31

Cuando Rebus llegó por la mañana al hospital vio a los médicos en bata blanca alrededor de la cama de Sammy tomándole el pulso y enfocándole lucecitas en los ojos. Estaban preparando otro encefalograma y una enfermera desenredaba los delgados cables de color de los electrodos. Rhona tenía aspecto de haber pasado la noche en vela y nada más verle se puso en pie de un salto y corrió hacia él.

—¡John, se ha despertado!

Él se acercó a la cama.

—¿Cuándo?

—Esta noche.

—¿Por qué no me llamaste?

—Lo intenté cuatro veces y comunicabas. Llamé a Patience y no contestaba.

—¿Cómo fue? —preguntó mirando a Sammy y viéndola como siempre.

—Abrió los ojos… No de pronto, sino moviendo primero el globo ocular con los párpados cerrados. Pero de pronto los abrió.

Rebus advirtió que su presencia era una molestia para el personal médico. La mitad de su ser quería gritar «¡Somos los padres, joder!», pero la otra mitad anhelaba que hiciesen todo lo posible para que su hija recobrara el conocimiento. Cogió a Rhona por el hombro y salieron al pasillo.

—¿Te… te miró? ¿Te dijo algo?

—Sólo miró al techo, al tubo fluorescente. Luego, creí que iba a parpadear pero volvió a cerrar los ojos y no los ha vuelto a abrir —dijo Rhona rompiendo a llorar—. Fue como… perderla otra vez.

Rebus la abrazó y ella se apretó contra él.

—Lo ha hecho una vez —le dijo él al oído— y ya verás como vuelve a hacerlo.

—Eso ha dicho uno de los médicos. Dice que es «muy esperanzador». ¡Oh, John tenía ganas de decírtelo! ¡Quería decírselo a todo el mundo!

Y él cargado de trabajo: Claverhouse, Jack Morton. Además, Sammy estaba como estaba por su culpa. Sammy y Candice eran como dos piedras lanzadas a un charco, pero ahora la amplitud de las ondas era tal que casi había olvidado el centro, el punto inicial. Igual que cuando se casó y el trabajo le absorbía como un fin en sí mismo. Y, además, aquel reproche de Rhona: «Te has aprovechado de todas tus relaciones».

Volver a nacer.

—Lo siento, Rhona —dijo.

—¿Puedes decírselo a Ned? —replicó ella, echándose a llorar de nuevo.

—Anda —dijo él—, vamos a desayunar. ¿Llevas aquí toda la noche?

—No podía marcharme.

—Lo comprendo.

La besó en el cuello.

—El del coche…

—¿Qué?

—Ya me da igual —dijo ella mirándole—. No me importa quiénes hayan sido ni que los cojan. Lo único que quiero es que Sammy despierte.

Rebus asintió con la cabeza, le dijo que la invitaba a desayunar y siguió hablando sin pensar realmente lo que contaba, pero sin dejar de darle vueltas a lo que ella acababa de decir: «No me importa quiénes hayan sido ni que los cojan…».

Por mucho que lo repitiese para sus adentros no lograba que le pareciese una claudicación.

En St. Leonard dio la noticia a Ned Farlowe y este pidió que le permitiera ir al hospital pero Rebus se negó y le dejó llorando en la celda. En la mesa le esperaba el expediente de El Cangrejo.

William Andrew Colton, alias «El Cangrejo». Un chulo ya en su primera juventud; cumplía los cuarenta el 5 de noviembre, festividad de Guy Fawkes. Rebus no había tropezado mucho con él durante sus andanzas por Edimburgo, donde al parecer el Cangrejo había vivido un par de años en la década de los ochenta y después otros dos en la de los noventa, época en que Rebus fue testigo de cargo en un juicio por asociación criminal del que salió absuelto. En 1983 se vio implicado en una pelea en un pub, cuyo saldo fue un hombre en coma y la novia de este con sesenta puntos en la cara; de sobra para tejer un par de manoplas.

El Cangrejo había desempeñado diversos trabajos: gorila, guardaespaldas y peón. Hacienda le había denunciado en 1986, y en 1988 se encontraba en la costa oeste, donde debió de conocer a Tommy Telford, quien al apreciar su capacidad muscular le colocó de portero en su club de Paisley. Más derramamiento de sangre y nuevas acusaciones que quedaron en nada. El Cangrejo siempre había tenido suerte, esa clase de suerte que impide en todas partes la labor de la policía: testigos amedrentados que no comparecen, se retractan o se niegan a aportar pruebas. El Cangrejo casi nunca llegaba al juicio. Había purgado tres condenas con un total de veintisiete meses en toda una carrera que ahora entraba en su cuarta década. Rebus repasó la documentación, cogió el teléfono y llamó al departamento de policía de Paisley. Habían trasladado a Motherwell a quien él quería consultar. Llamó allí y por fin le pusieron con el sargento Ronnie Hannigan y le explicó lo que quería.

—La verdad es que leyendo entre líneas da la impresión de que el Cangrejo tiene más en su haber de lo que figura en la ficha.

—Tiene razón —dijo Hannigan con un carraspeo—, hubo acusaciones que nunca se le pudieron probar. ¿Dice usted que anda ahora por el sur de Escocia?

—Telford le colocó con un gángster de Newcastle.

—Las tendencias criminales propician el viaje. Bien, esperemos que se lo queden allí. Aquí sembró el terror él sólito, y no exagero. Seguramente ha sido el motivo de que Telford se lo encajara a otro. El Cangrejo se había desmandado. Mi impresión es que Telford le encomendó un asesinato, pero el Cangrejo no lo hizo bien y tuvo que sacárselo de encima.

—¿Dónde fue?

—En Ayr. Debió de ser hace… unos cuatro años. Existía un tráfico de droga descarado, principalmente en un club cuyo nombre no recuerdo. No sé qué sucedió; tal vez fuese por algún trato incumplido o porque alguien se quedaba con mercancía. En resumen, que hubo una reyerta por cuestión de droga fuera del club y a uno le rajaron la cara de un navajazo.

—¿Se sospechó del Cangrejo?

—Pero tenía una coartada, naturalmente, y fue como si los testigos oculares sufrieran ceguera temporal. Parecido a una historia de Expediente X.

Un navajazo a la puerta de un club… Rebus tamborileó con el bolígrafo en la mesa.

—¿Se sabe cómo huyó el agresor?

—En moto. Al Cangrejo le gustan las motos. El casco es ideal para camuflarse.

—Hemos tenido aquí hace poco una agresión muy parecida. Un tipo en moto agredió a un traficante delante de un club de Tommy Telford, pero se cargó al gorila de la puerta.

Una agresión en la que Cafferty dijo que no estaba implicado…

—Ya, pero usted mismo acaba de decirme que el Cangrejo está en Newcastle.

Sí, y quietecito… sin atreverse a volver al norte, por advertencia de Tarawicz de que en Edimburgo estaban las cosas feas y podían reconocerle.

—¿Qué distancia habrá hasta Newcastle?

—Un par de horas, quizá.

—Que en moto se cubren rápido. ¿Algún dato más?

—Pues que Telford probó a que el Cangrejo se encargara de la furgoneta, pero no dio resultado.

—¿Qué furgoneta?

—La camioneta de helados.

Poco faltó para que a Rebus se le cayera el teléfono de la mano.

—Explíquese —dijo.

—Mire, los muchachos de Telford vendían droga con una camioneta de helados. Lo llamaban el «especial de cinco libras». Por cinco libras vendían un helado en un cucurucho de barquillo con una bolsita de plástico dentro…

Rebus dio las gracias a Hannigan y colgó. Especial de cinco libras: el señor Taystee con su particular clientela que hasta en invierno tomaba helados. Paradas diurnas junto a los colegios y puesto nocturno delante de los clubs de Telford. Un menú de cinco libras, del que Telford se llevaría su parte… Aquel Mercedes reluciente había sido el gran error del señor Taystee; los contables de Telford no tardaron mucho en descubrir que sisaba y Telford decidió escarmentarlo.

Todo concordaba. Hizo girar el bolígrafo sobre la mesa, lo cogió y llamó a Newcastle.

—Qué agradable sorpresa —dijo Miriam Kenworthy—. ¿Ha aparecido tu amiga?

—Está aquí, en Edimburgo.

—Estupendo.

—Pero a remolque del señor Ojos Rosa.

—Ah, no tan estupendo. Ya me preguntaba yo dónde andaría ese.

—Y no ha venido a hacer turismo.

—Ya me imagino.

—Por eso te llamo.

—Ah…

—He pensado si no habrá estado implicado alguna vez en agresiones con machete.

—¿Con machete? Vamos a ver… —Se hizo una pausa tan larga que Rebus pensó que se había cortado la comunicación—. Ahora que lo dices, me suena de algo. Espera que aparezca en pantalla. —La oyó teclear los comandos mientras él se mordía el labio inferior casi hasta hacerse sangre—. Dios, sí —dijo ella—. Hace casi un año hubo una pelea en un barrio entre bandas rivales, según se dijo; pero era de dominio público lo que había detrás: drogas e invasión de territorio.

—Y donde hay drogas está Tarawicz.

—Se rumoreó que sus hombres estaban implicados.

—¿Y utilizaron machetes?

—Uno de ellos. Su nombre es Patrick Kenneth Moynihan, a quien todos llaman «PK».

—¿Puedes darme su descripción?

—Puedo mandarte la foto por fax. Bien; es alto y fornido, moreno, con pelo rizado y barba.

No era de los que acompañaban a Tarawicz. En Newcastle se habían quedado dos de los mejores matones del señor Ojos Rosa. Rebus apuntó a PK como uno de los agresores de Paisley. Cafferty volvía a quedar descartado.

—Gracias, Miriam. Oye, en cuanto a aquel rumor que me dijiste…

—¿Qué rumor?

—Que Telford era proveedor de Tarawicz y no al revés, ¿tienes algún dato que lo confirme?

—Seguimos al señor Ojos Rosa y sus hombres en un par de excursiones al continente, pero volvieron limpios.

—Os llevaron al huerto.

—Y tuvimos que comenzar a partir de cero.

—¿Dónde obtenía Telford la droga?

—Hasta ahí no llegamos.

—Bueno, gracias de nuevo…

—Oye, no me dejes a medias. ¿De qué se trata?

—De una rata. Adiós, Miriam.

Rebus fue a por un café, echó azúcar sin querer y llevaba la mitad bebido cuando se dio cuenta. Tarawicz atacaba a Telford y este echaba la culpa a Cafferty. El resultado sería la ruina de Cafferty y el debilitamiento de Telford. Luego, Telford daría el golpe de Maclean’s pero habría un chivatazo…

Y entonces, Tarawicz ocupaba las casillas. Ese era el plan desde un principio. Bluesbreakers: Tiempo de engaño. Hostia, era ingenioso: enfrentar a dos rivales en una guerra y esperar a que se destrocen…

Pero el premio era algo que Rebus no acababa de ver claro. Tenía que ser algo importante. En teoría, Tarawicz obtenía la droga no en Londres, sino en Escocia por medio de Tommy Telford.

¿Qué sabía Telford? ¿Qué es lo que le confería tanto valor como intermediario? ¿Tenía algo que ver con Maclean’s? Rebus fue a por otro café y se tragó tres paracetamoles. Su cabeza estaba a punto de estallar. De nuevo en la mesa, telefoneó a Claverhouse pero no lo encontró. Lo llamó por el busca y enseguida sonó el teléfono.

—Estoy en la camioneta —dijo Claverhouse.

—Tengo que decirte algo.

—¿Qué?

Rebus quería saber cómo iba la operación e intervenir en ella.

—Pero cara a cara. ¿Dónde estáis aparcados?

—Cerca de… la tienda —respondió Claverhouse no muy predispuesto.

—¿En la camioneta de pintor blanca?

—No me parece conveniente que…

—¿Quieres que te diga lo que sospecho o no?

—Anticípame algo.

—Con ello se aclara todo —mintió Rebus.

Claverhouse le instó a que diera más detalles pero Rebus no soltó prenda. Claverhouse lanzó un suspiro exagerado y accedió.

—Estoy ahí dentro de media hora —dijo Rebus, colgó y miró a su alrededor—. ¿Alguien tiene aquí un mono?

—Buen disfraz —comentó Claverhouse cuando Rebus se acomodó en el asiento delantero.

Ormiston hacía de chófer y tenía una tartera de plástico abierta; el vaho de un termo había empañado el parabrisas. La parte de atrás del vehículo la llenaban botes de pintura, brochas y otros utensilios. En la baca había una escalera y tenían otra más apoyada en la pared del edificio junto al cual estaban aparcados; ellos dos llevaban monos manchados de pintura. El que se había procurado Rebus era azul y ajustado de medio cuerpo para arriba. Dentro de la furgoneta se desabrochó los primeros botones.

—¿Hay alguna novedad?

—Por la mañana Jack ha entrado en la tienda dos veces —dijo Claverhouse—. Una a por tabaco y un periódico y la otra a por una lata de zumo y un panecillo.

—Él no fuma.

—En esta operación, sí, porque le sirve de excusa ideal para ir a la tienda.

—¿No ha hecho ninguna señal?

—¿Qué quieres, que lleve un banderín? —replicó Ormiston esparciendo con un resoplido partículas de pasta de pescado.

—Era una simple pregunta —dijo Rebus consultando el reloj—. ¿Queréis tomaros un descanso alguno de los dos?

—No hace falta —dijo Claverhouse.

—¿Dónde está Siobhan?

—Haciendo trabajos burocráticos —respondió Ormiston con una sonrisa—. ¿Has visto alguna vez una mujer pintora?

—¿Tanto has trabajado tú de pintor, Ormie?

El comentario arrancó una sonrisa en Claverhouse.

—Bien, John —dijo—, ¿qué es lo que querías decirnos?

Rebus se lo explicó sin rodeos y vio cómo aumentaba el interés de Claverhouse.

—¿Así que Tarawicz trata de engañar a Telford? —añadió Ormiston al final.

—Es lo que yo creo —dijo Rebus encogiéndose de hombros.

—¿Y por qué demonios nos hemos molestado en ponerles un cebo? Dejemos que sigan con su plan.

—De ese modo no cogeríamos a Tarawicz —dijo Claverhouse reflexivo, entornando los ojos—. Telford cae en la trampa, él se va de rositas porque a Telford lo trincan, y no habremos hecho más que cambiar un delincuente por otro.

—Y uno de peor especie, además —apostilló Rebus.

—¡Pero bueno! ¿Es que Telford es Robin Hood?

—No, pero al menos con él sabemos a qué atenernos.

—Y los jubilados de sus apartamentos le adoran —añadió Claverhouse.

Rebus pensó en la señora Hetherington preparada para su viaje a Holanda y cuya única preocupación era tener que ir a Inverness a tomar el avión… Sakiji Shoda había volado de Londres a Inverness…

De pronto soltó la carcajada.

—¿Qué es lo que tiene tanta gracia?

Rebus meneó la cabeza de un lado a otro sin dejar de reír, enjugándose las lágrimas. No, de gracioso no tenía nada.

—Podríamos decirle a Telford lo que sabemos —dijo Claverhouse, mirando a Rebus de reojo— para enfrentarle a Tarawicz y que se destrocen.

Rebus asintió y respiró hondo.

—Desde luego, es una opción.

—Dime otra.

—Luego —contestó Rebus abriendo la portezuela.

—¿Adónde vas? —preguntó Claverhouse.

—A tomar un avión.