ser peor de haberse topado con los remolques veraniegos que formaban atascos kilométricos.
Cerca de Pitlochry adelantó a un par de remolques holandeses. La señora Hetherington había dicho que no era temporada para viajar a Holanda, que la mayoría de gente de su edad iba en primavera para embriagarse con el aroma de los tulipanes. Pero ella no, claro; la oferta de Telford era cuando él decía, y seguramente hasta la proveería de dinero para sus pequeños gastos diciéndole que lo pasara bien y que no se preocupase de nada.
Cerca ya de Inverness había otra vez dos carriles. Llevaba al volante más de dos horas. Tal vez Sammy había vuelto a despertarse; Rhona tenía el número de su móvil. Vio el indicador de Aeropuerto en las afueras de la ciudad. Encontró aparcamiento, estiró las piernas y arqueó la espalda hasta sentir crujir las vértebras y se dirigió a la terminal a preguntar por Seguridad. Le atendió un calvito con gafas; Rebus dijo quién era y el hombre le ofreció café, pero ya estaba bastante nervioso de la tensión al volante y le explicó directamente qué quería. Localizaron por fin a una oficial de Aduanas. Mientras cruzaba las dependencias Rebus apreció que la operación de control no debía de ser muy voluminosa. La oficial era una mujer de treinta y tantos años, de mejillas sonrosadas y pelo negro rizado y tenía en la frente un antojo morado grande como una moneda que parecía un tercer ojo.
—Acabamos de inaugurar vuelos directos internacionales —dijo en respuesta a la pregunta de Rebus— y la verdad no me lo explico.
—¿Por qué?
—Porque al mismo tiempo han reducido personal.
—¿En Aduanas?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Tienen problemas con la droga?
—Naturalmente. —Hizo una pausa—. Y con todo lo demás.
—¿Hay desde aquí vuelos a Amsterdam?
—Los habrá.
—¿De momento no?
Ella se encogió de hombros.
—Se puede volar a Londres y desde allí a Amsterdam.
Rebus se quedó pensativo.
—Hace unos días hubo un pasajero que llegó de Japón a Heathrow donde tomó un avión para Inverness.
—¿Estuvo algún tiempo en Londres?
Rebus negó con la cabeza.
—Tomó el primer vuelo de enlace.
—Sí, los enlaces internacionales.
—Lo que significa…
—Que cargan el equipaje en Japón y lo entregan en Inverness.
—¿Para pasar aquí por la aduana?
Ella asintió con la cabeza.
—¿Y si el vuelo llega en un momento… de agobio?
Ella se encogió de hombros.
—Hacemos lo que podemos, inspector.
Claro. Rebus se lo imaginaba: una oficial de Aduanas sola, con cara de sueño, en sus horas bajas…
—Así que las maletas cambian de avión en Heathrow sin que nadie las mire.
—Eso es.
—¿Y si se vuela desde Holanda a Inverness a través de Londres?
—Igual.
Ahora entendía la astucia de Tommy Telford. Era él quien abastecía de droga a Tarawicz y Dios sabe a cuántos más. Sus viejecitos la pasaban por la aduana de noche o a primera hora de la mañana. No resultaría muy difícil camuflar algo en una maleta. Y luego los hombres de Telford estarían esperando a los ancianos para llevarlos a Edimburgo y al recoger el equipaje extraían la mercancía.
Pensionistas utilizados como porteadores de droga sin saberlo. Era un hallazgo.
Por tanto, Shoda no había volado a Inverness para disfrutar de la oferta turística, sino para comprobar la facilidad con que se introducía la droga gracias al ingenioso método de Telford; un sistema rápido y eficaz con un riesgo mínimo. Se echó de nuevo a reír sin poderlo evitar. En los Highlands comenzaban a tener problemas de drogas a causa de los jóvenes desarraigados y los trabajadores del petróleo con buenos sueldos. Rebus había desbaratado a principios de verano una banda que traficaba en las plataformas petrolíferas del nordeste, y ahora aparecía allí Tommy Telford.
A Cafferty no se le habría ocurrido aquello. Cafferty no hubiera tenido semejante osadía. Pero Cafferty actuaría con mayor discreción sin lanzarse a ampliar y a buscar nuevos socios.
En ciertos aspectos, Telford seguía siendo un crío; prueba de ello era aquel osito del Range Rover.
Rebus dio las gracias a la oficial de Aduanas y fue a buscar algo de comer. Aparcó en el centro para tomar una hamburguesa; se acomodó a una mesa junto a una ventana y se puso a repasar el asunto. Quedaban ciertas cosas que no acababa de entender, pero no importaba.
Hizo dos llamadas: al hospital y a Bobby Hogan. Sammy seguía sin despertar y Hogan iba a interrogar a El Guapito a las siete. Le dijo que él estaría presente.
El tiempo fue bueno durante el viaje de regreso al sur y el tráfico aceptable. Al Saab parecían sentarle bien los viajes largos o quizá fuese que a ciento treinta por hora el ruido del motor acallaba sus traqueteos y vibraciones.
Fue directamente a la comisaría de Leith y al mirar el reloj vio que llegaba con un cuarto de hora de retraso, pero no tenía importancia porque aún no había empezado el interrogatorio. Acompañaba a El Guapito el abogado para todo Charles Groal y con Hogan había otro policía, el agente James Preston. Tenían la grabadora preparada y Hogan parecía nervioso, pensando tal vez lo aventurado de aquella iniciativa y más en presencia de un abogado. Rebus le hizo un guiño para tranquilizarle y se excusó por el retraso. La hamburguesa se le había indigestado y el café con que la acompañó no le había aplacado los nervios precisamente. Tuvo que apartar de su pensamiento el asunto de Inverness con sus implicaciones para concentrarse en El Guapito y Joseph Lintz.
El Guapito estaba tranquilo en apariencia. Vestía un traje color grafito con camisa amarilla, calzaba unas botas de ante negro de puntera exagerada y olía a loción cara. Sobre la mesa había dejado unas Ray-Ban con montura de carey y las llaves del coche. Rebus sabía que, como todos los de la banda de Telford, tenía un Range Rover, pero aquel llavero exhibía el emblema de Porsche y precisamente él había aparcado detrás de un 944 azul cobalto. El Guapito tenía su personalidad…
Groal iba provisto de su cartera, que tenía abierta en el suelo junto a la silla, y en la mesa había dejado un bloc tamaño folio de rayas con un grueso bolígrafo Mont Blanc.
Abogado y cliente desprendían olor a dinero fácil. El Guapito lo utilizaba para darse importancia, pero Rebus tenía constancia de sus orígenes humildes de clase obrera y de su dura infancia en Paisley.
Hogan nombró a los presentes para la grabadora y miró sus anotaciones.
—Señor Summers… —dijo, dirigiéndose a El Guapito por su apellido—, ¿sabe por qué está aquí?
El Guapito hizo una O con sus labios relucientes y miró al techo.
—El señor Summers —terció Charles Groal— me ha hecho saber que está dispuesto a colaborar, inspector Hogan, pero querría que le indicase de qué se le acusa y con qué fundamento.
Hogan miró impasible a Groal.
—¿Quién ha dicho que se le acusa de algo?
—Inspector, el señor Summers trabaja para Thomas Telford y me consta el acoso a que le somete la policía…
—Sin ninguna relación conmigo ni con esta comisaría, señor Groal —replicó Hogan haciendo una pausa—. Esta investigación no tiene nada que ver con ese asunto.
Groal parpadeó seis veces seguidas y miró a El Guapito, que en aquel momento estaba abstraído contemplando la puntera de sus botas.
—¿Quiere que responda? —preguntó a su abogado.
—Bueno, es que… no sé si…
El Guapito le interrumpió con un gesto de la mano y miró a Hogan.
—Pregunte.
Hogan hizo como si repasara de nuevo sus notas.
—¿Sabe por qué está aquí, señor Summers?
—A causa de la difamación que representa el hostigamiento a mi empresario —respondió sonriente a los tres policías—. Seguro que pensaban que no conocía la palabra «difamación». El inspector Rebus no es de esta comisaría —añadió clavando la ojos en Rebus y mirando a continuación a Groal.
—Es cierto —intervino Groal—. Inspector, ¿puede decirme con qué autoridad asiste a este interrogatorio?
—Ya aclararemos eso —dijo Hogan—, si permiten que comencemos.
Groal carraspeó sin añadir nada más y Hogan aguardó unos segundos para empezar.
—Señor Summers, ¿conoce a un tal Joseph Lintz?
—No.
Se hizo otro silencio más prolongado y Summers cruzó las piernas, miró a Hogan y parpadeó hasta que le apareció un tic en un ojo. Lanzó un resoplido y se restregó la nariz como dando a entender que aquello no tenía importancia.
—¿No ha hablado nunca con él?
—No.
—¿El nombre no le dice nada?
—Ya me interrogó sobre lo mismo anteriormente y ahora le contesto igual que en aquella ocasión: no lo he visto nunca —respondió El Guapito irguiéndose levemente en la silla.
—¿Nunca ha hablado con él por teléfono?
Summers miró a Groal.
—¿No se lo ha dicho claramente mi cliente, inspector?
—Quisiera que contestara.
—No lo conozco —dijo Summers simulando que volvía a relajarse—. Nunca he hablado con él —añadió mirando de nuevo a Hogan sin alterarse.
De aquellos ojos no emanaba más que interés propio, egoísmo. Rebus pensó por qué apodarían «Guapito» a aquel individuo de aspecto tan repugnante.
—¿No le telefoneó al… establecimiento?
—Yo no tengo ningún establecimiento.
—Esa oficina que comparte con su empresario.
El Guapito sonrió. Le gustaban esa clase de expresiones «el establecimiento», «su empresario». Aunque nadie ignoraba la verdad, les seguían el juego… y a él le gustaban los juegos.
—Ya le he dicho que nunca hablé con él.
—Es curioso que en la compañía telefónica conste lo contrario.
—Puede tratarse de un error.
—Lo dudo, señor Summers.
—Escuche, esto ya lo hemos hablado —replicó El Guapito inclinándose hacia delante en la silla—. Tal vez se equivocara de número, o hablaría con alguien de la oficina y le dirían que se había equivocado de número —añadió abriendo los brazos—. Esto es absurdo.
—Coincido con mi cliente, inspector —dijo Charles Groal, anotando algo—. ¿Adónde nos lleva esto?
—Nos lleva, señor Groal, a una identificación del señor Summers.
—¿Dónde y por parte de quién?
—En un restaurante en compañía del señor Lintz. Ese mismo señor Lintz que dice no conocer ni haber hablado con él nunca.
Rebus advirtió cierta vacilación en el rostro de El Guapito. Vacilación más que sorpresa. Y no lo negaba de inmediato.
—Una identificación por parte de un miembro del personal de ese restaurante —prosiguió Hogan—, corroborada por un comensal.
Groal miró a su cliente, que no decía palabra, pero por el modo de clavar la vista en la mesa Rebus pensó que iba a salir humo de ella.
—Oiga, inspector —dijo Groal—, esto es inadmisible.
Pero a Hogan le tenía sin cuidado el abogado. Ahora se trataba de un duelo entre él y El Guapito.
—¿Qué me dice, señor Summers? ¿Desea revisar su versión de los acontecimientos? ¿De qué habló usted con el señor Lintz? ¿Buscaba compañía femenina? Tengo entendido que es su especialidad.
—Inspector, insisto…
—Deje de insistir, señor Groal, porque no por ello cambiarán los hechos. No sé lo que el señor Summers alegará ante un tribunal cuando le pregunten a propósito de la llamada telefónica y de la entrevista… y cuando lo reconozcan los testigos. Supongo que tendrá un buen repertorio de coartadas, pero deberá exponer una que realmente tenga algún sentido.
Summers dio un palmetazo en la mesa con las dos manos, casi poniéndose en pie. No tenía un gramo de grasa y en el dorso de sus manos resaltaban las venas.
—Ya le he dicho que nunca le vi ni hablé con él. Punto, se acabó, finito. Si tiene testigos, mienten. Quién sabe si no les ha aconsejado usted mismo que mientan. No tengo nada que añadir —espetó repanchigándose en la silla con las manos en los bolsillos.
—Me han contado —intervino Rebus como tratando de animar una charla decaída entre amigos— que se encarga de las chicas más caras del mercado, las de tres cifras, no las que hacen mamadas.
El Guapito torció el gesto y negó con la cabeza.
—Inspector —terció Groal—, no puedo consentir que prosigan con esta clase de difamaciones.
—¿Qué quería Lintz? ¿Tenía gustos caros?
El Guapito siguió negando con la cabeza y pareció que iba a decir algo, pero se echó a reír.
—Quisiera recordarles —continuó Groal sin que nadie le hiciera caso— que mi cliente ha colaborado sin reservas a lo largo de este intolerable…
Rebus cruzó la mirada con El Guapito y la sostuvo. Era bastante elocuente…, tan elocuente que casi lo decía todo. Rebus recordó el trozo de cuerda en casa de Lintz.
—¿Le gustaba atarlas, verdad? —preguntó haciendo énfasis en cada palabra.
Groal se puso en pie levantando a Summers de la silla.
—¿A que sí, Brian?
—Gracias, señores —añadió Groal guardando el bloc en la cartera—. Si encuentran alguna pregunta que merezca que mi cliente les dedique su tiempo, les ayudaremos gustosamente. De lo contrario, les aconsejo que…
—¿Eh, Brian?
El agente Preston había desconectado la grabadora y se disponía ya a abrir la puerta. El Guapito cogió las llaves del coche y se puso las Ray-Ban.
—Caballeros —dijo—, ha sido muy instructivo.
—Era sadomasoquista —insistió Rebus mirando a Summers de hito en hito—. ¿Las ataba?
El Guapito lanzó un resoplido, negó con la cabeza una vez más y, en el momento en que su abogado le instaba a salir, dijo en voz baja a Rebus:
—Era para él.
«Era para él».
Rebus fue al hospital y estuvo veinte minutos con Sammy. Veinte minutos para meditar y despejarse la cabeza. Veinte minutos para recuperarse al final de los cuales apretó la mano de su hija.
—Gracias por abrir los ojos —dijo.
En el piso pensó en prescindir del contestador automático hasta después de darse un baño, pues tenía hombros y espalda doloridos del viaje a Inverness, pero al final pulsó el botón: «Voy a reunirme con TT. Nos vemos después a las diez y media en el Oxford si puedo. Deséame suerte»; era la voz de Jack Morton.
No compareció hasta las once.
En el salón de atrás sonaba música folk y en el de la entrada se habría podido estar tranquilo de no haber sido por dos bocazas que debían de llevar allí desde la hora del cierre de oficinas. Iban trajeados con el periódico en el bolsillo y bebían gin-tonic.
Rebus preguntó a Morton qué tomaba.
—Zumo de naranja con gaseosa.
—Bien, ¿qué tal fue?
Rebus pidió la consumición de Morton; él había tomado dos Cocacolas en veinte minutos y ahora tenía un café delante.
—Parecen decididos.
—¿Quién acudió a la reunión?
—Los de la tienda, Telford y un par de sus hombres.
—¿Funcionó el transmisor?
—De primera.
—¿Te registraron?
Morton negó con la cabeza.
—No se tomaron la molestia. Parecían preocupados por algo. ¿Te explico el plan? —Rebus asintió con la cabeza—. A media noche llegará un camión a la fábrica para que yo abra las puertas alegando que me ha llamado mi jefe dando el visto bueno.
—Pero él no te habrá llamado.
—Exacto. Será alguien haciéndose pasar por él y es lo que yo tengo que declarar a la policía.
—Te haremos cantar.
—Ya te digo, John, que el plan no está muy perfilado. Lo que sí creo es que han comprobado los datos de mi cobertura y han quedado contentos.
—¿Quién irá en el camión?
—Diez hombres armados hasta los dientes. Mañana entregaré a Telford un plano general y le diré el número de vigilantes, el tipo de sistema de alarma…
—¿Tú qué ganas?
—Cinco de los grandes. Él dice que no está nada mal puesto que cubre mis deudas y me queda un buen pico.
Cinco de los grandes; la misma cantidad retirada por Lintz del banco…
—¿No sospechan nada?
—Han registrado el apartamento de arriba abajo.
—¿Y no te han seguido hasta aquí?
Morton negó con la cabeza y Rebus pasó a contarle lo que había averiguado y lo que sospechaba. Morton le escuchó pensativo y Rebus le preguntó:
—¿Qué plan tiene Claverhouse?
—Lo que hemos grabado sirve de prueba porque se oye la voz de Telford y a mí llamándole señor Telford al principio y después Tommy varias veces, por lo que no hay ninguna duda de que se trata de él. Pero… Claverhouse quiere capturar a toda la banda con las manos en la masa.
—«Hay que hacerlo bien».
—Sí, es su latiguillo.
—¿Cuándo será el golpe?
—El sábado, si no surgen imprevistos.
—¿Qué te apuestas a que recibimos el soplo el viernes?
—Si tu teoría es correcta.
—Sí, claro.