27

Leonard Cohen: There Is a War.

Estaban a la espera de represalias por parte de Telford. El director había sugerido una «presencia ostensible como factor disuasorio». Para Rebus no fue una sorpresa, y probablemente menos aún para Telford, que ya tenía a mano a Charles Groal para alegar acoso cuando se presentaron los coches patrulla en Flint Street. ¿Cómo iba su cliente a poder desarrollar su legítimo y sustancioso negocio y diversas mejoras sociales con el hostigamiento que representaba aquella desagradable y prepotente vigilancia policial? Con «mejoras sociales» quería decir los jubilados que vivían en pisos sin pagar alquiler y que Telford no vacilaría en esgrimir como justificación. Un caramelo para la prensa.

Acabarían por retirar los coches patrulla, desde luego, no iban a estar apostados eternamente. Y cuando lo hicieran, otra vez fuegos artificiales. Era lo que todos se esperaban.

Rebus se acercó al hospital y se sentó con Rhona. La habitación, con la que ya se había familiarizado, era un oasis de calma y orden donde a cada hora del día se sucedían los rituales al uso.

—Le han lavado el cerebro —comentó Rebus.

—Porque le hicieron otro encefalograma —dijo Rhona— y tuvieron que quitarle esa mugre que ponen. Dicen que tú la viste mover los ojos.

—Eso me pareció.

Rhona le tocó el brazo.

—Jackie dice que es posible que vuelva este fin de semana. El que avisa no es traidor.

—Recibido y entendido.

—Tienes cara de cansado.

Rebus sonrió.

—Seguro que un día de estos alguien me dice que estoy estupendo.

—No será hoy —replicó Rhona.

—La culpa la tienen la bebida, los clubs nocturnos y las mujeres.

Conforme lo decía pensó en las Coca-Colas, el Casino Morvena y en Candice. «¿Por qué estaré entre dos fuegos?». «¿No estarán Cafferty y Telford liándome en su juego?», y pensó también cuánto ansiaba que no le sucediera nada a Jack Morton.

Cuando llegó a su casa, en Arden Street, sonaba el teléfono. Lo cogió justo antes de que se conectara el contestador automático.

—Un momento que pare este cacharro —dijo pulsando al fin el botón adecuado.

—La tecnología, ¿eh, Hombre de paja?

Cafferty.

—¿Qué quieres?

—Me he enterado de lo de Paisley.

—¿Eres ventrílocuo?

—Yo no tengo nada que ver con ello.

Rebus soltó una carcajada.

—Lo digo en serio.

Rebus se dejó caer en el sillón.

—Y yo voy y me lo creo.

Seguía pensando en el juego que se traían.

—Lo crea o no, sólo quería decírselo.

—Gracias. Seguro que ahora duermo mejor.

—Me están tendiendo una trampa, Hombre de paja.

—Telford no necesita tenderte trampas —replicó Rebus con un suspiro estirando el cuello a un lado y otro—. Escucha, ¿no has pensado en otra posibilidad?

—¿En cuál?

—Que tus hombres se hayan desmandado y actúen a espaldas tuyas.

—Lo habría sabido.

—Tú te enteras de lo que te cuentan tus subalternos. ¿Y si te mienten? No digo toda la banda, pero podría haber dos o tres que fueran por libre.

—Lo habría sabido.

Ahora contestaba en un tono de voz más hueco, como pensándoselo.

—Bueno, muy bien; lo habrías sabido. ¿Quién te lo iba a haber advertido? Cafferty, tú estás en la otra punta del país, en la cárcel. ¿Va a ser tan difícil ocultarte algo?

—Son hombres que tienen toda mi confianza —replicó Cafferty haciendo una pausa—. Me lo habrían dicho.

—Si lo supieran, o si no les hubieran advertido que no te dijeran nada. ¿Me entiendes?

—Dos o tres que fueran por libre… —repitió Cafferty.

—¿Se te ocurre alguno?

—Jeffries lo sabrá.

—¿Jeffries? ¿Se llama así El Comadreja?

—Que no le oiga que le llama así.

—Dame su número de teléfono.

—No, le diré que le llame.

—¿Y si es de los desmandados?

—Al menos sabremos de uno.

—¿Reconoces que puede ser?

—Reconozco que Tommy Telford quiere verme en una caja.

Rebus miró por la ventana.

—¿Tal como suena?

—Me han llegado rumores de un encargo especial.

—¿Y estás protegido?

Cafferty contuvo la risa.

—Parece hasta preocupado, Hombre de paja.

—Pura imaginación tuya.

—Escuche, no hay más que dos soluciones. Que se ocupe usted de Telford o que me ocupe yo. ¿No le parece? Me refiero a que no soy yo quien ha iniciado la caza al hombre invadiendo territorio y amenazando.

—Tal vez sea más ambicioso que tú. A saber si no te recuerda al que fuiste tú.

—¿Insinúa que me he ablandado?

—Lo que digo es que hay que adaptarse o morir.

—¿Usted se ha adaptado, Hombre de paja?

—Puede que un poco.

—Ah, muy poca cosa.

—Pero no estamos hablando de mí.

—Usted está tan implicado como el que más. No lo olvide, Hombre de paja. Que duerma bien.

Rebus colgó. Se sentía extenuado y deprimido. Los niños de la casa de enfrente ya se habían acostado y las contraventanas estaban cerradas. Miró el cuarto. Jack Morton le había ayudado a pintarlo cuando él pensaba vender el piso. Su amigo le había ayudado también a dejar la bebida…

Sabía que no podría dormir. Cogió el coche y fue a Young Street. El Oxford estaba tranquilo. Había un par de pensadores en el rincón y tres músicos en el salón de atrás recogiendo sus violines. Tomó dos tazas de café solo y se fue a Oxford Terrace. Aparcó frente al piso de Patience, paró el motor y permaneció allí un rato escuchando jazz por la radio. Tuvo buena suerte: Astrid Gilberto, Stan Getz, Art Pepper y Duke Ellington; decidió aguantar hasta que pusiesen un disco malo para ir a llamar a la puerta de Patience.

Pero cuando comenzó a sonar era ya noche avanzada y no quiso presentarse en casa de ella de improviso. Sería…, no estaría bien. Que notara su desesperación no le importaba, pero lo que no quería era que creyese que se pasaba. Puso el motor en marcha y se alejó hacia el barrio elegante de New Town y Granton. Se detuvo a la orilla del Forth con la ventanilla bajada para escuchar el rumor del agua y del tráfico nocturno de camiones.

Aunque cerrara los ojos no podía cerrar el mundo. De hecho, en momentos como aquel, antes de que le venciera el sueño, las imágenes cobraban mayor intensidad. Se preguntó qué soñaría Sammy, si es que soñaba. Por más que Rhona dijera que Sammy había ido al norte para vivir con él, no acababa de ver qué había hecho realmente él para merecerlo.

Volvió a la ciudad, tomó un café exprés en Gordon’s Trattoria y después fue al hospital. A aquella hora de la madrugada se aparcaba bien; vio delante de la entrada un taxi con el contador en marcha. Al entrar en la habitación de Sammy le sorprendió ver a una mujer en la penumbra que al principio confundió con Rhona, arrodillada a la cabecera con la cabeza apoyada en las sábanas; pero al acercarse a la cama, ella, al oírle, alzó el rostro bañado en lágrimas.

Era Candice.

La joven se puso en pie, desconcertada, con los ojos muy abiertos.

—Quería verla —dijo con voz queda.

Rebus asintió con la cabeza. En la oscuridad se parecía todavía más a Sammy: la misma figura, el mismo pelo y el óvalo de la cara idéntico. Llevaba un abrigo rojo largo y metió la mano en un bolsillo buscando un pañuelo.

—Yo la quiero —dijo ella y Rebus volvió a asentir con la cabeza.

—¿Sabe Tarawicz que estás aquí? —preguntó.

Ella negó con la cabeza.

—¿Has venido en ese taxi que hay fuera?

Ella asintió.

—Fueron a casino, y yo dije que dolía la cabeza.

Hablaba despacio, pensando las palabras.

—¿Se enterará de dónde has ido?

Ella le miró pensativa y negó con la cabeza.

—¿Dormís en la misma habitación? —preguntó Rebus.

Ella volvió a negar con la cabeza, sonriendo.

—Jake no gustar mujeres.

Aquello era una novedad para Rebus. Miriam Kenworthy le había dicho que estaba casado con una inglesa… Sería exclusivamente a efectos de inmigración. Recordaba cómo Tarawicz había sobado a Candice, pero ahora comprendía que era por presumir y hacerle ver a Telford que cuidaba a sus chicas, no como él, que había permitido que la detuviera la policía. Un signo de rivalidad entre socios. ¿Se le podría sacar partido?

—¿Y ella, se…?

—Esperemos, Candice —contestó Rebus encogiéndose de hombros.

—Me llamo Karina —dijo ella bajando la vista.

—Karina —repitió él.

—Sarajevo era… —dijo mirándole a la cara—. Era… horror. Tuve suerte… de escapar. Todos me dijeron: «Tú, suerte. Tú, suerte». —Añadió, dándose en el pecho con el dedo—. Suerte, superviviente. —Volvió a caer de rodillas y Rebus la sujetó.

Rolling Stones: Soul Survivor. Pero había veces que sobrevivía sólo el cuerpo, y el alma sucumbía devorada, desgastada por las adversidades.

—Karina —dijo Rebus repitiendo el nombre por afianzar su identidad real y profundizar en una parte de su personalidad inhibida desde su huida de Sarajevo—. Karina, cálmate; todo irá bien —añadió, acariciándole el pelo y la cara y sosteniéndola con la otra mano sintiendo que temblaba mirando entre lágrimas el cuerpo inmóvil de Sammy.

Rebus pensó si algo de la electricidad que cargaba el ambiente no llegaría al cerebro de Sammy.

—Karina, Karina…

Ella se apartó bruscamente de él y le dio la espalda. Pero él no iba a dejar que se marchara; fue hacia ella y la sujetó por los hombros.

—Karina —dijo—, ¿cómo dio contigo Tarawicz? —Ella no parecía entenderle—. En Anstruther, sus hombres te encontraron…

—Brian —contestó ella.

Rebus frunció el entrecejo.

—¿Brian Summers? El Guapito…

—Él decir a Jake.

—¿Le dijo a Tarawicz dónde estabas?

¿Por qué no la habrían devuelto a Edimburgo? «Por el peligro que suponía tenerla tan cerca de la policía», pensó Rebus. Les convenía más tenerla lejos y no matarla para no complicarse la vida. Con Tarawicz estaría bajo control. El señor Ojos Rosa echaba otro cable a su amigo…

—Él te trajo aquí para presumir ante Telford —dijo Rebus pensativo mirándola.

¿Qué podía hacer con ella? ¿Dónde estaría a salvo? Candice, como si supiera lo que estaba pensando, le apretó la mano.

—Yo tengo un… —dijo haciendo con los brazos el movimiento de acunar a un niño.

—Un hijo —dijo Rebus y ella asintió con la cabeza—. ¿Y Tarawicz sabe dónde está?

Ella negó con la cabeza.

—Se lo llevaron… los camiones.

—¿Los camiones de refugiados de Tarawicz? —Ella asintió otra vez con la cabeza—. ¿Y no sabes dónde está?

—Jake sabe. Dice que ese hombre… —añadió haciendo extraños gestos elocuentes con las manos— matará al niño si…

Gestos como de cangrejo. De pronto le surgió una idea.

—¿Por qué no está El Cangrejo aquí con Tarawicz? —Ella se le quedó mirando—. Tarawicz aquí, y El Cangrejo en Newcastle, ¿por qué? —insistió él.

Karina se encogió de hombros y reflexionó.

—Él no viene. Peligro —respondió como si recordase algo de una conversación que había escuchado.

—¿Peligro? —inquirió Rebus frunciendo el entrecejo—. ¿Para quién?

Ella volvió a encogerse de hombros y Rebus le cogió las manos.

—No te fíes de él, Karina. Tienes que dejarle.

—Lo intenté —replicó ella sonriente con un destello en los ojos.

Volvieron a mirarse cara a cara un instante hasta que ella salió y se marchó en el taxi.