25

A las cuatro de la mañana, el bendito teléfono le sacó de la pesadilla.

Prostitutas de campo de concentración con dientes afilados arrodilladas ante él… Jake Tarawicz en uniforme de las SS sujetándole por detrás diciendo que era inútil toda resistencia. Veía a través de los barrotes del ventanuco las boinas negras de los maquis que liberaban el campo dejando para lo último su barracón. Se habían disparado las sirenas de alarma y por el estruendo sabía que faltaba poco para que le salvaran…

… La alarma era el teléfono… Se levantó a tientas del sillón a cogerlo.

—Diga.

—¿John?

Era una voz con el inconfundible acento de Aberdeen: el jefe supremo.

—Diga, señor.

—Véngase para acá que tenemos un problemita.

—¿Qué problemita?

—Ya se lo explicaré aquí. Muévase.

A toda prisa en plena noche por la ciudad dormida. En St. Leonard tenían las luces encendidas en contraste con las viviendas cercanas, pero sin que se detectara signo alguno del «problemita» que decía Watson.

El jefe supremo estaba en su despacho con Gill Templer.

—Siéntese, John. ¿Un café?

—No, gracias, señor.

Como Templer y Watson no decidían quién tomaba la palabra Rebus salió en su ayuda.

—Han atentado contra los negocios de Tommy Telford.

—¿Telepatía? —preguntó Templer con cara de sorpresa.

—Hubo un ataque con bombas incendiarias a la parada de taxis de Cafferty y a su casa y se sabía que no tardarían las represalias —dijo Rebus encogiéndose de hombros.

—¿Se sabía?

¿Qué podía decir? «Yo sí, porque me lo dijo Cafferty». No, no les gustaría.

—Bueno, pensé que dos y dos suman cuatro.

Watson se sirvió un vaso de café.

—Así que ahora tenemos una guerra en toda regla.

—¿Qué han atacado?

—El salón de recreativos de Flint Street —dijo Templer—. El destrozo no es mucho porque tenía un sistema de aspersión contra incendios —añadió sonriendo al imaginarse un salón de juegos con sistema de aspersión…

Realmente Telford era precavido.

—Más un par de clubs nocturnos y un casino —añadió Watson.

—¿Cuál de ellos?

El jefe supremo miró a Templer.

—El Morvena —dijo ella.

—¿Hay heridos?

—El director y un par de amigos, con conmoción cerebral y magulladuras.

—De resultas de…

—Una caída en grupo cuando bajaban corriendo la escalera.

Rebus asintió con la cabeza.

—Es curioso los problemas que les da a algunos la escalera —dijo recostándose en la silla—. Bien, ¿y qué tiene todo esto que ver conmigo? No me lo digan: después de cargarme al socio japonés de Telford, decidí echar leña al fuego.

—John… —Watson se puso en pie y se sentó en el borde de la mesa—. Los tres sabemos perfectamente que no tiene nada que ver con esto. Por cierto, esta vez hemos encontrado una botella de whisky sin empezar debajo del asiento de su coche…

—Es mía —asintió Rebus con la cabeza.

Otra de sus bombas de suicida.

—¿Cómo es que bebe whisky de supermercado?

—¿Eso pone en la etiqueta? Serán cabrones…

—Por otra parte, no se ha detectado alcohol en su análisis de sangre. Pero, como acaba de decir, el sospechoso de esto es Cafferty. Y Cafferty y usted…

—¿Quieren que hable con él?

Gill Templer se inclinó en la silla.

—No queremos que haya guerra.

—Para un alto el fuego hacen falta dos.

—Yo hablaré con Telford —dijo ella.

—Ve con cuidado, es un cabronazo muy listo.

Ella asintió con la cabeza.

—¿Hablarás tú con Cafferty?

Rebus no quería la guerra porque distraería a Telford del atraco a Maclean’s, pues necesitaría todos sus hombres y puede que se viera obligado incluso a cerrar la tienda. No, él no quería la guerra.

—Hablaré con él —dijo.

En Barlinnie era la hora del desayuno.

Rebus se encontraba nervioso por el viaje y sabía que un whisky le habría calmado. Cafferty le esperaba en el locutorio de costumbre.

—Vaya horas, Hombre de paja —dijo con los brazos cruzados y cara de satisfacción.

—Habrás tenido una noche agitada.

—Al contrario; nunca había dormido tan bien aquí. ¿Y usted?

—Llevo en pie desde las cuatro de la mañana leyendo informes de destrozos. Y no te creas que me ha hecho gracia venir a verte. Si me hubieras dado el número de tu móvil…

Cafferty sonrió.

—Me han dicho que han hecho polvo los clubs nocturnos.

—Me parece que tus muchachos se han lucido. —A Cafferty se le borró la sonrisa—. Los locales de Telford disponían del último grito en prevención de incendios a base de sensores de humo y surtidores y los daños han sido mínimos.

—Esto no es más que el principio —replicó Cafferty—. Voy a borrarlo del mapa.

—Creí que eso era asunto mío.

—Hasta ahora poco ha hecho, Hombre de paja.

—Estoy preparando algo. Si sale bien, te gustará.

Cafferty entornó los ojos.

—Explíquemelo para que lo crea.

Rebus negó con la cabeza.

—En ocasiones hay que tener fe. —Hizo una pausa—. ¿Vale, entonces?

—No sé si lo entiendo bien.

—Tú retiras tus fuerzas y me dejas a Telford.

—Eso ya lo intentamos. Pero si él me ataca y yo no respondo quedo como una puta mierda.

—Nosotros vamos a hablar con él para disuadirle.

—¿Y mientras, tengo que creerme que va a cumplir lo prometido?

—Fue el trato que hicimos.

—He hecho tratos con muchos cabrones —dijo Cafferty con desdén.

—En esta ocasión has encontrado una excepción a la regla.

—Excepción a muchas reglas es usted, Hombre de paja —replicó Cafferty pensativo—. ¿Así que el casino, los clubs y el salón de juego… no han quedado destrozados?

—Creo que les ha causado más daños el sistema de aspersión.

Cafferty apretó los labios.

—Eso me hace quedar como un imbécil.

Rebus no hizo ningún comentario y aguardó a que acabase de darle vueltas a lo que pensaba en silencio.

—De acuerdo —dijo el gángster finalmente—. Retiraré las fuerzas. De todos modos, tal vez sea hora de reclutar más gente. Sangre joven —añadió mirándole.

Lo que le recordó a Rebus un asunto pendiente.

Danny Simpson vivía con su madre en un bloque de Wester Hailes.

Aquel barrio de bloques de viviendas tan poco acogedor proyectado por sádicos que no vivían en él, tenía un corazón marchito pero que no renunciaba a seguir latiendo. Rebus sentía un inmenso respeto por la barriada, pues en ella se había criado Tommy Smith, el saxofonista que ensayaba en su casa con el instrumento amortiguado con calcetines para no molestar a los vecinos. Tommy Smith era uno de los mejores saxofonistas que Rebus había oído.

En cierto modo, Wester Hailes vivía al margen del mundo real; estaba en el camino a ninguna parte y Rebus nunca había tenido que cruzarlo; allí únicamente había ido por asuntos concretos. Desde la cercana autopista de circunvalación lo único que se veía al pasar en coche eran bloques monótonos, antenas de televisión y restos de canchas de juego desiertas. Gente no. Más que una jungla de asfalto era una jungla de cemento.

Llamó a la puerta de Danny Simpson. No sabía qué iba a decirle al joven. Simplemente quería verle de nuevo, sin sangre ni heridas. Verle entero y de una pieza.

Quería verle.

Pero ni Danny Simpson ni su madre estaban en casa, según una vecina sin su dentadura postiza que salió a informarle de la situación.

Por lo que le explicó la mujer Rebus acabó yendo al hospital, donde en una sala lúgubre y perdida yacía Danny Simpson en una cama con la cabeza vendada y bañado en sudor como si acabase de jugar un partido de fútbol de hora y media sin interrupción. Estaba inconsciente, y su madre, sentada a la cabecera, le acariciaba la mano. Una enfermera le comentó a Rebus que lo mejor sería enviarle al asilo de pobres si le encontraban cama.

—¿Qué tiene?

—Creemos que es una infección. Cuando no hay defensas… cualquier cosa es mortal —añadió la mujer encogiéndose de hombros, como si estuviese acostumbrada a aquellas situaciones.

La madre de Danny debió de pensar que Rebus era médico porque se levantó y se acercó a él como esperando que le dijera algo.

—He venido a ver a Danny —dijo.

—¿Y bien?

—La noche del… accidente fui yo quien le trajo aquí. Venía a ver cómo estaba.

—Ya ve usted —dijo ella con voz quebrada.

Rebus pensó que a cinco minutos de allí estaba la habitación de Sammy y que él creía que era un caso especial por tratarse de su hija, pero ahora comprendía que en el mismo edificio, no muy lejos de la cama de Sammy, había otros padres con lágrimas en los ojos apretando la mano a sus hijos y maldiciendo la mala suerte.

—No sabe cuánto lo siento —dijo—, ojalá…

—Eso deseo yo —añadió la mujer—. Nunca fue mal chico. Caradura sí, pero no malo. Lo que sucedía es que nunca estaba contento y buscaba cosas nuevas, algo con que combatir el aburrimiento. Y ya sabemos adonde puede conducir eso.

Rebus asintió con la cabeza. De pronto ya no deseaba estar allí oyendo minucias sobre la vida de Danny Simpson. Él tenía fantasmas que conjurar de sobra. Dio un apretón a la mujer en el brazo.

—Escuche, lo siento pero tengo que irme —dijo.

Ella asintió con la cabeza distraídamente y volvió junto a la cabecera de su hijo. Rebus deseaba maldecir a Danny Simpson por la mera posibilidad de que hubiera podido contagiarle el virus del sida, y ahora veía claro que de haberle encontrado en su casa era lo primero que le habría echado en cara e incluso habría pasado a mayores…

Deseaba maldecirle… pero no podía. Habría sido como maldecir al Gran Jefe. Una pérdida de tiempo y energías, y optó por acercarse a la habitación de Sammy; vio que otra vez estaba sola, y sin rastro de enfermeras ni de Rhona. La besó en la frente y notó un sabor salado por el sudor; tendría que secársela. Notó un olor nuevo: polvos de talco. Se sentó y le cogió la mano tibia.

—¿Qué tal estás, Sammy? Te traeré música de Oasis a ver si recobras el conocimiento. Tu madre sólo pone clásica y no sé si tú la oyes o si te gusta. Tenemos que hablar de muchas cosas.

Advirtió un movimiento y se puso en pie para cerciorarse. Sí: había movido los párpados.

—¡Sammy, Sammy!

Era la primera vez que lo hacía. Pulsó el botón de la cabecera para llamar a la enfermera. Volvió a pulsarlo.

—Vamos, otra vez, Sammy…

Un solo movimiento de los párpados… y nada más.

—¡Sammy!

Se abrió la puerta y entró una enfermera.

—¿Qué sucede?

—Creo que la he visto… mover…

—¿Moverse?

—Mover los ojos; como si fuera a abrirlos.

—Voy a por un médico.

—Vamos, Sammy; hazlo otra vez. Despierta, amor —exclamó dándole palmaditas en las manos y en las mejillas.

Llegó el médico; el mismo a quien Rebus había gritado el primer día. Abrió los párpados de Sammy enfocándole una lucecita a distinta distancia para comprobar la reacción de la pupila.

—Si usted lo ha visto, seguro que los ha movido.

—Ya, ¿pero qué significa?

—Es difícil decirlo.

—Pruebe usted —replicó Rebus taladrándole con la mirada.

—Ella duerme y sueña, y hay unas fases del sueño en las que se produce lo que se llama REM, el movimiento de ojos rápido.

—O sea que podría ser… ¿involuntario?

—Ya le digo que es difícil determinarlo. Los últimos electroencefalogramas indican cierta mejoría. —Hizo una pausa—. Una leve mejoría, pero indudable.

Rebus asintió con la cabeza; temblaba. El médico lo advirtió y le preguntó si se encontraba bien. Él dijo que sí y el doctor consultó el reloj y abandonó el cuarto seguido de la enfermera. Rebus les dio las gracias y se marchó también.

HOGAN: ¿Tiene inconveniente en que se grabe la conversación, doctor Colquhoun?

COLQUHOUN: Ninguno.

HOGAN: Es en su propio interés y en el nuestro.

COLQUHOUN: No tengo nada que ocultar, inspector Hogan. (Toses).

HOGAN: Muy bien. ¿Le parece que empecemos?

COLQUHOUN: ¿Puedo hacer una pregunta para que conste? ¿Va a interrogarme exclusivamente sobre Joseph Lintz?

HOGAN: ¿Qué otra cosa si no, señor?

COLQUHOUN: Quería saberlo.

HOGAN: ¿Quiere que esté presente un abogado?

COLQUHOUN: No.

HOGAN: Está en su derecho, señor. Bien, vamos a empezar… Se trata realmente de aclarar su relación con el profesor Lintz.

COLQUHOUN: Usted dirá.

HOGAN: Pues resulta que la primera vez que hablamos con usted dijo que no conocía al profesor Lintz.

COLQUHOUN: Creo que dije que no le conocía bien.

HOGAN: De acuerdo, si se empeña…

COLQUHOUN: Eso es lo que dije si mal no recuerdo.

HOGAN: Bien, el caso es que disponemos de nueva información…

COLQUHOUN: ¿A propósito de qué?

HOGAN: A propósito de que usted conocía al profesor Lintz más de lo que dice.

COLQUHOUN: ¿Según quién?

HOGAN: Nueva información que hemos recogido. Quien nos la ha facilitado afirma que Joseph Lintz le acusó a usted de ser un criminal de guerra. ¿Tiene usted algo que comentar al respecto?

COLQUHOUN: Tan sólo que es mentira. Una mentira ignominiosa.

HOGAN: ¿No pensaba él que era un criminal de guerra?

COLQUHOUN: ¡Ah, él claro que lo pensaba! Me lo dijo a la cara más de una vez.

HOGAN: ¿Cuándo?

COLQUHOUN: Hace años. Se le metió en la cabeza… Ese hombre estaba loco, inspector. Le movía sin duda algún impulso diabólico.

HOGAN: ¿De qué le acusaba exactamente?

COLQUHOUN: No recuerdo bien. Hace mucho tiempo; debió de ser a principios de los setenta.

HOGAN: Nos sería de gran ayuda si pudiera…

COLQUHOUN: Me lo soltó durante una fiesta. Creo que era con ocasión de un acto de bienvenida a un profesor invitado. Bien, Lintz se empeñó en que fuéramos a un aparte. Yo advertí que estaba tembloroso, como en estado febril, y de buenas a primeras me dijo que yo era un nazi y que había llegado a Inglaterra por una ruta tortuosa. Y no hubo manera de sacarle de sus trece.

HOGAN: ¿Y qué hizo usted?

COLQUHOUN: Le repliqué que estaba bebido y que no sabía lo que decía.

HOGAN: ¿Y?

COLQUHOUN: Figúrese lo bebido que estaría que tuvo que tomar un taxi para volver a casa. Yo no volví a hablar de ello. En los círculos académicos acaba uno por acostumbrarse a cierta conducta… excéntrica. Somos gente obsesiva y es inevitable.

HOGAN: ¿Lintz persistió?

COLQUHOUN: No exactamente. Pero cada dos o tres años… volvía a las andadas y… alegaba alguna atrocidad…

HOGAN: ¿Le abordaba a usted fuera de la universidad?

COLQUHOUN: Durante un tiempo estuvo llamándome a casa.

HOGAN: ¿Y usted se mudó?

COLQUHOUN: Sí.

HOGAN: ¿Y se dio de baja del listín telefónico?

COLQUHOUN: Al final, sí.

HOGAN: ¿Para evitar que le llamase?

COLQUHOUN: En parte, creo que sí.

HOGAN: ¿No se lo dijo a nadie?

COLQUHOUN: ¿Se refiere a las autoridades? No, a nadie. Era simplemente una pesadez.

HOGAN: ¿Y qué sucedió luego?

COLQUHOUN: Luego los periódicos empezaron a publicar artículos en los que se afirmaba que Joseph Lintz era nazi y un criminal de guerra, y él de pronto volvió otra vez a la carga.

HOGAN: ¿Le llamaba al despacho?

COLQUHOUN: Sí.

HOGAN: En eso nos mintió usted.

COLQUHOUN: Lo lamento; tenía miedo.

HOGAN: ¿De qué había de tener miedo?

COLQUHOUN: Pues… no sé.

HOGAN: ¿Se vieron entonces? ¿Para aclarar las cosas?

COLQUHOUN: Comimos juntos. Parecía… lúcido. Pero lo que decía era una insensatez. Él tenía su visión particular de mi historia, pero era pura fantasía. Yo persistía en decirle: «Joseph, si yo al terminar la guerra no tenía ni veinte años…». Además, yo nací y me crie en Inglaterra. Hay documentación.

HOGAN: ¿Y qué dijo él a eso?

COLQUHOUN: Que los documentos pueden falsificarse.

HOGAN: Documentos falsos… es el medio de que se habría valido Josef Linzstek para pasar inadvertido.

COLQUHOUN: Lo sé.

HOGAN: ¿Cree usted que Joseph Lintz era Josef Linzstek?

COLQUHOUN: Lo ignoro. Tal vez esas historias… llegaran a hacérselo creer… No lo sé.

HOGAN: Sí, pero él esas acusaciones las venía haciendo desde muchos años antes del escándalo en la prensa.

COLQUHOUN: Es cierto.

HOGAN: Le acosaba a usted. ¿Le dijo si pensaba acudir a los periódicos para revelar la historia?

COLQUHOUN: Podría ser… No recuerdo.

HOGAN: Hummm…

COLQUHOUN: ¿Busca usted el móvil, verdad?

HOGAN: ¿Lo mató usted, doctor Colquhoun?

COLQUHOUN: Categóricamente, no.

HOGAN: ¿Sospecha usted de alguien?

COLQUHOUN: No.

HOGAN: ¿Por qué no nos dijo esto antes? ¿Por qué mintió?

COLQUHOUN: Porque sabía lo que acabaría sucediendo y por ser un estúpido al creer que podría eludir las sospechas.

HOGAN: ¿Eludirlas?

COLQUHOUN: Sí.

HOGAN: A Lintz le vieron acompañado de una mujer joven en el mismo restaurante al que fueron ustedes. ¿Tiene idea de quién puede ser?

COLQUHOUN: No.

HOGAN: Usted conocía desde hace tiempo al profesor Lintz… ¿Cuáles cree que eran sus tendencias sexuales?

COLQUHOUN: Nunca me lo planteé.

HOGAN: ¿No?

COLQUHOUN: No.

HOGAN: ¿Y las suyas, señor?

COLQUHOUN: No veo a qué… Bien, inspector, que conste que soy monógamo y heterosexual.

HOGAN: Gracias, señor. Aprecio su franqueza.

Rebus apagó la grabadora.

—No era para menos.

—¿Tú que crees? —preguntó Bobby Hogan.

—Creo que no planteaste a su debido tiempo la pregunta clave. Por lo demás, no está mal —respondió Rebus—. ¿Queda mucho? —añadió dando unos golpecitos al aparato.

—No mucho.

Rebus volvió a encender el magnetófono.

HOGAN: ¿Cuando se vieron en el restaurante, hablaron del mismo tema?

COLQUHOUN: Ah, sí. Nombres, fechas…, países europeos por los que pasé camino de Inglaterra.

HOGAN: ¿Le dijo de qué manera?

COLQUHOUN: Él lo llamaba la Ruta de Ratas. Dijo que la dirigía el Vaticano, figúrese. Y que todos los gobiernos occidentales estaban conchabados para que los científicos e intelectuales nazis importantes no cayeran en manos de los rusos. Para mí, la verdad… es como una mezcla de Ian Fleming y John Le Carré, ¿no cree?

HOGAN: Pero ¿se lo explicó con abundancia de detalles?

COLQUHOUN: Sí, pero eso es típico de quienes tienen una personalidad obsesiva.

HOGAN: Se han escrito libros sobre lo mismo que alegaba el profesor Lintz.

COLQUHOUN: ¿Ah, SÍ?

HOGAN: Nazis que lograron escapar y llegaron a América…, criminales de guerra que se salvaron de la horca.

COLQUHOUN: Bueno, sí, pero son cuentos. ¿No creerá en serio…?

HOGAN: Yo sólo recojo información, doctor Colquhoun. En mi trabajo no se descarta nada.

COLQUHOUN: Sí, claro, ya lo veo. El problema está en separar el grano de la paja.

HOGAN: ¿Quiere decir las verdades de las mentiras?

COLQUHOUN: Quiero decir que, por ejemplo, esas historias que se cuentan sobre Bosnia y Croacia… de matanzas, torturas masivas, culpables que desaparecen… Cuesta discernir lo que es cierto.

HOGAN: Antes de terminar… ¿Tiene usted idea de lo que sucedió con el dinero?

COLQUHOUN: ¿Qué dinero?

HOGAN: El que retiró Lintz del banco. Cinco mil libras en efectivo.

COLQUHOUN: Es la primera vez que lo oigo. ¿Otro móvil?

HOGAN: Gracias por haberme concedido su tiempo, doctor Colquhoun. Tal vez tengamos que volver a hablar más adelante. Lo lamento, pero no debió mentirnos; eso entorpece enormemente nuestro trabajo.

COLQUHOUN: Lo siento, inspector Hogan. Lo entiendo, pero comprenda mis motivos.

HOGAN: Mi madre me decía que no se debe mentir, señor. Gracias de nuevo.

Rebus miró a Hogan.

—¿Tu madre?

—O sería mi abuela —respondió Hogan encogiéndose de hombros.

Rebus apuró el café.

—Bueno, ya conocemos a uno de los que comió con Lintz.

—Y sabemos que se dedicaba a acosar a Colquhoun.

—¿Le crees sospechoso?

—La verdad, no me abruman las sospechas.

—Tienes razón, pero de todos modos…

—¿Tú crees que da la talla?

—No sé, Bobby. A mí me suena como si lo tuviera ensayado. Y al terminar se nota el alivio con que respira.

—¿Crees que le queda algo por revelar? Puedo interrogarle otra vez.

Rebus pensaba: «… Historias que se cuentan…, los culpables que desaparecen». No historias que se leen, sino que se cuentan… ¿Quién se las habría contado? ¿Candice? ¿Jake Tarawicz?

Hogan se restregó el puente de la nariz.

—Necesito un trago.

Rebus tiró el vaso a la papelera.

—Mensaje recibido y entendido. Por cierto, ¿has sabido algo de Abernethy?

—Es un tostón de la hostia —respondió Hogan volviéndole la espalda.