Al final de la farsa Rebus no había recibido el expediente del Cangrejo, pero sí una cruda e insultante llamada de Abernethy acusándole de obstrucción —realmente, el colmo— y hasta de racismo y otras lindezas.
Había recuperado el coche. En el polvo del capó encontró escrito: CASO TERMINAL y LIMPIADO POR STEVIE WONDER. El Saab, ofendido, arrancó a la primera y dio muestras de haberse desprendido de gran parte del repertorio de traqueteos y vibraciones. Rebus lo llevó hasta su casa con las ventanillas abiertas para ventilar el olor a whisky de la tapicería.
Hacía una buena tarde con cielo despejado y había descendido la temperatura. El sol rojo del ocaso, tan vituperado por los automovilistas, ya se había ocultado tras los edificios. Rebus se acercó a la tienda de patatas fritas con la chaqueta desabrochada y compró una ración de pescado, dos panecillos con mantequilla y un par de latas de Irn-Bru. Una vez en casa, vio que no había nada interesante en la televisión y puso un disco de Van Morrison, Astral Weeks. Estaba tan rayado que daba pena.
En la primera canción sonaba el estribillo de «Volver a nacer» y pensó en el padre Leary sobreviviendo gracias a una nevera de medicamentos, pero luego pensó en Sammy, cubierta de electrodos y rodeada de aparatos como una víctima propiciatoria. Leary hablaba a menudo de la fe, pero no resultaba fácil tener fe en la raza humana, una especie que nunca aprendía, que aceptaba con indiferencia la tortura, el crimen, la destrucción. Abrió el periódico. Kosovo, Zaire, Ruanda, palizas de represalia en Irlanda del Norte. En Inglaterra, una joven asesinada y otra desaparecida, «motivo de preocupación», decían del caso. Había depredadores por todas partes. A poco que rasques la capa externa compruebas que el mundo ha progresado apenas unos pasos desde la edad de piedra.
Volver a nacer… Pero a veces sólo se logra tras un bautismo de fuego.
En 1970, cuando él estaba en Belfast, a un soldado británico le volaron la cabeza de un tiro. Era un muchacho de diecinueve años, natural de Glasgow. En el cuartel, más que pesar se produjo un estallido de rabia porque nunca detendrían al asesino, que había huido al amparo de la oscuridad entre unos bloques de apartamentos de una barriada católica.
Al hecho se le dio la simple relevancia de una gacetilla en la sección de «Incidentes» del periódico.
Pero entre los militares provocó indignación.
Al jefe de la patrulla le apodaban el «Máquina». Era soldado de primera, natural de un pueblo de Ayrshire; un individuo de pelo rubio corto, con aspecto de jugador de rugby, que se complacía en ordenarles ejercicios de gimnasia, aunque sólo fueran simples flexiones; y ponerles firmes. Él fue quien abrió la campaña de represalias en la que se suponía que nada tenían que ver los jefazos. Fue la válvula de escape a la frustración, a la presión acumulada en el confinamiento de aquel cuartel cercado por territorio enemigo. Como no era posible castigar al francotirador, el «Máquina» decidió culpabilizar a todo el vecindario: a la culpa colectiva se aplicaría justicia colectiva.
Su plan consistió en hacer una incursión en un bar que frecuentaba el IRA, un local donde se reunían sus simpatizantes para beber y conspirar, y el pretexto, que allí se había refugiado un paisano con pistola y había que hacer un registro. Fue una descarada operación de hostigamiento que culminó en una paliza al recaudador de fondos del IRA.
Rebus se avino a aquello… porque era colectivo. O participabas o eras un cobarde. Y Rebus no estaba dispuesto a verse despreciado por los demás.
En cualquier caso, él ya sabía que la diferencia entre buenos y malos se había vuelto borrosa y aquella incursión acabó por demostrarle que ni existía.
El Máquina irrumpió furioso vociferando como un poseso y echando fuego por los ojos, para emprenderla acto seguido a culatazos con los clientes, derribando mesas y rompiendo vasos. En un primer momento, los compañeros quedaron sobrecogidos por aquella violencia mirándose unos a otros, pero bastó que uno comenzara también a repartir golpes para que los demás le secundaran. Hicieron añicos el espejo de la barra, encharcaron el suelo de cerveza y los clientes gritaban y suplicaban arrastrándose a gatas sobre los vidrios rotos. El Máquina arrinconó al militante del IRA contra la pared, le dio un rodillazo en el bajo vientre, le retorció un brazo y le tiró al suelo, donde continuó propinándole culatazos, mientras irrumpían más soldados y frente al local se detenían varios carros blindados. Una silla fue a estrellarse en la estantería de los licores. El olor a whisky era sofocante.
Rebus, angustiado, intentó parar aquello a gritos hasta que finalmente tuvo que hacer un disparo al aire con el que logró que todos se quedaran paralizados… El Máquina dio un último puntapié a su víctima y salió del local. Los demás, tras un instante de vacilación, le siguieron. Con su intervención Rebus había demostrado que, a pesar de ser un simple soldado raso, era el líder natural del grupo.
Aquella noche hubo juerga en el cuartel y los compañeros le gastaron bromas por habérsele escapado el gatillo. Dieron cuenta de varias cajas de cerveza y se contaron anécdotas, ya de por sí exageradas, quedando aquel incidente convertido en mito y revestido de una grandeza que no tenía: convertido en una falsedad.
Semanas después, en las afueras de la ciudad junto a una granja entre colinas y prados, dentro de un coche robado, encontraron al militante del IRA muerto de un disparo. Se atribuyó su muerte a algún grupo paramilitar protestante, pero el Máquina, aunque sin confesar nada, cada vez que hablaban del incidente guiñaba un ojo y sonreía. Rebus no llegó a saber si era una bravata o es que realmente presumía de ser el autor. Él ya no tenía otra aspiración que marchar de allí, lejos del Máquina y de aquella ética de nuevo cuño, y como única salida recurrió a alistarse en las Fuerzas Especiales de Aviación. Por incorporarse a una unidad de élite nadie iba a tacharle de cobarde ni a pensar que desertaba.
Volver a nacer.
Había terminado la cara uno. Dio la vuelta al disco, apagó las luces y se sentó en el sillón. Sintió un escalofrío. Comprendía lo que generaba atrocidades como la de Villefranche y que en pleno siglo XX siguiesen perpetrándose en el mundo barbaridades así. Era consciente de la crueldad congénita del género humano y de que frente a tantos actos de barbarie de nada servían la valentía y la bondad.
Temía, además, que de haber sido su hija la víctima del francotirador él habría irrumpido también en el bar dándole al gatillo.
La banda de Telford actuaba como una tribu y confiaba en su jefe; pero Telford pretendía ahora aliarse con los grandes…
Sonó el teléfono y lo cogió.
—John Rebus —dijo.
—John, soy Jack.
Jack Morton. Rebus dejó la lata de agua mineral.
—Hola, Jack. ¿Dónde estás?
—En este apartamentito que tan amablemente me han facilitado nuestros amigos de Fettes.
—Para que cuadre con tu papel.
—Sí, supongo que sí. Aunque teléfono sí que tiene, pero es de monedas. —Hizo una pausa—. ¿Estás bien, John? Pareces… ido.
—Así es justamente como estoy, Jack. ¿Qué tal ese empleo de guardia de seguridad?
—Muy tranquilo, muchacho. Debería haberlo aceptado hace años.
—Espera a tener el retiro asegurado.
—Ah, eso sí.
—¿Resultó bien la actuación de Marty Jones?
—Candidata a varios Oscar. Estuvieron muy duros y cuando yo entré en la tienda tambaleante, el horrendo y el horrible se mostraron de lo más solícito y enseguida me hicieron las preguntas de rigor… No son muy sutiles.
—¿No desconfiaron?
—Eso me preguntaba yo y me extrañó que diera un resultado tan rápido, pero creo que a ellos les hemos convencido. Engañar a su jefe es otra cuestión.
—Ahora le corre mucha prisa.
—¿Con la guerra declarada?
—No creo que se trate únicamente de eso, Jack. Me parece que le apremian sus nuevos socios.
—¿Los rusos y los japoneses?
—A mi entender le están tendiendo una trampa con Maclean’s.
—¿Tienes pruebas?
—Es una corazonada.
—Entonces, ¿en dónde me he metido? —preguntó Morton.
—Ve con cuidado, Jack.
—No hace falta que lo digas.
—¿Cuándo crees que entrarán en contacto contigo?
—Me han seguido hasta donde vivo… Figúrate qué interés. Y ahora están ahí afuera.
—Deben de pensar que les convienes.
Rebus se imaginaba la situación: Dec y Ken querían a toda costa obtener un resultado rápido, por miedo a ser las próximas víctimas de Cafferty al estar tan lejos de Flint Street. Telford presionado por Tarawicz y, para mayor agobio, ahora el jefe de la Yakuza se presentaba en Edimburgo a exigir una prueba patente de que era un capo importante.
—¿Y tú cómo estás, John? Hace tiempo que no nos vemos.
—Cierto.
—¿Qué tal lo llevas?
—Sólo bebo refrescos, si te refieres a eso.
Y su coche con aquella peste a whisky que se le había metido en los pulmones.
—Cuelga, John, que llaman a la puerta. Más tarde te llamo.
—Ten cuidado.
La comunicación se interrumpió.
Rebus aguardó una hora, pero al ver que Morton no llamaba avisó a Claverhouse.
—No pasa nada —dijo Claverhouse—. Tararí y Tarará fueron a buscarle para acompañarle a algún sitio.
—¿Tenéis vigilancia en el apartamento?
—La furgoneta de pintores está aparcada enfrente.
—¿No sabéis dónde le llevan?
—Supongo que a Flint Street.
—¿Y va sin protección?
—Acordamos que se hiciera de este modo.
—No sé…
—Gracias por el voto de confianza.
—Tú no estás en la línea de fuego, y fui yo quien le propuso, precisamente.
—Él sabe lo que se juega, John.
—En consecuencia, que ahora sólo cabe esperar que vuelva a casa o que acabe en el depósito.
—John, Calvino era un cómico comparado contigo.
Había agotado la paciencia de Claverhouse y pensó una réplica, pero se limitó a colgar sin decirle nada.
De pronto no aguantó a Van Morrison y puso un disco de Bowie, Aladdin Sane. Eran magníficas las discordancias pianísticas de Mike Garson, como si acompasaran sus pensamientos.
Tenía por testigos mudos a unas latas de zumo vacías y unas cajetillas de tabaco sin un solo cigarrillo. No sabía la dirección actual de Jack Morton; el único que podía dársela era Claverhouse y no quería reanudar la conversación. Quitó a David Bowie a la mitad de la primera cara y puso Quadrophenia. Leyó un comentario de la portada: «¿Esquizofrénico? Cuadrofénicamente dolorido». Más o menos como él.
Las doce y cuarto. Sonó el teléfono. Era Jack Morton.
—¿Estás en casa sano y salvo? —preguntó Rebus.
—Vivito y coleando.
—¿Has hablado con Claverhouse?
—Que espere. Vuelvo a llamarte como dije.
—Bueno, ¿qué te han propuesto?
—Realmente no ha sido más que un interrogatorio por parte de un tipo de pelo moreno rizado y teñido que llevaba vaqueros ajustados.
—El Guapito.
—Se maquilla.
—Eso parece. En resumen, ¿qué?
—He superado la segunda barrera, pero nadie ha mencionado todavía nada de lo que tengo que hacer. Hoy ha sido una especie de sesión introductoria. Querían saber mi vida y me han dicho que pueden solucionar mis preocupaciones monetarias si les ayudo a resolver un «problemita», según palabras de El Guapito.
—¿Has preguntado cuál era el problema?
—No me lo ha dicho. Para mí que consultará con Telford para después sostener otra entrevista en la que me expongan el plan.
—¿Irás con un micro?
—Sí.
—¿Y si te registran?
—Claverhouse ha conseguido uno minúsculo de los que caben en un gemelo.
—¿Y el personaje que encarnas gasta gemelos?
—Claro. Seguramente llevaré el transmisor camuflado en un bolígrafo de ejecutivo.
—Muy acertado.
—Pero estoy sin un céntimo.
—¿Cómo era el ambiente?
—Tenso.
—¿Viste a Tarawicz o a Shoda?
—No. Sólo a El Guapito y a la horrenda pareja.
—La parejita Tararí y Tarará, que dice Claverhouse.
—Es que es de cultura más clásica —comentó Morton haciendo una pausa—. ¿Has hablado con él?
—Al ver que tú no llamabas.
—Me conmueves. ¿Crees que dará la talla?
—¿Claverhouse? —preguntó Rebus pensativo—. Estaría más tranquilo si yo dirigiese la operación. Pero no creo que sacara muchos votos.
—Yo no he dicho que fuera a votar en contra.
—Jack, eres todo un amigo.
—Los de Telford estarán comprobando mis datos, pero no hay ninguna fisura y creo que me aprobarán.
—¿Qué han preguntado de tu súbita llegada a Maclean’s?
—Les he dicho que me han trasladado de otra fábrica. Si lo comprueban, verán que estaba en plantilla —Morton hizo otra pausa—. Oye, quiero que me digas…
—¿Qué?
—El Guapito me ha dado un anticipo de cien libras. ¿Qué hago con ellas?
—Eso queda entre tú y tu conciencia, Jack. Hasta pronto.
—Buenas noches, John.
Por primera vez desde hacía tiempo Rebus fue a acostarse en la cama y durmió profundamente y sin soñar.