En la oficina de la Brigada Criminal de Fettes, con una música country de fondo, Claverhouse terminaba de hablar por teléfono. Ni rastro de Ormiston y Clarke.
—Han salido a un servicio —dijo Claverhouse.
—¿Algo nuevo en el caso de la puñalada?
—¿Tú qué crees?
—Creo que hay algo que debéis saber —dijo Rebus sentándose al escritorio de Siobhan Clarke y admirando lo ordenado que estaba. Abrió un cajón y comprobó la impecable colocación del contenido. «Compartimientos», pensó. Clarke se las arreglaba perfectamente para dividir su vida en compartimientos aislados—. Jake Tarawicz está en Edimburgo. Ha venido con esa limusina horrenda tan llamativa. —Hizo una pausa—. Y se ha traído a Candice.
—¿Qué hace aquí?
—Creo que ha venido a ver el espectáculo.
—¿Qué espectáculo?
—El de Cafferty y Telford, un combate de quince asaltos sin guantes y sin arbitro —dijo Rebus apoyando los brazos en la mesa e inclinándose—. Y creo saber con qué propósito.
Rebus volvió a casa y llamó a Patience pare decirle que iba a llegar con retraso.
—¿Con cuánto retraso?
—¿Cuánto retraso se me permite sin que rompamos las amistades?
Ella reflexionó.
—Hasta las nueve y media.
—De acuerdo.
Comprobó los mensajes del contestador: David Levy decía que podía localizarle en casa.
—¿Dónde estuvo usted? —preguntó Rebus una vez que la hija de Levy se lo pasó al aparato.
—Tenía cosas que hacer.
—Tenía preocupada a su hija, ¿sabe? Podía haber llamado.
—¿Es un consejo gratuito?
—Gratuito a cambio de unas preguntas. ¿Sabe que Lintz ha muerto?
—Eso me han dicho.
—¿Dónde se lo dijeron?
—Ya le he dicho que tenía asuntos… Inspector, ¿soy sospechoso?
—Prácticamente, el único.
Levy lanzó una carcajada aguda.
—Es absurdo. Yo no soy un… —No encontraba la palabra—. Un momento, por favor.
Rebus se figuró que la hija estaba escuchando y notó que tapaba el auricular seguramente para hacerla salir de la habitación, tras lo cual reanudó la conversación en voz más baja.
—Inspector, creo que debo confesarle que me fastidió mucho cuando lo supe. Se habría hecho o no justicia…, en fin, no vamos a discutir eso ahora, pero de lo que no hay ninguna duda es de que en este caso se ha cometido un fraude histórico.
—¿Por no llevarle ante los tribunales?
—¡Por supuesto! Y por lo de la Ruta de Ratas. Cada vez que muere un sospechoso disminuye la posibilidad de demostrar su existencia. Lintz no es el primero; usted lo sabe. A uno de ellos le fallaron los frenos del coche, otro cayó desde una ventana, y ha habido dos aparentes suicidios y otros seis casos de presunta muerte natural.
—¿Va a exponerme la teoría completa de la conjura?
—No es ninguna broma, inspector.
—¿Acaso me he reído? ¿Y usted, señor Levy, cuándo salió de Edimburgo?
—Antes de la muerte de Lintz.
—¿Le vio? —preguntó Rebus, que lo sabía perfectamente, por ver si mentía.
Levy hizo una pausa.
—Me enfrenté a él sería el término más exacto.
—¿Una vez?
—Tres veces. No quería hablar, pero yo no me mordí la lengua.
—¿Y la llamada telefónica?
Una pausa.
—¿Qué llamada?
—La que él hizo al Roxburghe.
—Ojalá la hubiese grabado para la posteridad. Estaba rabioso, inspector. Rabioso y malhablado. Estoy convencido de que estaba loco.
—¿Loco?
—Habría tenido que oírle. Ese hombre se las ingeniaba muy bien para parecer perfectamente normal, porque de lo contrario no habría pasado tanto tiempo inadvertido. Pero era una persona… Estaba loco.
Rebus pensó en el viejecito encorvado en el cementerio tirando de pronto una piedra al perro: digno, iracundo y digno de nuevo.
—La historia que me contó… —dijo Levy.
—¿En el restaurante?
—¿Qué restaurante?
—Perdone, creí que habían comido juntos.
—Le aseguro que no.
—Bien, ¿cuál es esa historia?
—Inspector, esa gente llega a justificar sus actos borrándolos de su mente, o por transferencia. Transferencia en la mayoría de los casos.
—¿Acaban por convencerse de que sus actos fueron obra de otros?
—Sí.
—¿Y qué historia contaba Lintz?
—Una más increíble aún que la que casi todos alegan. Según él, todo era un simple error de identidad.
—¿Y con quién le confundían, según él?
—Con un colega de la universidad… Un tal doctor Colquhoun.
Rebus llamó a Hogan para informarle de la conversación.
—Le he comentado a Levy que querías hablar con él.
—Voy a llamarle ahora mismo.
—¿A ti qué te parece lo que acabo de explicarte?
—¿Si Colquhoun es un criminal de guerra? —preguntó Hogan y lanzó un bufido despectivo.
—A mí tampoco me lo parece —dijo Rebus—, pero le he preguntado a Levy por qué creyó que no merecía la pena informarnos de esa imputación.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que ni merecía crédito ni valía la pena.
—De todos modos, será mejor que volvamos a hablar con Colquhoun hoy mismo.
—Yo tengo otros planes para esta noche, Bobby.
—Comprendo, John. Gracias por tu ayuda.
—¿Vas a ir solo a verle?
—Iré con alguien.
Rebus no podía aguantar quedarse al margen y pensó en anular la cena…
—Dime lo que averigües —dijo, y colgó.
En el tocadiscos sonaba Eddie Harris suave y melódico y optó por darse un buen baño con una toalla sobre los ojos. Se le antojaba que todos vivían su vida metidos en cajitas que abrían con arreglo a las circunstancias. Nadie desvela nunca su propio ser del todo. Los polis eran así; para ellos cada caja era un mecanismo de seguridad; no conocemos ni el nombre de la mayoría de la gente con que nos tropezamos en la vida, vamos por ella en cajas, aislados unos de otros. Y eso es lo que llaman sociedad.
Pensó en Joseph Lintz, siempre planteando preguntas, haciendo de la conversación un discurso filosófico; recluido en su propia caja, con la identidad inhibida fuera de ella y con un pasado necesariamente oscuro… Joseph Lintz, furioso cuando se veía acorralado, probable demente clínico, impulsado a este trastorno por… ¿Por sus recuerdos? ¿O por falta de ellos? ¿Acorralado por los demás?
El compacto de Eddie Harris atacaba la última pista cuando salió del cuarto de baño. Se vistió bien para la cena con Patience. Pero antes tenía que ir a dos sitios: al hospital para ver a Sammy y a una reunión en Torphichen.
—La banda al completo —dijo al entrar en el departamento.
Estaban Shug Davidson, Claverhouse, Ormiston y Siobhan Clarke sentados a una mesa, tomando café en vasos idénticos. Rebus arrimó una silla.
—¿Les has puesto al corriente, Shug?
Davidson asintió con la cabeza.
—¿Y lo de la tienda?
—A eso iba —respondió Davidson cogiendo un bolígrafo y jugueteando con él—. El dueño anterior cerró por falta de clientela y ha estado casi un año sin abrir, pero ahora la inauguran de pronto con nueva dirección y precios de ganga.
—Más la avalancha de trabajadores de Maclean’s —puntualizó Rebus—. ¿Cuándo fue la apertura?
—Hará algo más de un mes y todo con descuento desde el primer día.
—Sin ánimo de lucro, como puede verse —dijo Rebus mirando a Ormiston y Clarke al hacer el comentario, pues con Claverhouse ya lo había tratado.
—¿Y quiénes son los dueños? —preguntó Clarke.
—Bueno, al frente del negocio figuran dos muchachos llamados Declam Delaney y Ken Wilkinson. ¿Sabéis de dónde son?
—De Paisley —dijo Claverhouse decidido a no perder el tiempo.
—O sea, que son de la banda de Telford —aventuró Ormiston.
—No a las claras, pero sin duda hay alguna relación —dijo Davidson sonándose ruidosamente—. Llevan el negocio pero no son los dueños.
—Es Telford —dijo Rebus.
—Bien —terció Claverhouse—, tenemos, pues, a Telford dueño de un negocio ruinoso para tratar de obtener información.
—Yo creo que la cosa no queda ahí —añadió Rebus—. Quiero decir que escuchar conversaciones es una cosa, pero no creo yo que los trabajadores vayan allí a hablar de los diversos dispositivos de seguridad y de la manera de burlarlos. Dec y Ken son muy charlatanes, condición ideal para el cometido que les ha asignado Telford, pero resultaría sospechoso que se excedieran preguntando.
—¿Y qué es lo que Telford persigue? —preguntó Ormiston.
Siobhan Clarke se volvió hacia él.
—Encontrar un topo —dijo.
—Por lógica —prosiguió Davidson—. El edificio está muy bien vigilado, pero no es inexpugnable. Y, desde luego, cualquier fallo será mucho más fácil conocerlo con alguien dentro.
—Bien, ¿qué vamos a hacer? —preguntó Clarke.
—Lo mismo que Telford —dijo Rebus—. Él quiere un infiltrado, pues nosotros se lo facilitamos.
—Esta noche voy a hablar con el director de Maclean’s —dijo Davidson.
—Yo te acompaño —dijo Claverhouse que no quería perderse nada.
—Bien, metemos en la fábrica a uno de los nuestros —dijo Clarke como repasando el plan— y ellos bla, bla, bla, hacen una propuesta interesante, ¿y nos sentamos a esperar que Telford establezca contacto con él precisamente?
—Cuanto menos confiemos en el azar mejor —dijo Claverhouse—. Hay que hacer las cosas bien.
—Por eso lo estamos preparando —dijo Rebus—. Conozco a un corredor de apuestas llamado Marty Jones que me debe un par de favores. Pongamos que nuestro infiltrado va a la tienda de Telford y al salir se topa con un coche del que bajan Marty y un par de hombres que vienen a cobrarse unas apuestas: se produce un altercado y nuestro hombre recibe un puñetazo en el estómago como advertencia.
Clarke lo veía claro.
—Vuelve a la tienda tambaleándose, se sienta a recobrar el aliento y esa pareja le pregunta de qué iba la discusión.
—Y él se lo explica: deudas de juego, matrimonio roto, etcétera.
—Y para hacerlo más atractivo —terció Davidson—, hacemos que sea de la plantilla de seguridad.
Ormiston le miró.
—¿Crees que en Maclean’s aceptarán?
—Les convenceremos —dijo Claverhouse con voz queda.
—Pero lo más importante —añadió Clarke— es saber si Telford va a tragárselo.
—Eso es cuestión de las ganas que tenga de dar el golpe —dijo Rebus.
—Un infiltrado… —comentó Ormiston con los ojos brillantes— al servicio de Telford… Lo que siempre habíamos deseado.
Claverhouse asintió con la cabeza.
—Una cosa —dijo mirando a Rebus y Davidson—. ¿A quién infiltramos? Telford nos conoce a todos.
—Infiltramos a uno de otra ciudad —dijo Rebus—. Uno con quien he trabajado y que Telford no conoce. Es un buen agente.
—¿Pero él acepta?
Se hizo un silencio en torno a la mesa, roto por una voz desde la puerta:
—Según quién lo pida.
Era un hombre fornido de pelo espeso y bien peinado y ojos pequeños. Rebus se levantó, estrechó la mano de Jack Morton e hizo las presentaciones.
—Habrá que falsear unos antecedentes para la cobertura —dijo Morton—. John me ha explicado el asunto y me gusta, pero necesitaré un piso destartalado en aquel barrio.
—Será lo primero que hagamos mañana —dijo Claverhouse—. Habrá que hablar con los jefes para que no pongan inconvenientes. —Miró a Morton—. ¿Qué le ha dicho al suyo, Jack?
—Me he tomado unos días de permiso y pensé que no valía la pena decirle nada.
Claverhouse asintió con la cabeza.
—Hablaré yo con él en cuanto nos den el visto bueno —dijo.
—El visto bueno lo necesitamos hoy mismo —intervino Rebus—. No vaya a ser que los hombres de Telford tengan ya echado el ojo a alguien. Si no actuamos con rapidez se nos puede ir de las manos en esta ocasión.
—De acuerdo —dijo Claverhouse mirando el reloj—. Haré unas llamadas y suspenderé los whiskies de después de cenar.
—Cuenta con mi apoyo si hace falta —dijo Davidson.
Rebus miró a su amigo Jack Morton y vocalizó un «gracias» con un movimiento de labios. Morton se encogió de hombros y Rebus se levantó.
—Yo tengo que irme —les dijo—. Si me necesitáis llamadme por el busca o al móvil.
Iba ya pasillo adelante cuando Siobhan Clarke le dio alcance.
—Quiero darte las gracias.
—¿Por qué? —dijo él sorprendido.
—Desde que entusiasmaste a Claverhouse con esto no ha vuelto a poner el casete.