28

Por la mañana llamó al hospital para preguntar cómo estaba Sammy y a continuación pidió que le pusieran con la planta de Danny Simpson.

—¿Cómo sigue Danny Simpson?

—Perdone, ¿es de la familia?

No necesitaba oír más. Dijo quién era y preguntó cuándo había sucedido.

—Por la noche —respondió la enfermera.

Cuando el cuerpo está más desvalido, las horas de la muerte. Rebus llamó a la madre y volvió a decir quién era.

—Acabo de enterarme. Cuánto lo siento —dijo—. ¿A qué hora es el entierro…?

—Disculpe, pero sólo asistirá la familia. No queremos flores. Haremos una colecta y la entregaremos para… obras benéficas; Danny era muy considerado, ¿sabe?

—Sí, claro.

Rebus anotó los datos de la entidad en cuestión: era un asilo para enfermos de sida. A la madre le costó decirlo. Al terminar la llamada cogió un sobre, metió diez libras en él y escribió por fuera: «En memoria de Danny Simpson». Estaba pensando en ir a hacerse el análisis cuando sonó el teléfono.

—Diga.

Se oían ruidos de electricidad estática y de motores: era un móvil desde un coche que iba muy rápido.

—Esto es llevar el acoso a un nuevo terreno.

Era Telford.

—¿Qué quieres decir? —dijo Rebus tratando de simular calma.

—Apenas hace seis horas que ha muerto Danny Simpson y ya está telefoneando a la madre.

—¿Y cómo lo sabes?

—Porque yo estaba allí dándole el pésame.

—Por lo mismo que llamé yo. Telford, ¿sabes una cosa? Quien cree que estás llevando el complejo persecutorio a un nuevo terreno soy yo.

—Sí, y Cafferty no podrá detenerme.

—Dice que él no tuvo nada que ver con lo de Paisley.

—¿A que usted de niño creía en el ratoncito Pérez?

—Y sigo creyendo.

—Va a necesitar algo menos fantasioso si está de parte de Cafferty.

—¿Es una amenaza? No me digas que Tarawicz está ahí contigo en el coche. —Silencio. «Acerté», pensó—. ¿Crees que Tarawicz va a respetarte porque amenaces a un poli? Él no te tiene ningún respeto… Mira como te restriega a Candice por las narices.

—Oiga, Rebus —replicó Telford con un tono mezcla de frivolidad y dureza—. ¿Qué tal con Candice en aquel hotel? Jake me dice que es pura pimienta.

Se oían risas. El señor Ojos Rosa, que según Candice no la había tocado. La risa era una especie de bravata. Telford y Tarawicz jugando mano a mano y con los demás.

Rebus encontró el tono de voz adecuado.

—Yo quería ayudarla. Si es tan imbécil que no se da cuenta, bien se merece estar con gente como tú y Tarawicz —dijo para hacerles creer que ya no le interesaba—. De todos modos, a Tarawicz no le costó nada quitártela de las manos —añadió a modo de puya que pudiera envenenar la relación entre los dos gángsteres.

—¿Y si Cafferty no hubiera organizado lo de Paisley? —preguntó tras el silencio que siguió.

—Fueron sus hombres.

—Desmandados.

—No puede controlarlos, eso es, Rebus. Es un fantoche que está acabado.

Rebus no contestó, pero oía una conversación en voz baja.

—El señor Tarawicz quiere hablarle —dijo Telford, y Rebus oyó cómo le pasaba el teléfono.

—¿Rebus? Pensé que éramos gente civilizada…

—¿En qué sentido?

—¿No llegamos a un acuerdo… cuando nos vimos en Newcastle?

El acuerdo tácito de dejar en paz a Telford y no seguir apoyando a Cafferty para que Candice y su hijo no corrieran peligro. ¿Qué pretendía Tarawicz?

—Yo, por mi parte, he cumplido.

Rebus le oyó reír entre dientes.

—¿Sabe lo que significa Paisley?

—¿Qué?

—El principio del fin de Morris Gerald Cafferty.

—Me apuesto algo a que piensa enviarle flores a la tumba.

Flores secas, desde luego.

Rebus fue a St. Leonard y se sentó ante el ordenador para echar un vistazo a la foto del Cangrejo.

William Andrew Colton, alias «El Cangrejo». Correcto. Decidió pedir por teléfono el expediente y cuando rellenaba el formulario le llamaron de recepción para anunciarle que uno que no daba su nombre quería verle, pero por la descripción supo que era El Comadreja.

Bajó la escalera y vio que le esperaba afuera fumando un cigarrillo. Vestía un chaquetón impermeable con bolsillos rotos y se protegía del viento con un sombrero de leñador calado hasta las orejas.

—Vamos a dar una vuelta —dijo Rebus.

El Comadreja se puso a su lado y siguiendo su paso caminaron por un polígono de bloques nuevos con antenas parabólicas y ventanas como de juego de construcción. Detrás de la barriada comenzaban los riscos de Salisbury Crags.

—Pierde cuidado —dijo Rebus—. No tengo ganas de escalar.

—Yo de lo que tengo ganas es de estar a cubierto —dijo El Comadreja encogiendo el cuello dentro de la chaqueta.

—¿Qué se sabe del atropello de mi hija?

—Ya le dije que falta poco.

—¿Cómo de poco?

El Comadreja midió sus palabras.

—Tenemos las cintas del casete y el que las vendió. Dice que se las pasó un tercero.

—¿Y quién es?

El Comadreja sonrió taimado: sabía que ahora él dominaba a Rebus y pensaba aprovecharse.

—No tardará en conocerle.

—Bueno… pero ¿dice que las cintas las cogió del coche ya abandonado?

El Comadreja negó con la cabeza.

—No fue así.

—¿Pues cómo fue?

Le daban ganas de tirarle al suelo y machacarle la cabeza.

—Denos un par de días y podremos complacerle.

El viento levantó una polvareda que les hizo volver la cabeza y Rebus vio un tipo fornido unos sesenta metros a la zaga.

—No se preocupe —dijo El Comadreja—. Es de los míos.

—¿Hay canguelo?

—Después de lo de Paisley, Telford querrá vengarse.

—¿Qué sabes de Paisley?

Los ojos de El Comadreja se convirtieron en dos finas ranuras.

—Nada.

—¿No? Cafferty comienza a sospechar que algunos de los suyos van por libre.

El Comadreja negó con la cabeza.

—Yo no tengo la menor idea.

—¿Quién es el lugarteniente de tu jefe?

—Pregúnteselo al señor Cafferty —respondió El Comadreja mirando hacia un lado como aburrido por la conversación.

Hizo una seña al que venía detrás y este hizo otra. Segundos después se paraba junto a ellos un Jaguar nuevo rojo. Rebus vio un chófer con pinta de desempeñar funciones menos sedentarias y un interior de cuero beig. El rezagado llegó a la carrera y le abrió la puerta a El Comadreja.

—Eres tú —dijo Rebus.

El Comadreja: ojos y oídos de Cafferty en la calle, el tipo con aspecto de mendigo, era quien mandaba. Los distintos lugartenientes…, todos aquellos trajes hechos a medida…, un numeroso grupo que, según le constaba a la policía, seguía dirigiendo el imperio de Cafferty… no era más que una cortina de humo. Aquel hombrecillo encorvado que se calaba el sombrero de leñador, aquel tipo de dientes podridos y sin afeitar, era quien lo dirigía todo.

Rebus se echó a reír. El guardaespaldas subió al coche al lado del que conducía. Rebus dio unos golpecitos en la ventanilla y El Comadreja bajó el cristal.

—Dime una cosa, ¿tienes agallas para quitarle lo suyo?

—El señor Cafferty confía en mí y estoy a bien con él.

—¿Y con Telford?

El Comadreja le miró.

—A mí Telford no me preocupa.

—¿A quién, entonces?

Pero el cristal estaba cerrado y El Comadreja —el tal Jeffries, que había dicho Cafferty— no miraba y le había apartado ya de su mente.

Permaneció allí viendo alejarse el coche. ¿No estaría Cafferty cometiendo un grave error delegándolo todo en El Comadreja? ¿O quizá sus mejores hombres se habían largado o estaban ya en el bando contrario?

¿O era realmente El Comadreja tan astuto, tan listo y malvado como daba a entender el mote?

Cuando entró en la comisaría pensó en Bill Pryde y apenas se había acercado a su mesa cuando vio que se encogía de hombros.

—Lo siento, John. No hay nada nuevo.

—¿Nada de nada? ¿Y las cintas robadas? —Pryde negó con la cabeza—. Qué curioso, acabo de hablar con alguien que asegura saber quién las vendió y de dónde las sacó.

Pryde se recostó en la silla.

—Ya me extrañaba a mí que hubieses dejado de darme la tabarra. ¿Qué hiciste, contratar un detective? —exclamó encendido—. Me mato a trabajar en el caso, y tú lo sabes, John… ¿Es que desconfías de lo que hago?

—No es eso, Bill —replicó Rebus a la defensiva.

—¿Quién te informa?

—Es gente de la calle.

—Pero bien relacionada, por lo que dices. —Hizo una pausa—. ¿Delincuentes?

—Mi hija está en coma, Bill.

—Me doy cuenta perfectamente. ¡Contesta a mi pregunta!

Los de las otras mesas miraban y Rebus bajó la voz.

—Confidentes míos.

—Dime sus nombres.

—Vamos, Bill.

Pryde agarró con fuerza la mesa.

—Estos últimos días pensé que habías perdido interés, incluso que no querías saber lo que había pasado. —Hizo una pausa, pensativo—. ¿No habrás recurrido a Telford o… a Cafferty? ¿Es eso? —añadió entornando los ojos.

Rebus volvió la cabeza.

—Cielo santo, John… ¿a cambio de qué? Te entrega el que iba al volante, ¿a cambio de qué?

—No es eso.

—No puedo creerme que te fíes de Cafferty. ¡Tú, que fuiste quien le metió entre rejas, por Dios bendito!

—No es una cuestión de confianza.

Pryde meneó la cabeza de un lado a otro.

—Hay una raya que no se puede traspasar.

—Cálmate, Bill. No hay tal raya —replicó Rebus abriendo los brazos—. Dime tú dónde está si es que existe.

—Aquí —contestó Pryde dándose unos golpecitos en la frente.

—Pura ficción.

—¿De verdad lo crees?

Rebus buscó una réplica, pero se recostó de golpe contra la mesa y se pasó las manos por la cabeza. Recordaba algo que Lintz había dicho en cierta ocasión: «No es que cuando dejamos de creer en Dios de pronto no creamos en “nada”… Creemos en cualquier otra cosa».

—John —oyó que le llamaban—, al teléfono.

Rebus miró a Pryde.

—Después hablamos —dijo dirigiéndose a otra mesa para atender la llamada.

—Rebus al habla.

—Soy Bobby Hogan.

—¿Qué quieres, Bobby?

—Para empezar, me podrías ayudar a quitarme de encima a este gilipollas de la Brigada Especial.

—¿Abernethy?

—Es como mi sombra.

—¿Sigue llamándote?

—Cielo santo, John, ¿es que no me escuchas? Lo tenemos aquí.

—¿Cuándo ha llegado?

—No se fue.

—¡Aguanta!

—Y no para de darme la lata. Dice que a ti te conoce hace tiempo. ¿Por qué no le hablas tú?

—¿Estás en Leith?

—¿Dónde, si no?

—Dentro de veinte minutos me tienes ahí.

—Me ha cabreado tanto que recurrí a mi jefe, cosa que rara vez hago —dijo Bobby Hogan.

Estaba tomando café como si fuese cuestión de vida o muerte, tenía desabrochado el cuello de la camisa y la corbata floja.

—Pero claro —prosiguió—, su jefe habló con el mío y al final me han amonestado para que colabore.

—¿En qué sentido?

—Lo primero, que no diga a nadie que él sigue aquí.

—Gracias por la confianza. ¿Y qué está haciendo?

—¿Ese?, todo: quiere asistir a los interrogatorios, copia de las grabaciones y de las transcripciones, examinar toda la documentación, saber qué pasos tengo previstos y qué he desayunado…

—Supongo que su intromisión no te sirve precisamente de ayuda.

El modo en que le miró era de sobra elocuente.

—A mí no me importa que le interese el caso, pero lo que hace es obstaculizarlo y llevarlo a un punto muerto.

—Quizás es lo que pretende.

Hogan alzó la vista de la taza.

—No lo comprendo.

—Ni yo. Escucha, si está entorpeciendo tu trabajo, vamos a montar un número a ver cómo reacciona.

—¿Qué clase de número?

—¿A qué hora tiene que venir?

Hogan consultó el reloj.

—Dentro de una media hora. Le doy el parte al final de la jornada.

—Hay tiempo. ¿Puedo usar tu teléfono?